Paterna asomó la mirada de miel a los tres arcos del ventanal. El monte Naranco dibujaba su silueta preñada de sueños. Allí debía de estar ahora Ramiro, con los arquitectos, disponiendo sobre el terreno la imagen futura de su propia ciudad.
Un manto de amargura cayó sobre los esposos después del juicio de Nepociano. Paterna tardó horas en recuperar la serenidad. Aun así, el recuerdo de aquellos ojos fuera de sus órbitas la mantenía absorta, trasplantada a otro mundo. La cena de aquella noche supo a hiel y ceniza.
—He enviado a los dos al monasterio de Ablaña —le había dicho Ramiro como en una excusa—. Allí estarán bien cuidados. Los monjes se encargarán.
La castellana no dijo nada. No podía. Sabía que tenía que ser fuerte; que ahora no era solo una mujer; que ya no podía ceder a consideraciones de piedad; que hay ciertas cosas que en cualquier otra persona son virtudes, pero que en un rey se juzgarían flaquezas. Pero a pesar de saber todo eso, su corazón latía con un ritmo extraño e incómodo, como si súbitamente hubiera cambiado de cuerpo. A Ramiro no le pasó desapercibido el desasosiego de su esposa. «Eres la reina, no una blanda damisela», le había dicho en la hora crucial de la sentencia. Ahora temía haber sido demasiado duro.
—Mi padre, Bermudo, no quería ser rey —explicó Ramiro a su esposa—. Mi padre quería ser sacerdote. No le dejaron. Lo más que le permitieron fue hacerse diácono. Debía casarse y tener descendencia, le dijeron; la familia no podía permitirse que el linaje quedara interrumpido. Y así Bermudo fue rey. Después de la derrota del Burbia, cuando se vio forzado a resignar la corona, mi padre vivió aquello como una liberación. Volvió feliz a su vida de rico diácono campesino. Yo nunca pude comprenderlo. Pero ahora lo entiendo.
Paterna esbozó algo parecido a una sonrisa de empatía. Podía intentar ponerse en el lugar de Ramiro. Pero enseguida sentía que le fallaba el pie, rechazada por un suelo que no la consideraba digna de plantar allí su huella.
Esa misma sensación de extrañeza la invadía ahora, asomada al ventanal de palacio, al fondo el monte Naranco, contemplando un paisaje que deseaba amar, hacerlo suyo, pero donde ya no veía rosas, sino solo espinas. Le vino a la mente Hernán; rechazó su imagen como quien conjura al diablo. Pero la imagen volvió y aún permaneció largo rato en su pecho para confortarla con ese difícil consuelo que procura la nostalgia de lo imposible.
Hernán de Mena acababa de dejar Oviedo pocos minutos antes. Ella lo vio alejarse a caballo por la calzada que lleva al este, el camino de Santullano. A la iglesia de San Julián orientó precisamente sus pasos el caballero, buscando un paliativo para el agudo dolor que atenazaba su alma. Penetró en el templo, recorrió sus naves bajo los arcos multicolores, dejó que su mirada se embriagara en la compleja red de cruces y esvásticas que decoraba los muros, se postró ante el sagrario, masculló dos oraciones que más parecieron maldiciones, buscó un confesonario, apenas un humilde reclinatorio descubierto, y se arrodilló a esperar. Al poco apareció de entre las sombras un monje con más años que la propia iglesia de San Julián. Con un bufido senil, el monje tomó asiento junto al reclinatorio.
—¿Quieres confesión?
—Sí —respondió Hernán.
—Tú dirás.
—Me acuso, padre, de haber amado a una mujer destinada a otro hombre.
—¿Sabías que estaba destinada a otro? —quiso saber el monje.
—Sí.
—¿El otro se ha enterado?
—No, que yo sepa.
—¿Ella te ha correspondido?
—Sí.
—Eso lo complica todo —resopló el confesor.
—¿Perdón? —se sorprendió el de Mena.
—Las mujeres se mueven por fuerzas que a los hombres les resultan impenetrables. Dime, ¿te arrepientes?
—No estoy seguro —titubeó Hernán—. Si he de ser sincero, no me arrepiento de haber pecado, pero sí de las consecuencias.
—En el amor siempre pasa igual —observó el fraile con algo que podía ser una sonrisa—. Pero no puedo absolverte si no te arrepientes.
—Lo entiendo.
—Dímelo de este otro modo: ¿volverías a hacerlo?
—Yo…
—Ya sé que tus tripas volverían a hacerlo —amonestó el fraile al de Mena—, pero no quiero escuchar a tus tripas, sino a tu cabeza. Habla con la cabeza. ¿Volverías a hacerlo?
