La boda fue en domingo, como manda la costumbre; en la basílica de Santa María, la segunda catedral de Oviedo. Ramiro llegó primero, al borde del mediodía, escoltado por el obispo Serrano, sus jefes de guerra y con Escipio, Sonna, Gatón y Hernán de Mena. El rey se mostraba ante la multitud con todos sus atributos: yelmo coronado en la cabeza, manto púrpura sobre los hombros, cetro en la mano… ¿Acaso el pueblo no deseaba ver cómo se casaba su rey? ¿Acaso la propia Paterna no había subrayado la condición de que sin corona no habría boda? Pues bien, que nadie dudara al verle —pensó Ramiro— que era un rey, y muy rey, quien hoy se casaba.
Paterna apareció poco después, transportada en un rico carruaje desde el palacio de Alfonso fuera de los muros. A su alrededor, a caballo, venían don Nuño, Rodrigo y, por supuesto, Telmo, Tello y Mendo. Un clamor de admiración sobrevoló la muchedumbre que se apiñaba en la plaza de las catedrales cuando Paterna descendió de su carroza. Tan bella como en la ceremonia de la coronación, pero aún más majestuosa, la castellana se envolvía en una blanca túnica cubierta con un manto celeste. Los cabellos, recogidos en trenza, apenas quedaban disimulados por una pequeña toca rematada con una diadema de piedras preciosas; otra herencia de las princesas visigodas. Hernán miró hacia otro lado.
En la puerta de Santa María esperaban los obispos: Gomelo, que iba a oficiar la liturgia nupcial, y Adulfo y Ataúlfo, que volverían a actuar como ayudantes. Todas las campanas de Oviedo lanzaban al aire sus tañidos, la llovizna de la mañana había dejado paso a un sol de mayo casi lascivo y el pueblo entero se congregaba en las calles para vitorear al rey y a su prometida. El reino estaba en paz.
La ceremonia, en realidad, había comenzado la tarde anterior. Aún no se habían apagado los ecos de la coronación cuando ya todo Oviedo se disponía a celebrar por anticipado el enlace. Y aún no se habían vaciado las calles de la capital cuando Ramiro y Paterna, escoltados el primero por Serrano y la segunda por don Nuño, comparecieron en el palacio de Alfonso el Casto, que iba a ser su hogar, para cerrar las imprescindibles formalidades nupciales.
—Viviremos aquí, en este palacio donde tú ahora te alojas —había dicho Ramiro a Paterna—. Me reconocerás que Alfonso tuvo una excelente idea al fijar su residencia fuera de las murallas, donde es más fácil vigilar las puñaladas por la espalda. Por supuesto —añadió el rey para tranquilizar a su prometida—, podrás reformar todo esto conforme a tu gusto. Estoy seguro de que convertirás esta especie de monasterio cuartelero en un hogar digno de reyes.
Paterna no dijo que no. Le había complacido esa austera casa, mezcla efectivamente de cuartel y de convento, simple de líneas y limpia de traza, que con un poco de calor podría ser un hogar a su medida. Pero, sobre todo, le había gustado el hecho de que se hallara fuera de las murallas, lejos de cualquier ambiente cortesano y rodeada de campo abierto hasta donde llegaba la vista, con la fuente de la Foncalada y el monte Naranco como decorado perpetuo. Para unos ojos como los de la castellana, habituados a los grandes espacios de la frontera, eso era importante: aire; un aire que le faltaba cada vez que entraba en los muros de Oviedo.
No hubo formalidad que no se respetara escrupulosamente en el rito nupcial de Ramiro y Paterna. Primero, la verificación del contrato de esponsales y la carta de arras. El obispo Serrano traía bien custodiado desde el episodio de Cornellana el documento firmado por la mujer. Paterna se comprometía a contraer matrimonio con el rey Ramiro y don Nuño dotaba a su hija con una pequeña fortuna. «Ya se ha ido casi todo en mantener al ejército, pero tiempo habrá para recuperarlo», comentó jocoso el monarca. Ramiro, por su lado, reconocía a la familia de la novia la propiedad de todos los territorios explorados y sometidos a presura por don Nuño en Cigüenza, desde las ciénagas del Prado en el norte hasta la fuente llamada Zapata en el sur, y desde el despoblado de Brizuela por el oeste hasta el mismo límite de Villarcayo por el este, con potestad para actuar como delegado del poder regio no solo en esta comarca, sino también en la vecina y rival Villarcayo —pequeño ajuste de cuentas aldeano que don Nuño recibió con mucho placer—, así como poder para hacer justicia en nombre de la corona. Para subvenir a sus necesidades, el rey otorgaba a la familia Núñez las rentas de tres molinos en el Pas y otros tres en el Pisueña, y concedía a don Nuño preferencia para vender trigo en las Asturias de Santillana.
—¿Es todo correcto? —preguntó el diligente Serrano, que tomaba cuidadosa nota de los extremos del pacto.
—Es lo acordado, sí, pero deseo añadir algo más —corrigió el rey—. Se le concederá específicamente a la reina, mi señora doña Paterna, un tercio de las rentas del sitio de Alles.
—¿Alles? —preguntó Serrano, abriendo mucho los ojos oscuros e hinchando las aletas de su aplastada nariz—. ¿Dónde está Alles?
—Y a lo dicho —agregó todavía Ramiro—, sumaremos una cuarta parte de las rentas del sitio de Peñamellera. Todo eso, amigo Serrano, está entre el Cares y el Deva, cerca ya de las Asturias de Santillana.
—Pero… —dudó el obispo—. Perdón, mi señor, pero estas tierras no forman parte del patrimonio de la corona. No puedes…
—Lo sé. Son las tierras de Piniolo —atajó Ramiro con un acento que tenía el color morado de la venganza—. Le he perdonado la vida, pero cada día que pase maldecirá no haber muerto.
Serrano no dijo nada. Se limitó a anotar las indicaciones del rey. Pero Paterna acogió con una sonrisa de inteligencia aquella cerebral venganza que, al singular modo de Ramiro, venía a hacer justicia.
Declinaba ya el sol tras un cielo nuboso, presagio de lluvia, cuando apareció Gomelo. Recuperado de sus fatigas, el anciano obispo de Oviedo había sido requerido por el rey para bendecir el palacio y, muy particularmente, el tálamo nupcial, trámite imprescindible en cualquier boda bajo el signo de la cruz. Venía Gomelo armado con un recipiente de plata; en su interior, sal. Esa sal, esparcida por todos los rincones de la casa, sería el signo de la bendición del Señor.
—Señor, aquí comparecen los que, invocando tu nombre, ruegan tu bendición para esta morada de honestidad plena, dispuesta para sus nupcias —recitaba Gomelo con más familiaridad que ceremonia, agitando casi divertido la cucharilla que lanzaba la sal hacia todas partes.
Llegó el momento de bendecir también el lecho. Paterna guio al obispo hasta la cámara en la que, mañana, rey y reina cohabitarían. Era la misma cámara en la que murió Alfonso, la misma en la que Gomelo veló día y noche la agonía de su rey. Pero ahora la habitación parecía otra. Paterna había ordenado vestir con tapices de alegres colores las paredes antes desnudas. Una mullida piel de oso hacía las veces de alfombra a los pies del tálamo. En cuanto a la cama propiamente dicha, era una gran caja de madera cubierta con un dosel de pesados cortinajes para protegerse del frío y el viento. La castellana hizo retirar el duro colchón de paja y hojas que solía usar Alfonso y lo sustituyó por otro a base de lanas, una novedad introducida por las casas más afortunadas de Castilla. Relevó asimismo las oscuras cortinas del antiguo rey para colgar en su lugar tapices más ligeros y claros. Por último, dispuso que se encendiera la chimenea de la cámara antes de que llegaran los invitados. Paterna aguardaba inquieta la reacción de Ramiro ante todos esos cambios. El del Édramo no defraudó sus expectativas: una ancha sonrisa de complicidad fue la recompensa para los desvelos domésticos de la dama. Gomelo se apresuró a esparcir sal sobre el lecho mientras pronunciaba las palabras de rigor:
—El Señor todopoderoso derrame sobre este tálamo nupcial abundancia de bendiciones y santifique enteramente a quienes en él van a entrar.
La castellana recibió la bendición como un viático para el difícil camino que se abría ante ella.
—Del mismo modo que no solo la honestidad y el pudor ornen a los esposos, sino que también una paz permanente, añadida a su gozo, los eleve en su dignidad —cantó Gomelo.
—Amén —contestaron todos.
La bendición de la regia casa había terminado, pero aún había que celebrar el oficio de nubentibus, el ritual votivo de los que van a contraer matrimonio. Gomelo escogió para ello la iglesia de San Tirso. Sabía que a Paterna le resultarían especialmente sugestivas sus piedras después de la abisal conversación que allí ambos mantuvieron. Y no se equivocaba el viejo obispo, porque la castellana permaneció todo el tiempo profundamente recogida, como plegada dentro de sí. El nubentibus, por norma, se celebraba en dos veces: una, la víspera de la boda, y la otra, la mañana siguiente. Pero Ramiro solicitó de Gomelo —y, por supuesto, se le concedió— ligar las dos partes en una sola, de manera que la ceremonia del matrimonio, al día siguiente, resultara más breve. Así los novios, sus testigos Serrano y don Nuño y el obispo Gomelo apuraron la tarde en San Tirso hasta que cayó la noche sobre Oviedo.
