20
EL JUICIO DE NEPOCIANO

Llovía sobre Oviedo. Era esa lluvia fina, casi deshecha y como desganada, pero infatigable y pertinaz, que penetra hasta los huesos y no deja rincón de la vida sin fecundar. El orvallo empapaba la piedra de los palacios y la paja de las pallozas, hacía barro con la tierra de las calles y disolvía, despectivo, las lágrimas de los hombres. Jimena y Nepociano fueron sacados a empellones de su mazmorra. Los guardias condujeron sin miramientos a la quebrantada pareja hasta la fachada principal del viejo palacio del rey Fruela, al cobijo de un soportal ancho que más parecía corral que patio de armas: un porche desangelado y tétrico de piso mal pavimentado, rodeado por viejas columnas en torno a las que crecía una pelada enredadera y cubierto por una techumbre de madera que imploraba la mano del carpintero. Sobre este soportal había un solario abierto al sur como una terraza: el solario del rey. Aquí subió una vez Alfonso el Casto para saludar a su pueblo cuando fue proclamado rey, medio siglo atrás. Ahora el solario apenas se usaba, pero si el espacio de arriba había quedado muerto, el de abajo permanecía bien vivo, y sus rústicos pilares seguían siendo testigos de asambleas, conspiraciones, intrigas y hasta lances de amor. Aquí se celebraría el juicio.

Envejecido y roto, astrosa la túnica y desmadrados los blancos cabellos, sangrantes las muñecas y los tobillos por el peso de las cadenas, Nepociano apenas era una sombra de sí mismo. Le costaba andar, le costaba respirar y le costaba incluso ver después de la larga noche de la prisión. Jimena, por el contrario, parecía asombrosamente recuperada: el rostro terso, bien arreglados los cabellos rojos, la figura enhiesta, el semblante resuelto, nuevamente vivos los ojos del color de la mar en invierno; los días de letargo habían resucitado literalmente a la dama, y Nepociano se preguntaba si acaso tendrían razón aquellos que en Jimena veían una Melusina, una mujer serpiente dotada de facultades sobrenaturales. El zafiro que aún colgaba de su cuello, pues nadie había osado arrebatárselo, le confería un aura majestuosa y trágica, como de reina enfrentada a un desenlace fatal.

—¡Fuerza, esposo mío! —alentaba la mujer al magnate—. ¡Esta, y no la de Cornellana, va a ser tu verdadera batalla!

Nepociano y Jimena, todavía con grilletes en manos y pies, se sentaron como pudieron en un montón de paja húmeda, en un rincón del patio, al abrigo del soportal. Un guardia les ofreció una humeante escudilla: gachas en agua hervida; era más lodo que alimento, pero al menos les metió un poco de calor en el cuerpo. El escenario del juicio parecía demasiado obviamente concebido para amedrentar al reo. Junto a la fachada de palacio, un alto sitial sin duda reservado al rey y su séquito. A los lados, un par de improvisadas gradas para albergar a los testigos. En el centro del porche, un par de postes, un cepo y un tarugo. En una esquina, un fuego, y junto al fuego, tenazas, pinchos, cuchillos, ganchos, varas, vergajos, una espada, un hacha… el instrumental del verdugo. Nepociano no pudo evitar un estremecimiento al contemplar el aparejo del sayón, visiblemente destinado a ejecutar sobre él la dura justicia de Ramiro. El verdugo permanecía al lado del infiernillo, calentándose las manos en aquel día húmedo de mayo, dando la espalda a los reos con prosaica indiferencia. Pobre existencia la de aquel tipo —pensaba el magnate—, dedicado por oficio a mutilar miembros o quitar vidas por orden ajena, como quien sacrifica animales en el matadero, sin gloria ni tragedia. Fuera del soportal, al otro lado de un enteco murete, en las calles que se abrían hacia San Tirso y los palacios episcopales, empezaba a agolparse un hostil gentío que murmuraba horribles imprecaciones y de vez en cuando lanzaba sonoros insultos hacia los acusados. Ni la tenaz manta del orvallo había podido disuadir a la plebe de asistir a este último espectáculo: dos cabezas en una pica, glorioso fin de fiesta para la coronación y boda del rey.

Llegaron los testigos: el conde Escipio, grueso en sus grandes bigotes; Flaín de Castañeda, cohibido en su presuntuosa insignificancia; los hijos de Fáfila de Lugo, dispuestos a llevarse la cabeza del asesino de su padre; el conde Sonna y Hernán de Mena, ambos con su meticuloso sentido del honor cargado en las espaldas… Todos ellos obsequiaron a la pareja de usurpadores con la ácida mirada de quien va a quebrar la vida del prójimo. Todos menos Hernán, que no podía dejar de ver en aquel despojo de barbas blancas al rico caballero que un día, muchos años atrás, acogió a su madre en un palacio de Aquitania, y cuya figura había acompañado los primeros pasos de su infancia. El magnate merecía castigo, sí, pero el de Mena no podía odiar a ese hombre. Al menos —pensaba Hernán— el compromiso de Ramiro de respetarle la vida seguía en vigor. Nepociano, al verlos, se limitó a bajar la cabeza; necesitaba pensar claro y no quería que la pasión del rencor nublara su juicio. Pero Jimena sostuvo las miradas de los recién llegados y, aún más, las devolvió con un gesto altanero y desafiante. Que supieran todos que, en aquel juicio, la dama ya los había condenado.

Apareció después el obispo Ataúlfo de Iria-Compostela con dos individuos ataviados como siervos, uno muy grande y otro muy pequeño. Al muy grande lo reconoció enseguida el magnate: era Sancho Jimeno, el mercenario navarro; Piniolo ya le había dicho que el gigante roncalés se había entregado al obispo. Sancho caminaba encogido, como aparentando humildad. Nepociano tragó bilis cuando descubrió en la cohorte de los acusadores a esa oveja feroz a la que él mismo nombró su capitán. Pero Sancho Jimeno, acostumbrado a cambiar de bando según el tamaño de la bolsa del postor, aún se permitió una tranquila inclinación de cabeza ante el usurpador, con la naturalidad de quien saluda a un rival en los negocios, sin enconos ni resentimientos. Nepociano conocía bien esa actitud. Él mismo la había puesto en práctica mil veces ante los adversarios arruinados por sus manejos; sin enconos ni resentimientos.

Surgió entonces de alguna parte el obispo Serrano, que llegó solo, apresurado, moviendo la cabeza y hablando consigo mismo. Traía Serrano un montón de rollos de pergamino y de ahí dedujo Nepociano que el mozárabe sería su acusador. De todos los errores cometidos en esta aventura —pensaba el magnate—, el más grave había sido sin duda menospreciar la capacidad de aquel clérigo de horrible nariz aplastada para moverse entre bambalinas, enredar aquí y allá, intrigar en este otro lado y surgir de repente sacándose de la boca una bola de fuego, como los ilusionistas que el anciano había visto en Bizancio.

—Mira quién está aquí —silbó Jimena con acento venenoso—. Esa hiena con tonsura… ¡Él es el principal culpable de que nos veamos presos y humillados!

Serrano —sospechaba Nepociano— lo sabía todo desde el principio. Cuando acudió a su casa, no lo hizo para informar, sino para precipitar los acontecimientos y de paso obtener noticias que poder contar a su amo, ese Ramiro. Solo así podía explicarse que Serrano se ausentara súbitamente del salón del trono el día decisivo, que se dejara caer por el monasterio de Ablaña burlando toda vigilancia y que apareciera después en el campamento del señor del Édramo. Serrano, sí —Nepociano estaba convencido—, había sido el verdadero talento en el campo del pretendiente. En el fondo, quien había vencido no era Ramiro, sino Serrano.

Tardó muy poco en hacer acto de presencia el rey y, con él, todo su séquito: esposa, hijos, cuñado, incluso el obispo Gomelo. Ramiro comparecía con manto, cetro y yelmo. Todos se precipitaron a saludar al monarca mientras la muchedumbre, fuera del soportal, mojaba en el orvallo sus vivas al rey. Nepociano y Jimena se quedaron en su rincón, en su montón de paja, estudiando a los nuevos amos del reino.

—¡Fíjate! —susurró Jimena, divertida—. ¡Parece un rey de aldea que no se quita la corona ni para dormir!

—¿Y esa mujer es…? —apuntó Nepociano.

—Sí, esa debe de ser la becerrilla castellana —confirmó Jimena—, la tal Paterna. Aunque más parece vaca vieja que ternera. ¿Y los otros?

—Al grandón lo conozco —musitó Nepociano, animado por la inminencia del gran momento—. Lo vi en la batalla. Es Gatón, un hijo de Ramiro. Esa espada que trae al cinto era de uno de mis capitanes.

—¿Y el otro joven?