—Con la cabeza, no.
—Quizás eso baste. ¿Tienes propósito de enmienda? ¿Estás decidido a no volver a pecar?
—Sí, tengo propósito de enmienda.
—Bien. ¿Alguna otra cosa?
—He traicionado la confianza de un hombre.
—Supongo que eso va implícito en el pecado anterior, ¿o me equivoco?
—No, no te equivocas.
—Bien, no hace falta ser muy perspicaz para ver que te duele haber pecado. Ahora lo importante es esto: aléjate de esa mujer —ordenó el monje—. Porque si tú la amas, ella te corresponde y vuestro amor es imposible, entonces lo único que conseguirás es hacerle daño a ella, a cuantos ella tiene a su alrededor y a ti mismo. ¿Lo entiendes?
—Lo entiendo.
—Penitencia: reza diez padrenuestros antes de salir de aquí. Después, peregrina a cualquier ermita de la Virgen, la que tú elijas, y arrodíllate en soledad para examinar tu corazón delante de ella. Ahora —concluyó el anciano sacerdote— todo queda entre Dios y tú. Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
—Amén.
Hernán de Mena abandonó San Julián con una última mirada a las cautivadoras pinturas de sus muros. Sentía que había pagado una deuda, pero también que aquella absolución no bastaba para expiar su culpa. Esa, como decía el monje, iba a quedar entre Dios y él. Retomó su caballo y al trote se alejó por la calzada que lleva a Pravia. Allí iba a encontrarse con el conde Sonna.
«Nos veremos en Pravia». Eso era lo que Sonna le había dicho cuando abandonó el estrado de palacio, después de verse obligado a arrancar los ojos de Nepociano en una humillación que el conde jamás podría perdonar. Ahora en su mente solo había una cosa: el tesoro. Era menester averiguar qué había pasado con los tres carros del usurpador y si, como Sonna y Hernán sospechaban, aquel misterioso convoy guardaba algún secreto inconfesable.
El conde Sonna había salido de Oviedo el mismo día del juicio, antes de que cayera la tarde. Cabalgó furioso hacia el este. Se metió en un apestoso tugurio. Bebió dos pellejos de vino. Los vomitó. Volvió a cabalgar hacia el este. Durmió donde le sorprendió la noche. Entre las fétidas nubes del vinazo, una idea obsesiva le golpeaba el cerebro: los carros de Nepociano. ¿Por qué no? El cumplimiento del deber iba a ser el mejor lenitivo para tantos sinsabores. «Se puede vivir sin poder y sin riquezas —le había dicho el de Mena—, pero no se puede vivir sin honor. Al menos, yo no». Hernán no y él, Sonna, tampoco, pero antes había que hacer algo más perentorio. Poco después del amanecer, con el estómago vacío y la cabeza descompuesta, el conde divisó las lomas de Parres. Su casa. Bajó al molino. Enseguida vio una figura que corría hacia él. La feminidad bamboleante de Gadea devolvió cierto calor a su cuerpo cansado.
—¡Sonna! ¡Sonna! —gritaba la molinera sin dejar de correr. Traía en las manos unos rollos de pergamino.
El conde bajó del caballo. Abrió los brazos. Acogió a Gadea. Dejó que la calidez animal de la mujer reconfortara su espíritu aterido. Con gesto serio, la besó.
—¡Estaba preocupada por ti! —gimió la molinera—. He oído historias… La batalla…
—Ya te lo explicaré. Ahora recoge tus cosas —ordenó el caballero—. Nos vamos.
—¿Adónde? —preguntó desconcertada la mujer.
—A mi casa. Te vienes a vivir conmigo.
—¡Eso es pecado, perillán! —repuso Gadea con un mohín de reproche, esgrimiendo los pergaminos como si fueran un bastón.
—No. Nos casamos.
—¡Qué…!
Gadea se quedó con la boca abierta, los brazos en jarras, grandes los ojos oscuros como una lechuza sorprendida en vigilia. Sonna admiró una vez más su boca fresca, sus mejillas redondas, sus dientes blancos como la harina de su molino…
—Que nos casamos.
—¡No bromees con esas cosas! —protestó la joven viuda.
—No bromeo. Será mañana. En San Vicente de Panes. Con el padre Fructuoso.
—¡Te has vuelto loco!
—Nunca he estado más cuerdo. Eres lo único que vale la pena en mi vida. Mañana nos casamos.
—Amor mío… —solo eso supo decir la desconcertada Gadea.
—¿Qué es eso que llevas ahí? —inquirió el conde.
—¿Los pergaminos?
—Sí.
—Los he recibido hoy. No sé lo que pone. No sé leer, y el cura no está hoy en la aldea.
