Las campanas de San Salvador y San Tirso, de Santa María y San Vicente, repican al unísono. El portalón del palacio real se ha abierto lentamente y la muchedumbre, contenida por las hileras de soldados que custodian el camino, ya puede ver al cortejo del rey. Aparecen en primer término los obispos, Gomelo en cabeza, Serrano tras él, y después Ataúlfo de Compostela y Adulfo de Lugo, todos ellos tocados con hermosas mitras y envueltos en blancas casullas. El abad Gladila, de menor jerarquía, cierra el grupo portando el incensario, y con él, sujetándole la manga, marcha fray Fruela, el prior de Cornellana, cuyo apoyo en la batalla ha recompensado Ramiro otorgándole en la ceremonia tan destacado lugar. El sahumerio envuelve en sus vapores al coro de monjes que, detrás, entona el himno más característico de la iglesia de España: el O Dei Verbum que Beato de Liébana consagró al apóstol Santiago. La multitud acoge en respetuoso silencio la salida de los hombres de Dios. Silencio que se rompe en un griterío ensordecedor cuando bajo el dintel de la puerta de palacio emerge la figura erguida, majestuosa, de Ramiro, el rey.
Ramiro ha querido ataviarse para su coronación como lo hizo Alfonso: no como rey, sino como penitente. Su cuerpo fornido y grueso no porta más que una túnica blanca, testimonio de humildad. No va descalzo, como lo fue Alfonso, pero los trapos que envuelven sus pies difieren poco de los que calzan los más modestos paisanos de Oviedo. Los cabellos del rey, la melena cobriza surcada de vetas blancas y la gran barba hirsuta y oscura, sueltos, se mecen a la suave brisa de mayo como duras ramas de encina. Ramiro no marcha solo. A su alrededor, como escolta ceremonial, caminan armados los jefes de guerra de Cornellana: don Paio de Guitiriz y don Arias de Pallares, el joven Yago de Mondariz y Olmundo de Erice, Rodrigo Núñez y el bravo Ergica de Tuy, que ya ha recibido su designación como jefe de la guardia de palacio y exhibe con una flamante capa roja su nueva dignidad. Después, bajo un alto estandarte que enarbola Gatón, vienen Gonzalo de Lemos y los condes Escipio y Sonna con Hernán de Mena. Corazas bien bruñidas y yelmos centelleantes, cotas de malla y espadas al cinto: todo en ellos canta la victoria del rey guerrero.
La comitiva sale a la gran plaza, camina solemne hasta el lateral de la iglesia de San Tirso, bordea el viejo templo alfonsí y gira hacia la fachada principal de la catedral de San Salvador. El aire es un vendaval de vítores campesinos, bramidos guerreros, fragor de cuernos y trompas, campanas enloquecidas y cánticos monacales. La muchedumbre arroja pétalos y hojas al paso del rey o se hinca de rodillas, santiguándose, ante el nuevo campeón de la cristiandad, la espada que habrá de librar al pueblo de todo mal. Ramiro no contesta a las aclamaciones. Permanece rígido como un árbol, el rostro inmóvil, fijos en la nada los ojos del color de las castañas, como hipnotizados por la magnificencia del momento. Así alcanza el cortejo la puerta grande de la catedral, esa casa mágica que hace reyes a los hombres.
San Salvador se ha engalanado como nunca para esta ocasión. La gran catedral del reino cristiano del norte es una sinfonía de piedra compuesta por tres naves paralelas, la central más elevada y ancha que las laterales. Dentro, al fondo, un gran arco triunfal da paso al amplio rectángulo del transepto. En él, bajo arcos sostenidos por recios pilares cuadrados, se abre el altar principal consagrado al Salvador y, a uno y otro lado, los seis altares dobles dedicados a los doce apóstoles. En lo alto, los claristorios abiertos bajo el techado de gruesa madera invitan al sol de este mediodía de mayo a derramarse por la casa santa, y con su beso refulgen los colores ocres, rojos, negros y blancos de las pinturas que por todas partes adornan las paredes con sus sagradas geometrías.
No hay representaciones humanas en los muros de San Salvador. Desde mucho tiempo atrás, desde el concilio de Elvira, la Iglesia española es anicónica y rehúye su empleo para no favorecer la idolatría. Y aunque la devoción popular ha pintado por su cuenta vírgenes y santos en las mil ermitas del reino, Oviedo sigue respetando la prescripción. Así lo que ven los ojos del fiel es una armoniosa composición de líneas y círculos, columnas y lazos, cuadrados y aspas, hojas y esvásticas, junto a esquemáticas imágenes de palacios, tronos y tabernáculos. Estas paredes se visten hoy, además, con grandes estandartes blancos con la cruz roja, la enseña del reino, que flotan como alas de ángeles guerreros sobre la muchedumbre apiñada en el espacio central y en los laterales del templo, separados por un bosque de severos arcos de medio punto. En el centro de la nave aguardan los señores; en los laterales, las gentes de menor rango que han tenido la fortuna de verse invitadas a la ceremonia.
Paterna también aguarda. «En primera fila, a la derecha», había ordenado Ramiro; para que él la pueda ver en todo momento. Paterna está radiante. La servidumbre de palacio, bajo la dirección de Escipio, la ha ataviado como a una reina. El conde no ha ahorrado esfuerzos para averiguar, de labios de los orfebres francos y lombardos que viven en el reino, cómo visten las grandes damas de la corte carolingia. Así ha logrado componer para la castellana unas ropas dignas de Aquisgrán: una túnica de tonos malvas bordada en hilo de oro, ceñida por un cinto carmesí ornado con gemas y cuya brillante lengua desciende hasta los zapatos forrados de roja seda; sobre la túnica, un manto del color del azafrán igualmente ribeteado en oro. Paterna no muestra hoy su cabello. Lo ha envuelto en una toca blanca que se derrama sobre sus hombros, sujeta en la frente con una estrecha diadema de plata. Las joyas que luce en las muñecas, el cuello y las orejas han sido un préstamo temporal del tesoro regio: esas piedras embellecieron un día el cuerpo de las princesas visigodas.
Junto a Paterna está su padre, don Nuño. Llegó la tarde anterior desde Castilla. El veterano colono rebosa de gozo: van a coronar al hombre que desposará a su hija. Don Nuño, el duro y venerable señor del llano de Cigüenza, se está convirtiendo en suegro del rey de Asturias. No llora porque el rostro se le ha secado después de tantos años de lucha, pero la emoción le ha anudado un lazo en la garganta. «¡Si tu madre estuviera aquí!», «¡Si tu madre te viera ahora!»: esas son las cosas que don Nuño, trémulo como Paterna nunca le había visto, decía a su hija entre los abrazos del reencuentro. Cuando la dejó en la aldea, marchaba con una hueste armada camino de un destino incierto; ahora estaba a un paso de ser reina. Para el viejo colono, es la culminación de su vida.
A Paterna le ha dolido el reencuentro con su padre, como si algo se hubiera roto en su interior. Esperaba palpitar de gozo al hallar al viejo colono, sentir la alegría despejada y espontánea del hijo que recupera al padre, regocijarse con el elemental júbilo con que se reconocen los que llevan la misma sangre. Sin embargo, nada de eso ha pasado. El corazón de la castellana ha recibido a su padre con una nota disonante y fría, como la que vibra cuando se acoge a un extraño. Esa tarde, en el ajetreo de palacio, Paterna tuvo que hacer un esfuerzo para mostrarse afectuosa. Lo más que le salió fue una incómoda caricia, como la que se dispensa a un niño tullido. Nunca le había pasado nada igual, y la ingrata novedad ha sumido su alma en un espeso lodo de inquietud. Ahora, de pie, en la gran nave de San Salvador, esperando la entrada del nuevo rey, la dama quiere rememorar uno a uno, con detalle, los mil momentos de calor familiar vividos junto a un padre que nunca la ha tratado mal. Quiere recuperar el amor por el viejo don Nuño. Con dolor descubre que no puede. Algo muy profundo ha cambiado dentro de ella. Un muro de sangre se ha levantado entre padre e hija. Tal vez ese muro tenga nombre de hombre: tal vez Ramiro, tal vez Hernán. O quizá sea simplemente el poder.