—Lo ignoro.

—Debe de ser ese Rodrigo que venció a los moros en Lutos —sugirió la dama de los cabellos rojos—. Se parece un poco a Paterna: la misma cara de campo. Y las botas que lleva… ¡son sarracenas!

—Bonita colección de saqueadores —escupió amargo Nepociano.

—Los demás serán el resto de la familia, supongo. Esa niña que mira de una manera tan extraña…

—Es Aldonza, la hija ciega de Ramiro —confirmó el magnate.

—Hermosa…

—Y sin consuelo.

—¿Y el apuesto joven de cara afeitada? —quiso saber Jimena.

—Ese será Ordoño, el primogénito del gallego.

—Tiene hielo en el alma —observó la dama, clarividente.

—¡Así se congelen todos! —maldijo Nepociano—. Empezando por el obispo Gomelo, esa comadreja… ¡Míralo ahí, tan…! No sé cómo se las arregla, pero lleva medio siglo saliendo vivo de los peores embrollos.

—Atención, esposo —interrumpió Jimena, poniéndose trabajosamente en pie y alisando su ajada túnica con intempestiva coquetería—. Empiezan a sentarse. Esto va a comenzar ya. Seamos más dignos que ellos.

El rey, en efecto, ocupaba su lugar en la tribuna, escoltado por su ya inseparable Ergica de Tuy. A su derecha, Paterna. A su izquierda, Gomelo. Bajo ellos, en un escalón inferior, los hijos del rey: Ordoño, Gatón y Aldonza, así como Rodrigo, el hermano de Paterna, y don Nuño. Los testigos tomaron a su vez asiento en las improvisadas gradas laterales. Serrano, en el centro de la escena, de pie, dibujó una marcada reverencia hacia el monarca. El obispo mozárabe había escogido sus mejores ropas para la ocasión; el lujo de su sotana contrastaba con el pobre aspecto de Gomelo, que habría podido pasar por cualquier monje de la frontera. Serrano carraspeó. Intencionadamente miró al verdugo, que empezaba a avivar el fuego de su inquietante horno. Afuera, al otro lado del murete, bajo el orvallo incesante, el pueblo se impacientaba. Al fin el acusador habló.

—Henos aquí —abrió su discurso Serrano—, mi rey, augusta señora, señor obispo de Oviedo, nobles todos congregados, para hacer justicia sobre los graves hechos que han sacudido a nuestro reino, y de los que solo hemos podido salir con bien gracias a la Providencia divina y a su instrumento, el fuerte brazo de nuestro rey don Ramiro.

Paterna fijó la mirada en los reos, apenas visibles entre las sombras del soportal que los cobijaba. Componían una pareja extravagante: ¡Tan ancianos…! Ella conservaba un porte imponente, cierto, pero saltaba a la vista que se trata de una mujer de muy avanzada edad. En cuanto a él, estaba ya en esa etapa en la que la decrepitud aflora a poco que uno descuide su aspecto. ¿Qué podría empujar —pensaba la reina— a dos personas ancianas, en la recta final de la vida, a acometer una aventura tan incierta como apoderarse de un trono? ¿Codicia? ¿Venganza? ¿Quizás algún tipo de ambición superior, tan exacerbada que uno no podría morir tranquilo si antes no hubiera hecho lo imposible por colmarla? Ambiciones tan abrasivas estaban muy lejos del corazón de la castellana; el mero hecho de ser reina ya le parecía excesivo, como si de repente, y de forma inmerecida, alguien la hubiera hecho ascender al mundo de los ángeles. Ahora esos ancianos, Nepociano y Jimena, pagarían cara su desmesura. La atmósfera del proceso, con ese siniestro verdugo en una esquina y el peso plúmbeo del orvallo interminable, sembraba en el ánimo de Paterna una tristeza infinita.

—Los crímenes de los reos son evidentes y notorios —continuaba el obispo Serrano—. Nadie en el reino ignora las circunstancias de la conspiración, la sedición, la ilegítima y asesina usurpación del trono, la espuria regencia obtenida con coacciones y violencias, así como el levantamiento en armas contra el rey legítimamente designado, que Nepociano de Pravia ha protagonizado. Te invito pues, Nepociano, a no perder tiempo tratando de negar tu culpa y, al contrario, te insto a confesar tus crímenes y suplicar el perdón de la corona, que con la misericordia de Dios podrás ganar aclarando ciertos puntos que aún permanecen oscuros.

Serrano calló. Quería estudiar el efecto de sus palabras en el reo, que Nepociano se doblegara desde el primer momento; que se confesara culpable. Eso lo haría todo más sencillo. Sobre todo, una confesión temprana permitiría al rey cumplir con más comodidad la palabra empeñada ante Sonna y Hernán de Mena: respetar la vida del usurpador. Nepociano, sin embargo, permanecía inmóvil, de pie, entre las sombras del soportal, impenetrable el semblante, dispuesto a alargar el trance de su propia ruina. «¡A muerte!», gritó un fulano desde el corral de la plebe, coreado enseguida por otros paisanos. Serrano miró al rey. Ramiro respondió con un breve cabeceo afirmativo.

—Sea entonces —resolvió el obispo mozárabe—. Puesto que así lo has querido, deberás padecer la vergüenza de que tus crímenes sean expuestos ante el pueblo y arrastrados por el lodo junto a la poca dignidad que te resta. Empecemos. ¿Eres tú el llamado Nepociano de Pravia?

—De Pravia y Aquitania —puntualizó el acusado, saliendo de la penumbra de su rincón y adelantándose hacia el estrado—. Yo soy.

—¿Y es esa mujer que a tu lado comparece Jimena Vimariz, hija de Vimarano, hermano del rey Fruela?

—Hija de Vimarano, asesinado por su hermano el rey Fruela, sí. Y ella es mi esposa —añadió Nepociano, haciendo avanzar a la dama de los cabellos rojos.

El conde Sonna no pudo dominar un respingo: Jimena estaba como el primer día que la conoció. Él la había visto demacrada y náufraga, súbitamente envejecida, cuando la bajó del caballo de Ragnar Haraldson. Él, que había admirado la belleza señorial de aquella mujer, después la había descubierto rota como por arte de hechicería. Pero ahora volvía a encontrarla lozana y hermosa, fuego en el cabello y mar en los ojos, el negro zafiro orgulloso en el pecho, y si aquel envejecimiento le pareció cosa de brujería, esta resurrección no era menos mágica.

—Se os acusa a ambos —proseguía Serrano con su alegato—, a ti como autor principal y a ella como cómplice y encubridora, de cuatro graves crímenes contra la corona, contra sus súbditos y contra Dios. ¿Conoces los cargos?

—Quiero conocerlos —respondió firme el usurpador.

—Primero: se te acusa de haber conspirado para torcer la voluntad del rey Alfonso, de haber desobedecido su designio de que el heredero de la corona fuera Ramiro Bermúdez, de haberte hecho arteramente con el poder en la corte, de haberte proclamado regente y de haberte alzado en armas contra el legítimo heredero, Ramiro Bermúdez.

—Demasiadas cosas para ser solo un cargo —ironizó Nepociano—. Conspiración, usurpación, sublevación… Pero no, niego esos cargos. Todos ellos.

—¿Cómo puedes negar la evidencia? —exclamó Serrano, y en las brasas de sus ojos oscuros brillaba la luz del castigo divino.

—¡Yo no conspiré! —se defendió el anciano magnate—. Fueron los señores de Asturias los que vinieron a mí en busca de consejo. Yo no desobedecí designio alguno de Alfonso; lo que se me dijo fue que se trataba de una decisión adoptada en el delirio de su agonía. Y por cierto que bien deberías saberlo tú, obispo Serrano, que tomaste parte en cierta conversación en mi propia casa sobre el particular —precisó Nepociano, poniendo en un brete al mozárabe—. Yo no me hice con el poder en la corte ni me proclamé nada. Fueron los señores de la tierra, reunidos en consejo, quienes me nombraron regente con atribuciones sobre el gobierno del reino. Por último, yo no me alcé en armas contra nadie. Fue Ramiro Bermúdez, señor del Édramo y conde en Galicia, quien se alzó en armas contra una decisión legítima del consejo del reino; es decir, contra mí.

—El rey Ramiro ha sido jurado, ungido y coronado —reaccionó rápidamente Serrano—. Está fuera de lugar volver sobre él la acusación. También está fuera de lugar —agregó el mozárabe— esa insidia acerca de mi cercanía a la conspiración. Precisamente porque estuve en tu casa pude colegir lo que se cocía, y bien saben el rey Ramiro y el obispo Gomelo que de inmediato me puse a su lado. En cuanto a la nula legitimidad de tu nombramiento, que tú sin embargo defiendes, apelo aquí al testimonio del conde de palacio Escipio de Pravia. Conde Escipio, ¿es verdad lo que arguye Nepociano en su defensa?

