Por la calzada que viene desde el oeste llegó a las murallas de Oviedo el cortejo del rey. Una emoción vertiginosa se adueñó de Paterna al descubrir los grises muros y, tras ellos, las grandes moles de Santa María y San Salvador, la silueta maciza de la torre y el perfil airoso del palacio, el conglomerado de casonas, casas y casuchas que todo lo circundaba —nunca había visto la dama a tanta gente viviendo junta— y las majestuosas puertas que abrían aquella gran caja de piedra. Insistió Ramiro en dar un pequeño rodeo y no entrar por las puertas que se abren al oeste, sino bordear la muralla para hacer su aparición por la más noble de las entradas, la puerta Rutilante, magnífica en su arco de brillante ladrillo rojo bajo la bendición del signum salutis, la cruz con el alfa y el omega. Así pudo Paterna contemplar el viejo palacete de Alfonso el Casto, reciente escenario de sucesos decisivos, y allá abajo, a lo lejos, los baños de la Foncalada. Automáticamente pensó la castellana en qué nuevos destinos dar a todos esos espacios que, ahora, serían suyos. Paterna empezaba a amar a su capital.
A lo largo de la calzada, hasta la misma entrada de la ciudad, una numerosa muchedumbre se apiñaba para dar la bienvenida al nuevo rey. Escipio, una vez más, había trabajado con diligencia. Las gentes aclamaban a Ramiro como a un nuevo Alfonso, y el rey, refulgente en su coraza bien bruñida, augusto bajo el estandarte del reino, saludaba como quien regresa a la casa familiar. Aquí, entre estos muros, había transcurrido buena parte de la mocedad de Ramiro Bermúdez, educado por Alfonso el Casto en los secretos del gobierno. Ahora, en su madurez, Ramiro volvía por decisión del propio Alfonso para reemplazarle en el trono. Todo estaba en su sitio. Las zozobras de los días previos quedaban muy atrás.
La comitiva se había reducido ostensiblemente desde Pravia, pues el rey dispuso dejar allí a los cautivos, desembarazarse de las catapultas capturadas a Nepociano y dar licencia a cuantos hombres quisieran abandonar las filas. Aun así, no eran menos de dos mil los soldados que ahora desfilaban por la calzada del oeste para acompañar a Ramiro y Paterna en su solemne presentación. Hasta poco antes de divisar la capital habían cabalgado en cabeza los jefes de guerra, con Gatón abriendo la marcha; el rey todavía temía que cualquier cosa pudiera pasar. Pero nada malo ocurrió: los caminos estaban abiertos, los paisanos brincaban de entusiasmo y Oviedo acogía a Ramiro como una amorosa madre recibe a su hijo largamente esperado. La victoria era inapelable.
Bajo la puerta Rutilante, abierta de par en par, aguardaba un discreto comité. Ramiro enseguida reconoció al obispo Gomelo, rodeado por otros clérigos y dignatarios, y al conde Escipio, que persistía en su papel de cicerone del nuevo monarca. El rey, al verlos, se adelantó, descabalgó y se fundió en un abrazo con el viejo obispo.
—¡Mi buen Gomelo, cuánto me alegro de hallarte sano y salvo! —saludó el monarca al prelado—. Me han puesto al tanto de tu valiente defensa de la corona y de los daños que has recibido por ello.
—Bienvenido, Ramiro. Soy yo quien se alegra de verte. A mí, al fin y al cabo, solo me han encerrado, cosa que para un monje no es especialmente gravosa —ironizó el anciano fraile—, pero a ti querían matarte, y eso son palabras mayores.
—¿Dónde está Nepociano? —interrogó el rey.
—En las mazmorras, con su esposa. Por cierto que hemos de hablar de eso…
—Más tarde —zanjó Ramiro—. ¿Y el conde Sonna?
—Con los Fafilaz de Lugo, cobrando lo suyo —precisó Escipio—, como tú ordenaste.
—Perfecto. ¿Y los señores de la tierra?
—En el consistorio —respondió Gomelo—, esperando instrucciones.
—Ninguno ha querido faltar hoy, pero tampoco se atreven a dejarse ver por las calles —explicó Escipio.
—¡Valiente hatajo de cobardes! —rio Ramiro—. Bien, mejor así. Que se queden a solas con sus culpas. Gomelo, amigo, hemos de hablar. Pero será después. Ahora quiero presentarte a mi prometida.
Ramiro hizo un gesto a la cabeza de la columna, donde cabalgaban Paterna, Serrano y Gatón; tras ellos, Hernán con los jefes de guerra. La castellana y el obispo mozárabe desmontaron con intención de caminar hacia la puerta, pero fue Gomelo quien marchó a su encuentro. Paterna, nerviosa, esbozó una reverencia y tomó la mano del obispo para besar su anillo. Gomelo, cordial, la abrazó.
—Hija mía, el conde Escipio me había referido tus virtudes, pero constato que le han saltado palabras. Bienvenida a Oviedo, mi señora.
—Es un honor, señor obispo —balbuceó la dama—. Todos me han hablado de ti en términos tan…
—¡Tan exagerados, sin duda! —rio Gomelo, cortando abruptamente el cumplido—. Pero ¿cómo es esto? ¿Has venido desde Pravia cabalgando? ¿Ese rudo granjero gallego —bromeó el obispo— no ha tenido la deferencia de ponerte un carruaje?