Don Nuño no vino solo. En la misma comitiva llegaron los fieles de las capas rojas, los hombres que pocos días atrás, en la selva del Saja, habían jurado dar su vida por defender a la castellana. Están Laín de la Bardulia, que ha escoltado al viejo colono, García de Santillana, Froilán de Lugo, Gonzalo de Siero. Con ellos llegó a Oviedo, naturalmente, el aya de Paterna, la vieja sirvienta que había quedado en Liébana para burlar el control de los sabuesos del usurpador.
La noche anterior, junto a Hernán de Mena, al calor de un improvisado fuego de campaña, lejos de los rigores de palacio, los guerreros han intercambiado historias. Froilán ha narrado con medidas risotadas el pasmo del prior de San Martín de Turieno al descubrir, en el carruaje que surcó la Liébana, no a la princesa que esperaba, sino a una comadre de rústico aspecto y humor de perros. Gonzalo y García han explicado su hazaña al tomar Gijón sin necesidad de desenvainar la espada. Llegaron a esa pequeña ciudad sobre una escarpada península batida por las aguas con la buena fortuna de que el oficial de guardia era un viejo camarada del de Siero; cuando pidieron ver al conde Cuervo, el señor local, todos los hombres de armas de la fortaleza acompañaban a los recién llegados; Cuervo lo interpretó como una sublevación y, temiendo por su vida, se apresuró a declarar su fidelidad al rey Ramiro, sin más. Después, unos y otros recibieron noticia de la batalla. Y así ahora se hallaban todos en Oviedo, en la catedral de San Salvador, testigos del gran momento.
Paterna rio a gusto con las aventuras y desventuras que el aya le refirió, y más cuando la madura señora se permitió algún comentario admirativo hacia el calmoso Froilán. Fue la nota cálida en una tarde que se hizo de hielo al presentarse en palacio los hijos de Ramiro: Aldonza y Ordoño. A Ordoño ya lo había visto una vez, algunos años atrás, cuando don Nuño andaba buscando esposo para su hija. Ahora parecía mucho mayor, más hombre: un hermoso caballero de elevada estatura, rostro afeitado y facciones perfectas, mirada limpia pero glacial y ademanes tan corteses como distantes. No hacía falta mucha intuición para adivinar que el matrimonio de su padre no le inspiraba la menor simpatía. Trató de ser amable Ordoño. Hizo algún comentario elogioso sobre la valentía de la que iba a ser su madrastra al emprender un viaje tan lleno de riesgos. Eso fue todo. Aún más gélido fue el saludo de Aldonza, la hermosa niña ciega del rey: clavó sus ojos celestes en Paterna, esos ojos que veían sin necesidad de ver, y musitó tres o cuatro frases ceremoniosas de bienvenida, como si la recién llegada fuera ella, Paterna, y no la hija de Ramiro. No cabía prueba más elocuente de que ambos la consideraban, en el fondo, una intrusa. Cuando Aldonza y Ordoño se marcharon, la castellana se sintió como si le extrajeran una molesta espina de la planta del pie. Ahora están allí, frente a ella, al otro lado del pasillo de honor que abre la nave de San Salvador, aguardando el paso del rey que va a ser coronado.
El gran pórtico de San Salvador ha sido cubierto con guirnaldas de flores, hojas de roble y helechos, envueltas en cintas de vivos colores. Cuando el rey penetra en la catedral, desde la tribuna interior del pórtico resuenan trompas de guerra que anuncian al caudillo de los ejércitos. Es la señal para que los monjes de toda la ciudad, aglomerados al fondo del templo, en los laterales del transepto, empiecen a entonar sus himnos. La multitud que se aglutina en la iglesia abre paso, como las aguas del mar Rojo en el camino de Moisés, y el cortejo avanza hacia el arco del triunfo. Bajo su poderosa curva se celebrará la ceremonia.
Ramiro permanece hierático. Más parece estatua que hombre. No mira a nadie. Solo al frente. Pero siente fijos en él todos los ojos de Oviedo, de Asturias, de la Cristiandad entera. El obispo Serrano, siguiendo sus instrucciones, ha enviado mensaje a las cortes de Aquisgrán, Roma y Pamplona para dar noticia de la coronación. Dadas las circunstancias no hay embajadores en la ceremonia, pero eso no es óbice para que el rey se sienta, al menos hoy, el ombligo del orbe cristiano.
La mirada de Ramiro solo se altera cuando, en su camino hacia el altar mayor, se topa con las esposas y primogénitos de los señores que se habían rebelado contra él; ausentes los varones por orden del rey, esas mujeres y esos mozos son la prenda de la victoria de Ramiro. El rey gira deliberadamente la cabeza hacia ellos, que responden doblando la cerviz. También el primogénito de Piniolo, hechura de su padre, baja respetuosamente la mirada al cruzar sus ojos con los de Ramiro. Hay más miedo que amor en ese respeto, y el rey bien lo sabe. Entre las visitas de la víspera ha estado precisamente la de Piniolo. Esa rata se ha arrastrado, ha suplicado, ha gemido, ha jurado por lo más santo que no hay en su voluntad otro deseo que servir a la corona. Con gusto Ramiro le habría cortado la cabeza allí mismo, pero el obispo Serrano tiene razón: hay que transigir con los nobles para asegurar el trono. Al fin el pobre diablo se marchó con la promesa regia de que se le concederían ciertas tierras en Alles; era el precio de su fidelidad.
El corazón del rey se ensancha cuando, cerca ya del arco que da paso al transepto, divisa a sus hijos. Ordoño y Aldonza están allí, a su izquierda. Al otro lado, Paterna. Todo en orden, piensa Ramiro. La llegada de Aldonza y Ordoño a Oviedo fue una fiesta. La muchacha reía y sollozaba alternativamente de pura emoción. En cuanto a Ordoño, el rey ha prescindido de ternezas y se ha apresurado a exponerle el gran plan: actuará como gobernador en Galicia, enseguida será proclamado formalmente heredero y después quedará asociado al trono mientras los horizontes del reino se ensanchan hacia el Duero. «Habrá que buscarte una esposa», le ha dicho Ramiro. El rey piensa en Navarra. Un matrimonio con la casa de Pamplona permitirá atar sólidamente cuantas tierras se repueblen en oriente. Ordoño, cerebral, ha escuchado y ha asentido. «Serás un gran rey», es lo último que su padre le ha dicho antes de despedirle. Ramiro se permite una breve sonrisa al pasar junto a sus hijos. Pero enseguida su atención se dirige hacia Paterna, ataviada como una princesa de leyenda. Ella quería un rey; un rey va a tener.
Gomelo y Serrano, Adulfo y Ataúlfo ya se encuentran ante el altar principal de la catedral, el consagrado al Salvador. Ramiro se detiene bajo el arco del triunfo; ya ve el altar mayor y las seis capillas laterales. Los monjes que allí aguardan entregan a Gomelo una serie de objetos que este va depositando ceremoniosamente en el ara: unas vestiduras de color púrpura, un cilindro metálico, joyas, una larga cruz, unos ricos zapatos ornados de gemas, unas cajitas de oro y plata. De uno de los altares laterales, los consagrados a los apóstoles, aparecen dos monjes que portan una hermosa silla ricamente trabajada: es el trono del difunto Alfonso. Ramiro se arrodilla. Serrano salpica la cabeza del señor del Édramo con hojas y flores de hinojo. La liturgia de la coronación va a comenzar.
—Dime lo más importante, ¿realmente desobedeciste las órdenes de tu padre?
—Sí, madre.