Escipio se levantó. Adoptó un aire solemne, de experimentado regateador palaciego. Calmoso, se atusó los grandes bigotes. Se sentía seguro.

—¡Es enteramente falso! —bramó el conde—. Fue él, Nepociano, quien vino a Asturias con una mesnada en armas contratada por él mismo. Fue él, Nepociano, quien nos hizo creer con engaños que la decisión de Alfonso sobre su sucesión había sido un delirio. Fue él, Nepociano, quien nos llevó al salón del trono y allí, bajo amenazas, nos empujó a aclamarle como regente.

—No parecías muy amenazado cuando leíste públicamente mis atributos como regente del reino —contestó el acusado.

—¡El reo no debe interrumpir…! —empezó a reprender Serrano, pero Escipio ya guardaba su respuesta en la boca.

—¡Tenía delante los cadáveres de Teudano y Fáfila, asesinados por tus hombres! ¿Cómo no iba a sentirme amenazado?

Serrano levantó las manos en ademán autoritario e invitó a Escipio a retomar su asiento. Volvió a dirigirse al acusado.

—El conde Escipio acredita que tomaste el poder con malas artes, coacciones y engaños. Poco más hay que añadir sobre el primer cargo, el de usurpación y los crímenes a él asociados. Pero he aquí que el conde introduce el segundo cargo. Nepociano de Pravia, ¿mataste tú o fueron muertos por tu orden los caballeros Teudano y Fáfila de Lugo? ¡Contesta!

—Ni los maté yo ni murieron por orden mía. Fueron víctimas de un tumulto promovido por quienes se oponían a la soberanía del consejo.

—¡Mientes, asesino! —gritaron al unísono los hijos de don Fáfila.

—¡Silencio en la grada! —se impuso Serrano—. No, Nepociano, fueron tus hombres quienes los mataron. Tus soldados asesinaron a Teudano, un anciano cargado de gloria. Tu esbirro Piniolo… —se interrumpió el mozárabe—. Piniolo, sí, que ya ha sido debidamente castigado por el rey, mató a Fáfila de Lugo. Son crímenes que caen sobre tus espaldas.

—¿Y los demás caballeros? —protestó el usurpador, levantando un dedo hacia el conde Escipio y Flaín de Castañeda—. No fui yo quien se nombró solo, sino esos señores los que me designaron.

—¡Estábamos embrujados por esa mujer! —gritó Flaín, poniéndose en pie y señalando a Jimena.

—¡Sí, esa mujer! —corroboró Escipio—. ¡Había robado con malas artes nuestra voluntad!

—¡Bruja! ¡Bruja! —volvió a escucharse entre la multitud de los paisanos, que tomaba ahora a Jimena por objeto de su ira.

—¡Basta! —aulló a su vez Serrano—. ¡Vayamos por partes! Queda claro, pues, que conspiraste contra la corona, Nepociano. Que con una hueste en armas llevaste a los señores de la tierra a proclamarte regente contra el heredero legítimamente designado. Y que en esa traición hiciste asesinar a los caballeros Teudano y Fáfila. A los testimonios del conde Escipio y don Flaín, aquí presentes, han de añadirse los de los otros señores que igualmente han testificado por escrito en tu contra. ¿Quieres leer sus testimonios?

—No lo preciso —espetó Nepociano, desdeñoso.

—Entonces —hurgó Serrano—, ¿aceptas tu culpa?

—No —agitó la cabeza el usurpador, obstinado—. Niego esa legitimidad contra la que supuestamente me levanté. Niego la dudosa legitimidad del rey Ramiro.

—Ya hemos dicho que esa cuestión está fuera de lugar —rezongó el mozárabe, irritado—, pero, puesto que insistes, y para que nunca nadie más en este reino se deje seducir por tus insidias, solicito permiso del rey Ramiro, aquí presente, para despejar este punto. Mi señor… —Se inclinó Serrano ante Ramiro, que volvió a mover afirmativamente la cabeza—. Sepan todos, nobles señores aquí presentes y pueblo de Oviedo, que la legitimidad del rey Ramiro está plenamente acreditada por el documento que obra en poder del obispo Gomelo. Y a mi padre espiritual Gomelo ruego ahora que lea esa disposición del difunto rey Alfonso, debidamente sellada por él.

Gomelo se levantó. Ya Serrano le había advertido de que llevara consigo el testamento del rey Alfonso. Por la cabeza del anciano obispo de Oviedo pasaron los amargos momentos de la agonía del rey. Tratando de vencer el temblor que la humedad empezaba a provocar en sus cansados huesos, Gomelo leyó:

—«Yo, Alfonso, rey de Oviedo, en el nombre de Dios nuestro señor y acogiéndome a su divina misericordia, propongo y proclamo heredero de la corona a mi bien amado discípulo Ramiro, hijo del rey Bermudo, mi predecesor, y le encomiendo la defensa de la fe y del trono de Oviedo. Y dicto esta voluntad en presencia de mis fieles Gomelo, obispo de Oviedo, Teudano y Tioda, a modo de consejo del reino. Y mando que así sea Ramiro amado y obedecido en todo como si de mi misma persona se tratara».

—Esto es lo que el rey Alfonso dictó, firmó y selló —completó Serrano mientras Gomelo volvía a su sitio—. Esta es la voluntad que Nepociano, el reo, quiso ocultar a los nobles señores de Asturias, y por eso encerró a Gomelo en el monasterio de Ablaña. Esta es la voluntad que Nepociano, el reo, desobedeció haciéndose proclamar regente. Esta es la voluntad que Nepociano, el reo, atacó criminalmente levantándose en armas contra el heredero legítimo de la corona. Nada más hay que decir sobre estos cargos, ni sobre el asesinato de Teudano y Fáfila de Lugo. Ambos crímenes, Nepociano, pesan sobre tu conciencia. Pero hay más.

Serrano volvió sobre sus pasos. Bajó el mentón, como meditando. Aquellas pausas exasperaban al populacho, que aprovechaba los recesos para beber y comer lo que tenía a mano. En un corrillo entre la multitud se había encendido una hoguera al abrigo de un capote, y allí la gente echaba nabos, longanizas y hasta pececillos mientras una matrona añosa y desdentada voceaba la sidra que transportaba en calabazas. De vez en cuando alguno gritaba «¡A muerte!», y el resto coreaba la imprecación, pero enseguida volvían todos a sus mucho más gratas ocupaciones. El obispo Serrano, visiblemente molesto por la algarabía del pueblo, retomó el hilo de su alegato.

—Vayamos a los otros cargos, Nepociano de Pravia… y Aquitania. Se te acusa de haber actuado en connivencia con Córdoba. De haberte lucrado con el oro blasfemo del sarraceno. De haber abierto la puerta a un ejército musulmán para hacerte con el poder. Y quién sabe si en realidad el fin último de tu usurpación no sería sino entregar la santa Oviedo al emir Abderramán.

—¿Quién me acusa de tal cosa? —respondió Nepociano, desafiante.

—¿Negarás que en tus negocios de Aquitania has comerciado con los moros?

—Con los moros, con los cristianos y hasta con los paganos, sí; nada malo hay en ello.

—¿Negarás que te has enriquecido vendiendo esclavos a Córdoba?

—No, no lo negaré. Pero jamás ninguno de esos esclavos fue súbdito del rey de Oviedo.

—¿Negarás que en tu locura usurpadora llamaste en tu socorro a un ejército musulmán? ¿Un ejército providencialmente derrotado en la misma puerta del reino?

—¡Traidor! ¡Traidor! —gritaba el gentío.

Nepociano dudó un momento. Sabía que una hueste sarracena había sido descabezada en la calzada de la Mesa. No era difícil sospechar que ese ejército acudía precisamente a reforzar su bando. Pero el anciano magnate no podía reconocer ante todos que el emir de Córdoba había estado al tanto de sus andanzas. Trató de improvisar.

—No sé si hubo o no ejército sarraceno en las montañas; estaba demasiado ocupado en otros asuntos —ironizó el usurpador—. Pero sí puedo asegurar que, si ese ejército vino, yo no le llamé, y que si entró en Asturias, no sería tanto para ponerse a mi lado como para sacar provecho del caos provocado por el levantamiento de Ramiro.

Un griterío formidable siguió a estas palabras, griterío al que contribuyó el propio rey con dos o tres gruesos insultos que ruborizaron a Paterna. A Serrano se le escapó una sonrisa homicida. Esta vez tenía a Nepociano atrapado sin remedio en una falsedad flagrante.

—Mientes, Nepociano —acusó el mozárabe con calma contundente.

—No miento —respondió el otro—. Y te desafío a que lo demuestres.