—He sido yo quien ha insistido en cabalgar, don Gomelo —se excusó Paterna—. Estoy acostumbrada a montar. Y no quería perderme detalle de esta maravilla que tengo ante mis ojos.
¡Sus ojos! El anciano Gomelo perdió la vista en ellos. «Ojos de miel», le había referido Escipio. Era verdad. Y trigo en el cabello, y vino en los labios, y leche en la piel… Y sobre todo, esa compostura señorial y humilde a la vez. Paterna —pensó el obispo— lo tenía todo para ganarse el corazón de sus súbditos.
Apareció Ramiro para llevarse a Paterna por un brazo. Quería franquear con ella, a pie y solemnemente, el dintel de la puerta Rutilante; arrodillarse en su umbral y besar el suelo de la cabeza del reino. Fue el momento que aprovechó Serrano para abalanzarse sobre Gomelo.
—¡Maestro! —gritó el mozárabe.
—¡Amigo mío! —respondió el anciano.
—¡El Señor ha querido que salgamos con bien de esta aventura!
—Y que Ramiro entre rey en Oviedo —sentenció Gomelo—. Esta misma tarde oficiaremos un tedeum en acción de gracias.
—Será un honor acompañarte. Hay ciertas cosas —musitó Serrano— que debo consultar contigo.
—A tu disposición, hermano. Y ahora…
Y ahora Ramiro y Paterna ya caminaban bajo el rojo dintel de la puerta Rutilante entre las aclamaciones de la multitud y a la sombra del estandarte del reino, que Gatón portaba como si fuera San Miguel arcángel ondeando las banderas celestiales. Una lluvia de pétalos descendió desde lo alto de la puerta para bañar en su aromática lluvia a la regia pareja. Otro recurso de Escipio, sin duda. El conde de los grandes bigotes se dejó ver ante el rey.
—Mi señor, ya podemos dirigirnos a palacio y…
—No —interrumpió Ramiro—. Lo primero que quiero hacer en Oviedo es acudir al sepulcro de Alfonso el Casto.
Toda la comitiva acogió con exclamaciones de satisfacción y alabanza tal muestra de piedad. Gomelo en persona se ofreció a franquear al nuevo rey la fría tumba del rey viejo, en el panteón de Santa María. Paterna, Gatón y Serrano entraron con Ramiro en la basílica. La castellana quedó sobrecogida al admirar los altos pilares y los arcos perfectos del santuario. Entonces el señor del Édramo se detuvo en seco, miró hacia atrás y dijo una sola palabra:
—Hernán.
Gatón corrió a buscar al de Mena, que había permanecido en el pórtico junto al conde Escipio.
—El rey te llama —anunció escuetamente.
Hernán amagó una disculpa con Escipio y penetró en la iglesia. El aire olía a incienso y fragancia de cirios. El caballero dirigió una breve reverencia a Paterna y a los obispos. Se aproximó al rey.
—¿Me has llamado?
—Sí —contestó Ramiro—. Quiero que me acompañes a la cámara del sepulcro. A solas.
Ante la patente contrariedad de Serrano y el gesto intrigado de Paterna, el obispo Gomelo guio a los dos hombres hasta el panteón del rey Alfonso, en un extremo de la nave de Santa María. Giró la pesada llave sobre la gruesa portezuela enrejada de hierro. Dentro solo había frío y noche, apenas alumbrada por la luz votiva de un desamparado y frágil candil.
—Déjanos solos, Gomelo, te lo ruego —ordenó el rey.
El obispo salió sin rechistar. Ramiro se acercó hasta el sarcófago de su predecesor en el trono. En pie —pues no había dónde sentarse—, apoyó las manos sobre la piedra.
—Aquí estamos al fin los tres —resopló—. Has cumplido tu misión, Hernán de Mena: me has traído ante Alfonso.
—Un poco tarde, me temo —suspiró el del Jabalí Blanco.
—No para él. Créeme, le conocía muy bien. Estoy seguro de que él sabía que esto ocurriría así: tú y yo ante su tumba.
El señor del Édramo fijó la mirada en la piedra; era como si intentara taladrar el sarcófago para vigilar la descomposición de su predecesor. Juntó las manos. Meneó la cabeza. ¿Rezaba? El de Mena no osó romper el silencio; también él tenía algo que decir al rey difunto.
—Quiero un reino, Hernán —murmuró súbitamente Ramiro—. Entiéndeme. Un reino de verdad, no esta amalgama de territorios que ahora tenemos, cada cual bajo la espada de su señor. Date cuenta: Alfonso lo unía todo, pero ha bastado su muerte para que el reino vuelva a desgarrarse. ¿Qué no ocurrirá cuando yo muera? Esto no puede seguir así.
—Estoy de acuerdo contigo —coincidió el caballero—. ¿Qué piensas hacer?
—De entrada, apoyarme en Galicia y en Castilla. El tiempo de Asturias está terminando. El espíritu de Covadonga queda ya muy lejos. Lo he visto en los rostros de los señores. Galicia y Castilla, sí. Allí se mira hacia la frontera. Hay que poner los ojos más allá de las montañas. Tenemos mucha tierra por repoblar. Y esa tierra nueva ha de ser de la corona, del reino, de todos, no de cualquier señor que mañana pueda pactar con los musulmanes por un puñado de oro.