El príncipe Mohamed bajó los ojos y hundió la mirada en el suelo de barro cocido. Buhayr, calmosa, sirvió otro té. Mohamed había llegado a la fortaleza de Ocaña esa misma mañana, después de cabalgar sin apenas descanso. Ya solo llevaba consigo a una docena de eslavos y medio centenar de bereberes, pues la mayor parte de los imazighen supervivientes había retornado a sus casas. En las puertas de la ciudad se encontró la pequeña hueste con tres bereberes crucificados: desertores que acababan de experimentar la dura justicia del emir.
Ocaña era un barranco donde moría un llano, y sobre el barranco un cerrillo, y sobre el cerrillo una muralla, y en la muralla una torre, y a sus pies una pequeña colección de almunias, y a su sombra una modesta vega avenada por exiguos arroyos. Un lugar tranquilo, sin importancia, lejos de la frontera, satélite de la próspera Ontígola, sobre la calzada que lleva de Mérida a Zaragoza. Pero los campos eran fértiles, no lejos de allí había salinas y yeserías, y el rico comercio de Ontígola no dejaba de tener sus efectos en este apartado rincón. Sobre todo, allí, en Ocaña, nunca aparecía nadie preguntando por nadie. Era el sitio ideal para borrarse del mapa, para desaparecer. Como había hecho Buhayr, la princesa madre; la primera esposa, hoy relegada, del emir Abderramán.
La alquería de Buhayr apenas si destacaba de entre las otras casas del pueblo, a no ser por los seis guardias que custodiaban día y noche los accesos. No era tanto una exigencia de seguridad como una muestra de estatus, pues Buhayr no quería renunciar a lo que era. El misterio, para Mohamed, era por qué su madre había ido a elegir precisamente aquel poblacho derramado en torno a una pequeña ciudadela. ¿Quizá, simplemente, porque la princesa postergada quiso así dejar patente la injusticia de su ostracismo? Mohamed ignoraba que a pocas leguas yacía el cadáver de su enemiga.
Mohamed nunca había conocido bien a aquella mujer. Era su madre, pero bebió de otros pechos, lo crio otra, lo educaron otros, fueron otras las voces que le reñían de niño y otras las manos que consolaban su llanto. Para el príncipe, Buhayr solo era el nombre del vientre del que salió. Y pese a todo, ahora, náufrago en la catástrofe, únicamente en ella podía confiar.
—No esperaba tu visita, pero me alegra que pises mi casa. Aunque sea porque tu mala cabeza te ha llevado al borde del precipicio —había saludado Buhayr a su hijo con una sonrisa que al mismo tiempo era un reproche y una caricia. «Así deben de sonreír las madres», pensó Mohamed.
Al joven príncipe le impresionó que la mujer no manifestara el menor gesto de sorpresa; era como si siempre hubiera estado esperando la llegada del hijo. Después, Mohamed se lo contó todo, punto por punto: la misión, la expedición, la muerte de Yahya y, finalmente, la catástrofe de Lutos, y el joven lloró lágrimas de rabia ante la única persona con la que se lo podía permitir.
—¡Ha sido una traición, madre! —se agitaba el príncipe—. No tiene otra explicación.
—Vayamos por partes —templó la mujer, agitando unas hojas de hierbabuena sobre la infusión que con delicadeza preparaba—. Primero…
—Primero está lo de Yahya y la serpiente —interrumpió el joven.
—No. Primero —enmendó Buhayr— está la naturaleza de la misión que tu padre te encomendó. ¿Quién más la conocía?
—Solo él y yo.
—¿Estás seguro?
—Por mi parte, sí —afirmó rotundamente el príncipe—. Y me extrañaría que sea el emir quien se ha ido de la lengua.
—No, no —coincidió la madre—. En esas cosas es muy cuidadoso. Tenemos, pues, que la misión solo la conocías él y tú.
—En efecto.
—Eso te beneficia.
—¿Por qué?
—Porque siendo una misión secreta —explicó pacientemente la mujer—, el emir no querrá bajo ningún concepto que salga a la luz, cosa que sin duda ocurriría si te aplicara un castigo demasiado severo. Por eso el secreto te beneficia.
—Entiendo —asintió Mohamed levemente confundido—. Y lo de Yahya…
—Bien. Lo de Yahya, envenenado por una serpiente que surgió de una de las cestas de tu comida.
—Así es. Y solo puede haber sido el eunuco Nasr —acusó el heredero de Córdoba—, pues él las confeccionó.
—¡Oh, no lo creo! —descartó Buhayr con la misma firmeza—. Reflexiona. Por fuertes que sean tus sospechas, el hecho es que cualquiera pudo haber colocado ahí a ese bicho. ¿O acaso las cestas iban férreamente custodiadas desde tu partida de Córdoba?
—No, ciertamente.
—Y además, si Nasr era el responsable de las cestas, es absurdo pensar que él mismo fuera a delatarse metiendo ahí…
—Sí, ya lo entiendo —atajó Mohamed con un mohín de irritación—. Pero es que luego está lo de ese ataque en las montañas. ¡Nos estaban esperando, madre!
—Cálmate, te lo ruego —musitó la mujer—. Yo no entiendo mucho de batallas, pero me parece que aquí la culpa es de quien ha entrado en un sitio como ese sin tomar las debidas precauciones.
—¡Me ofendes!
—Te ofendes tú solo al negarte a reconocer la realidad de las cosas. ¿Para qué has venido aquí? ¿Para que te consuele? ¿O más bien para que te aconseje?
—Para que me aconsejes. Tú conoces mejor que nadie a mi padre.
Buhayr calló. Calló largo tiempo. Como si el alma se le hubiera escapado en los vapores que despedía la infusión. Mohamed miró intensamente a su madre. Hacía años que no la miraba así. Lo que veía era un rostro de párpados hinchados, con bolsas bajo los ojos, mejillas descolgadas y una boca agrietada como los propios barrancos de Ocaña. Estragos del tiempo. Algún día debió de ser bella, como las muchachas que Mohamed espiaba secretamente en los jardines del harén, pero la princesa que el heredero tenía ahora ante sí no era más que una matrona prematuramente envejecida. Y sin embargo, aquella vieja irradiaba una fuerza singular, una fuerza que le atrapaba y ante la que Mohamed se sentía impotente. Fue entonces cuando ella se lo preguntó:
—Dime lo más importante, ¿realmente desobedeciste las órdenes de tu padre?
—Sí, madre.
—¿Conscientemente?
—Me temo que sí.
—Mal hecho. ¿Por qué lo hiciste? ¿Por ambición? —Taladraba la madre al hijo con sus ojos apenas maquillados de kohl.
—Sí. Por deseo de gloria —confesó Mohamed—. Porque quería volver a Córdoba con una victoria que me elevara ante los ojos de mi padre y ante el corazón del pueblo. Por eso lo hice.
La madre frunció los labios en un mohín de amargura. ¡Había visto a tantos hombres buscarse la ruina persiguiendo sueños de gloria…! Su hijo no iba a ser distinto. Había caído en la ciénaga, como todos. Pero era su hijo y era preciso acudir al rescate.
—Lo hecho, hecho está —suspiró Buhayr—. Ahora hay que ver cómo salimos del apuro. ¿Insistes en sospechar de Nasr, el eunuco?
—Sin duda alguna.
—Bien. ¿Te has preguntado que ganaría él traicionándote?
—¿Nasr? Me odia.
—Seguro que no es el único —sonrió maliciosamente la mujer.
—Pero sí es el único que estaba en posición de…
—De verdad, olvídalo —atajó la madre—. Esa babosa tiene mucho veneno, pero me encaja mal que vaya a morder la mano que le da de comer. Nasr no sería nada sin el emir. Jamás se arriesgaría a perder su privilegiada posición.
—Salvo que alguien le haya ofrecido una posición más elevada —observó Mohamed.