—Nada más sencillo —sonrió Serrano—. Porque está hoy con nosotros otro testigo que podrá confirmar cuanto yo digo.

El acusador giró la cabeza hacia el obispo Ataúlfo, el cual propinó a su vez un codazo a uno de los siervos que le acompañaban. Nepociano observó con estupor cómo el tipo muy pequeño que había aparecido junto a Sancho Jimeno se ponía en pie.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Serrano.

—Cernín Jimeno —respondió el roncalés pequeño.

—¿Quién eres?

—Un cautivo navarro, soldado en la guardia eslava del emir Abderramán, capturado después por el señor don Rodrigo Núñez en la calzada de la Mesa. Quiso la Providencia que mi hermano Sancho…

—Esto último no importa ahora —cortó en seco el mozárabe—. ¿Qué hacías en el camino de la Mesa?

—Formaba parte del ejército enviado desde Córdoba por el emir Abderramán.

—¿Quién mandaba ese ejército?

—El príncipe Mohamed y el general Walid —proclamó Cernín con un lejano deje de orgullo. Nepociano sintió que se lo tragaba la tierra.

—¿Cuál era el propósito de vuestra columna? —afilaba Serrano.

—Penetrar en el reino de Oviedo y auxiliar al usurpador Nepociano.

—¿Estás seguro de lo que dices?

—Lo juro —ratificó el roncalés pequeño.

—¿Qué fue del príncipe Mohamed y del general Walid?

—El príncipe huyó como un cobarde —escupió Cernín—. El general Walid murió en combate. El señor don Rodrigo Núñez lo mató.

—¿Es todo como dice este hombre? —preguntó Serrano dirigiéndose al hermano de Paterna, que escuchaba quieto en la grada.

—Lo es —contestó Rodrigo, lacónico.

—Cernín Jimeno —instó por último el mozárabe—, ¿conoces cuál era el propósito último de ese auxilio sarraceno al usurpador Nepociano?

—Hasta donde yo sé —titubeó el cautivo—, obtener de él la sumisión del reino de Oviedo al emir Abderramán.

Sancho guiñó un ojo a su hermano. Ataúlfo sonrió satisfecho. «¡Eso es falso!», gritó Nepociano, pero su voz apenas si se escuchaba bajo el indignado clamor de la concurrencia. Algún paisano arrojó una hortaliza podrida a los pies de Jimena, gesto que fue reprimido por un guardia con un seco puñetazo. Hernán de Mena empezó a preocuparse. Tal y como estaba llevando Serrano la acusación, el rey lo iba a tener difícil para dictar otra pena que no fuera la muerte. Y no era eso lo pactado.

—Queda claro, pues —resumió Serrano—, que el usurpador Nepociano, que se rebeló contra la voluntad del rey Alfonso, que engañó a los señores de Asturias, que se apoderó con malas artes del trono y que se levantó en armas contra el rey legítimo, hizo todo eso para poner el reino a los pies del emir Abderramán. ¡La traición es patente! —gritó el mozárabe dirigiéndose esta vez al pueblo, con la consiguiente ola de aullidos, bramidos y alaridos que exigían la cabeza del traidor.

Nepociano no contestó. Miró a Jimena, quieta a su lado, quizá buscando en la dama algún consuelo, pero solo halló una rigidez pétrea, como si la serpiente hubiera vuelto a aletargarse, esta vez de pie. El usurpador paseó la mirada azul sobre la tribuna presidencial. Ramiro se recostaba en su sitial con aire incómodo, con el inequívoco ademán de quien quiere acelerar el trance. Junto a él, el obispo Gomelo, las barbas blancas reclinadas sobre el flaco pecho, parecía estar rezando. ¿Pero qué hacía Paterna? ¿Por qué miraba a Hernán de Mena?

«—¿Es justo respetar la vida de Nepociano y la de quienes le han secundado en esta traición?

»—Si no es justo, es la única manera de que se haga justicia».

Ese era el diálogo que ahora venía a la cabeza de la castellana. Ocurrió cuando Sonna, Hernán y ella se apartaron, en la selva del Saja, para encontrar una fórmula que permitiera a Sonna y Escipio abandonar el campo del regente. Hernán dudaba de que fuera justo respetar la vida de Nepociano y sus secuaces; Sonna insistía en que, de otro modo, la victoria sería imposible y por tanto el resultado sería una injusticia mayor. Fue Paterna la que, al cabo, resolvió en aquel momento el dilema:

—Ve y di al conde Escipio —ordenó más que propuso la dama— que la vida de Nepociano y Jimena será respetada, así como la de todos los que han prestado su apoyo al usurpador. Yo respondo de eso. Pero a partir de ahora será Hernán de Mena, y no yo, quien defienda esa bandera. Se hará más caso a la palabra de un caballero que a la de una mujer.

Así habían pactado las cosas y así se habían sucedido los acontecimientos. Hasta ahora, cuando el excesivo celo fiscal del obispo Serrano empezaba a llevar el litigio a un terreno cada vez más encarnizado. Paterna miraba a Hernán con alarma; el de Mena acusaba recibo de la mirada, pero su mente no estaba en la selva del Saja, sino en las aguas gélidas de aquel arroyo que vertía en el Nansa. La castellana acogió con alivio la transición a un cargo menor: el que ahora enunciaba el mozárabe.

—El cuarto cargo que se formula contra ti, Nepociano de Pravia, es el desfalco de una parte del tesoro regio. Se trata de un envío de tres carros cargados con oro y joyas de la cámara del tesoro —concretó Serrano—, con destino a la mar del oeste, según consta en el propio registro de palacio. Lo que se te pregunta es: ¿de qué oro se trata? ¿Cuál era la finalidad de esa exacción?

Nepociano respiró lentamente. Se sabía derrotado de antemano, pero en aquella cuestión del oro perdido había depositado esperanzas que era preciso mantener vivas. El reo miró hacia atrás, por encima del murete que, custodiado por soldados de la guardia, separaba al pueblo del estrado. El orvallo había remitido y las gentes, desprovistas ya de sus capotes, mostraban sus rostros sucios y desaliñados, sus bocas voraces que gritaban sangre y venganza.

—No hay tal oro —dijo escuetamente el usurpador, y el cuerpo de Jimena tembló como si la tierra hubiera vibrado bajo sus pies.

—¿Cómo que no hay tal oro? —se sorprendió Serrano.

—No lo hay. Y es muy fácil comprobarlo.

—¿Negarás que tú mismo ordenaste el envío al oeste de tres carros con materiales procedentes del tesoro?

—No, no lo negaré. Yo firmé esa orden, en efecto. Pero no había oro en el traslado. Si compruebas el inventario del tesoro, hallarás que no faltan más que algunos objetos preciosos y unos cuantos camafeos. Esa iba a ser mi donación a la iglesia que custodia el sepulcro de Santiago apóstol —mintió el regente—. Y nada más debes de haber echado de menos en el erario. Incluso los cofrecillos con el salario de mis soldados eran aportación personal mía.

Serrano intercambió una rápida mirada con el conde Sonna. En efecto, era cierto cuanto Nepociano decía. Pero quedaba el misterio de los tres carros.

—Y si esto es así, como dices —argumentó el mozárabe—, ¿para qué tres carros? ¿No habría bastado uno?

—Lo ignoro —respondió el magnate—. Entenderás que esas cosas se las dejo a la servidumbre.

—Sí, pero ¿tres carros para tan escaso envío? ¿Qué había realmente dentro de los carros?

—No lo sé —se encogió de hombros Nepociano—. Comida, supongo. O sabe Dios… No estoy muy al tanto de las costumbres de los carreteros —agregó con sorna.

—¿Y dónde pueden estar ahora esos carros?

—Tampoco puedo saberlo. A poco de partir sucedió el levantamiento de Ramiro y ya no pude ocuparme de ese asunto. De hecho —mintió una vez más el usurpador—, lo tenía casi olvidado hasta que tú me has preguntado sobre el particular.

Sonna movió la cabeza con desesperanza. Por ese camino no iban a llegar a ninguna parte. El conde intercambió un guiño con Hernán; si querían encontrar la llave del misterio, tendrían que hacerlo ellos solos. Por otro lado, la evidente fragilidad de la acusación de desfalco desvirtuaba el conjunto del proceso. Así lo vio también Ramiro, que empezó a removerse incómodo en su sitial. Serrano levantó una vez más los brazos con ademán de prolongar las preguntas, pero el rey, con un ostensible movimiento de su cetro, le apremió a concluir el interrogatorio. El mozárabe cazó al vuelo la orden.