—Pero necesitas a los señores —observó Hernán—; no puedes gobernar sin ellos.
—Por supuesto. Y trataré de tenerlos bien cerca, para que no me claven el puñal por la espalda —bromeó Ramiro sin bromear—. Pero será a mi manera, no a la suya. De momento necesito renovar al personal de palacio. ¿Has pensado alguna vez en ser conde?
—¿De palacio?
—Sí.
—En mi vida se me ha pasado semejante cosa por la cabeza.
—No mientas. Sé que Alfonso pensó en ti para un puesto en la corte.
—Cierto, y algún bienhechor le disuadió de tamaño dislate. Mi sitio no está en el palacio, Ramiro. Me perdería.
Ramiro seguía con la vista fija en la piedra del sepulcro. Una mueca alarmante se dibujó entre sus barbas.
—Me alegro de que pienses de esta manera. En realidad, mi pregunta era una trampa.
—¿Te ríes de mí? —se desconcertó el de Mena.
—Una trampa, sí. No te quiero en palacio, Hernán. No quiero a mi lado gente que me llame «Ramiro». Quiero gente que me llame «mi rey».
—No te entiendo.
—¡Pues no es difícil entenderlo! —bufó el elegido—. Eres nieto de rey.
—¿Rey? Un desdichado bastardo que…
—Mauregato fue un desdichado bastardo, sí, pero fue rey. Y tú, por vía de tu madre, llevas su sangre. Sangre de reyes. O sea que…
—¿De verdad crees que invocaría ese parentesco para disputarte el trono? ¡Estás loco!
—Para disputarme el trono o para quedarte con mis tierras o para quitarme a mi esposa —golpeó Ramiro, helando el alma de Hernán— o para quién sabe qué. Muchas de las cosas que han pasado aquí últimamente, querido amigo, parecen de locos.
—¡Mi lealtad…! —comenzó a decir el del Jabalí Blanco, pero Ramiro no le dejó continuar.
—Tu lealtad es tan firme como la de cualquier caballero, lo sé, y puede llegar a ser tan frágil como la de cualquier hombre, también lo sé.
—¡No tienes derecho a…!
—No. Todavía no lo tengo. Te has conducido con honor, es verdad. Pero prefiero no verme en la tesitura de tener derecho a dudar de tu palabra. Por otro lado…
—¿De qué me acusas? —preguntó el de Mena con un estremecimiento que tenía nombre de mujer.
—De nada. Pero tú me has visto con las manos manchadas desollando a un jabalí, has sudado conmigo en el llano, has velado conmigo en noches de destino incierto, me has visto zozobrar, dudar, preguntarme por qué ha caído sobre mí esta corona… me has visto débil. Me conoces demasiado bien; casi más que una esposa. Nunca me respetarías. Por eso no puedes seguir a mi lado.
Hernán, aliviado, vio cómo el peligro pasaba de largo: nada de sus sentimientos hacia Paterna había trascendido. El caballero derramó una mirada cómplice sobre el rostro de Ramiro. Era la mirada del viejo camarada; la mirada de alguien que, en efecto, le conocía demasiado bien.
—Eres un hombre extraño, Ramiro Bermúdez.
—Mi rey —puntualizó el monarca.
—Por supuesto, mi rey —aceptó el de Mena—. Serás mi rey aunque seas un hombre extraño. Y mi vida está a tu servicio, también fuera de palacio. Además, tienes a otros para este cometido. Escipio, por ejemplo.
—Escipio está acabado. Tampoco le quiero aquí.
—¿Vas a expulsarle de la corte?
—No exactamente. He recompensado sus servicios con las tierras que Nepociano tenía en Pravia. Ahora son suyas. Y el día siguiente a mi coronación sabrá que puede retirarse a ellas porque ya no me hace falta para gobernar el reino.
—Comprendo. Pero tienes también al conde Sonna.
—No me fío de Sonna.
—Es un hombre de honor —protestó Hernán.
—Sí, y su sentido del honor por poco nos cuesta la vida a todos. No, no. No quiero aquí a nadie que haya intimado con el partido de Nepociano, aunque haya sido para traicionarle finalmente. En cuanto a ti…
—Sabes que haré lo que ordenes.
—No espero otra cosa. Tu sitio, Hernán de Mena, no está en palacio, es verdad, pero tampoco está ya en el campo. Te haces mayor. Como yo. Me han dicho que ese Gautier de Carcasona por poco te saca los hígados.
—¡No fue exactamente así!
—Da igual. Pronto perderás fuerza y resistencia. Necesitas una misión a tu medida. ¿Qué quieres? ¿Seguir en la frontera?
—Es mi casa —respondió el de Mena.
—Pues seguirá siéndolo. Pero, ahora, a mis órdenes.
Ramiro dejó de hablar. Paseó arriba y abajo en el pequeño cubículo del panteón. Acarició la piedra fría y desnuda de la pared. Se asomó a la reja de hierro que ocultaba al rey y al caballero de las miradas ajenas. Tamborileaba nervioso los dedos. Movía los labios como si consultara consigo mismo. El rey estaba tomando una decisión.