—Fecunda, Señor, la presente unión con una muy cumplida descendencia, la cual no solo te sirva a Ti, sino que siempre dé gracias y se mantenga bajo tu bendición.
Cuando Gomelo pronunció las últimas palabras del ritual, Ramiro se despidió de su prometida con una mesurada reverencia y Paterna, acompañada de su padre, se encaminó al monasterio de San Juan Bautista, detrás de Santa María. Allí la novia pasaría la noche, junto a las monjas del convento, preparándose para el gran día: el día que sería reina. El alba le sorprendió en oración.
Paterna descendía ahora del carruaje, una vez maquillada la vigilia monacal, y se diría que un golpe del recio sol de Castilla se estaba derramando sobre el musgo de Oviedo. A su lado, su padre y su hermano, don Nuño y Rodrigo, y sus inseparables Telmo, Tello y Mendo, vestían como para acudir al combate, todo corazas y yelmos y espadas, y aquel marcial desembarco castellano en la capital de Asturias tenía algo de mensaje cifrado sobre el porvenir. Ramiro, corona y manto y cetro, se apresuró a recibir a la novia. Don Nuño, como está prescrito, hizo la entrega de la mujer en manos del sacerdote. Gomelo acogió a Paterna con una dulce sonrisa entre sus barbas de lana vieja. Tomó su mano, enjoyada de orfebrería visigoda, y lentamente condujo a la castellana camino del altar.
Todas las campanas de Oviedo seguían lanzando al aire sus tañidos. La llovizna de la mañana había huido, atemorizada. Aquel sol de mayo casi lascivo gritaba en lo alto su poder. El pueblo entero se deshacía en gritos de júbilo. Ahí estaba el rey. Ahí, su prometida. Y el reino, sí, estaba en paz.
—¡Nepociano! ¡Nepociano!
Una voz oscura, un grave susurro, despertó al anciano magnate en la soledad de la mazmorra. Nepociano creyó padecer alucinaciones. Sumido en un espeso duermevela, escuchaba su nombre como quien percibe sonidos del más allá. Se frotó los ojos. Tantos días de encierro habían acostumbrado ya su vista a la atmósfera de aquel infecto agujero: la piedra dura y fría de suelo y paredes, la puerta de hierro cubierta de orín, el montón de paja podrida sobre el que seguía aletargada Jimena, una asquerosa bacinilla que nadie limpiaba, las ratas que corrían por la que propiamente era su casa, indiferentes a aquella extraña pareja de intrusos… El cautivo extremó la atención.
—¡Nepociano! ¡Nepociano!
La voz seguía llamando y Nepociano, perplejo, constató que no era un sueño. Entumecido, se incorporó lentamente. Se acercó a la puerta. Divisó una sombra. Tragó saliva. Enseguida le reconoció.
—¡Piniolo! ¡Por todos los santos! ¿Qué haces aquí?
—He venido a verte, Nepociano —musitó el asesino de Alles—. Quería cerciorarme de que estabas vivo.
—Pero… ¡por todos los demonios! —balbuceó el magnate, confundido—, ¿cómo es que no estás preso?
—Solo tú estás preso, Nepociano.
El usurpador ahogó una mueca amarga. Ahora podía ver la figura de su visitante. Era, sí, Piniolo, embozado en una capa negra como la noche, negra como el color de las mazmorras, negra como la barba cerrada sobre aquel rostro áspero. Pero Piniolo estaba libre. ¿Por qué?
—Deduzco que os habéis rendido ante Ramiro —dijo el anciano—. Todos. Me habéis abandonado en el campo de batalla y después habéis prestado vasallaje al gallego. Por eso estás aquí.
—¡No había otra opción! —respondió Piniolo—. Era eso, o la muerte.
—Lo entiendo… —masculló Nepociano, desengañado—. Hay quien da la muerte con mucha desenvoltura, pero pierde su ánimo cuando se trata de recibirla.
—Comprendo tus reproches…
—Me es indiferente lo que comprendas —escupió agrio el usurpador—. Dime, ¿qué quieres? ¿Cómo has podido entrar aquí?
—Ha sido fácil. Todo el mundo está en la calle por la boda de Ramiro con la becerra castellana. Unas monedas de oro hicieron el resto.
—Bien. ¿Y para qué has venido? ¿Para reírte de mi desgracia?
—No. Para advertirte.
—¡Advertirme…! ¿A estas alturas? ¿Advertirme de qué?
—¡Nepociano, soy tu amigo! —enfatizó Piniolo—. He arriesgado mucho para venir hasta este agujero.
—Habla de una vez —le urgió el magnate.
—Se trata del tesoro. He sabido por escribanos de palacio que Ramiro ha ordenado hacer inventario del tesoro regio. Y ha descubierto que falta una cierta cantidad de oro y joyas. No se habla de otra cosa en Oviedo.
Nepociano, aun entre las brumas de su penoso estado, sintió algo parecido a una iluminación dentro de su castigado cerebro.
—Y naturalmente —masculló el usurpador, suspicaz—, tú quieres que te revele su paradero, ¿no es así?
—¿Qué estás pensando? —barbotó Piniolo—. ¿Acaso que pretendo aprovechar tu encierro para…?
—Es evidente. ¿Qué otra cosa si no…?
—¡Nepociano! —imploró el hombre de la barba negra—. ¡Soy tu amigo!
—Sí, y también eres un ambicioso sin escrúpulos.
—Nepociano, no merezco que me trates así —protestó el terrateniente—. Yo sigo creyendo en ti.
El usurpador dio la espalda a la oxidada portezuela de hierro viejo. Apoyó su flaca decrepitud en los barrotes fríos como el hielo. ¡Creer en él…! Salvo Jimena, nadie le había dicho nunca nada parecido. Pero ¿en qué creía realmente Piniolo salvo en su propio beneficio? Ahora el tipejo quería hozar en el lodazal para sacar algún provecho del lance. Bien, no se lo podía reprochar. Hacía mucho tiempo que Nepociano descreía de las altas virtudes; al final —pensaba—, todos los hombres son iguales, simples sacos de envidia y codicia y lujuria. Él mismo también. Y Piniolo, mucho más.
—No sé dónde está ese oro —confesó al fin con aire de indiferencia.
—Me han dicho —agregó Piniolo— que fue enviado a la mar del oeste.
—Veo que te has informado a fondo —ironizó el magnate—. Ese era el propósito inicial, sí. —Y calló.
—¿Y entonces?
Nepociano se pasó una mano descarnada por las blancas barbas, inmoderadamente sucias y crecidas después de varios días de encierro. No, no sabía dónde estaba el oro. Y sin embargo, la avaricia de aquel sujeto estaba haciendo crecer en su interior una inesperada oportunidad de venganza. El anciano apretó los dedos sobre el puente de la nariz y cerró los ojos, como intentando hacer memoria.
—Hasta donde yo seguí el asunto, el oro salió de Oviedo con destino a la torre de Hércules, en la isla de Faro.
—¡Tan lejos! —gruñó Piniolo.
—Era el mejor modo de ponerlo a buen recaudo —mintió Nepociano—, bien lejos de la corte y en un lugar seguro.
—¿Hay mucho?
—Muchísimo —sonrió Nepociano en una mueca que Piniolo no podía ver—. Suficiente para hacer ricos de por vida a trescientos hombres.
—¿Y dónde puede estar ahora semejante fortuna?
—Lo ignoro. —El usurpador jugaba con la avidez de su sicario—. Salió pocos días antes de la batalla de Cornellana. Esa en la que me traicionasteis.
—¡Yo no…! —comenzó a protestar Piniolo, pero Nepociano estaba más interesado en seguir hilando su tela.
—… Da igual. De todas maneras, si quieres saber más tendrás que localizar a Ragnar Haraldson.
—¿El normando?
—El normando. Fue Ragnar Haraldson el último en saber dónde se hallaba el convoy que transportaba esa parte del tesoro. Y ya que lo preguntas —continuaba Nepociano su juego—, no estaría mal que os pusierais de acuerdo para hacer algo útil con esa fortuna errante.
—¿Los demás…? —quiso saber Piniolo.