—Ya hemos oído bastante, Nepociano de Pravia… y de Aquitania. Mi rey, mi reina, nobles señores, pueblo de Oviedo —declamaba Serrano—, nada ni nadie podrá demostrar que los crímenes de los que se acusa a este hombre son infundados. Nadie podrá demostrarlo porque son notorios y aquí han quedado patentes. Que Nepociano conspiró contra la corona. Que con ayuda de su esposa usurpó con malas artes el poder. Que por la coacción y el asesinato se proclamó regente. Que pidió ayuda a Córdoba para vendernos a los musulmanes. Que se levantó en armas contra el rey legítimo. Todo eso es tan transparente, Nepociano de Pravia, que tus esfuerzos por negarlo solo han servido para arrastrar tu nombre por el suelo. ¡Nepociano de Pravia —concluyó el mozárabe—, en el nombre de la corona yo te acuso de traición! ¡Traición!

La palabra «traición» resonó como un eco repetido mil veces entre la multitud, que veía por fin llegada la hora de la justicia decisiva. Ramiro, entre el fragor de la muchedumbre, se levantó, solemne, e hizo callar al pueblo.

—Hora es ya de dictar justicia. Obispo Serrano, obispo Gomelo, caballeros Sonna y Hernán de Mena —ordenó el rey—, acompañadme a deliberar sobre la pena que este hombre merece.

Y el rey, seguido por aquellos cuyo consejo había requerido, se perdió por una de las portezuelas que desde el patio de los soportales conducía al interior del palacio. Afuera quedaron las mujeres y los testigos. Los reos, por su parte, fueron empujados de nuevo hacia su montón de paja. Y en una esquina, al calor del fuego de su hornillo, el verdugo comenzó a afilar lentamente su tétrico instrumental.

—Y así fue cómo pude convencer al emir Abderramán y al príncipe Mohamed de que todo fue una traición del propio Nepociano.

—Brillante.

—A decir verdad, era lo que ambos deseaban oír. El padre, para atenuar la culpa de su hijo; el hijo, para salvar la cara ante su padre.

—Admirable.

Tarub sirvió otro vaso de té humeante. Un relámpago iluminó la estancia con furia sobrecogedora. Enseguida los tambores del cielo pusieron música a la luz. Llovía en Córdoba. Llovía como no se veía desde muchos años atrás, y menos en un mes de mayo. Negras nubes abrían sus panzas, desgarradas por rayos coléricos, y derramaban sobre la capital del emirato cascadas de agua capaces de apagar los siete fuegos del Yahannam, el infierno que describió Mahoma. Fuertes corrientes de viento agitaban los visillos de la cámara de Tarub en el alcázar. Y en el húmedo secreto de la alcoba, el eunuco Nasr Abu el-Fath explicaba a la favorita los pormenores de la situación.

—Lo que debes saber —enfatizó el eunuco— es que Abderramán parece decidido a mantener a Mohamed como heredero contra viento y marea. Ni por un instante se le ha pasado por la cabeza otra cosa, a pesar del patente fracaso del muchacho.

—¡Qué obcecación! —Frunció el ceño la bella.

—Se le ha aplicado un castigo severo, es cierto, pero no ha retrocedido ni un paso en la línea de sucesión. Me pregunto…

—¿Qué ata a Abderramán? —completó Tarub.

—Sí.

—Yo también. Y no tengo respuesta. Aunque el emir me ha hablado de ciertos pactos de época lejana —sugirió la favorita ocultando la verdad al eunuco.

Nasr Abu el-Fath perdió los ojos redondos y azules en el espejo de su té. Reconfortaba hallar un líquido tan plácido y manso cuando, en el exterior, las nubes seguían jarreando mares violentos sobre las calles de Córdoba. Una idea pasó por el cerebro del eunuco. Se marchó. Volvió a pasar y esta vez se quedó más tiempo.

—¡Puedo escuchar el sonido de tu cabeza, amigo mío! —rio Tarub—. ¿Qué te preocupa?

—Verás —titubeó Nasr—. Hay algo que no te he contado y que tal vez nos dé alguna pista sobre por dónde van las cosas.

—Habla.

—Se trata de Buhayr.

—¿La vieja Buhayr? —se sorprendió la reina del harén.

—En efecto. Me han contado que Mohamed, en su viaje de vuelta a Córdoba, se desvió de su ruta, fue a Ocaña y visitó a Buhayr, su madre, antes de retomar el camino a la capital.

Tarub quedó en suspenso, como paralizada, en alto el brazo que servía el té. Los infinitos ojos negros de la bella se abrían como asomándose al vacío. Quizás el buen Nasr mereciera conocer toda la historia.

—¡Buhayr…! —suspiró Tarub—. ¡Esa bruja! Sí, tiene sentido. ¡Todo el sentido!

—¿Qué quieres decir?

—Mohamed no vale nada por sí mismo. Solo vale en la medida en que ese muchacho es el arma de la venganza de Buhayr.

—¿Venganza? —Torció el gesto el eunuco.

—Venganza, sí. Mira, Nasr, voy a enseñarte algo.

Tarub se levantó. El eunuco pudo admirar su apetecible silueta ceñida a la túnica del color del azafrán. La favorita caminó hacia un hermoso mueble de marquetería profusamente adornado. Abrió un cajoncillo. Cuidadosamente extrajo una joya que mostró al eunuco con las dos manos.

—¿Sabes qué es esto?

—El Dragón —respondió Nasr sin omitir un brillo de codicia en los labios.

—Sí, el Dragón. ¡Por supuesto que lo sabes! —rio Tarub—. La joya más valiosa de todos los tiempos, la que adornó el cuello de Zobeida, la favorita de Harún al Raschid. ¿Sabes qué es en realidad?

—Oro y piedras preciosas y…

—No —interrumpió la bella—. Es mierda. Esto no vale más que toda la inmundicia de las ratas del Guadalquivir.

—¡Pero hay muchos hombres que matarían por esa joya! —protestó el eunuco, estupefacto.

—Muchos hombres y muchas mujeres. Por eso es mierda —ratificó la favorita—. Escucha. Cuando Abderramán se encaprichó de Al-Shifá, Buhayr se sintió morir. Esa idiota estaba de verdad enamorada de Abderramán. Nunca superó el dolor de verse postergada. Y su dolor se convirtió en ira vengativa cuando el emir, desmesurado como él es, compró este collar para adornar el cuello desnudo de Al-Shifá. Ese día Buhayr dejó de amar a Abderramán. O, si lo prefieres, convirtió su amor en un designio de aniquilación, que es otra forma de amar: «Si ese hombre no puede ser mío —se dijo—, que no sea de nadie». Luego aparecí yo. Fue la propia Buhayr la que me puso delante del emir…

—Lo recuerdo bien —atajó Nasr—. Pero no veo dónde quieres ir a parar.

—Enseguida lo verás. ¿Para qué me metió Buhayr en la cama de Abderramán? ¡Para machacar a Al-Shifá! La muy boba pensaba que tal vez así recuperaría a su esposo. Pero no fue así. Este collar dejó el cuello de Al-Shifá y pasó a mis manos. Y desde entonces yo soy la única en el corazón del emir. Hasta que…

—No, querida —zanjó Nasr—. Abderramán siempre te amará.

—¿De verdad lo crees? —repuso Tarub con una sonrisa amarga—. No te engañes, mi buen amigo. Sé que Abderramán me ama, pero también amó a Buhayr y a Al-Shifá, y no por eso se privó de abandonarlas. Y ahora, mi querido Nasr, los años pasan, mis pechos se caen, mi abdomen se ablanda, mi cuello se arruga, mi voz se hace opaca… ¿Cuánto crees que tardará el emir en dejarme por otra? Y entonces, ¿qué quedará de mí?

—Siempre tendrás mi amistad incondicional —declaró el eunuco con una ingenuidad que Tarub sabía sincera.

—Lo sé, mi buen Nasr, y te lo agradezco. Pero no quiero acabar como la pobre Buhayr, sola y vieja y gorda en un rincón perdido de Al Ándalus, ni como la estúpida de Al-Shifá, loca de amor, arrastrándose por los caminos detrás del emir, mendigando un poco de calor en su entrepierna vacía. No —meneó Tarub la cabeza con violencia—, no quiero acabar así. Yo era una esclava, amigo Nasr…

—Yo también —añadió el eunuco.

—Y por tanto entenderás que haga cuanto esté en mi mano para no volver a serlo.

—Yo también —repitió Nasr.

—Y lo único que está en mi mano, ahora que mi juventud se apaga, es…

—Tu hijo Abdalá —apuntó el eunuco.

—Mi hijo Abdalá —confirmó Tarub con un suspiro—. Verle lo más cerca posible del trono es mi única garantía de supervivencia. Y para eso pasaré por encima de lo que haga falta. Y de quien haga falta, emir incluido. Que es exactamente lo mismo que está haciendo Buhayr.