—Lo he pensado mucho —dijo al fin—. De hecho, no he dejado de pensarlo desde que salimos del Édramo la primera vez. Tenemos grandes cosas por delante, Hernán de Mena. Tú has recorrido conmigo los anchos espacios desde Astorga hasta Amaya. Tú has visto conmigo con qué apetito nuestros hombres miraban esos llanos. Con gusto arriesgarían la vida por poseerlos. Pues bien, ¡démosles la oportunidad!
—¿En qué estás pensando exactamente?
—Te lo repito: Galicia y Castilla. En Galicia soy fuerte. Mi hijo Ordoño controla la situación. En Castilla, ahora, también: Paterna es mi esposa. Desde Galicia hemos de saltar al Bierzo. Mi hijo Gatón arde en deseos de repoblar nuevas tierras. Y en Castilla… estás tú.
—Pero Gatón es un joven lleno de energía. Y yo… —se excusó Hernán—. Tú lo has dicho, mi rey: me hago mayor. Para esa tarea en Castilla necesitarás a alguien más joven.
—¿Lo hay?
—Lo hay —aventuró el caballero—. Rodrigo, el hermano de Paterna.
—No es más que un mozo.
—Como Gatón. Y como él, es valiente y enérgico.
—No está mal pensado —aceptó Ramiro—. Recompenso a mi familia llevando a Gatón al oeste y recompenso a la familia de mi esposa llevando a Rodrigo al oriente. Pero a este muchacho le falta juicio. A los dos les falta. Y a Gatón ya se lo pongo yo, pero a Rodrigo… ¿Podrías ponérselo tú?
—¿Quieres que apadrine a Rodrigo Núñez? —exclamó Hernán, asombrado.
—¿Por qué no? Por edad, podrías ser su padre. Conoces bien el territorio. Sabes repoblar. En la comarca todos te respetan. Tu nombre te avala. Nadie podrá sentirse postergado.
Hernán sentía que la vista se le nublaba. No por el desafío de organizar la frontera, sino porque había decidido romper todo contacto con Paterna y ahora se veía convertido en padrino de su hermano.
—Escucha —se animaba Ramiro—, bien sabes que todos los días parten caravanas de colonos hacia el sur. Hay que organizar todo eso. Hay que asegurar su protección. Hay que poner esas tierras bajo el manto de la corona. Hay que evitar que en las soledades de esos valles nazcan señores que se tomen la justicia por su mano. Es una tarea que exige madurez y mesura. De nada me sirve que Rodrigo gane tierras si luego no es capaz de gobernarlas. Alguien ha de enseñarle a hacerlo. Tú eres la persona indicada.
—Haré lo que me ordenes —se resignó Hernán.
—Es lo que deseaba oír. ¿Recuerdas Amaya? —preguntó el rey, poniendo un dedo sobre la piedra del sepulcro.
—Por supuesto.
—Ahí hay que poner todo el esfuerzo. En Amaya y en León.
—¿León?
—Voy a repoblar León —proclamó Ramiro, apoyando en el sepulcro otro dedo.
—Pero…
—Es transparente, amigo Hernán: si Amaya me abre el valle del Duero por oriente —explicó el rey, utilizando el sepulcro como mapa de la frontera—, León me lo abre por occidente.
—No tenemos allí montañas que nos protejan.
—Tendremos el Duero.
—¡El Duero!
—El gran río será nuestra nueva frontera. A falta de montañas, levantaremos un muro de agua y castillos. Hasta allí, campos interminables alimentarán a nuestro pueblo. ¡Amaya y León, Hernán de Mena! Y en la primera de esas plazas que seamos capaces de ganar y asegurar, pondré la nueva capital del reino.
—¡Una nueva capital! ¡Estás soñando despierto! —Hernán no salía de su asombro.
—Sí. Una nueva capital para un reino nuevo. Porque también el reino hay que cambiarlo por entero. Pronto sabrás de qué se trata. Pero ya he hablado demasiado. Dime, ¿cuento contigo para enseñar a Rodrigo, para que algún día ese muchacho pueda ser un buen conde del rey en Castilla?
—Dalo por hecho.
—Júralo ante la tumba del rey Alfonso —exigió Ramiro, intempestivo. Hernán de Mena, apremiado, colocó solemnemente su diestra sobre el sepulcro.
—Ante la tumba del rey Alfonso y en presencia del rey Ramiro, juro que cumpliré el cometido que se me encomienda.
—Bien, es cuanto quería de ti. Ahora, salgamos. Me espera un trono.
—Me temo que el descalabro es evidente. E irreparable.
El eunuco Nasr Abu el-Fath concluyó así su informe sobre la expedición del príncipe Mohamed. «Evidente e irreparable». Evidente porque no había forma de poner paños calientes a lo ocurrido. Irreparable porque las pérdidas en hombres, empezando por el general Walid, eran cuantiosas. Y eso por no hablar de la oportunidad política alegremente arrojada por la borda en pos de una vana ambición juvenil. Esto último, bien es cierto, no lo dijo el eunuco. Pero tampoco era preciso, porque el emir lo sabía mejor que nadie.