—¿Más elevada? ¿A un eunuco? No, no. Imposible. Nasr ha llegado lo más alto que alguien como él puede llegar en la corte. No, aquí veo otras manos. Manos de mujer.
—¿De mujer? —Mohamed abrió desmesuradamente los ojos—. ¿Una mujer que pone serpientes en cestas y alerta a hordas de infieles para…?
—No. Una mujer capaz de mover la voluntad de los hombres para obtener sus fines. Por esos medios o por cualesquiera otros.
La mirada de Buhayr se hizo dura como la piedra de la Kaaba. Ya no miraba a su hijo, sino mucho más allá: a la corte, al trono, al emir; miraba también su propia desgracia y sus deseos de venganza, largamente alimentados en interminables noches de soledad.
—No bajes la guardia —sentenció la princesa—. Cuídate de las mujeres que rodean al emir. Y también de las que te rodean a ti. Es ahí donde debes buscar.
—Así lo haré, madre.
Buhayr sintió un leve estremecimiento al oírse llamada de tal manera. ¡Madre! ¡Tantos años había añorado escuchar esa palabra…! Su dignidad de madre se la había quitado Al-Shifá, esa fulana. Ahora, tal vez, pudiera recuperarla en aquel hijo que volvía a ella buscando consuelo.
—Debes marchar a Córdoba cuanto antes —concluyó Buhayr—. Que tu padre no crea que le tienes miedo. Debes acudir a su encuentro, ponerte a sus pies y explicarle todo lo que ha pasado.
—¡Pero me despedazará! —gimió Mohamed.
—No lo hará, créeme —rio maternalmente la mujer—. Hay muy poderosas razones por las que Abderramán está obligado a tenerte a su lado y legarte el trono. Pero debe ver que eres ya un hombre. Un hombre de verdad. Lo suficientemente hombre como para arrostrar las consecuencias de tus actos.
—Mi posición… —balbuceaba el heredero.
—Tu posición quedará reforzada si actúas como te digo —aseguró firme la princesa—. Después… Ya veremos.
Mohamed volvió a clavar la mirada en el suelo de barro cocido; modesto para tratarse de la casa de una princesa madre. Claro que todo era modesto en esta almunia de mujer desterrada. El día que él reinara —pensó el joven príncipe— devolvería a aquella mujer el puesto que por sangre le correspondía en la corte.
—Ahora debes marcharte —urgió Buhayr a su hijo—. Todavía queda por aquí gente que me obedece, así que no será difícil prepararte unos relevos de carruajes, para que puedas viajar día y noche. Hoy habrá luna llena y el cielo está despejado. Si te apresuras, mañana al caer la tarde podrás estar en el alcázar, delante del emir.
Espoleado por la mirada apremiante de la mujer, el príncipe Mohamed abandonó Ocaña, un lugar tranquilo, con sus almunias a los pies de una torre, de una muralla, de un cerrillo, de un barranco allá donde muere el llano. La mujer quedó sola. Como siempre. Pero ahora la princesa madre Buhayr, largo tiempo arrinconada, empezaba a vislumbrar la manera de vengar su prolongado destierro. Ayer utilizó a Tarub para acabar con Al-Shifá; hoy utilizaría a Mohamed para acabar con Tarub.
Gomelo y Serrano se vuelven hacia la asamblea. Ante ellos, Ramiro permanece de rodillas. Serrano toma el acetre del agua bendita y se lo ofrece a Gomelo. Este, lentamente, extrae el hisopo del recipiente y con solemnes movimientos asperja a los fieles. Después, el obispo de Oviedo vuelve al altar mayor, se inclina ante el crucifijo y reza algunas oraciones para sí. El mozárabe, mientras tanto, ha recogido de un altar lateral las pequeñas cajas de oro y plata. Las abre con cuidado. Las muestra a Gomelo. Este examina su contenido y esboza un gesto de asentimiento. Los obispos Adulfo y Ataúlfo, que permanecían en un lado, se suman a los oficiantes. Juntos, los cuatro prelados se sitúan frente a Ramiro. Gomelo sostiene en sus manos las cajas: son los óleos de la santa unción regia. El anciano obispo toma un paño y unta las manos del rey.
Hernán de Mena ha fijado la vista en Ramiro. Es la única manera de no mirar a Paterna. Está bellísima, refulgente, más hermosa que una reina. Pocos pasos le separan de ella, pero aprieta los puños y se muerde los labios porque se ha vetado a sí mismo desear el fruto prohibido. Hernán se siente desleal, a un paso de la traición; necesita un esfuerzo supremo de la voluntad para mantenerse en sus cabales. Sabe que toda su vida llevará sobre su conciencia el pecado de haber amado a quien no debía. Se lo repite una y otra vez, para ahogar la pasión de su cuerpo en la mortificación de su alma. El de Mena maldice su suerte. La misión era llevar un rey a Oviedo, no encontrar a una mujer; pero la Providencia —porque Hernán no quiere ni pensar en que haya concurrido otra fuerza— lo ha torcido todo. Al menos, aquí está el rey. Y ella, la reina. Eso era lo que se le encomendó. Pero el Caballero del Jabalí Blanco mira en su interior y se ve indigno: indigno de su apellido, de sus hijos, del blasón que luce en su pecho, de la tierra que le espera en Brañosera, de la confianza que Ramiro, pese a todo, parece depositar en él. Solo siente deseos de salir cuanto antes de la capital y ahogar su amargura en la vida ciega de la guerra y la intemperie. Patrullar la frontera aniquilando enemigos, como hiciera su padre tantos años atrás. Seguir dorando con hazañas suicidas la leyenda del Caballero del Jabalí Blanco. Convertirse tan solo en un nombre que los abuelos evocarán en las largas noches de invierno. Encontrar una muerte honorable que le libere para siempre del peso de la culpa.
Gomelo acaricia las manos de Ramiro con delicadeza de padre. Ya están los óleos brillantes sobre esos dedos que hasta pocas semanas atrás gustaban de desollar jabalíes. El obispo de Oviedo, grave, consciente de que está viviendo sus últimos días de gloria, se aclara la voz y proclama:
—Queden ungidas estas manos con el óleo santo con el que fueron ungidos los reyes y los profetas, como ungió Samuel a David al consagrarlo rey, al fin de que tú seas bendito y constituido rey en este reino sobre este pueblo que te dio tu Señor Dios para regirle y gobernarle, lo que Él mismo se dignó concederte. Y como Saúl y David fueron ungidos por Samuel, como Salomón fue ungido por el sumo sacerdote del templo, como Teodosio el Joven fue ungido por el patriarca Proclo, como lo fue Justino de Constantinopla. Como el rey Wamba fue ungido en Toledo, y como lo fueron todos sus sucesores. Como lo fue Alfonso el Casto, tu predecesor. Así tú ahora, Ramiro, rey por la gracia de Dios, serás ungido con estos santos óleos, materia del carisma que del Señor recibes.
Gomelo derrama suavemente los óleos en la cabeza de Ramiro. Los aceites se extienden entre los cabellos adornados de hinojos. Enseguida el obispo traza una cruz sobre la frente del ungido. Ramiro reza.