—¿Los demás capitanes? Muertos, que yo sepa. Alí en el campo de batalla, Lotario en palacio, Gautier cuando protegía a Jimena, Sancho…
—No, Sancho no ha muerto —aclaró el terrateniente—. Se entregó al obispo de Compostela para salvar la vida. Yo resistí hasta el último momento —mintió el sicario—. Y el abate Vidal permanece fugado. Ahora…
Piniolo calló súbitamente, pero Nepociano casi podía escuchar el sonido de aquel cerebro tratando de encajar las piezas. Ahora —podría haber completado la frase— solo él disfrutaría del tesoro. Siempre y cuando, por supuesto, se arreglara con Ragnar Haraldson. ¿Aquel hombre, Piniolo, quería simplemente hacerse rico o tal vez alentaba propósitos de mayor alcance? Nepociano no podía saberlo, quizá ni siquiera el propio Piniolo lo sabía, pero era preciso jugar esta baza hasta el final.
—Mi querido amigo —murmuró el fatigado anciano—, ese oro puede volver a salvar el reino. Puede ser la base desde la que reconstruir todo lo que hemos perdido. Porque no te engañes, yo padezco aquí encerrado y tal vez mañana esté muerto, pero tú, tarde o temprano, serás víctima de la ira vengativa de Ramiro, y como tú, todos los demás.
Piniolo tragó saliva. Sí, él estaba sufriendo ya la ira de Ramiro: las condiciones que el rey le había impuesto para aceptar su rendición, para exonerarle del cadalso, eran terribles; su fortuna quedaba reducida a una mínima parte; su nombre, aunque él siguiera vivo, quedaba inevitablemente manchado con la humillante señal de la infamia. Ese oro de Galicia podía ser mucho más que un lenitivo para sus arcas vacías.
—Yo te juro solemnemente, maestro Nepociano —declamó engolado el terrateniente—, que nos haremos con ese oro y lo emplearemos para liberarte de esta mazmorra y devolverte al trono.
Un rictus amargo volvió al rostro demacrado del magnate. Estaba exhausto. Le costaba respirar. Apenas podía mantenerse en pie. ¿Devolverle al trono? No, eso no pasaría jamás. Pero la infantil avidez de Piniolo le había abierto una puerta imprevista; una puerta que podría franquear incluso más allá de la muerte. El cebo lanzado a Ragnar Haraldson encontraba ahora doble carnaza.
—Creo en tu palabra —mintió a su vez Nepociano—. No sé lo que será de mi esposa y de mí cuando el gallego nos juzgue, pero estoy seguro de que ese oro, en vuestras manos —subrayó el anciano el plural—, podrá dar un giro a los acontecimientos… además de haceros muy ricos.
Piniolo no dijo más que un voluntarioso «Nos volveremos a ver». Después abandonó con pasos furtivos la siniestra cochambre de las mazmorras. Nepociano quedó nuevamente solo con su desdicha. Pero esta vez tenía en las manos un arma nueva. Y únicamente era cuestión de tiempo que su aguzado filo fuera a clavarse en el bien cuidado vientre de Ramiro Bermúdez.
El gran pórtico monumental de la basílica de Santa María se abre imponente sobre la plaza de las catedrales, como una silueta gemela de San Salvador o, más bien, como su esposa, porque uno y otro templo presentan diferencias esenciales: si San Salvador es masculino, con su estructura recia de piedra oscura, sus anchas naves laterales y su traza musculosa, Santa María es femenina, con su aire elevado y ligero de piedra más clara, sus volúmenes más ricos, su estructura más delgada y aquel pórtico de tres cuerpos que adorna la fachada como una mujer adorna su cuerpo con las mejores joyas. Tioda, el arquitecto de Alfonso, lo había concebido expresamente así, y el rey Casto quiso que, llegada la hora de morir, sus restos fueran sepultados no en San Salvador, donde se hallaban los reyes anteriores, sino en Santa María, como quien regresa al seno materno. La misma madre que invita ahora a Ramiro y Paterna para bendecir su unión.
De pie en el pórtico, bajo el arco del gran ventanal enrejado, el obispo Gomelo recibe a los novios. Con ellos viene el obispo Serrano, que porta en una bandeja el pergamino enrollado de la carta de arras, unas monedas de oro como símbolo del contrato de esponsales y los anillos de los contrayentes. Serrano ofrece a Gomelo la bandeja. El anciano obispo de Oviedo, ante el pueblo allí congregado, bendice solemnemente las arras y los anillos con la fórmula prescrita por el ritual.
—Señor Dios omnipotente, que ordenaste a Abraham tu siervo destinar las arras para Isaac y Rebeca, como señal de santo matrimonio, y así por su mutua entrega, representada en estos dones, creciera el número de sus hijos, te suplicamos que santifiques a tus siervos Ramiro y Paterna por la ofrenda común de estas arras y que los bendigas amorosamente a ellos con sus dones; para que así, protegidos con tu bendición, apoyados y unidos por el yugo del amor, se alegren de estar siempre entre tus fieles servidores.
Acto seguido, Gomelo penetra en el templo. Tras él, los obispos Adulfo y Ataúlfo, ayudantes de la ceremonia. Con ellos, los novios. Y cerrando la procesión, el obispo Serrano, que va a actuar como padrino del rey, y don Nuño, que apadrinará a Paterna. La comitiva flanquea el panteón de Alfonso, levantado en el primer tramo de la nave central, y se dirige solemnemente hacia el altar mayor, en el extremo opuesto del templo, en el centro del transepto.
Una colorista multitud se apiña en la nave central y en los laterales, bajo los altos arcos sostenidos por recios pilares policromados. Al fondo, iluminado por un sobrecogedor haz de sol, brilla el altar mayor, escoltado por otras dos capillas. Por todas partes, como si quisiera abrir las paredes, resalta el inevitable juego de tres arcos, el central de más altura que los adyacentes. También luce aquí, en el altar principal de Santa María, donde el arco mayor acoge el sagrario. La techumbre del transepto, abovedada en piedra, rompe ventanales al cielo y fecunda de luz el espacio santo. Las pinturas de las bóvedas sumergen el alma en un baño de rigurosa geometría donde nada es superfluo ni azaroso, sino que todo tiene su sitio y su sentido, como en un eco de la Creación. Mientras la comitiva camina hacia el altar, un coro situado en la tribuna de entrada, sobre el panteón del rey Casto, entona un himno solemne: «Vos, quos ad coniugalis gaudium…». Es lo más parecido al paraíso que Paterna ha visto nunca; la castellana desea que este instante dure toda la vida.
Gomelo guía a los novios hasta el puesto reservado para ellos, bajo el arco que da paso al transepto, entre la asamblea y el espacio de los altares; Ramiro y Paterna han de colocarse de tal modo que no den la espalda a los asistentes. Después, el obispo de Oviedo, seguido de sus acólitos, se acerca hasta el altar mayor, lo saluda con una inclinación profunda y lo venera con un beso.
—Dominus vobiscum —dice Gomelo dirigiéndose a la grey.
—Et cum spiritu tuo —contesta la asamblea.
En primera fila entre los asistentes se santiguan los hijos de Ramiro. Está Gatón, capa y coraza sobre la túnica; está Ordoño, cuya cabeza vuela ya hacia los nuevos horizontes que su padre le ha dibujado; está Aldonza, ciega y bella y menuda, que interroga a su aya sobre los pormenores de la ceremonia que no puede ver.
—¿Cómo está padre? —pregunta la niña.
—Impresionante con su manto y su yelmo —contesta el aya—. Se diría que ha rejuvenecido diez años.
—¿Se le ve feliz?
—Mucho —dice el aya después de un momento de duda.
—¿Y ella? ¿Está hermosa?
—No tanto como tú —responde el aya, lisonjera.
—¡Déjate de incienso! —se enfada Aldonza—. ¿Está hermosa?
—Sí, lo está.
—¿Cómo viste?
—Una túnica blanca; sencilla, pero con bordados de oro. Un manto azul, claro como tus ojos. Una pequeña toca sobre los cabellos, con una diadema de… ¡Con gusto ha entrado esta lagarta en el tesoro de la corona! —fustiga el aya, más por complacer a la muchacha que por desmerecer a la novia.
—¡No seas mala! —sofoca Aldonza una risa infantil—. Lo importante es que mi padre sea feliz. Y cuanto más bella esté Paterna, más dichoso será el rey. ¡Pero atenta! ¡El obispo Gomelo está hablando!
Gomelo abre las manos para llamar la atención de la asamblea. Vuelve a unir las palmas en gesto de oración y se dirige a los novios:
—Conviene que los contrayentes manifestéis públicamente, ante el ministro de la Iglesia y la comunidad cristiana ahora reunida, vuestra determinación. ¿Declaráis que procedéis libre y espontáneamente a la celebración de este matrimonio?
—Lo declaramos —contestan al unísono Paterna y Ramiro.
—¿Prometéis guardaros fidelidad mutua, y permanecer unidos hasta que la muerte os separe? —continúa Gomelo.
—Lo prometemos.
—¿Prometéis cumplir vuestros deberes matrimoniales y familiares como corresponde a esposos cristianos?
—Lo prometemos.
Adulfo y Ataúlfo se acercan a la sede. Van a ser testigos de cómo los esposos expresan su consentimiento.
—Ahora, pues, contraed matrimonio ante la santa madre Iglesia, representada por todos los que estamos aquí reunidos. Paterna —pregunta el obispo de Oviedo—, ¿quieres a Ramiro por tu esposo y marido?