La paloma había llegado esa misma mañana. El mensaje de Mohamed era tan escueto como elocuente: todo había ido mal. Después empezaron a llegar los mensajes de los puestos fronterizos por donde había pasado el heredero con su ejército o, más bien, con lo que quedaba de él. Nasr los leyó delante del emir uno a uno, con secreta delectación. «El ejército del príncipe ha sido derrotado en Lutos», decía uno de ellos. «El príncipe se retira con graves pérdidas», rezaba un segundo. «El príncipe vuelve a Córdoba con los restos de su expedición», anunciaba otro. «El ejército ha sido diezmado», consignaba un cuarto mensaje. ¡Diezmado! Y realmente, apenas volvía uno de cada diez. Solo una de las palomas trajo noticia de la muerte del general Walid. Una baja que hacía aún más calamitosa la aventura del joven Mohamed.
Abderramán encajó la lectura del informe con gesto impasible. Se había retirado a sus habitaciones privadas, en compañía de Tarub, para apurar una bandeja de higos secos regada con ciertos secretos licores que únicamente en la intimidad se permitía frecuentar. Nasr dio aviso de que tenía los mensajes. El emir le convocó de inmediato. Porque también Abderramán tenía algo que contar.
—Gracias, mi buen Nasr. Ahora te ruego leas en voz alta estos informes que hace apenas unas horas he recibido del norte.
El eunuco, obsequioso, tomó los pergaminos que el emir le tendía. Trató de que su semblante no le traicionara:
—«El conde Ramiro, designado heredero por el difunto rey Alfonso, ha infligido una severa derrota al regente Nepociano en la batalla de Cornellana. Al parecer, fue decisivo el abandono de las filas del regente por parte de algunos condes de palacio. Nepociano y su esposa se hallan ahora en prisión. Ramiro será coronado en Oviedo en breves fechas».
—¿Qué te parece? —preguntó el emir.
—Calamidad sobre calamidad —respondió circunspecto el eunuco.
—Aun así, todavía podemos dar gracias a Alá por el contratiempo de mi hijo Mohamed. Imagínate que el príncipe hubiera logrado pasar las montañas. Habría sido para encontrarse con un aliado derrotado y descompuesto; habría quedado atrapado en territorio hostil en medio de un ejército enemigo superior en número y eufórico por su victoria, dispuesto a cualquier cosa. Y hoy estaríamos hablando sin duda de la muerte del príncipe Mohamed.
—No se me había ocurrido enfocarlo así, mi señor —musitó Nasr, bajando los párpados para que su mirada no delatara los sentimientos que le inspiraba la palabra «muerte» asociada a Mohamed.
—Tú no eres padre. Bien, ahora la cuestión es cómo recomponemos el paisaje. De entrada, podemos olvidarnos de Oviedo por una buena temporada. Allí ya no hay nada más que hacer.
—Así es, mi señor.
—Después está el asunto de la hueste desertora. He sabido que muchos bereberes abandonaron el ejército de mi hijo tras la muerte de Yahya ben Yahya.
—En efecto, así fue.
—Es preciso castigar esa cobardía. Envía orden a los valíes de las ciudades de origen de esa gente. Quiero que los busquen. No a todos, evidentemente; bastarán unos cincuenta. Quiero que sean juzgados por traición. Crucificados. Y que sus cabezas cuelguen en la vía pública. Que todo el mundo sepa cuál es la suerte de quien traiciona al emir de Córdoba o a su familia. Recuerda: cincuenta; tampoco quiero un baño de sangre.
—Se hará como ordenas —acató el eunuco.
—También habrá que tomar represalias contra los bárbaros politeístas; no podemos consentir que se nos insulte de esta manera. Habla con mi hijo Al Mundir. Que organice una aceifa este mismo verano en el punto más débil de la frontera. Quiero que corra la sangre de esos perros.
—¿Debo referir a Al Mundir el motivo de la aceifa? —consultó prudentemente Nasr Abu el-Fath.
—¡No! —exclamó el emir—. Ni una palabra. La expedición de Mohamed no ha existido jamás. ¿Lo entiendes? Jamás. Deshazte de cuantos documentos conciernen al asunto: listas de avituallamiento, órdenes de movilización, cualquier cosa. Que se borre todo rastro de los libros. No quiero oír mención alguna a esta catástrofe en ningún sitio.
—Pero, mi señor —tartamudeó el eunuco—, habrá que explicar cómo murió Yahya, cómo murió Walid, qué fue de la guardia eslava, qué…
—Entiendo. Diremos esto: todo fue una traición de esos endemoniados bereberes. Fueron ellos quienes mataron a Walid cuando preparaba una leva. Y también fueron ellos los que envenenaron a Yahya. Que se añada eso a sus culpas cuando sean crucificados. Prefiero que se hable de una traición antes que de una derrota. Te lo repito: la campaña hacia el norte no existió jamás. ¿Comprendido?
—Comprendido, mi señor. ¿Y los eslavos…?
—Sí, es verdad. Habrá que llenar el sitio de los caídos. Ordena en mi nombre que los ojeadores vayan a comprar nuevos esclavos. Los gastos se imputarán al patrimonio del príncipe Mohamed.
—Como mandes —obedeció una vez más el eunuco, pero esta vez camuflando una sonrisa.
—Y en cuanto a Mohamed… Supongo que en tres o cuatro días estará de vuelta. Quiero verle aquí de inmediato. ¡De inmediato!
—Estaré atento, mi señor.
—No lo dudo. Y ahora, mi buen Nasr, marcha a tus ocupaciones. Te lo repito: deshazte de cualquier documento. Esa expedición…
—No ha existido jamás —completó el eunuco.
—Jamás.