Tarub volvió a sumergir los ojos negros en el humo del té al tiempo que un nuevo relámpago rasgaba el cielo de Córdoba. El eunuco Nasr Abu el-Fath se frotó lentamente la calva cabeza.

—Si lo he entendido bien —musitó Nasr—, ¿crees que Buhayr está detrás de la ambición de su hijo?

—No me cabe la menor duda —aseveró la bella.

—¿Y que es precisamente Buhayr la razón de que Mohamed sea el heredero?

—Sin duda por pactos de familia muy viejos y muy fuertes —reconoció Tarub—. Algo que no habíamos tenido en cuenta, pero que ahora aparece con toda claridad.

—Es decir, que la única manera de allanar el camino del trono para Abdalá es… —titubeó el eunuco, como asustado por el paso que iba a dar. Pero Tarub lo dio por él.

—Matar a Mohamed o matar a Abderramán —sentenció la favorita con una frialdad capaz de congelar incluso un corazón tan encallecido como el de Nasr Abu el-Fath.

El eunuco se levantó. Se asomó a la ventana. Pegó el rostro a la celosía. Dejó que la lluvia furiosa golpeara su piel.

—¿Sabes lo que me estás pidiendo? —dijo tras una breve reflexión, y en su voz sonaba la música del miedo.

—No te estoy pidiendo nada —repuso Tarub con desdén—. Por otro lado, ¿no es lo mismo que tú pretendías al meter tu desafortunada cobra en la comida de Mohamed?

—Una cosa es eliminar a Mohamed, que no merece otra suerte, y otra muy distinta es matar al emir —observó Nasr, tratando de llevar el asunto a un plano profesional—. Y además…

—¿… Qué ganarías tú? —se anticipó la favorita.

—No quería plantearlo así —quiso escabullirse el eunuco—, pero…

—Tú serías el visir de mi hijo. El amo del gobierno. Naturalmente.

Tarub clavó sus ojos negros en el rostro de Nasr. Este, embobado, colgó su mirada atónita en las curvas de la bella. La reina del harén, maligna, descubrió su cuello y sinuosamente, con la hipnótica ondulación de una cobra, procedió a adornarse con aquella mágica gargantilla a la que todos llamaban el Dragón. La misma que adornó a Zobeida, la misma que adornó a Al-Shifá. Algo muy lejano vibró en el interior del eunuco; algo que era deseo, pero tan difuso que no se podría decir si era deseo de carne o deseo de poder.

—¿Cómo? —se limitó a preguntar.

—Veneno —contestó Tarub.

—¿Estás decidida? —insistió el eunuco.

—Lo estoy —corroboró la bella.

Tarub dejó que Nasr, baboso, besara sus manos antes de abandonar la cámara de la favorita. El eunuco salió del alcázar para encontrarse con la lluvia salvaje de aquella tormenta cordobesa. Sola, la reina del harén se asomó a la ventana. Tras la celosía, se desprendió del Dragón y acarició con él su cuerpo. Un estrépito de truenos saludó al Dragón y a la dama. No, ella no acabaría como la pobre Buhayr, sola y vieja y gorda en un rincón perdido de Al Ándalus, ni como la estúpida de Al-Shifá, loca de amor, arrastrándose por los caminos detrás del emir, mendigando un poco de calor en su entrepierna vacía. Ella no acabaría así. Ella vería a su hijo en el trono. O moriría en el intento.

El rey Ramiro penetró en la sala, se desprendió de manto y yelmo, dejó el cetro en un rincón y se acercó al fuego. El orvallo le había metido la humedad hasta los huesos. La chimenea ardía con la alegría que a él le faltaba. Cejijunto, ceñudo, Ramiro se frotó las manos con la misma violencia que si estuviera desmenuzando nueces. Tras él, los obispos y los caballeros permanecían silenciosos, expectantes.

—¡Venid aquí y calentaos un poco! —refunfuñó el rey—. Falta nos hace.

Gomelo y Serrano, Sonna y Hernán obedecieron. El silencio en la sala desnuda era casi tan espeso como el orvallo que habían soportado toda la mañana. Y calaba más hondo. Nadie se atrevía a decir palabra. Hasta que el rey habló:

—Y bien… ¿qué hacemos?

—Los delitos de Nepociano merecen la muerte —sentenció el obispo Serrano—. Todos sabemos que no hay otra opción. Es público y notorio que se ha levantado contra ti, que actuaba en connivencia con Córdoba, que por su orden se asesinó a Teudano y Fáfila, que…

—Los crímenes los conocemos —atajó Hernán de Mena—, pero también conocemos el pacto que permitió vencerle.

—Y ese pacto —precisó el conde Sonna— prescribía respetar la vida así de Nepociano como de quienes le secundaron.

—Cierto es —ratificó Gomelo—. Y un rey tiene que cumplir sus pactos.

—Yo no pacté nada —rezongó Ramiro sin apartar la mirada del fuego.

—Tú no, pero tu esposa sí —recordó el anciano obispo.

—Y yo también —agregó Sonna.

—Y yo empeñé mi palabra en ello —completó Hernán.

Serrano silabeó:

—Dejar un crimen sin castigo es desafiar a la ley de Dios.

—También lo es romper un pacto —corrigió Gomelo—. El viejo rey Alfonso enseñaba que nosotros solo somos instrumentos de Dios. Y debemos obrar de tal modo que Dios no se avergüence de sus instrumentos. Este es el caso.

—¡También Él destruyó Sodoma y Gomorra! —protestó el mozárabe.

—Sí, pero no vulnerando su propia palabra —fustigó el anciano.

Ramiro se apartó del fuego. Se rascó las barbas. Dio varios pasos en torno al gran salón. Pateó la esquina doblada de una vieja alfombra. Miró por la ventana. A través de la celosía podía ver los soportales del patio que había servido de tribunal, la enredadera pelada en torno a las columnas, el humo procedente del fuego del verdugo, la agitación del populacho que esperaba sangre.

—¡No puedo dejar a Nepociano impune! —exclamó el rey como si hablara para sí mismo—. Merece un castigo ejemplar. Y subrayo lo de «ejemplar». Un tipo inteligente, rico, noble… ¡Diez como él conspirando al mismo tiempo y el reino no duraría ni una semana! No, no puedo dejar que nazcan otros Nepocianos. Todos deben ver cuál es el castigo que el rey Ramiro impone a quienes conspiran contra él. Tú, Hernán, y tú, Sonna, ¿habéis comprometido vuestra palabra en salvarle la vida? Bien. La vida se le salvará. Pero lo que quedará en sus manos será una vida atroz. En cuanto a Jimena…

—Jimena es una bruja —acusó Serrano—. Es patente.

—… Esa bruja —enjuició el rey—, recibirá los doscientos latigazos que las leyes godas prescriben, como la abominación del demonio que es. Está decidido.

Gomelo dio un respingo. Sintió que le fallaban las piernas. ¡Doscientos latigazos! Una mujer de su edad no lo soportaría. Moriría antes. Nunca había abandonado la mente del obispo el terrible secreto que sobre Jimena le confió Alfonso horas antes de expirar.

—Mi señor, con permiso —terció Gomelo—, esa es una sentencia de carácter religioso que no te corresponde a ti. Júzgala si quieres por usurpación, pues tal es tu derecho, pero no por pecados que solo a Dios compete juzgar.

—¡Maldita sea! —explotó Ramiro—. ¿Es que todo el mundo va a desafiar mi autoridad?

—Mi señor, con tu venia —apuntó por su parte el conde Sonna—. No sería justo condenar al cómplice a una pena mayor que al primer acusado.

—¡Esto es de locos! —se desesperaba el rey.

El anciano obispo de Oviedo, discreto, se acercó a Ramiro. Susurró algo en su oído. El monarca quedó turbado. Torpe, agarró a Gomelo por un brazo y se retiró unos pasos, hacia la puerta de la sala, dirigiendo un gesto autoritario al resto de los presentes para que se mantuvieran al margen.

—Mi señor… —cuchicheó Gomelo.

—¡Habla ya! ¿De qué se trata?

—Doscientos latigazos la matarán. Pero no puedes matar a Jimena porque no es la prima del rey Alfonso. ¡Es su hermana!

—¿Qué me estás diciendo? —Ramiro sintió que toda la sala daba vueltas sobre su cabeza.

—Lo que oyes —confirmó Gomelo—. Jimena es hermana de Alfonso. Hermanastra, para ser precisos: hija ilegítima del rey Fruela.

—¡Válgame Dios! ¿Y tú cómo te has enterado de eso?

—No revelaré ningún secreto de confesión si digo que me lo confió el propio Alfonso en su lecho de muerte. No lo dije antes porque las circunstancias… en fin…

—¿No deliraría Alfonso?