Aldonza sigue la ceremonia con extrema atención. Su aya le va contando, paso a paso, qué ocurre ante el altar. Los ojos de Aldonza no pueden ver la liturgia, pero su espíritu se está llenando de imágenes que son aún más elocuentes que la escena de la coronación. Un hilo invisible la liga en este momento al alma de su padre. Siente dentro de sí la cascada de emociones que tensa el ánimo de Ramiro, el orgullo y el miedo, la soberbia y la zozobra, la conciencia de que en sus espaldas reposa ahora el destino del reino y la formidable sensación de poder de quien va a tener en sus manos las vidas de miles de personas. Pero Aldonza siente más cosas. Se ve a sí misma transportada a la cresta del Édramo, a la espina dorsal de esa montaña vertebrada por las ruinas milenarias de antiguos pueblos, y se siente piedra y se siente lluvia y se siente viento, y en cada conmoción que experimenta su espíritu puede percibir la radiación de otras muchas miles de almas, así de guerreros como de campesinos, así de monjes como de princesas, cada cual con sus oscuros temores y sus anhelos no menos oscuros, con sus pasiones inconfesables y sus jirones de luz celestial. Aldonza casi puede tocar con los sentidos de sus entrañas el miedo de Ramiro, la amargura de Gomelo, los remordimientos de Hernán de Mena, la fría determinación de Paterna, y también —y esto la hiere en lo más profundo— la ambición de Ordoño, su hermano, que parece haberse desbocado ante la vista de la corona. El aire falla en los pulmones de la muchacha, sus piernas flaquean, su frente se perla de un sudor frío como agua de enero, un leve vahído la tambalea… Ahí está el aya para sujetar a la hija del rey, cuyo espíritu, como tantas otras veces, acaba de ver lo que nadie más ve.
Algo ha musitado Ramiro; algo que ya no es una oración, sino un juramento, pero que permanece vetado a la asamblea, como el propio misterio eucarístico, celebrado de espaldas a los fieles en el misterio del santuario. Enseguida el rey se pone en pie. Ungido, ayer tocado por el dedo de Dios en Cornellana y hoy abrazado amorosamente con estos óleos en Oviedo. Por primera vez desde que empezó la ceremonia, Ramiro se vuelve hacia la multitud. Paterna, Ordoño, don Nuño, Escipio, los jefes gallegos, las esposas de los nobles rebeldes: todos pueden observar su semblante transido, su mirada ausente, las gotas de aceite santo que lentamente resbalan por las mejillas hasta estancarse en la barba. El sol que entra por los claristorios arranca brillos sobrenaturales en ese rostro que ya no es el del duro señor del Édramo, sino el de Alfonso, Fruela, Pelayo… El rostro sublime de un rey.
El obispo Adulfo de Lugo se incorpora a la escena. Trae en sus manos una túnica púrpura. Despaciosamente coloca la vestidura regia sobre los hombros de Ramiro y la abrocha con una fíbula enjoyada. Aparece también Ataúlfo, el obispo de Iria-Compostela, portando los zapatos ornados de gemas; se arrodilla, libera al rey de los trapos que envuelven sus pies y le calza conforme a su nueva dignidad. Entonces Gomelo ofrece al ungido aquella misteriosa lata cilíndrica que desde el principio de la ceremonia ha descansado sobre el altar mayor. Ramiro conoce bien su contenido. Todo hombre, en realidad, lo conoce.
—La tierra de sepultura que guarda este objeto —declama lentamente Gomelo— te recordará que el destino de todo hombre es morir y que solo Dios es omnipotente.
Ramiro recibe con una reverencia el amargo regalo, la advertencia sumaria de que su destino está escrito y que él, aun rey, no es más que un hombre mortal como todos los demás.
Morirá, sí. Tarde o temprano, morirá. Y entonces ella quedará sola. El ánimo de Paterna flaquea por primera vez desde que ha comenzado la liturgia de la coronación. Ayer era una dama cualquiera en un rincón perdido del reino. Hoy es reina. Mañana… Esa basta caja de pobre metal no alberga más que tierra; cuando todo acabe, ella no llevará consigo más que tierra, como Alfonso, como Ramiro, como doña Sancha, como cualquier criatura de Dios. El hombre al que desposará en breves horas es un rey, pero al cabo tampoco es más que tierra de sepultura. Y lo será antes que ella, porque Ramiro es veinte años más viejo y lo más probable es que el Señor lo llame primero a él. Y entonces Paterna quedará viuda y sola, un objeto inservible y engorroso en una corte que ya no será la suya. «Los hombres pasan, solo las obras permanecen». Eso suele decir su padre, el viejo don Nuño, con una afectación que a su hija le parece cómica, cuando sube al cerro y mira con los párpados entornados el trabajo de la repoblación. Pero es verdad: solo permanecen las obras y lo demás queda reducido a polvo. La misión de Paterna será pronto sostener a un rey. La castellana está dispuesta a hacerlo, sumisa como le ha prescrito Gomelo. Pero en esa misión, en esa sumisión, algo deberá quedar que la sobreviva. Bien sabe lo que se espera de ella: que su matrimonio sirva para multiplicar el peso de Castilla en el reino y agigantar el poder de su propia familia. Paterna está decidida a afrontar el designio. Y después… Después deberá aceptar la suerte de las reinas viudas: luto perpetuo en una vida conventual como la pobre doña Adosinda, de manera que ningún hombre pueda reclamar el trono con el pretexto de haber desposado nuevamente a la dama. Paterna clava los ojos de miel en esa lata de tierra de sepultura; por un instante se siente encerrada para siempre en un sepulcro de metal.
Serrano ha retrocedido hasta el altar mayor del transepto. Vuelve ante la asamblea con una larga cruz en las manos. Es el cetro del reino, el mismo que el propio Serrano llevó a Cornellana y que desde ese día ha acompañado cada movimiento del nuevo rey. Ahora será formalmente el símbolo de su poder regio. Serrano entrega la cruz a Gomelo. Este la deposita a su vez en las manos de Ramiro. El rey, con voz que intenta ser aguerrida, pero que no logra disimular un eco trémulo, pronuncia las palabras de ritual:
—Hoc signo tuetur pius. Hoc signo vincitur inimicus. Con esta señal se defiende el piadoso. Con esta señal se vence al enemigo.
Gomelo asiente con una lejana sonrisa. Luego, los cuatro obispos presentes acompañan al ungido hasta el trono, situado dos pasos más atrás, entre el altar y el arco: es la silla de Alfonso, que desde hoy será la silla de Ramiro. Solemnemente, el nuevo rey se sienta. En una mano, el cetro de la cruz; en la otra, la tierra de sepultura.
El conde Sonna se ha arrodillado. No es una exigencia de la liturgia, sino un gesto que le ha salido espontáneamente del alma, de su código interior de caballero cristiano. Ya está. Ramiro ya es rey. Ya hay una nueva cabeza en Oviedo que de inmediato va a ser materialmente coronada. Ya hay un hombre al que Sonna jurará entregar su vida. Ahora tendrá que aprender a ver en Ramiro lo mismo que durante largos años ha visto en el difunto Alfonso: no un hombre, sino una manifestación del orden divino, de la voluntad de Dios. Y mientras la palabra de Ramiro sea reflejo de la palabra de Dios, el brazo de Sonna estará siempre dispuesto a obedecer sus órdenes. No ha logrado arrancarle lo que deseaba: un castigo ejemplar para el canalla de Piniolo. La tarde antes de la coronación, el conde ha pedido entrevistarse con el monarca. Le costó lo suyo, pero finalmente consiguió que le recibiera.
—Debo denunciar un crimen horrendo, mi señor —le dijo—. Un crimen cometido por Piniolo y sus hijos.
—¿Piniolo? —se sorprendió el rey—. Pensé que ese tipo había dejado de darme problemas una vez resuelto el asunto de los hijos de don Fáfila. Piniolo, mi querido amigo, acaba de jurarme fidelidad apenas hace un par de horas. Y ha obtenido mi perdón.
—¡Imposible! —se indignó Sonna—. Ese hombre es culpable del asesinato de don Alvar de Alles y su familia. ¡Lo vi con mis propios ojos!
—¿Qué viste exactamente? —preguntó Ramiro, suspicaz.
Sonna le refirió su siniestro hallazgo: la matanza de campesinos y frailes, el saqueo brutal de la hacienda, el horrible tormento que puso fin a la vida de don Alvar, su esposa, sus hijos y su anciano padre.
—¡Esa infamia no puede quedar impune! —bramó el conde fuera de sí.