—Sí, lo quiero —suena firme la voz de la dama en el aire de Santa María.
—¿Te entregas por su esposa y mujer?
—Sí, me entrego.
—¿Lo recibes por tu esposo y marido?
—Sí, lo recibo.
Paterna baja la cabeza. Gomelo esboza una beatífica sonrisa. Se dirige ahora al rey:
—Ramiro, ¿quieres a Paterna por tu esposa y mujer?
—Sí, la quiero —retumba áspera la voz del monarca.
—¿Te entregas por su esposo y marido?
—Sí, me entrego.
—¿La recibes por tu esposa y mujer?
—Sí, la recibo.
—Pues yo —proclama Gomelo—, en nombre de la santa madre Iglesia, reconozco y confirmo este matrimonio que habéis celebrado. La bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre vuestra unión.
—Amén —susurran los novios.
—Y a vosotros, todos los aquí presentes —concluye el obispo de Oviedo—, os tomo como testigos de la unión sagrada entre estos dos esposos. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. Amén.
Un cántico de júbilo se eleva desde la tribuna del panteón, en el otro extremo de la nave. Hernán de Mena mira al suelo e intenta dejarse llevar por la música: que sobre ella su espíritu emprenda la fuga. Por alguna extraña razón se siente observado, como si inciertos ojos suspicaces quisieran pedirle explicaciones. Es todo producto de su propia zozobra interior, y lo sabe. Al menos —piensa—, esta boda vuelve a colocar todo en su sitio. Pero al mismo tiempo no puede quitarse de encima una viscosa sensación de culpa. Y tampoco puede desprenderse de un sentimiento de pérdida, un dolor inenarrable que flota, como un espectro, sobre el manto azul de Paterna. Hernán solo desea que este suplicio acabe cuanto antes.
Gomelo ha rezado el padrenuestro. Es el momento de colocar sobre los novios el velo que simboliza el vínculo nupcial: un largo paño de rico lino, blanco y con dos franjas rojas, que el obispo extiende desde la cabeza de Paterna hasta los hombros de Ramiro. Aldonza, puntualmente informada por el aya, siente que en ese velo se le ha arrebatado a su padre. Hernán ve la señal de una derrota inevitable. Adulfo y Ataúlfo encienden sendos cirios, uno al lado de Ramiro, el otro al lado de Paterna. Los esposos, arrodillados, se preparan para la bendición nupcial. Gomelo, cuidadoso, ha escogido la fórmula expresamente destinada a los que contraen segundas nupcias.
—Queridísimos hermanos, mediante ofrenda y con todos los fieles roguemos muy devotamente a Dios, del cual procede todo bien y es dador generoso de todo bien, para que a estos, a quienes permite acceder a su unión marital, les conceda la gracia de su bendición enriquecedora, a fin de que se mantengan fuertes no solo para que sean capaces de alcanzar sin perjuicio sus propios fines, sino también para conseguir con la bendición divina lo que le han prometido.
—Amén —contestan todos.
El obispo de Oviedo coloca sus manos sobre la cabeza de Paterna, arrodillada. Va a pronunciar la bendición para la esposa:
—Dios ha venido en auxilio de la fragilidad humana de muy diversas maneras, no solo concediendo el privilegio de la procreación, sino también haciendo posible numerosa descendencia para no desmerecer la fecundidad de la Naturaleza, cuya semilla fecundada se multiplica continuamente. Así otorgaste tu bendición a la moabita Ruth en tiempos ya muy antiguos.
—Amén.
—Te rogamos, Señor santo, Padre eterno, Dios todopoderoso, por estos siervos tuyos, a los que has llamado a segundas nupcias, quienes uniéndose a nuestra oración, aunque indigna, desean recibir tu bendición, y concede también a esta sierva tuya que se revista del amor de Sara.
—Amén.
—Y de la sabiduría de Rebeca, del amor de Raquel y de la gracia y castidad de Susana.
—Amén.
Luego el obispo de Oviedo bendice a Ramiro:
—Concede a este siervo tuyo tu bendición, así como has bendecido a Abraham, Isaac y Jacob.
—Amén.
Ahora Gomelo abre los brazos y pone cada mano sobre un esposo.
—Desciendan, Señor, sobre estos siervos tuyos tu bendición y el don divino de tu gracia, lo mismo que desciende el rocío y la lluvia sobre la faz de la tierra.
—Amén.
—Para que así tu bendición fluya y llene sus cuerpos y corazones, y del mismo modo sientan el tacto de tu mano, y por la gracia del Espíritu Santo reciban un gozo sempiterno.
—Amén.
La ceremonia ha concluido. El coro vuelve a entonar el Vos, quos ad coniugalis gaudium. Paterna y Ramiro, esta vez solos, abandonan el altar y caminan hacia la puerta de la iglesia de Santa María. El sol está en su cénit y proyecta sobre el templo un fulgor de luz blanca que sumerge a todos en una atmósfera irreal. Ramiro y Paterna ya son marido y mujer.
La multitud aclama a los esposos cuando salen de la iglesia. Un grupo de niños acude ante Ramiro y Paterna y obsequia a los novios con flores y golosinas: son los sobrinos y nietos de Escipio, cuya familia ha querido subrayar así lo sincero de su lealtad. Enseguida aparece el propio Escipio para guiar a los reyes hasta la casa del consistorio, a espaldas de San Salvador y del palacio, pues allí va a celebrarse el gran banquete.
El pueblo no ha esperado a que comience el convite regio para entregarse a festejar el enlace. Por todas partes vocean los vendedores de longanizas y cecina, de pescados en salazón y de vino, cerveza o sidra, brebajes tan toscos como efectivos. No hay calleja de Oviedo donde no arda un fogón, y sobre el fogón, piezas de carne —mayormente de asno—, y en torno a la carne, nutridos grupos de paisanos que celebran su propia fiesta. Ramiro y Paterna oyen su estrépito, pero no los pueden ver. Caminan entre un ingobernable gentío que a duras penas es contenido por los guardias de palacio. «Buen momento para asestarme tres cuchilladas», piensa Ramiro, pero oculta sus fúnebres cogitaciones en la sonrisa que un flamante rey y esposo debe mostrar.
El consistorio de Oviedo es un edificio pequeño, pero dotado de una gran sala que Escipio ha ordenado acondicionar para el evento. Cuando los reyes llegan, saludados por la algarabía de un grupo de músicos ambulantes, todos los nombres más importantes de Asturias están ya allí, en pie, eufóricos y expectantes, tributando a Ramiro y Paterna una ovación en la que se mezclan los vítores con el ruido de las armas. En el centro de la sala se extienden dos largas mesas con bancos corridos; en un extremo, presidiendo esta nueva liturgia, se sentarán los reyes junto a los obispos. Toda la superficie de las grandes tablas es un mostrador de apetitosos manjares: gallinas y ocas asadas con su plumaje, largos espetones de truchas y salmones, gruesas tajadas de carne en fuentes ricamente condimentadas… Sobre una bandeja de latón destaca un jabalí asado cuya cabeza se ha conservado intacta, sin desollar, con los recios colmillos llorando su derrota. Una ancha rebanada de pan hace la función de plato y mantel en el lugar reservado para cada comensal. Se beberá vino en abundancia. Durante años se recordará el gran banquete que selló la boda del rey Ramiro y la castellana Paterna.
Nadie ha reparado en los ausentes. Nadie menos Ramiro.
—¿Dónde están Sonna y el de Mena? —pregunta el rey.
—En palacio —contesta el conde Escipio—, investigando cierto oscuro asunto; un robo de oro en el tesoro regio, al parecer.
La fiesta se prolonga hasta la caída de la tarde. Llegado ese momento, Ramiro y Paterna se levantan discretamente, sin llamar la atención de los invitados más que para un breve aplauso. Los reyes se van. Les espera un carruaje que ha de conducirles al palacio extramuros. A la cámara nupcial.
El príncipe Mohamed entró con pasos cohibidos en el jardín cordobés del emir Abderramán. El heredero había llegado al alcázar a primera hora de la tarde, sudando sangre de incertidumbre, después de una galopada frenética. Enseguida quiso ver a su padre, pero se topó con que el emir, sin duda como castigo, le ordenó esperar. Quiso entonces vengar el desaire y buscó a Nasr Abu el-Fath para ahogar su ira en la calva cabeza del eunuco, pero he aquí que Nasr estaba con el emir, lo cual no hizo sino acentuar la desolación del joven príncipe: todo se estaba poniendo en su contra. Deprimido, agitado por una indomeñable angustia, se resignó a esperar ante la puerta de la cámara de Abderramán, como un perrillo que aguarda su golosina.