La bella Tarub había asistido a la conversación sentada indolentemente entre cojines, fingiéndose ajena a cuanto el emir y el eunuco despachaban. Una fórmula permanecía en la hermosa cabeza de la concubina: «Descalabro evidente e irreparable». Eso debería ser suficiente para que Abderramán reconsiderara su intención de legar a Mohamed el trono de Córdoba. Tarub lamentaba que el príncipe no hubiera muerto. ¡Eso habría simplificado tanto las cosas! Pero, en cualquier caso, el revés había sido lo bastante grave como para lesionar sin remedio la fama del heredero. Era ahora o nunca. Aun a riesgo de levantar las sospechas del emir, Tarub no podía perder la oportunidad de dar un paso decisivo para su hijo Abdalá. Tenía que decírselo. Tenía que hacer ver a Abderramán que Mohamed estaba acabado.
—Mi señor… —susurró la favorita.
—Dime, mi hermosa Tarub —respondió distraído el emir, que había vuelto a su bandeja de higos secos regados con aquel secreto licor.
—No he podido evitar oír parte de vuestra conversación.
—Lo sé. No importa. Tú estabas al tanto de todo desde el principio.
—Mi señor, ante todo quiero decirte que me duele en el alma verte sufrir por causa de tu hijo.
—Te lo agradezco, Tarub. Tus palabras siempre son un bálsamo para mi espíritu.
—Pueden serlo solo porque padezco contigo, mi señor.
—Bienaventurada seas por ello, mi amor.
—Sé que este es un asunto delicado —razonó Tarub, precavida—, y con gusto te ofreceré mi cuerpo para que lo azotes si crees que lo merezco, pero ¿has pensado en desheredar a Mohamed?
—¿Cómo dices? —se incorporó el emir, sobresaltado.
—Su nombre está manchado con la derrota, mi señor. Aún peor: su derrota ha manchado tu nombre.
Abderramán perdió una mirada soñadora en el seno desnudo de su favorita. Meneó la cabeza. Apuró un nuevo trago del secreto licor.
—¡Desheredarle…! Sí, lo he pensado. Naturalmente que lo he pensado. Pero no puedo hacerlo.
—¿Tú, que lo puedes todo? —aduló Tarub al emir de Córdoba.
—No todo, mi bien, no todo. Es un pacto de familia. Te explicaré. La madre de Mohamed, Buhayr, esa bruja, procede de una rica familia árabe asentada en Sevilla. Cuando me la entregaron en matrimonio, antes de ocupar yo el trono, fue precisamente con la cláusula de que el primer hijo varón que me diera se convertiría en mi heredero.
—Entiendo —susurró la favorita con un deje de desolación.
—No puedo romper ese pacto; ya tengo bastantes problemas con los clanes bereberes como para además abrir conflictos con los clanes árabes. Por otro lado…
—¿Sí…?
—Por otro lado, hermosa mía, crearía una pésima impresión si dejara a las gentes pensar que mi hijo se ha rebelado contra mí. No me faltan enemigos dispuestos a explotar cualquier debilidad. No, no. Lo que ha pasado no puede tener repercusiones públicas.
—Pero la gente se enterará —objetó Tarub.
—Ya he hablado de eso con Nasr. La gente sabrá lo que nosotros queramos que se sepa. Y lo olvidará enseguida, créeme. Escucha, esta misión que Mohamed debía realizar poseía rasgos muy singulares. Era una misión más política que militar. No puedo revelarte los detalles, pero el hecho es que sería catastrófico que su verdadero contenido se conociera. Por consiguiente, más nos vale a todos que el silencio caiga sobre este episodio. En cuanto a lo de desheredarle…
—Ya veo que he sido una estúpida y humildemente te pido perdón por ello —maulló la reina del harén.
—No, no has sido una estúpida. Sencillamente, para bloquear el camino de Mohamed al trono habría que matarme. Es así de simple.
—¿Dejarás sin castigo la afrenta de tu hijo, que te ha desobedecido?
—No. Mohamed será castigado. Pero con sutileza. Y ahora, amada mía, deja de preocuparte por mí —recobró Abderramán el tono animado—. No sabes cuánto agradezco tus desvelos, pero me apena ver tu hermoso ceño entristecido por todos estos avatares. Concentrémonos mejor en la música y en el amor, los reinos donde tú y yo somos siempre felices.
Tarub, con una inefable sonrisa, acarició las cuerdas de su laúd y entonó dulcemente una melancólica nuba. Y bajo el rostro angelical de aquella hada de la música y el amor, dueña del reino donde Abderramán siempre era feliz, resonaban las últimas palabras del emir: «Para bloquear el camino de Mohamed al trono habría que matarme». Así de simple.
Ramiro Bermúdez, señor del Édramo, tomó asiento en la cámara reservada al rey en el viejo palacio intramuros, junto a la catedral de San Salvador. Aún había objetos de Jimena y Nepociano por los rincones: ropas de rica factura, arcones vaciados a toda prisa —y presumiblemente saqueados por algún guardia poco escrupuloso—, frascos con misteriosos bebedizos, extraños amuletos que parecían recolectados en alguna cueva de los montes vascones… Ramiro no mandó retirarlos. Todos esos objetos también gritaban su victoria.