Sonna tomó los rollos. Los abrió. Leyó en voz alta:
—«Por orden del rey don Ramiro se otorga a doña Gadea de Parres la propiedad y rentas de dos molinos que se llaman Grande y Chico en el río Piloña a su paso por el sitio de Parres. Y para que así conste y sea de conocimiento común, firmo en nombre de Dios Nuestro Señor…», etcétera, etcétera.
—¿Es esto lo que yo creo? —preguntó Gadea, pasmada; tenía lágrimas en los ojos.
—Es mi regalo de boda, sí. Ahora, vámonos. Nos espera el padre Fructuoso.
Y Sonna subió a Gadea a la grupa de su montura, marcharon a la casa de la molinera, recogieron unos cuantos bártulos, los colocaron en dos mulas y cabalgaron hasta San Vicente de Panes. Donde mañana serían marido y mujer. Y después, pero solo después, Sonna buscaría el tesoro.
Sonna y Hernán no iban a ser los únicos interesados en hallar los carros de Nepociano. En el mismo momento en que Gadea la molinera brincaba de gozo y Hernán de Mena rumiaba su tribulación, un tipo de aspecto siniestro cruzaba impetuosamente las aguas del Aguanaz y penetraba al galope en un poblacho perdido de la mano de Dios. Piniolo había localizado a Ragnar Haraldson en una conocida casa de lenocinio en Ribamontán, en la Trasmiera, no lejos del mar. Le dijeron que un tipo muy rubio, de aspecto bestial y acento extranjero andaba gastando monedas como si no hubiera un mañana. Piniolo no lo dudó. Y en efecto, allí estaba, en el burdel, medio desnudo pero armado, recostado en un pulgoso lecho de paja mal acolchado con un montón de sucios harapos.
—Yo a ti te conozco —dijo el normando cuando le vio aparecer.
—Yo a ti también —respondió seco el terrateniente.
—¿Tú eres…?
—Piniolo, consejero de tu señor Nepociano.
—Mal le has aconsejado, por lo que sé —ironizó el mercenario—. ¿Lo han matado ya?
—No. Vive. Le han sacado los ojos.
—¡Por Thor y por Odín!
—Uno para cada ojo, sí —sonrió macabro Piniolo.
—Dime —indagó el normando sin acusar recibo de la broma—, ¿cómo me has encontrado?
—No ha sido difícil. Has dejado un rastro de pequeñas piezas de oro a tu paso, ¡cabeza loca!
—Seré más cuidadoso en adelante —se chanceó Ragnar con indiferencia.
—Más te vale. Últimamente las cabezas de mercenario vuelan por el reino como el polen de las flores. Y separadas de su tronco.
El vikingo advirtió un deje de amenaza en aquellas palabras. Miró en derredor: nadie; solo un par de mujerzuelas desgreñadas que se desperezaban y un parroquiano, aún más desgreñado, que apuraba un plato de potaje de nauseabundo aspecto. Dispuesto a dejar las tripas del terrateniente en aquel chamizo, se incorporó con estudiada lentitud.
—¿Por qué me buscas? ¿Qué quieres de mí? —Y Piniolo percibió que el normando deslizaba la diestra sobre la vaina de su espada.
—¿De verdad no lo sabes? —tanteó Piniolo, palpando a su vez la daga que dormía bajo su capa.
—No —contestó el normando.
—Es fácil. Tú tienes media moneda y yo tengo otra media. Juntémoslas. Por separado no valen nada. Pero unidas… —Una grieta de dientes feroces se asomó a la cerrada barba negra del terrateniente.
—No sé qué quieres decir —desconfió Ragnar Haraldson.
—Tres carros. Tres hermosos carros. ¿Ya te va sonando la canción?
Ragnar Haraldson abrió desmesuradamente los ojos glaucos y se frotó con saña el rostro como si quisiera despertar de los efectos del vino.
—Háblame de eso —invitó el normando a su interlocutor.
—Aquí, no. Este sitio apesta. Vayamos fuera —ordenó Piniolo, saliendo del burdel.
Ragnar se levantó, soltó un par de piezas de oro sobre una cabeza pecosa que en ese momento emergía de entre los harapos del jergón y se calzó las botas. Cuando salió, Piniolo ya estaba a caballo y sostenía las riendas del jamelgo del normando. Aún no lo sabían, pero Ragnar y Piniolo iban a ser los peones de la última jugada de Nepociano.