Una hora. Dos horas. Tres horas. Ya caía el sol cuando, al fin, un miserable guardia de palacio —ni siquiera un escribano— le hizo saber que el emir podría recibirle. Humillado, Mohamed entró en el regio salón. Lo que encontró allí no fue a su padre, sino a otro guardia: un eslavo que, con ademanes imperativos en los que el joven quiso interpretar desprecio, le hizo una seña en dirección al jardín privado. El príncipe se veía recibiendo órdenes de un simple soldado; la vergüenza que experimentaba no conocía límites. Apretó la mandíbula, agachó la cabeza y obedeció.
Cuando Mohamed entró finalmente en el jardín, Abderramán estaba calmosamente sentado en su escabel, como reflexionando. Ni siquiera hizo amago de levantar la mirada cuando el príncipe se inclinó ante él. Solo Nasr, postrado a los pies del soberano, se levantó y saludó con una exagerada reverencia al recién llegado. Mohamed se sintió como un muñeco objeto de burla.
—¡Padre! ¡Esa víbora…! —estalló.
—¡Silencio! —le interrumpió el emir—. Guarda silencio. Ya sé todo lo que me tienes que contar. Mi buen Nasr me ha puesto al corriente.
—¿Nasr? ¿Y qué sabe Nasr? —exclamó Mohamed temiéndose lo peor, sintiendo cómo una ola de bilis anegaba todo su cuerpo.
—Mi buen Nasr —ordenó el emir—, sírvete informar a mi hijo de la causa de sus desdichas, ya que el joven, según parece, no ha entendido nada de nada.
El eunuco carraspeó y esbozo una sonrisa que podría haber sido maternal. Compuso una postura teatral, como la de quien va a dirigirse a un amplio público. Era evidente que estaba disfrutando con la situación. Mohamed le miraba con ojos asesinos. El heredero seguía persuadido de que había sido él, el eunuco, quien había puesto en su comida aquella serpiente que mató a Yahya el alfaquí y que perfectamente podía haber escogido otro cuello para clavar sus venenosos colmillos. Más aún, Mohamed, pese a las palabras de su madre, mantenía la sospecha de que Nasr había avisado a los cristianos en Lutos. Lo que no entendía era por qué su padre, el emir, prestaba oídos a aquel saco de mentira y doblez.
El eunuco Nasr Abu el-Fath introdujo despacio las manos en las mangas de su túnica, volvió a inclinarse, reverente, y paseó la mirada de arriba abajo sobre la aún frágil humanidad del príncipe Mohamed. Sonrió, y esta vez no había ni rastro de dulzura, sino solo una grieta abisal como la que se abre en la roca cuando la tierra tiembla. Era un depredador que bailaba ante su presa; Mohamed sintió oscuramente el mismo frío que heló su vientre ante la cobra que mató a Yahya el alfaquí. Nasr, apurando el momento, volvió a carraspear antes de declamar con voz cantarina:
—Doy gracias a Alá por haber traído sano y salvo a Córdoba al noble príncipe Mohamed. Porque las atroces desventuras sufridas por el joven heredero perfectamente podrían haber puesto fin a su vida. Por eso hemos de dar gracias a Alá, que se te ha mostrado benevolente.
Mohamed colgó en Nasr una mirada desamparada. ¿Adónde quería llegar el eunuco?
—Abrevia, Nasr —rezongó el emir.
—Voy a ello, mi señor. Gracias a mis espías, he podido saber que el penoso incidente de Lutos es, muy probablemente, obra del propio Nepociano.
—¿Co… Cómo es posible? —tartajeó Mohamed, perplejo.
—Aún ignoramos los detalles —se camufló Nasr tras el plural—, pero todo indica que nuestro amigo Nepociano, enterado por alguna vía de la llegada de Mohamed, no ha deseado verse sometido al príncipe.
—¿Y cómo puede haberse enterado de tal cosa? —dudó el emir.
—Lo ignoro, mi señor. De hecho, te recuerdo que ni siquiera yo estaba al corriente de la verdadera finalidad de esta misión —agregó el eunuco en un latigazo de vago resentimiento que Abderramán no quiso percibir.
—Cierto —aceptó el emir—. Solo lo sabíamos Mohamed y yo. Continúa.
—El hecho es que Nepociano —prosiguió Nasr—, creyéndose ganador en Oviedo, sin duda decidió actuar por su propia cuenta y romper lazos con Córdoba. O al menos reanudarlos desde otra posición, tratando de sacar el máximo partido de su poder recién conquistado.
—Y entonces envió una expedición para emboscar a mi hijo —completó Abderramán.
—Es lo que sugieren todos los indicios.
—Tiene lógica —reconoció el emir—. Pero falta explicar cómo pudo Nepociano enterarse de la llegada de nuestras huestes precisamente por ese camino.
—Solo cabe una explicación —seguía el eunuco construyendo su historia—: que el hombre tuviera informadores bien entre nuestras propias posiciones en el norte, bien entre las primitivas gentes que habitan aquellas soledades.
—Y que unos u otros le hayan puesto sobre aviso… —terció Mohamed, que empezaba a salir de su perplejidad.
—Así es —confirmó el eunuco.
—Parece muy probable —aplaudió el emir—. ¿Pero de verdad crees que Nepociano puede tener agentes entre nuestros bereberes de los puestos fronterizos?
—Lo creo, sí —aseguró Nasr—. Una de las principales ocupaciones de esas patrullas es capturar esclavos. Y Nepociano, precisamente, ha hecho buena parte de su fortuna con ese comercio. Lo sé bien porque yo mismo he traficado con él en alguna ocasión, como seguramente conoces —precisó el eunuco con una reverencia dirigida al emir, como si él hubiera sido el proveedor de tan próspero negocio—. Nada más lógico, por tanto, que presumirle a Nepociano contactos con los cazadores de esclavos.
—¿Quieres decir —preguntó Mohamed, aún estupefacto— que los bereberes de la frontera avisaron a Nepociano?
—Es muy probable —afirmó el eunuco con la convicción de quien conoce el rostro de la mentira como el de su propia madre.
—¡Claro! —aulló el joven príncipe—. ¡Eso explica por qué muchos empezaron a desertar antes de llegar a las montañas! ¡No fue la serpiente! ¡Fue la traición! —proclamó Mohamed con la felicidad de quien ha encontrado una piedra mágica, una piedra capaz de liberarle del peso de la culpa.
—Ahí lo tienes —rubricó Nasr, y si Mohamed hubiera podido mirar en el interior del eunuco habría visto un nido de serpientes que reían enloquecidas.
—En cuanto a la serpiente… —titubeó el príncipe.
—Ya lo hemos averiguado también —mintió nuevamente Nasr Abu el-Fath—. Un desertor berebere sometido a tortura ha confesado ser el autor del crimen. Al parecer, el tipo pertenece a un clan que guardaba ciertas cuentas pendientes con la familia de Yahya ben Yahya. Cuestión de tierras, creí entender.
—¿Qué fue de ese desertor? —quiso saber Mohamed.
—Murió durante la confesión —respondió escuetamente el eunuco, y esta vez no mentía.
Mohamed sintió como si un castillo de arena se desmoronara súbitamente en sus entrañas. Pero el derrumbamiento no le apenaba sino que, al contrario, le hacía experimentar un inmenso alivio. No, no había sido Nasr. Por eso estaba ahí, con su padre, tranquilamente. El episodio de Lutos tampoco había sido propiamente una derrota, sino una traición, lo cual atenuaba ostensiblemente la culpa del heredero. Y sí, tal vez hubiera una mujer, como sospechaba la astuta Buhayr, pero en todo caso el nombre de Mohamed quedaba ahora mucho más limpio que cuando el joven, pocos minutos antes, entró en el jardín del emir. Y todo se lo debía a las averiguaciones del eunuco.
—Lo que Nepociano no podía suponer —agregó Abderramán— era que sus propios hombres iban a abandonarle en la batalla decisiva.
—Y así nuestro amigo —completó Nasr—, cegado por Alá, castigado por revolverse contra la voluntad del emir, se encontró súbitamente derrotado y sin apoyos ni dentro ni fuera del reino.
Abderramán se levantó de su escaño. Clavó los ojos negros en algún punto del suelo. Luego los desvió hacia las flores que en aquel mayo temprano empezaban a descollar. Dio dos vueltas sobre sí mismo. Miró a Mohamed; no con dureza, sino con algo parecido a la piedad.
—Mala cosa es la ambición desmedida. Toma nota, hijo.
—Así lo haré, padre —musitó el príncipe, cabizbajo.
—Hiciste mal, hijo mío, en tomar la calzada de la Mesa antes de tiempo. A ti también te cegó la ambición. Contraviniste mis órdenes y miles de hombres han muerto por tu petulancia. Entenderás que eso no puede quedar sin castigo.
—Lo entiendo —aceptó Mohamed.
—Pero, por otra parte —agregó el emir—, la evidencia de una traición atenúa tu culpa. Fue esa traición, y no tu voluntad, lo que convirtió tu error en una catástrofe.
—¡Ese Nepociano! —bramó el príncipe, buscando el aplauso de su padre—. ¡Me gustaría echármelo a la cara y cortarle la cabeza!