—Tranquilízate —le reconvino Ramiro—. ¿Tú viste a Piniolo cometer semejantes atrocidades? Porque lo de don Fáfila fue público y notorio, pero esto otro…
—No lo vi directamente —tuvo que reconocer Sonna—. Pero tengo un testigo.
—¿Quién?
—Un muchacho superviviente. Un criado.
—¿Un criado? —preguntó el rey con gesto escéptico—. ¿Piensas fundamentar una acusación tan grave contra un noble del reino por el solo testimonio de un chiquillo de cuadra?
—Él lo vio todo —balbuceó Sonna.
—No te digo que no, pero… ¿lo puede demostrar?
—¡Mi rey!
—¿Conoce ese muchacho a Piniolo? ¿Sería capaz de reconocerle?
—No lo creo, pero…
—¿Pero tú te das cuenta de lo que me estás pidiendo, amigo Sonna? —bufó Ramiro—. ¡Que condene a un noble del reino por el incierto testimonio de un pastorcillo que ni siquiera sabe quién es su acusado!
—¡Todas las sospechas apuntan a él!
—Las sospechas no son más que sospechas —zanjó el rey—. Piniolo es un auténtico canalla y le creo capaz de eso y de cosas peores, pero no puedo llevarle a juicio sin pruebas, y menos aún en un momento como este. He desmantelado una rebelión. He vencido a un usurpador. He doblegado a los nobles del reino. He obtenido su juramento de fidelidad. Los tengo en un puño. Mañana seré coronado. No puedo poner todo eso en peligro por la acusación de un chiquillo.
—Pero la justicia… —empezó a protestar Sonna.
—La justicia tendrá que esperar —atajó Ramiro—. Imagina por un instante que Piniolo obtiene testimonios, aunque sean falsos, que le exoneren de haber estado en… ¿Dónde has dicho? ¿Alles? Sí, en Alles. A un hombre como él no le costará obtener voces que le avalen. Y entonces, ¿en qué situación me encontraría yo? Lo único que conseguiría es reavivar el incendio que acabo de extinguir.
—Con todos los respetos, mi rey —masculló Sonna, desconcertado—, jamás imaginé que dejarías un crimen sin su justo castigo.
—Yo no he dicho eso —se enojó Ramiro—. Lo que te digo es que ahora no puedo meterme en semejante lodazal. ¿Dónde está ese chico del que me hablas?
—Le dejé en San Vicente de Panes, con el prior Fructuoso.
—Bien hecho —aplaudió el rey—. Allí estará seguro. Procura que no salga de ese convento. Sospecho que cualquier día necesitaremos su testimonio. Pero, por ahora…
Sonna bajó la mirada. Se sentía derrotado, aún peor, humillado por una profunda injusticia. Tratando de dominar el fuego que devoraba su pecho, aún quiso saber algo más:
—¿Puedo preguntarte si Piniolo te ha pedido algo a cambio de su fidelidad?
—Sí —respondió Ramiro clavando en el conde unos ojos desafiantes—. Me ha pedido ciertas tierras en Alles. Supongo que las mismas tierras que él y sus hombres, según me cuentas, saquearon y dejaron sin dueño. Y se las he concedido.
Sonna tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no aullar de indignación, para no saltar sobre Ramiro y estrangularle, para no correr a casa de Piniolo y degollarle a él y a sus siete hijos. Apretó los puños, apretó los ojos, apretó los labios, apretó hasta el corazón.
—¡Yo te juro, Ramiro —exclamó al fin, rojo de ira—, que algún día vengaré esta injusticia!
—Y yo te aseguro, conde Sonna —repuso el rey, tranquilo—, que te concederé esa gracia. Pero hoy, no. Por cierto —añadió Ramiro, malicioso—, he confirmado tu petición de no sé qué molinos para no sé qué señora…
El conde Sonna abandonó el viejo palacio de Fruela con zancadas que resonaban en la piedra como puñetazos de dioses antiguos en los megalitos del Campoo. Si hubiera hecho caso a los dictados de su corazón, en ese mismo instante habría encabezado él solo una rebelión contra Ramiro, contra Piniolo, contra el papa de Roma y contra el mismísimo Dios si hubiera sido preciso. Necesitó una larga cabalgada por el monte Naranco y dos jarras de vino turbio para calmarse. Cuando lo consiguió, ya entrada la noche, buscó a Hernán de Mena para referirle lo sucedido. Encontró al del Jabalí Blanco en una campa cercana, al raso, en torno a un gran fuego, con sus compañeros de aventura, intercambiando historias y risas.
—Esta corona de Ramiro nos está costando a todos sangre y lágrimas —contestó enigmáticamente el de Mena, que parecía navegar en su propio naufragio.
Sonna apuró la noche con aquellos guerreros en la rusticidad de la hoguera de campaña, hablando de armas y damas en ese mundo viril, simple y franco de certidumbres recias y llanas, ese mundo donde todo está claro y no hay doblez, donde es fácil ver el bien y el mal porque los separa el filo de la espada, donde la verdad mide el valor de los hombres y la traición y la mentira pagan tributo de sangre. Ahora, en la catedral de San Salvador, Sonna, de rodillas, inclina la cabeza ante Ramiro en su trono. No ha renunciado a vengar la muerte de la familia de Alles, pero ya no se hará más preguntas. Su cuerpo y su alma quedan a los pies de ese hombre que está siendo consagrado rey.
Adulfo y Ataúlfo han vuelto al centro de la escena. Traen una hermosa corona: un yelmo enriquecido con una diadema de oro en torno a la frente. Es la corona de Alfonso, que ahora ceñirá la frente de Ramiro. Gomelo abre las palmas de las manos y los obispos de Lugo y Santiago, ceremoniosamente, le entregan el yelmo. Gomelo se gira hacia la asamblea y muestra la corona. Después la coloca despacio sobre la cabeza de Ramiro. Ninguno de los presentes negará que un brillo celestial rodeaba en ese instante la cabeza del monarca. Los monjes, en los laterales del transepto, rompen a cantar un himno de júbilo. Las campanas de San Salvador comienzan a repicar. Enseguida las imitan todas las campanas de Oviedo. Ramiro ya es rey.
La multitud prorrumpe en vítores que levantan torbellinos en el aire de la catedral, pero Ramiro permanece impasible, el cetro en la mano, sublime en su vestidura regia, como una figura que hubiera dejado de ser humana. Los obispos salen del transepto y caminan hacia el pasillo central. Les sigue el coro de monjes. Tras ellos, el rey. Así se forma de nuevo el cortejo para retornar a palacio. Cuando Ramiro sale de la basílica, cabeza coronada, una muchedumbre de paisanos grita eufórica su nombre. Entre el tañido de las campanas y los vivas del pueblo, la comitiva ceremonial, incienso y gloria, recorre nuevamente las calles de San Salvador y San Tirso. Al llegar a la puerta de palacio, el cortejo de clérigos se detiene y abre paso al rey. Ramiro es el primero en franquear el gran portón. Su silueta robusta se pierde entre las sombras de la augusta casa. El trono de Oviedo vuelve a estar habitado. El mundo está en orden otra vez.
—¿Oyes esas campanas? Es que ya le han hecho rey.
Nepociano se volvió hacia Jimena en la lóbrega penumbra de la mazmorra. Y no, Jimena no oía. No oía nada, no veía nada, no sentía nada. Sus párpados cubrían como una densa bruma los ojos del color de la mar en invierno. Su boca permanecía cerrada como una cueva de tiempos pretéritos. Sus manos, aquellas manos que con gracia infinita dibujaban la faz del mundo, dormían ahora cruzadas sobre el regazo. Solo un suavísimo latido en el pecho dejaba pensar que Jimena seguía viva.
