Sean estaba acostado a oscuras y contemplaba a través del cuarto el rectángulo gris de la ventana. Afuera había una rebanada de luna en el cielo. No podía dormir. Estaba pensando en el antílope. Oyó pasar a sus padres frente a la puerta del dormitorio. Su madrastra dijo algo y su padre rió. La risa de Waite Courteney era profunda como un trueno lejano.
Oyó cerrarse la puerta del dormitorio de ellos y se sentó en la cama.
—Garry —dijo—. No obtuvo respuesta.
—Garry —repitió y levantando una bota se la arrojó a su hermano. Se oyó un gruñido—. Garry.
—¿Qué quieres? —La voz de Garry era somnolienta e irritada.
—Estaba pensando. Mañana es viernes.
—¿Y?
—Papá y mamá irán a la ciudad. Estarán allá todo el día. Podríamos agarrar la escopeta y acechar a ese viejo inkonka. La cama de Garrick crujió de alarma.
—¡Estás loco! —Garrick no pudo evitar mostrar lo escandalizado que estaba—. Papá nos mataría si nos sorprendiera con la escopeta. Al decir esto, no obstante, sabía que tendría que buscar un argumento más sólido para disuadir a su hermano. Sean eludía el castigo cuando era posible, pero ir detrás de un animal como ése bien valía la pena todo lo que era capaz de propinar la mano derecha de su padre. Garrick estaba rígido en su cama, buscando palabras…
—Además, papá siempre tiene bajo llave las balas. Fue una buena tentativa, pero Sean tenía respuesta.
—Sé dónde hay dos que ha olvidado. Están en un florero grande en el comedor. Hace más de un mes que están allí.
Garrick traspiraba. Sentía casi el bastón boer golpeándole las nalgas y oía mentalmente la voz de su padre contando los golpes.
—Por favor, Sean, pensemos en otra cosa… En el otro lado del cuarto Sean se tendió cómodamente sobre sus almohadas. La decisión estaba tomada.