—No. Fue pocas horas después de designarte a ti sucesor —aguijoneó Gomelo.

—Cuéntame esa historia.

—Jimena fue llevada recién nacida al palacio del rey Fruela —explicó el anciano—. Este la presentó a su esposa, doña Munia, como una supuesta hija póstuma e ilegítima de su hermano Vimarano. Pretendía ahorrarle el trance de la infidelidad. Pero en verdad la niña no era bastarda de Vimarano, sino de Fruela. Y hermana de Alfonso, por tanto.

—¡Ya decía yo que esos ojos me resultaban familiares! —gruñó Ramiro, rascándose la melena—. Y dime, ¿ella lo sabe?

—¿Jimena? No lo creo. El propio Alfonso no lo supo sino muy tarde, después de muchas investigaciones que acometió torturado por la duda, y al fin halló la verdad por una vía singular: la matrona que asistió al parto. Dudo que Jimena esté al corriente de todo eso.

—Más nos vale así. Porque solo nos faltaría que ahora Nepociano pudiera invocar su matrimonio con la hija de un rey.

—Como Silo con Adosinda —ilustró Gomelo.

—Precisamente.

—Jimena creció convencida de ser hija de Vimarano. Es decir, prima, y nada más que prima, del rey Alfonso. Pero si Alfonso supo la verdad, y si yo he podido saberla, tal vez haya alguien más en el reino que la sepa.

—Es un riesgo que no podemos correr —admitió el rey—. Aun así, una bastarda no tiene derechos de sucesión…

—… También era bastardo Mauregato y sin embargo reinó —opuso el anciano obispo.

—Es verdad, ¡maldita sea!

—Y el hecho, en cualquier caso, es que no puedes matarla. Si algún día se supiera que has ordenado azotar hasta la muerte a la última hija del rey Fruela, a la última descendiente regia de la estirpe de Pelayo…

—¡Basta! —zanjó Ramiro—. ¡Lo entiendo! ¡No quiero oír más!

Tan fuerte fue la voz del rey al cortar la discusión que los otros caballeros, en el extremo opuesto de la sala, se volvieron alarmados. Ramiro caminó hacia ellos meneando la cabeza, las manos en la espalda, la boca crispada en un gesto de peligrosa determinación.

—Ya está hecho. Ya he tomado mi decisión. Ahora, salgamos. El pueblo nos espera.

Y no dijo más.

En un rincón del improvisado tribunal, bajo los soportales de aquel porche en la fachada de palacio, mal acomodados en su montón de paja, Jimena y Nepociano aguardaban su destino.

—¿Qué van a hacernos? —preguntaba Jimena.

—Matarnos, supongo —contestaba Nepociano.

—Espero que no nos quemen. Me han dicho que es muy doloroso.

—Quizá simplemente nos decapiten. Es rápido y limpio… si el verdugo hace bien su tarea —bromeaba el hombre.

—¡Y ver nuestras cabezas en sendas picas! —se horrorizaba la mujer.

—Tú ya no lo verás.

—¡Y esa chusma que está ahí fuera escupirá sobre nuestros cuerpos!

—Tú ya no lo padecerás.

—¡Cualquiera diría que estás deseando morir…!

—No me da miedo la muerte —suspiraba Nepociano—. Me da miedo el dolor.

El anciano magnate colgó los ojos claros y cansados en la silueta del verdugo, que andaba trasteando en el fogón donde preparaba sus aparejos. Nepociano había mandado a más de un enemigo al sayón, pero nunca se había preguntado cómo funcionaba exactamente cada uno de esos horribles instrumentos. Resultaba irónico que ahora fuera a comprobarlo en carne propia.

—¿Me vas a contar esa historia de los tres carros de oro? —quiso saber de pronto Jimena.

—No —contestó él, taxativo.

—¿No?

—No —reiteró Nepociano ante la sorpresa de la mujer—. Es mucho más seguro para ti que no sepas nada sobre ese asunto. Lo único que puedo decirte, ya que has llegado conmigo hasta aquí, es que, si salimos vivos hoy, tal vez en esos carros esté la llave de nuestra libertad. Y si nos matan, al menos ahí habremos dejado el germen de nuestra venganza. Y no debes saber más. Por tu propio bien.

Jimena volvió el rostro hacia el populacho, que mataba la espera entregándose a un festival de sidra y asaduras sobre las brasas que ardían aquí y allá. Con el orvallo en fuga, el cielo había callado y ahora una multitud aún más numerosa colmaba las calles de la capital. Los labriegos aprovechaban para vender hortalizas tempranas, los artesanos abrían sus tienduchas para atraer algún comprador y las mujeres de la vida llamaban la atención de los transeúntes en busca de alguna moneda pecadora. Un niño de revuelta cabellera morena logró pasar por debajo de las piernas de los soldados que custodiaban el patio y, antes de recibir un atroz puntapié en las posaderas, arrojó un gato muerto a los pies de Jimena.

—¡Son horribles! —exclamó la dama con asco—. ¡Tan sucios…!

—Son lo que son. Y nunca dejarán de serlo. Iguales en todas partes. Digno pueblo para el rey Ramiro.

—No te amargues —sonrió Jimena—. Mejor morir que verse como ellos.

—¡Y pensar que hay gente capaz de sacrificarlo todo por salvar a esta chusma de la esclavitud…! —destiló desprecio el magnate—. Me gustaría que esos Sonna, Escipio y compañía bajaran ahora ahí, al rebaño, para oler su podredumbre. ¡Idiotas!

Nepociano apuró las gachas fangosas de su escudilla. Su gaznate agradeció el calor del brebaje. Con un gesto mudo interrogó a su mujer. Jimena apenas las había probado. La mujer las desdeñó. El hombre se comió también su parte.

—Ahora yo pregunto a mi vez —inquirió Nepociano, asombrado por la capacidad de resistencia de la dama—, ¿me vas a contar cómo has conseguido mantenerte con el alma suspendida y el cuerpo yerto todos estos días de encierro? ¡Ni siquiera ahora tienes hambre! No te conocía esas facultades. ¡Parecías aletargada!

—¡Es que estaba aletargada! —rio Jimena—. Puedo contártelo, sí. Me lo enseñó una especie de mago al que, por azares que no vienen al caso, conocí en un bosque de Provenza. Aquel hombre era capaz de permanecer dos días con sus noches metido en una alberca cubierta con agua, con una pesada piedra sobre el vientre, y despertar después sin el menor percance. Dicen que así se iniciaban los antiguos druidas. No sé… Es cuestión de práctica.

—Me fascina seguir descubriendo cosas en ti después de tantos años —suspiró Nepociano, arrobado.

—Tengo miedo. —Tembló de pronto la mujer aferrando el zafiro que, milagrosamente, aún colgaba sobre su pecho.

—Yo también.

—¿Qué hemos hecho mal?

—Confiar en quien no debíamos —respondió firme el magnate.

—¿Y a quién hemos hecho mal? —musitó Jimena en algo que era más una súplica que una pregunta.

—Quizás a más gente de la que esperábamos.

—¡Estamos perdidos! —gimió ella.

—Sí —reconoció él.

Nepociano miró urgentemente alrededor. No había sacerdotes. Eso era buena señal. Si Ramiro fuera a matarles, no dejaría de enviar a algún hombre de Dios para aliviar las almas de los condenados. Pero quizás el nuevo rey les había reservado un destino peor que la muerte.

—Quiero que sepas —silbó el magnate entre dientes— que te amo con toda mi alma. Eres lo más grande y hermoso que he tenido en mi vida.

—Y yo quiero que sepas —contestó Jimena en un sollozo— que una y mil veces habría seguido tu camino, a pesar de todas las derrotas. Pase hoy lo que pase, no puedo imaginar mi vida sin ti.

El verdugo, acompañado de dos guardias, se acercó a los reos. Con un seco movimiento de la mano les instó a ponerse en pie. Después, con tranquilidad, casi con indiferencia, ató a Jimena y Nepociano a sendos postes clavados en el suelo. Amarró la soga con firmeza, como si temiera que fueran a escapar. Miró con interés el zafiro de Jimena; quizá pasó por su mente que, si aquella cabeza rodaba, la joya bien podría acabar en su propia bolsa.

—Desde aquí escucharéis la sentencia —aclaró el sayón, formalista—. Ahorra trabajo hacerlo así. Por lo que pueda venir después. Y ahora, silencio: ya llega el rey.

Ramiro regresa a su sitial. Saluda a Paterna con una sonrisa afable, pero nerviosa. A la castellana no le pasa desapercibido el gesto de preocupación que comparten Hernán y Sonna. Gomelo, por el contrario, permanece absorto, como si su mente ya no estuviera aquí. Los testigos retoman sus puestos. Serrano baja al estrado, a pocos pasos de los postes donde Jimena y Nepociano, inmóviles, esperan su suerte.