—Me temo que no podrá ser —comentó Nasr con forzado ceño de preocupación—. Nepociano y su esposa, según me informan, yacen encerrados en las mazmorras de palacio, y ese Ramiro, el nuevo rey, el granjero gallego, como el propio Nepociano le llamaba, seguramente dará buena cuenta de sus huesos. Ahora Ramiro, con toda certidumbre, levantará la bandera de la guerra. En ese sentido, la derrota de Nepociano es también nuestra derrota.
Mohamed derramó sobre su padre una mirada desamparada. Le vinieron a las mientes las palabras de su madre: «Que el emir vea que eres un hombre, capaz de asumir tus errores». Este era el momento de hacerlo.
—Siento mucho este revés, padre. Por mi culpa hemos perdido una baza política importante. Ahora todo el norte arderá contra nosotros.
—Todo él, sin excepción —añadió el eunuco para mortificar al príncipe.
—No tan deprisa, mi buen Nasr —sonrió Abderramán, levantando las manos—. En las últimas horas han ocurrido algunas cosas que han cambiado el paisaje.
—¿Mi señor…? —preguntó Nasr, confuso.
—¿De qué se trata, padre?
—Sabréis que esta misma mañana —habló lentamente el emir— han abandonado Córdoba unos enviados de los Banu Qasi del Ebro. Uno de ellos era nada menos que Musa ibn Musa, el señor de Arnedo. Me ha transmitido informaciones muy interesantes. Resulta que el rey de Pamplona, Íñigo Arista, ha quedado paralítico. Rige ahora el reino su hijo, García Íñiguez…
—Educado en Córdoba —precisó Mohamed—. Yo le conocí y…
—Efectivamente —interrumpió Abderramán a su hijo—. Y buen amigo nuestro. Musa ibn Musa me ha asegurado que Pamplona y el Ebro están dispuestos a volver a la vía del entendimiento con Córdoba, que, cito sus palabras, nunca debieron abandonar. De manera que…
—¡Lo que hemos perdido en Oviedo lo hemos ganado en el Ebro! —exclamó Nasr con un júbilo más palaciego que sincero.
—Así es —confirmó satisfecho el emir.
—Padre… ¿tú sabías…?
Abderramán puso una mano sobre el hombro de Mohamed. Ahora sí parecía un padre.
—Hijo mío, el día que partiste a tu misión te di tres consejos. ¿Los recuerdas?
—Sí. No entrar en un territorio del que no sé si podré salir. Preferir tener siervos a tener aliados. Y no confiar ciertos planes ni a mis mejores generales.
—Bien. Tú has hecho oídos sordos a mi primer consejo —reprendió el emir a su heredero—, has entrado en un territorio del que no sabías si podrías salir, y has sufrido un descalabro considerable. Pero yo, mientras tanto, buscaba entre los Banu Qasi ese delicado equilibrio entre siervos y aliados. Y ahora…
—No me habías dicho nada de todo eso —se quejó Mohamed.
—Cierto. Era el tercer consejo —sonrió Abderramán—. Determinados planes no pueden conocerlos ni tus mejores generales… ni tus propios hijos. Y así, en efecto, ahora tenemos a los cristianos del norte cercados, sin vías de comunicación con los francos, y con Navarra y los Banu Qasi en pie de guerra.
—¡Padre…!
—Admirable jugada, mi señor —celebró el eunuco, untuoso.
—Gracias, mi buen Nasr. Y ahora, Mohamed —miró severamente el emir a su hijo—, ve a purgar tu culpa.
—La aceptaré sea cual sea.
—Más te vale. Te quiero fuera del alcázar durante dos meses. Irás a vivir a Talavera, con los bereberes. Hablarás con los soldados, conocerás a los campesinos, escucharás las sabias palabras de los alfaquíes… Así tal vez aprendas a profesar a tu pueblo el amor que has demostrado no tenerle. Después acudirás a Arnedo y a Pamplona. Devolverás en mi nombre la visita de Musa ibn Musa. Ya te daré instrucciones suplementarias cuando llegue el momento. En cuanto a ti, mi buen Nasr…
—Mi señor… —canturreó el eunuco, obsequioso. Nasr esperaba una recompensa. Pero no fue eso lo que salió de los labios del emir.
—Creo que te he sobrecargado con demasiadas obligaciones. A partir de ahora te auxiliará un hombre de confianza. Eunuco, también. Se llama Masrur —precisó Abderramán mientras Nasr sentía que un hierro ardiente le despedazaba las entrañas—. Ahora, dejadme solo —ordenó—. Espero a Tarub.
El príncipe y el eunuco abandonaron el regio jardín con ostentosas reverencias: Mohamed, porque se sentía absuelto de una grave pena; Nasr, porque había convertido en victoria una derrota y, además, había dejado al heredero en deuda, aunque fuera a costa de verse ahora vigilado por otro eunuco. En cualquier caso —pensó Nasr Abu el-Fath—, lo más importante era explicárselo todo a Tarub. Porque la partida no había terminado.
Una nube de hielo envolvió el cuerpo de Paterna cuando penetró en la cámara nupcial. Había previsto mil veces este momento tratando de anticiparse a lo inevitable, pero ningún ejercicio de imaginación ni de voluntad pudo prefigurar los sentimientos que ahora invadían su espíritu. Las gentes de palacio, empezando por su propia aya, se habían esmerado: flores aquí y allá, un acogedor fuego en la chimenea, ventanas veladas, el lecho bien caldeado… Pero las espinas de aquella corona de rosas no estaban en el ambiente, sino en su propio interior. Cuando la puerta de la habitación se cerró a sus espaldas, el golpe resonó en los oídos de Paterna cual piedra de sepulcro.
Ramiro entraba tras ella; torpe, ligeramente achispado por el vino, con un brillo de euforia en los ojos del color de las castañas. Por vez primera Paterna midió mentalmente su cuerpo con el de quien ya era su marido; le acudió al espíritu la imagen de un almendro sacudido por un oso. La visión del lecho, aquella gran caja de madera entre cortinajes, le sugirió a la castellana algo funerario. Estaba cansada. Estaba mareada. Había bebido más de lo respetable, intencionadamente, en la esperanza de que los vapores del vino atenuaran el trance, pero lo único que había obtenido era una suerte de lucidez fatal. Se acercó a los arcos de la ventana: tres, como en todas partes, el central más alto que los otros dos. «Padre, Hijo y Espíritu Santo», pensó como para rezar, pero enseguida le asaltó la sensación de estar blasfemando. Sentía la presencia animal de Ramiro a sus espaldas. No se volvió. Luchando por contener un inoportuno temblor, se desprendió del manto, que cayó flotando al suelo. Cuidadosamente retiró la diadema que coronaba la toca. Descubrió sus cabellos. Después, siempre de espaldas al rey, desabrochó la fíbula que sujetaba su túnica. Había que dar el paso. Por primera vez en varios días, algo en su corazón le trajo la figura de Hernán.
—Sé que Dios me ha bendecido con una corona —sonó la voz áspera de Ramiro—, pero nunca soñé que sobre esa bendición se añadiría la gloria de obtener una esposa como tú.
El rey se acercó a Paterna. Puso las manos sobre los hombros de su esposa. Acarició la larga trenza de trigo maduro. Con dedos desmañados maniobró en las hebras de cabello.
—Eres oro, Paterna —murmuró Ramiro—. Como un tesoro custodiado por un dragón.
«Y tú has vencido al dragón», pensó en contestar Paterna por seguir la cortesía. Pero no pudo. Nada salía de su garganta, atenazada por la violencia del momento. Solo podía sentir su pulso desbocado por las manos de aquel hombre toqueteando su cabellera, una especie de vacío en el estómago, una rigidez del todo impropia en sus brazos y sus piernas, un erizamiento indomeñable en sus pechos, producto del miedo y no del deseo. Tragó saliva. Intentó volverse para mirar a Ramiro. Tampoco pudo.
—El día que Dios me lleve a su juicio —seguía hablando el rey mientras trataba de sacar los torpes dedos de la trenza—, le diré que acepto cualquier condena, pues ya me ha dado en la tierra todo cuanto podía desear. Eres un anticipo del paraíso, esposa mía.
Aquella última terneza, involuntariamente cómica en un tipo del aspecto de Ramiro Bermúdez, tuvo la virtud de agrietar el bloque hielo que encerraba a Paterna. «Intenta ser amable —pensó la castellana—. Intenta comportarse como un amante esposo». Resuelta a entregarse a lo inevitable, la dama empujó su túnica hasta los pies y se giró hacia aquel hombre que, pudiendo tomarla sin más, se esforzaba sin embargo por merecer el premio.
Ramiro dio un paso atrás y quedó paralizado. Con ojos voraces recorrió el cuerpo de Paterna, apenas velado por una ligera camisa bajo la que se dibujaban con plena nitidez los volúmenes del pecho, el vientre, las caderas, los muslos…
—¡Qué hermosa eres…! —balbució el rey sin poder apartar la vista del cuerpo de su dama.