Hoy no iba a llover en Oviedo. Paterna empezaba a sentirse asfixiada entre las cuatro paredes de la cámara regia. Se embozó en un manto de rico paño, llamó a su aya y salió de palacio. Sentía el alma manchada, pero tendría que aprender a vivir con ello. Necesitaba aire. Aire y agua. Un pequeño paseo y estaría en la Foncalada. Despachó a Telmo, Tello y Mendo, que se habían apresurado a cubrir las espaldas de su señora, y se encaminó hacia el tibio balneario. La Foncalada era una limpia alberca de piso calizo bajo un templete de piedra; en el frontón del templete, Alfonso el Casto hizo labrar una cruz con la inscripción salvadora: «Con este signo se ampara el justo, con este signo se vence al enemigo. Pon, Señor, el signo de salud en esta fuente, y no permitas entrar al ángel golpeador». No, que no entrara aquí el ángel hostil de la muerte. Paterna cruzó el espacio de la alberca y ganó el edificio aledaño, una rústica casa en cuyo interior Alfonso había hecho construir un laconicum al estilo de las viejas termas. Paterna despachó a la servidumbre y se desnudó. Hizo manar el vapor que enseguida perló su cuerpo. Lloró. Tuvo que esforzarse, pero lloró. Solo aquí podía hacerlo; para que sus lágrimas, confundidas con el sudor, no se avergonzaran de sí mismas. Después salió nuevamente a la alberca. Sumergió su cuerpo en el agua fría. Involuntariamente pensó en Hernán.
Cuando Paterna regresó al palacio ya era mediodía. El rey había convocado a su nuevo consejo. Cambios importantes se avecinaban en la corte. El abad Gladila —el riquísimo abad Gladila— iba a ver recompensada su apuesta por Ramiro con el obispado de Lugo, mientras que el titular de la diócesis, Adulfo, pagaría con el retiro su oportunista inhibición. Escipio no volvería a la corte. Ergica de Tuy ya ejercía de jefe de la guardia. Pero el gran triunfador era el obispo Serrano, que además de la diócesis de Oviedo se cobraba el gobierno de palacio. Por eso ahora el mozárabe estaba allí, al fondo del gran pasillo, en la antesala de la cámara de trabajo del rey Ramiro, presto a ocupar su nueva dignidad. Paterna se encaminó hacia él. Convenía un saludo de cortesía. Un ruido de pasos, sin embargo, detuvo en seco a la mujer. Vio aparecer al obispo Gomelo. La castellana permaneció entre las sombras. Ninguno de los dos hombres percibió su presencia. Serrano recibió a Gomelo con una filial reverencia.
—Te saludo, Gomelo, con la veneración que merece el vestigio glorioso de una época que termina —dijo el mozárabe con voz que parecía sincera.
—Hermano mío —contestó Gomelo en una risa cansada—, me habían llamado de todo en estos años, pero nunca vestigio glorioso.
—Quería decir…
—Sé lo que querías decir —atajó el anciano—. Pero te engañas.
—¿A qué te refieres? —se desconcertó Serrano.
—A eso de la época que termina.
—No quería resultar ofensivo —se excusó el mozárabe—. El tiempo de la vieja Asturias ha terminado. Ahora el reino…
—¿De verdad crees que el tiempo de Asturias ha terminado? Entonces, amigo Serrano, es que no has entendido nada de todo cuanto ha pasado a tu alrededor.
—Pero es transparente que el final de Nepociano y los conspiradores marca el final de una época.
—Tal vez —objetó Gomelo—, pero no el final de Asturias.
—El viejo reino… —comenzó a decir Serrano, pero su mentor le interrumpió.
—Asturias es mucho más que el viejo reino, y eso es lo que tienes que comprender de una vez. ¿Dices que el tiempo de Asturias ha terminado? ¡Nada más lejos de la realidad! —Gomelo se aproximó a Serrano. Puso sus manos flacas sobre los hombros de su pupilo y sucesor. Clavó los ojos viejos en la nariz aplastada del mozárabe. Y habló con voz de profeta—: No, nada más lejos de la realidad. Cada paso que se da en la frontera, cada mujer que alumbra en el reino, cada ermita que se levanta en el sur, cada yugada de tierra que se abre al cultivo… cada una de esas cosas hace eco a la voz de Asturias. Repoblaremos el Bierzo, Amaya, León, y cada uno de esos sitios será un hijo de Asturias. Llegaremos incluso al cauce del Duero, como sueña Ramiro, y cada gota de las aguas del gran río será sangre de Asturias, será sangre de reyes, será el perpetuo bautismo del reino del norte.
Gomelo se detuvo. Le costaba respirar. Se alejó unos pasos de su pupilo. Miró por el amplio ventanal. Al fondo, el monte Naranco. Rio:
—¿Dices que el tiempo de Asturias ha terminado? No, querido amigo, el tiempo de Asturias no ha hecho más que comenzar.