—Ahora nuestro señor el rey proclamará la sentencia en nombre de Dios —anuncia el obispo mozárabe.

Ramiro se pone en pie. El pueblo calla. Grande y robusto, el ceño casi animal, la voz de trueno, el rey clava sus ojos del color de las castañas en los ojos claros de Nepociano, en los ojos del color de la mar en invierno de Jimena. Los ojos.

—Es atributo de la corona hacer justicia. Hoy la hará. Hasta hoy el reino ha vivido en una paz digna y orgullosa. Una paz sin servidumbres. El rey Alfonso el Casto, que Dios tenga en su gloria, obró ese milagro con la ayuda del Señor. Cercano a la muerte, Alfonso decidió que yo, Ramiro, fuera su sucesor. Yo no lo pedí, pero mi nombre, mi linaje y la obediencia al rey Casto me empujaban a aceptar una corona de la que espero ser digno con ayuda del cielo. Mas he aquí que una voluntad siniestra quiso torcerlo todo.

Ramiro hace una pausa. Baja de su sitial. Despacio, se acerca a los postes de los reos. Pasa junto a ellos sin apenas mirarlos. Se dirige hacia la muchedumbre que, en silencio, aguarda expectante.

—Ha quedado demostrado que ese hombre, Nepociano, junto con su esposa Jimena, ha conspirado para frustrar la última voluntad del rey Alfonso. Ha quedado demostrado que llegó a algún tipo de arreglo con el enemigo musulmán para hacerse con la corona. Ha quedado demostrado que con malas artes, y prevaliéndose del parentesco de su esposa con el rey difunto, porque esa mujer es Jimena, hija de Vimarano, prima de Alfonso —subraya reiterativo el monarca—, ese hombre, digo, engañó a los señores del reino haciéndoles creer que la decisión de Alfonso era ilegítima. Ha quedado demostrado que por su orden directa fueron asesinados el glorioso general Teudano y el honrado caballero Fáfila de Lugo, por no hablar de otros crímenes que no han salido hoy a relucir. Ha quedado demostrado que este Nepociano, al frente de una hueste impía, marchó en armas contra el heredero legítimo de la corona. Ha quedado demostrado —añade Ramiro, mirando ahora a Gomelo— que Nepociano es el príncipe injusto del que nos habla el sabio Isidoro: la fuerza maligna que viola la ley. Ha quedado demostrado, en fin, que sobre Nepociano y su esposa Jimena recaen los delitos de traición, sedición, usurpación y rebelión.

El rey se detiene. Sabe que el gentío, tenso, saltará como un resorte. Los gritos de «¡Traición!», y «¡Muerte!», tardan un suspiro en llegar a sus oídos. Ramiro se gira, da la espalda al pueblo, camina nuevamente hacia su sitial y levanta las manos imponiendo silencio.

—Dicen nuestra ley y nuestra costumbre que todos esos delitos se castigan con la muerte. Desde los tiempos de Eurico hasta los de Recesvinto, la ley dicta muerte para el homicida. La ley dicta muerte para el usurpador. La ley dicta doscientos latigazos para el que recurre a brujerías y sortilegios. ¿Qué otra pena puede aplicarse a estos reos?

—¡A muerte! —gritan fueran de sí los hijos de Fáfila de Lugo, inmediatamente coreados por el pueblo.

—Sin embargo… —templa Ramiro levantando nuevamente las manos—, también la ley, misericordiosa, contempla aquellos casos en los que la pena de muerte puede ser conmutada por otra. Las peticiones de clemencia no cambian la voluntad del rey, pero la suavizan. Este es el caso. Por la vida de los traidores Nepociano y Jimena ha intercedido el noble conde Sonna. También lo ha hecho el caballero Hernán de Mena. Ambas peticiones han sido además avaladas por el ilustre obispo Gomelo. Si tres nombres tan distinguidos en la lealtad al rey Alfonso piden clemencia para aquel que quiso reducir a polvo la voluntad del propio Alfonso, ¿qué debe hacer el juez? ¿Cómo desdeñar esas súplicas?

Paterna mira a Sonna y Hernán. Su ceño se ha relajado. Incluso Nepociano y Jimena parecen experimentar algún alivio. Entre el populacho se levantan murmullos de decepción. Pero Ramiro vuelve a tomar la palabra.

—Sea. Mi clemencia estará a la altura de vuestras súplicas. Por los cargos expuestos y sobradamente demostrados, ¡yo condeno a Nepociano a ser cegado sacándole los ojos, como Rodrigo mandó cegar a Witiza! —sentencia el rey.

—¡Padre! —grita la joven Aldonza en un alarido de espanto.

—Tú sabes bien, hija mía —contesta Ramiro—, que se puede vivir sin ver. En cuanto a la tal Jimena, compartirá de por vida reclusión con Nepociano. Ambos permanecerán en un agujero oscuro hasta que el Señor se los lleve para juzgarlos. Todos sus bienes se utilizarán para indemnizar a sus víctimas. La casa del oriente y las posesiones de Aquitania, así como los negocios a ellas vinculados, pasarán a ser propiedad de los hijos de don Fáfila de Lugo. La hacienda que Nepociano conservaba en Pravia quedará ahora al cuidado del conde Escipio. Esta es mi sentencia.

—La vara de la justicia —musita Serrano para sí.

El pueblo grita. Aldonza llora. Los hijos de Fáfila sonríen. Ordoño aprieta los dientes. Gatón y Rodrigo están sobrecogidos. Hernán y Gomelo intercambian miradas petrificadas. Paterna ha empalidecido hasta volverse de nieve. El verdugo prepara ya las tenazas sobre las brasas. Pero aún no está todo dicho.

—En cuanto a ti, Sonna —apunta el rey con el dedo—, ¿no decías tú que no sería justo condenar al cómplice a una pena mayor que al primer acusado? Bien, pues que sepa todo el mundo que Jimena salva la vida por tu intercesión. Pero, puesto que de justicias sabes, te invito a que ejecutes tú mismo la pena de Nepociano. ¡Serás tú quien le saque los ojos!

El conde Sonna salta sobre su asiento. Va a decir algo, pero un muro hecho de pundonor y de obediencia le cierra la garganta. Mira a Hernán. El de Mena solo puede resoplar como quien acepta lo inevitable. Paterna oculta la cara entre las manos. Ramiro aferra un brazo de su esposa y le susurra al oído:

—Eres la reina, no una blanda damisela. Has de acostumbrarte al sabor agrio de la justicia. ¡Mira!

Y Paterna mira. Y Paterna ve al conde Sonna que esgrime las tenazas al rojo vivo. Y ve el rostro aterrado de Nepociano que se contrae en una horrible mueca de espanto. Y ve el semblante crispado de Sonna que sofoca lágrimas de rabia e impotencia. Y ve cómo las tenazas ardientes se clavan en las cuencas del usurpador. Y ve cómo el brazo de Sonna, tembloroso de ira, arranca un ojo del reo. Y Paterna ve, porque ya no puede oír, el brutal chillido de dolor del anciano magnate. Y ve después cómo las tenazas atacan el otro ojo de Nepociano, dejando tras de sí una estela de carne quemada y vapor de fluidos. Y ve que Jimena, atravesada por el tormento de su hombre, cae desmadejada sobre las cuerdas que la amarran al poste. Y ve, porque sigue sin poder oír nada, las bocas abiertas de la plebe en una ovación canalla de venganza y muerte. Y ve cómo Nepociano ahoga un último grito antes de caer doblado sobre sí mismo, desvanecido. Y ve al conde Sonna que arroja las tenazas al suelo, aprieta los puños, camina ante el rey, inclina violentamente la cabeza y abandona el estrado con paso furioso. Y ve esas dos bolitas en el suelo, los ojos de Nepociano, huérfanas para escarmiento de futuros conspiradores. Y ve las lágrimas de desconsuelo que empañan los ojos ciegos de Aldonza. Y ve al obispo Serrano que cabecea, resolutivo el gesto, en acto de aprobación. Y ve al verdugo que apaga el fuego del hornillo con grotesca delicadeza. Y ve a unos guardias que se llevan los cuerpos dormidos de Jimena y Nepociano. Y Paterna ve a su lado la boca de Ramiro que con una afable sonrisa le dice algo que no puede escuchar. Y la reina, pálida, se levanta y con paso incierto abandona la tribuna preguntándose si este es el precio de la corona. Preguntándose si este Ramiro es el mismo que ha soñado para ella el paraíso del monte Naranco. Preguntándose si alguna vez, al sentir el cuerpo de Ramiro sobre el suyo, podrá borrar de su mente la imagen de los ojos de Nepociano. Preguntándose si alguna vez podrá amar a ese hombre.