Paterna tembló. Esta vez no era lince, sino presa. Para disimular su miedo caminó hacia el lecho. Apartó los cortinajes. Se sentó. Ramiro fue tras ella. Con un movimiento rápido, que a la dama le pareció brutal, se despojó de la gruesa túnica que cubría su humanidad úrsida. Pero el gran oso no saltó sobre la mujer, sino que se arrodilló a sus pies, los descalzó y los besó. Después clavó sus ojos en los de Paterna.
Ramiro conocía bien esa mirada. Nada le extrañó. No era la primera vez que se topaba con ella. Los ojos de miel de Paterna estaban gritando lo mismo que gritaron los de su primera esposa, hace tantos años ya: «No quiero». Ni rastro en su expresión del brillo lascivo que subía a las pupilas de Gontroda, la señora del Incio, la reina del mármol, cuando hacían el amor. No, aquella mujer, Paterna, no le quería. Era evidente. Y a pesar de todo, Ramiro sabía perfectamente que, en este caso, eso era lo de menos. ¿Ella no le deseaba? Bien, no se habían casado por ese motivo. ¿Ella no le quería? Bien, podría aprender a hacerlo con el tiempo y el trato. Paterna no era ninguna niña. También ella sabía todo esto antes de firmar los esponsales. Y Ramiro estaba seguro de que la castellana cumpliría con su deber.
—Mi señora —susurró el rey, acariciando sin maña el rostro de Paterna—. Es la hora. Bien sabes que nuestro matrimonio…
A la garganta de la mujer ascendió una ola amarga como las infusiones de genciana que, de niña, le preparaba su madre. «Amarga, pero cura», decía la buena e inflexible doña Sancha. Amarga, sí, pero cura: también este trance, amargo, debía curar las dolencias del reino. No iba a hacer el amor con un hombre: iba a sellar un pacto del que dependían las vidas de millares de personas. Los cuerpos que iban a copular no eran suyos; eran los cuerpos de todo el reino, de las generaciones pasadas, las presentes y las por venir. Eran los cuerpos de don Nuño y doña Sancha, de Alfonso el Casto y de doña Bertinalda, y también los de Rodrigo y Ordoño y Aldonza, y los de los campesinos masacrados en Álava, y los de los colonos de la frontera, y los de la buena reina Adosinda y también los de Telmo, Tello y Mendo, y hasta los grandes llanos del Duero y los montes del Bierzo y el sepulcro del apóstol Santiago copularían con ellos en aquel lecho donde el amor iba mucho más allá de la carne de un hombre y una mujer.
—Nuestro matrimonio salva a Galicia y salva a Castilla —contestó serena Paterna—. Lo sé, sí. He cumplido con mi deber desde que tengo uso de razón; mi padre y mi madre me educaron para eso. También lo haré ahora. Tú eres el rey y yo soy la reina. No hay que decir más.
Ramiro sonrió con un mohín desgarbado. Cerró los cortinajes del lecho. Reclinó a su esposa sobre la cama. Subió sobre ella. Paterna ahogó un quejido, cerró los ojos y se dejó hacer. Trató de pensar en Hernán. Pero a su mente solo acudió el recuerdo de Eneco, aquella primera vez…
El conde Sonna y Hernán de Mena se habían quitado de en medio. El primero, porque aún le escocía que la matanza de Alles quedara sin castigo; el segundo, porque quería estar lo más lejos posible de Paterna, cuyo mero recuerdo le desollaba el corazón. Ambos caballeros, almas gemelas con culpas que purgar, habían hallado una excelente excusa en el misterio que desasosegaba a Ramiro: el paradero de aquella partida de oro librada por Nepociano a algún lugar del mar del oeste. De manera que uno y otro, antes incluso de comenzar el banquete nupcial, se ofrecieron voluntarios para marchar a la cámara del tesoro e investigar el enigmático asunto.
—¿No probaréis ni un bocado? —preguntó jovial Escipio, señalando la portentosa colección de manjares dispuesta sobre las mesas.
—Es más importante el deber —contestaron el de Mena y Sonna al unísono.
Y así se encontraban ahora Hernán y el conde en la torre de San Salvador, en la cámara del tesoro regio, junto al viejo palacio de Fruela, sentados a una tosca mesa, revisando legajos y recontando arcones, rodeados por más riquezas de las que nunca hubieran podido imaginar. Revisaron cofre a cofre el tesoro. Anotaron cuidadosamente los contenidos. Los contrastaron con el inventario oficial. Trataron de evaluar las cantidades desaparecidas. Tres carros cargados de oro y expedidos hacia el mar del oeste: ese era el apunte manuscrito de Nepociano en el registro de la tesorería. Pero, a medida que indagaban en las circunstancias del caso, el paisaje se iba poblando de sombras cada vez más densas.
—No entiendo nada de este maldito embrollo —resopló el conde Sonna—. Aquí está bien clara la mención de los carros: tres de esos armatostes que llaman galeras, cargadas con cofres de oro, plata y piedras preciosas del tesoro regio. Salieron de Oviedo con destino al oeste. Pero no se dice ni cuándo, ni cómo, ni quién se responsabilizó del traslado ni adónde se dirigía exactamente. ¿Qué es todo este misterio?
—¿Has visto el inventario del obispo Serrano? —preguntó Hernán.
—Aún no.
—Yo sí, y el inventario añade todavía más enigmas. Porque de lo que ha contabilizado Serrano, comparándolo con el inventario previo, se deduce que en realidad no falta gran cosa. No, desde luego, para llenar tres carros.
—¿El oro que rescatamos a los mercenarios muertos ha sido de nuevo incluido en el tesoro? —quiso saber el conde.
—Todo él, a excepción del cofrecillo que llevó consigo ese normando.
—Entonces, ¿qué es exactamente lo que falta?
—Solo dos arcones. Y su contenido —precisó el de Mena— no era nada del otro mundo: cálices, bandejas, camafeos… Un saqueo muy menor.
—¿Dos arcones para tres carros?
—Sorprendente, ¿verdad?
—¿Y si fuera simplemente un error?
—¡Imposible! —refutó Hernán—. Nepociano nunca en su vida ha hecho nada por error; menos aún si se trata de oro.
—Pues una de dos —evaluó el conde—: o bien Nepociano trataba de despistar a alguien con semejante convoy, quizá separando los carruajes a mitad de camino para borrar huellas y eludir a posibles ladrones, o bien junto a esos dos arcones viajaban otras cosas que ignoramos; cosas que nadie consignó en registro alguno.
—No descartes que el oro no fuera suyo —apuntó Hernán—. ¿Acaso no ha quedado patente que este hombre trabajaba en connivencia con Córdoba?
—¿Quieres decir que Nepociano utilizó ese transporte para mover algún tesoro de origen inconfesable?
—Lo veo probable. Pagar a un ejército como el que traía el usurpador no es tarea fácil. Y si no falta gran cosa en el tesoro regio, entonces…
—Entonces —completó Sonna—, tuvo que haber obtenido el oro de otro sitio. Sí, tiene sentido.
—Pero no es más que una hipótesis. Estamos dando palos de ciego.
Sonna se levantó. Le fastidiaba permanecer demasiado tiempo quieto. Deambuló por la antesala de la cámara. En el suelo aún quedaban restos de la sangre de Lotario de Fráncfort. Se acercó a uno de los arcones. Curioseó en su interior. Eran pequeñas piedras de brillantes colores. Jugueteó un rato con ellas. Gadea, la molinera, sería feliz si pudiera lucir tales alhajas sobre su generoso pecho.
—En todo caso —suspiró el conde—, me temo que no nos queda otra opción que seguir el rastro de los tres carruajes, uno por uno.
—Me intriga esa mención del mar del oeste —meditaba Hernán en voz alta—. Hay que suponer que se trata de la costa gallega.
—Y solo hay dos ciudades —razonaba Sonna— que puedan albergar un envío de ese género: Tuy y Compostela, porque solo allí hay lugares donde custodiarlo con seguridad.
—El obispo Ataúlfo asegura que no le consta la llegada de ningún tesoro a Santiago.
—De Tuy me dicen lo mismo.
—¡Pero, escucha, hay otra posibilidad! —saltó Hernán, como activado por un resorte—. Imagina por un momento que ese oro fuera destinado a comprar la voluntad de los señores gallegos, del mismo modo que Nepociano hizo antes con los de Asturias.
—¡En ese caso no llegaron a tiempo! —rio el conde.
—O sea que esos carros —conjeturó el de Mena— o bien han ido a otro lugar que no es ni Compostela ni Tuy, o bien todavía andan por ahí, en cualquier camino, sabe Dios con qué propósitos. ¿Sabemos al menos quién o quiénes conducían los carros?
—No. Pero mucho me temo que se trate de esos mercenarios de túnica verde —señaló el conde.
—No lo creo —descartó Hernán—. Hay demasiado riesgo de que unos tipos así se queden con la mercancía, sobre todo en caso de derrota. Nepociano no sería tan ingenuo como para permitirse semejante ligereza.