El rey se asomó al ventanal, tres elegantes arcos que se abrían sobre la iglesia de San Tirso y el sol poniente. Este palacio lo había mandado elevar Fruela cuando hizo de Oviedo la capital del reino. No llegó a verlo acabado; antes le mataron entre sus mismas paredes. Después, ciudad y palacio fueron relegados, como si una maldición hubiera caído sobre ellos. Hasta que Alfonso, el hijo de Fruela, reemplazó en el trono a Bermudo, el padre de Ramiro. Alfonso multiplicó la talla de Oviedo. Y, entre otras cosas, concluyó este palacio, convertido ahora en un mero apéndice de las fastuosas piedras de la catedral de San Salvador.
Se miraba las manos. El rey se miraba las manos abiertas, las palmas apoyadas sobre la mesa regia, y tras ellas se le marchó la memoria. La última vez que se apoyó en esta misma mesa, treinta y cinco años atrás, era un doncel que se educaba en la corte bajo la dirección de Alfonso el Casto, y esas mismas manos delataban entonces a un muchacho delgado y lampiño. Años de gloria, aquellos. La paz mecía al reino con dulzura, la vida florecía por todas partes, los campos arrojaban frutos generosos, los monasterios bullían con las riquezas del espíritu, los embajadores de Asturias pisaban Aquisgrán, los orfebres de Lombardía traían sus joyas al reino cristiano del norte, los peregrinos llegaban a Santiago, los colonos saltaban a la Bardulia… Y Oviedo, de nuevo capital, se transformaba aceleradamente al frenético ritmo de la inspiración de Tioda, el arquitecto.
¿Qué había sido de Tioda? Ramiro se había interesado por él unas pocas horas antes, una vez concluida la visita a Santa María. Le dijeron que el viejo constructor de iglesias y palacios permanecía encerrado en su casa, de la que seguramente ya no volvería a salir. Los últimos sucesos habían agotado hasta el extremo las fuerzas de aquel anciano. Tioda moriría pronto, sin duda. Dejaba, ciertamente, el legado de su taller, y Ramiro tenía el firme propósito de seguir recurriendo a sus talentos. Oviedo no cesaría de crecer, ahora bajo el cetro de otro rey. A su derecha, a través del ventanal de la cámara regia, detrás de la mole de San Salvador, se divisaban las lomas boscosas del monte Naranco. Un buen sitio —pensó el monarca— para dejar testimonio de su paso por el trono.
Los obispos Gomelo y Serrano llegaron puntuales. Había muchas cosas por tratar y el rey quería abordarlas cuanto antes: que todo el mundo percibiera que una nueva voluntad gobernaba el reino. Ante todo, había que acelerar los preparativos para la coronación.
—Quiero coronarme como lo hizo Alfonso —explicó Ramiro a los obispos—. Ser ungido según la misma ceremonia de los reyes godos, que a partir de ahora será la canónica en nuestras tierras.
—Yo estuve en aquella coronación —evocó el viejo Gomelo, entornando los ojos cansados—. Recuerdo casi todos los pasos de la liturgia. Pero habrá que prever un lugar adecuado para tu prometida, y eso es nuevo para mí.
—No será un problema difícil. Sentadla en primera fila, mirando al altar, la primera a la derecha. Que yo pueda verla bien.
—Así lo haremos —asintió por su parte Serrano—. Pero hay otros asuntos algo más espinosos en la ceremonia. Por ejemplo, ¿reservamos algún espacio específico para los nobles del consejo?
—En modo alguno —refutó el rey—. No quiero ver a esos fulanos en mi coronación. Solo Escipio, Sonna y Gladila.
—¡Pero no puedes despreciar a esas nobles casas en una ocasión tan importante! —exclamó el mozárabe.
—No lo haré. Las casas estarán representadas por las esposas de esos señores y uno de sus hijos —ordenó Ramiro—. De este modo, no se ofende al nombre ni al linaje, pero se castiga al traidor.
—Es una buena solución —concedió Gomelo—. Supongo que quieres coronarte en San Salvador.
—Así es. Y la boda, lo antes posible, en Santa María.
—¿Fijamos ya la fecha de la coronación? —apremió Serrano.
—Pasado mañana. Para entonces ya estarán aquí tanto mis hijos como el padre de Paterna.
—Habrá que acelerar los preparativos del banquete —se inquietó Gomelo—. Y acondicionar unos aposentos adecuados para tu esposa y para ti, con la servidumbre necesaria y…
—¡Lo tengo ya decidido! —anunció el rey, exultante—. Viviremos en el palacete de Alfonso, extramuros. Paterna ya está alojada allí. Yo me uniré el mismo día de la boda. Y este palacio en el que ahora estamos, dentro de la ciudad, quedará para actos oficiales y para despacho, igual que con el viejo rey.
—De acuerdo. ¿Qué hacemos con las cosas de Nepociano y Jimena? —se interesó Serrano, meticuloso.
—Todo lo que no tenga relevancia política, que se lleve al monasterio de San Vicente y se reparta entre las familias de los que cayeron combatiendo para mí en Cornellana. Sé que don Gonzalo de Lemos tiene una lista.
—Piadosa medida —encomió Gomelo.
—Gracias. Además, durante la campaña llegué a ciertos compromisos con los vecinos de Mondoñedo, Trevías y Cornellana. Que el de Lemos se ocupe también.