La dama había entrado en una especie de profundo letargo desde el día anterior. Dormida. Estaba dormida. Y Nepociano no tenía la menor intención de turbar su sueño. Ahora la miraba, y el viejo magnate no sentía más que un insoportable dolor. Su amada parecía una anciana, incluso más que él; era como si el tiempo le hubiera aflorado súbitamente al rostro. «Prima de Alfonso», pensaba Nepociano. Hija de Vimarano. Alfonso había muerto con más de ochenta años. El viejo rey tendría unos cinco cuando mataron a Vimarano, el padre de Jimena. Es decir que Jimena debía de contar unos setenta y cinco años. ¿Era posible una edad tan avanzada en una mujer tan hermosa? ¿Realmente Jimena podía tener la misma edad que él, que Nepociano? Esa pregunta había atormentado al magnate durante años; hasta que, simplemente, dejó de planteársela, pues la belleza eterna de su dama era suficiente respuesta. Ahora, por el contrario, él la miraba y lo que sus ojos le devolvían era un eco de sí mismo, de su propia vejez, de su propia decrepitud de hombre vencido en aquella infernal mazmorra.
Sonaban las campanas, sí, anunciando que Ramiro era rey, y en ese hostil tañido escuchaba Nepociano voces que le acusaban de traición y le condenaban a los más atroces tormentos. Tenía miedo. Y al mismo tiempo, deseaba con todo su ser que el encierro terminara ya, que fuera llevado cuanto antes en presencia del rey. Se preguntaba por qué Ramiro le mantenía preso. Sin duda —razonaba Nepociano—, el señor del Édramo quería ceñir la corona antes de batirse en duelo oral con él, y también sin duda —se decía el usurpador— pretendían macerarle, ablandarle, doblegarle, de tal manera que quien acudiera ante la corte no fuera el gran señor desterrado en la Aquitania y nombrado regente por el consejo, sino una piltrafa, un desecho humano atormentado por el frío y la humedad de aquel agujero del demonio. Pero no lo conseguirían: nadie —murmuraba para sí— iba a doblegar a Nepociano.
Solo lo sentía por Jimena. Tanto dolor, tanto sufrimiento, tanta humillación… Ella no merecía eso. Por un instante se le pasó por la cabeza la idea de matarla, estrangularla allí mismo, para así librarla del escarnio del populacho y de la ira de aquel granjero gallego. Enseguida desechó tan demencial propósito. No, a ella no le harían nada; no podían hacerle nada. Ella —se proveía Nepociano de argumentos— no tenía culpa alguna en todo lo sucedido. Nadie podía ser tan canalla como para matar a la mujer de otro por venganza. Aún menos a una prima del difunto rey. Ningún hijo de Asturias osaría verter a tierra la sangre de Pelayo. En cuanto a él…
Podían matarle, sí. Debía hacerse a la idea. Su cabeza sería separada del cuerpo y expuesta en una pica en las puertas de Oviedo. No esperaba otra cosa de Ramiro Bermúdez, señor del Édramo. ¡Tantas cosas habían cambiado en Asturias…! Los mismos que le habían jurado fidelidad como regente besaban ahora los pies del nuevo monarca. No había otra forma de explicar que ahora estuvieran solos ellos dos, allí, en la mazmorra, sin nadie más cautivo por la misma causa. ¿Tanto había transformado Alfonso el alma de los hombres? ¿Tanto como para que los nobles señores de la tierra, antaño orgullosos, se inclinaran ahora ante un rey que ellos no habían nombrado?
Sonaban las campanas con alegre repiqueteo, y cada tañido se clavaba en el alma de Nepociano como una daga de traición. Jimena, por fortuna, dormía en su extraño letargo.
Cuando terminó la ceremonia, Ramiro pidió que se le dejara solo. No habría celebraciones hoy; todas quedarían para después de la boda real, y entonces sí, entonces la ciudad festejaría por todo lo alto coronación y nupcias, ambas cosas a la vez. Pero ahora, recién ungido, el rey prefirió encerrarse en sus aposentos del viejo palacio del rey Fruela, pensar y rezar, en una enigmática vigilia que el pueblo quiso interpretar como rasgo de espiritualidad.
Cada cual volvió a su punto de partida. Paterna y su familia, al palacio de Alfonso el Casto, con los hijos del rey. Los guerreros, al campamento. Los nobles, a sus predios. Los obispos, a los palacios episcopales que Alfonso hizo elevar en su día en el sur de la ciudad. Gomelo y Serrano marcharon, juntos, a las dependencias catedralicias de San Salvador, adosadas al transepto de la santa casa. Los dos prelados, el viejo y el joven, el maestro y el discípulo, uña y carne durante tantos años, no habían vuelto a dirigirse la palabra desde aquel ingenuo y desafortunado comentario de Ramiro: Serrano había intrigado para desplazar a Gomelo y este se había enterado por boca del mismísimo rey y en presencia de su joven rival. Ahora, pasada la ceremonia de la coronación que ambos habían presidido, Gomelo y Serrano se hallaban de nuevo frente a frente, en los modestos aposentos del primero, envueltos por un silencio tan denso que ni siquiera el hacha de Gatón lo habría podido cortar. Gomelo, aparentemente ajeno a todo, reposaba su vejez en un cómodo butacón y sumergía sus doloridos pies en un balde de agua. Serrano, incómodo como un conejo perdido en una huronera, daba vueltas de un lado a otro, de la ventana a la puerta y de la puerta a la ventana, consciente sin duda de la turbia satisfacción que tanta zozobra provocaba en el anciano. Finalmente, con un hilo de voz que venía más dictado por la inquietud que por el remordimiento, el mozárabe habló:
—Hermano Gomelo, quisiera pedirte humildemente perdón si crees que en algo te he ofendido.
—¿Por qué? —respondió el otro con un exagerado mohín de sorpresa—. ¿Por birlarme la diócesis de Oviedo?
—¡Hermano, no era mi intención…!
—Bromeaba, no te aflijas —sonrió Gomelo.
—Me siento como la víbora que muerde al labriego que la acoge en su pecho.
—Yo te he perdonado —repuso tranquilamente el anciano—. Sin embargo, sobre los remordimientos no tengo potestad.
—Te agradezco ese perdón. —Bajó humildemente la cabeza Serrano, y era sincero.
—Por lo demás —agregó Gomelo—, todo lo que dije en presencia del rey fue cabal. Es verdad que yo ya estoy viejo, que con Ramiro empieza una etapa nueva y que tú eres el mejor capacitado para regirla. Después de todo…
—… Tú me has enseñado —completó el mozárabe.
—Así es. Y pido a Dios que el discípulo sepa corregir los vicios del maestro.
—Que Nuestro Señor te oiga.
—No seas modesto —sonrió maliciosamente Gomelo—. Eres mejor político que yo. Solo algo debo advertirte…
—Te escucho.
—Oviedo, mi querido hermano, no es Mérida ni Toledo ni Zaragoza. Aquí todo es bastante más… ¿cómo decir? —dudó el anciano—. Primitivo, si quieres. Más sencillo, también. ¿Cuántos años llevas entre nosotros? ¿Seis? ¿Siete?
—Siete desde que abandoné Segovia —enumeró Serrano—, seis desde que llegué a Samos, cinco desde que me acogiste en Oviedo.
—Debería ser suficiente para que entiendas cómo funcionan las cosas aquí, y no me refiero a la corte, ni solo a Asturias, sino también a Galicia, a Trasmiera, a Castilla… ¿Recuerdas nuestra conversación en Ablaña, cuando viniste a consolarme en mi encierro?
—¡Cómo olvidarlo…! —suspiró Serrano, confiando en que la buena obra de antaño atenuara la culpa de hogaño.
—Yo te dije entonces que el sentido del honor de los señores de la tierra prevalecería a pesar de sus ruines actos, pero tú dudabas. Y bien, el hecho es que ha prevalecido. De una manera o de otra…
—El Señor ha bendecido a este reino.