—¿Entonces…?
—Otro misterio. Seguramente se trata de esbirros de Nepociano a los que no tenemos controlados.
El conde Sonna empezaba a impacientarse. Para un hombre de acción como él, tanta conjetura resultaba francamente irritante.
—Veamos qué tenemos entre manos —resumió enumerando con los dedos—. Tres carros desaparecidos. Una minúscula porción del tesoro regio, y además de poco valor, fuera de control. La sospecha de que ese convoy fue aprovechado por Nepociano para sacar de Oviedo algo mucho más valioso, pero cuya identidad exacta desconocemos. Y la ignorancia más absoluta sobre dónde pueden hallarse ahora los carruajes en cuestión.
—Bien poca cosa, desde luego —reconoció el de Mena—. Pero al menos podemos decirle al rey que su tesoro no ha sufrido merma.
—No le desagradará oír la buena nueva —sonrió Sonna—. Y mientras tanto…
—Mientras tanto, tenemos que averiguar qué hay detrás de todo esto.
—Mañana es el juicio —recordó el conde—. Habrá que preguntar a Nepociano sobre el asunto. Sé que Serrano ha incluido el desfalco dentro de los cargos contra el usurpador.
—Lo negará todo. Y lo peor es que estará diciendo la verdad, al menos en lo que toca al tesoro regio. Lo otro, estoy seguro, no nos lo dirá.
—Pero lo que nos interesa es precisamente la otra parte —observó Sonna—. Ese oro de origen misterioso que ahora mismo debe de estar viajando por el reino.
—Un oro sin dueño. Algo ciertamente peligroso.
Sonna miró de soslayo a su compañero. Algo ciertamente peligroso, sí, ese oro sin dueño; algo que podía desatar la codicia de cualquiera; algo que debía permanecer en secreto. Pero el conde sabía que si en alguien podía confiar para mantener la boca cerrada y localizar el tesoro sin llevarse ni una moneda, ese era Hernán de Mena. Código de caballeros.
—Tendremos que averiguarlo solos. ¿Por dónde empezamos?
—Lo más eficaz —sugirió Hernán— será buscar al personal de palacio, a los criados, y preguntarles sobre la identidad de los conductores de los carros. Si saben quiénes han podido ser, o si han echado a alguien en falta estos días. Después habrá que localizar a las familias de los sospechosos, por si tuvieran alguna noticia de su destino. Y entonces…
—Entonces habrá que buscar tres agujas en un pajar —bufó el conde—. Pero, en efecto, no hay otro camino.
Hernán de Mena y el conde Sonna abandonaron la cámara del tesoro envueltos en un mar de incertidumbre, pero con la determinación de tirar del primer hilo que encontraran. Un hilo que debía conducirles hasta la última jugada de Nepociano.
Cuando Paterna abrió los ojos, estaba sola en la cama. Una muy tenue claridad penetraba por el ventanal, retiradas ya las colgaduras que cubrían los arcos. El aire olía a humedad y ceniza. Un pliegue en los cortinajes que envolvían el lecho permitía a la dama ver el exterior. Ramiro estaba junto a la ventana, enteramente vestido, de pie, inmóvil, perdida la mirada en algún lugar. La castellana permaneció estática un rato largo, como si quisiera retrasar el momento de volver a vivir. Ramiro, mientras tanto, trasteaba con pergaminos y unos extraños objetos, como juguetes, que colocaba sobre los pergaminos, retiraba y volvía a colocar.
Un movimiento involuntario de las piernas bajo la áspera sábana de lino delató a la dama con su roce. Ramiro se giró, sobresaltado, como un cazador al escuchar un chasquido en el bosque.
—¿Mi señora…? —musitó.
Paterna calló y se quedó muy quieta, como un animal sorprendido. Se sintió infantil, débil, frágil. Enseguida se reprochó a sí misma tal actitud. Hizo de tripas corazón y se incorporó.
—Me estoy vistiendo, esposo —anunció con voz fría.
La dama se enfundó camisa y túnica, se acomodó como pudo el cabello, se frotó los ojos, se pellizcó los pómulos y surgió de entre las colgaduras del tálamo.
—Eres hermosa de noche y aún más hermosa de día —galanteó Ramiro con una cortés reverencia.
—Y tú eres un hombre muy gentil —respondió Paterna sin saber qué otra cosa decir.
El rey avanzó hacia su esposa. Le tomó la mano. La besó. Fue un beso largo, como embriagado. Ramiro estaba enamorado. Tanto mejor así.
—Ven. Debo enseñarte algo —dijo el hombre sin soltar la mano de Paterna, y la condujo hacia la ventana. Llovía sobre Oviedo.
La castellana se vio ante los pergaminos que Ramiro andaba examinando. Sobre ellos, los juguetes, que no eran tales, sino pequeñas reproducciones de edificios que podían ser iglesias, o quizá palacios.
—Como bien sabes —declaró el rey, adoptando una pose de solemnidad—, es costumbre que el esposo, después de la noche nupcial, ofrezca a la esposa un regalo de bodas. Pues bien, este es mi regalo para ti.
Paterna examinó pergaminos y juguetes, sorprendida. No entendía nada. Intentó penetrar en el misterio de aquellos objetos. Pudo ver sobre los pergaminos líneas y dibujos. Los escudriñó con atención. Seguía sin entenderlo.
—¿Qué es? —preguntó al fin.
—Mira al frente —invitó Ramiro, señalando a la ventana.
La castellana miró. Un amplio espacio abierto se extendía hacia el norte. Al fondo, el monte Naranco.
—Un bonito paisaje —cumplimentó.
—¡No me refiero a eso! —rio el rey con carcajadas de oso—. Mira este dibujo —indicó, poniendo un dedazo sobre el pergamino—. Eso que ves aquí pintado es el monte que tienes enfrente.
—Entiendo —acató Paterna, comparando dibujo y monte.
—Y estos objetos que parecen juguetes son los palacios e iglesias que he ordenado construir en el monte. Palacios e iglesias para ti.
—¿Para mí? —exclamó la dama en un temblor.
—Para ti, Paterna. Fruela levantó esta ciudad por amor a su esposa doña Munia. Alfonso la convirtió en un tesoro por amor a Dios y al reino. Yo crearé en ese monte un nuevo paraíso, una ciudadela de iglesias y palacios, y lo haré por amor a mi esposa doña Paterna.
—Mi rey… —musitó la castellana, confundida.
—¡Elevaremos un palacio! —se animaba Ramiro, mostrando una de las maquetas—. Mira. Lo he pensado todo. Tendrá dos plantas. En la baja, una caldera para calentarnos en invierno, y tendrá también baños para que puedas disfrutar, puesto que tanto te complacen. En la planta alta viviremos nosotros. Habrá unos salones dignos de Constantinopla y un vestíbulo que dejará a las gentes con la boca abierta…
—¡Es portentoso! —Crecía el asombro de Paterna.
—Habrá también una iglesia. Grande, regia, como una nueva San Salvador. Y por supuesto, habrá que edificar casas y palacios para el gobierno y la servidumbre.
—¡Una auténtica ciudad fuera de la ciudad!
—Así es —confirmó el rey, satisfecho—. Lo haremos todo con piedra y mármol…
—¿Mármol?
—Sí. Por razones que no vienen al caso, sé unas cuantas cosas sobre ese material —gruñó Ramiro sin poder evitar un deje ambiguo—. Piedra y mármol. Y nada de techumbres de madera: piedra, bóvedas de piedra. Llevo días hablando de esto con los arquitectos del reino, los discípulos del viejo Tioda. Ellos han preparado estos dibujos y estas piezas que tienes en tus manos.
Paterna examinó con renovado interés las maquetas de los edificios, esas casitas de barro y madera que parecían juguetes de niño pero que encerraban el embrión de un mundo: el palacio era un festival de arcos y columnas graciosamente sostenido por monumentales escalinatas exteriores; la iglesia, un fabuloso conjunto de tres cuerpos firmemente sujeto por grandes contrafuertes. Y eso solo era parte del universo de piedra que Ramiro había concebido… para ella.
—Créeme —casi cantaba Ramiro—, pasarán los años, pasarán las generaciones, pasarán los siglos, y el mundo seguirá hablando de los monumentos que el rey Ramiro de Asturias elevó en el monte Naranco. Y todos sabrán que se alzaron al cielo impulsados por el amor que te profeso.
Paterna no sabía qué decir. Miraba el monte, miraba los planos, miraba las pequeñas reproducciones —esa iglesia, ese palacio—, miraba el rostro de Ramiro, henchido de gozo… El proyecto era de una belleza incontestable y de una magnificencia turbadora. ¡Y era un regalo para ella! Estaba claro que aquel hombre la amaba. Esto, en fin, era ser reina. Dubitativa, resolvió plantar un sonoro beso en la hirsuta mejilla del rey. Ramiro, infantil, se ruborizó. Quizá, después de todo, no le resultaría tan difícil amar a aquel hombre.