—«Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad», dice el salmo —recordó el anciano obispo de Oviedo—. De una manera o de otra, en efecto, y a pesar de nuestros muchos pecados, nosotros, aquí, en el norte, hemos sido elegidos para conservar la obra de Dios en estos tiempos de tribulación. Y aunque solo sea oscuramente, como niños ante el Misterio, todos lo perciben así, desde el más alto conde hasta el más bajo mozo de porqueriza. Esa, y no otra, es la cuerda que el pastor debe pulsar en este rebaño.
—Lo tendré en cuenta, descuida —aceptó mansamente Serrano—. Sé que Ramiro también se siente, a su modo, un elegido.
Gomelo entornó los párpados, apoyó los brazos en la silla, juntó las yemas de los dedos… No estaba rezando; simplemente apuraba el pequeño placer de ver sus pies por fin aliviados después de tantas horas erguido. Pero seguía bien aferrado al hilo de la conversación.
—¿Cómo es él? Ramiro, quiero decir. Cuando yo le conocí, en Oviedo, tantos años atrás —rememoró el anciano—, los dos éramos muy jóvenes; él, apenas un muchacho. Si te he de ser sincero, no le reconozco en el hombre que he descubierto estos días.
—Ramiro es un hombre duro y desconfiado —describió Serrano, meditabundo—, mucho más desde que le dijeron que iba a ser rey. Pero es un buen hombre. Con frecuencia razona mal o de manera apresurada, pero tiene muy dentro el sentido de la justicia y de la virtud.
—¿Religioso?
—Sí. Muchas veces le he visto retirarse a orar en situaciones difíciles. Pero no es como Alfonso, ni mucho menos —aclaró el obispo mozárabe—. Alfonso era un asceta con algo de místico. Ramiro no conoce esa intimidad con el Misterio. Pero bien podría ser el atleta de Cristo que San Pablo nos reclama —añadió con precisión erudita.
—¿Y sus hijos? —quiso saber el anciano.
—Ordoño, un verdadero príncipe, inteligente y resolutivo. Gatón, hechura de su bisabuelo Fruela Pérez: ha nacido para la guerra. Y Aldonza, la niña ciega… —se detuvo Serrano.
—¿…?
—Te confieso que me da un poco de miedo. A veces parece tener el don de la profecía. Como…
—Como Sara, Miriam y Débora —despejó Gomelo—, santas mujeres…
—No se me había ocurrido enfocarlo así —se excusó Serrano, incómodo al verse corregido una vez más.
—Mi querido Serrano, acéptame un consejo —sonrió el anciano—: No te dejes ganar por la sugestión de los bosques y los pantanos de esta tierra. El pueblo, por su ignorancia, cree en brujas y supercherías. Pero nosotros sabemos más.
—Gracias por la corrección, hermano Gomelo.
—Lo que quería preguntarte, en realidad, era si consideras posible que alguno de los hijos de Ramiro se levante en armas contra su padre.
—¡Imposible de todo punto! —exclamó el mozárabe—. Aunque Ramiro es áspero de trato, con sus hijos es amoroso. Y ellos corresponden a ese amor con verdadera ternura filial.
—Es importante saber eso.
—Protege al reino, sí —observó Serrano.
—Y al reino de Dios, también —añadió Gomelo, elevando la mirada—. Por lo que he hablado con el rey, parece dispuesto a prolongar la obra de Alfonso.
—Ten la completa seguridad, sí —aseveró el joven obispo—. La Iglesia de Cristo ha encontrado un fuerte pilar en ese hombre.
—Me alegra escucharlo.
Serrano calló súbitamente. Tenía en el pecho una pregunta que deseaba hacer desde muchos días atrás y que nunca se había atrevido a formular. Pero este era precisamente el momento oportuno.
—¿Acaso no era ese el propósito de Alfonso al designar heredero precisamente a Ramiro Bermúdez? —preguntó el mozárabe—. Dotar a la Iglesia de Dios de un brazo adecuado, ¿no es así?
—Sí y no —repuso Gomelo, ambiguo.
—Me confundes.
—El propósito de Alfonso era consolidar la corona —explicó el anciano—. El propio Alfonso, te lo recuerdo, vio cómo asesinaban a su padre rey, tuvo que huir, fue coronado muy joven, a los dos días le derrocaron los nobles para poner en el trono a Mauregato, y cuando volvió a ceñir la corona hubo de sufrir no solo los embates del enemigo musulmán, sino también un nuevo golpe de los nobles que le valió varias semanas de encierro. Hay que tener presente todo eso para entender su decisión. Lo que Alfonso pretendía al designar a Ramiro era un doble objetivo: uno, reafirmar la capacidad del rey para elegir sucesor sin pasar por la voluntad de los grandes señores; el otro, confortar a estos escogiendo precisamente a un descendiente de Fruela Pérez, la otra gran familia que, con la de Pelayo, fundó este reino. Lo que jamás podía imaginar Alfonso era el retorno de un fantasma de los viejos tiempos como Nepociano.
—Lo entiendo, pero ¿y la defensa de la fe?
—Para Alfonso era lo más importante, sí —confirmó Gomelo—, pero Ramiro no fue elegido por sus… cualidades apostólicas —añadió el anciano con una sonrisa en la que asomaba un punto de sarcasmo.
—Entiendo…
—Ahora te tocará a ti velar para que el nuevo rey no pierda nunca de vista que esta es precisamente una de sus obligaciones.
—Acepto con humildad una misión que me enorgullece. —Dobló Serrano su espalda como si se estuviera cargando tal misión sobre los lomos.
—Hablas bien —concedió Gomelo, complacido.
—Ahora —añadió el mozárabe, viendo la puerta abierta—, ¿me aceptarás tú una pregunta algo más personal?
—Si es importante…
—Lo es. ¿Qué impresión te causa doña Paterna, la nueva reina? —disparó Serrano—. Has hablado con ella más que yo. La otra tarde, en San Tirso…
De nuevo una sombra de sarcasmo asomó a los labios de Gomelo. Al anciano no le extrañó que Serrano conociera la discreta entrevista con la castellana; en Oviedo las paredes tienen ojos y oídos. El veterano obispo se tomó su tiempo antes de contestar. Pero no escatimó elogios.
—Una mujer desde luego excepcional. Firme y decidida. Sufrida, templada por el dolor. Con experiencia de la vida; no es ya ninguna niña. No piensa como una doncella, sino auténticamente como reina. Y tiene una clara visión política de sus obligaciones.
—A veces, te lo confieso —murmuró Serrano con un brillo inquieto en los ojos oscuros—, me parece un picacho cubierto de hielo.
—En alguna parte he leído —sonrió Gomelo— que con frecuencia los volcanes presentan hielo en la cumbre, lo cual no impide que bulla el fuego en su interior. Doña Paterna solo es una mujer, pero sabe bien lo que se espera de ella y cómo ha de conducirse. Pierde cuidado.
—¿He oído que ha pedido velar con las monjas de San Juan Bautista antes de su boda?
—Así es —confirmó el anciano—. Pasará la noche en vigilia en ese convento. Y naturalmente, ha hecho lo posible para que toda la ciudad se entere. Ya te digo que esa mujer sabe lo que se espera de ella.
Gomelo dejó caer sobre el pecho la cabeza cansada. Visiblemente, deseaba reposar. Serrano se asomó al ventanal de la modesta cámara, casi una celda. Desde su atalaya podía contemplar el hormiguero de gentes que recorría la ciudad, entre las callejas de comerciantes y artesanos que se extendían hasta el consistorio, cantando con naturalidad infantil el gozo de ver nuevamente a un rey en el trono. Más primitivos y sencillos que en Mérida, Toledo y Zaragoza, decía Gomelo. Serrano ya tenía el poder sobre la diócesis. Ahora tendría que intentar hacerse con aquellas gentes que, tal vez, no habrían sido menos felices si el rey hubiera sido Nepociano o cualquier otro. El reino necesitaba manos firmes que lo enderezaran. Ramiro iba a ser la vara de la justicia. Y él, Serrano, gustoso se ofrecería para sostenerla.