—Así se hará —dijo Serrano—. En cuanto a los preparativos de la coronación…
—Que se encargue Escipio —respondió rápido el rey.
—Por cierto… —indagó Gomelo—. ¿Por qué Escipio no está aquí?
—Porque no le he llamado —aclaró, seco, Ramiro—. Id haciéndoos a la idea —añadió ante la sorpresa del anciano obispo— de que Escipio pronto dejará sus obligaciones en palacio. Y descuida, Gomelo, él ya lo sabe.
—Sea. ¿Quién atenderá las cuestiones de palacio mientras tanto? —quiso saber Serrano con un extraño brillo en los ojos oscuros.
—Tú, naturalmente —confirmó el rey con una ancha sonrisa—. Bajo los sabios consejos de Gomelo. Por eso estáis aquí los dos.
—Me honras, mi rey —se ruborizó Serrano, adulador, esbozando una reverencia que no era fruto de la humildad, sino del orgullo.
—En cuanto a los demás nombramientos… —siguió Gomelo.
—Ya veremos. Necesito alguien que gobierne palacio, un equipo nuevo de escribanos, un tesorero… Pero todo eso, queridos amigos míos, lo dejo en vuestras manos. Conocéis mejor que yo el paisaje y sabréis elegir a los mejor preparados y a los más fieles. Por ahora solo es urgente cubrir el puesto de jefe de la guardia de palacio.
—Los fieles del rey… —empezó a explicar Gomelo, pero Ramiro tenía su propio plan.
—Los fideles regis están dispersos después de la calamidad de estos días. Muchos han estado conmigo en Cornellana, otros se han ido quedando en diferentes lugares para cubrir la llegada de Paterna a Asturias, aún otros están con Sonna… Por otro lado —valoró el rey—, eran fieles de otro monarca. No dudo de que seguirán leales a la corona, pero no puedo entregarles la guardia de palacio. No, no. Necesito a alguien de confianza absoluta. Y lo tengo: el nuevo jefe de mi guardia será el caballero Ergica de Tuy.
—¿Ergica? —se extrañó Serrano—. Pero carece de fortuna y…
—Precisamente —atajó Ramiro—. Solo es un soldado, no es un terrateniente. Por tanto, únicamente me será fiel a mí y no buscará tender lazos con sus pares, pues los demás señores le miran con suficiencia cuando no le desprecian. Dicho de otro modo: si a algún aristócrata más se le ocurre volver a levantarse, Ergica encontrará un placer muy personal en cortarle la cabeza. Y sobre todo, es un buen soldado.
—¿Él lo sabe? —preguntó el mozárabe.
—No. Vosotros dos se lo anunciaréis. Y le convocaréis a mi presencia mañana por la mañana. Que venga sabiendo lo que le espera. Así su agradecimiento será aún mayor.
—Bien jugado, mi rey —sonrió Gomelo.
Ramiro se acercó al rincón donde yacían los extraños amuletos abandonados por Jimena y Nepociano. Había mechones de cabellos. Había montoncitos de tierra aparentemente quemada. Había un cazo con agua. Había otras muchas cosas que al señor del Édramo no le inspiraban otra cosa que una oscura repugnancia.
—Y a propósito —continuó Ramiro—, es el momento de hablar de política. Dime, Gomelo, ¿qué pasó exactamente en esa farsa de consejo que convocó Nepociano?
—Que se otorgó a Nepociano todo el poder. En ausencia de heredero al trono designado formalmente, el consejo, autoconstituido, le proclamó regente con atribuciones de rey. Don Fáfila, Teudano y yo nos opusimos. A los dos…
—Lo sé, lo sé. ¿Y tú no tenías ningún documento para demostrar que mi designación era legítima?
—Sí, claro que lo tenía. Y lo tengo. Míralo. —Exhibió el anciano obispo el testimonio hológrafo de Alfonso—. Pero es verdad que el tipo de nombramiento que hizo el rey, una comunicación privada en el ámbito de su consejo más íntimo, fue irregular. A eso se acogieron para no reconocer validez al trámite.
—¿Por qué actuó así Alfonso?
—Creo que jamás se le pasó por la cabeza que alguien violentara su voluntad. Menos aún un Nepociano, una reliquia de los viejos tiempos.
El rey quedó pensativo. Alfonso, que todo lo conocía, que todo lo sabía, que todo lo vigilaba después de medio siglo con la corona en las sienes, no había podido prever que pudiera volver un Nepociano. Y sin embargo, volvió. Los peligros que acechaban al titular del reino eran imprevisibles. Mecánicamente, Ramiro dirigió la vista al exterior, ahora a la muralla sur, donde un nutrido destacamento de sus tropas velaba por la seguridad del recinto. Idénticos destacamentos había en todas las puertas de la ciudad, acampadas las tropas a la sombra de los muros, como si Oviedo fuera una ciudad sitiada. A nadie se le podía pasar por la cabeza que alguien intentara cualquier felonía, y sin embargo… No, a Ramiro no le pasaría como a Alfonso.
—¿Cuál es exactamente ahora mi situación? —quiso saber el rey.
—Heredero legítimo de la corona —precisó Gomelo—, tal y como prescribe este documento autógrafo del rey Alfonso. Eso sigue siendo válido. Y además, ahora, te han reconocido como rey los mismos que se levantaron contra ti.
—¿Puede invocar Nepociano algún derecho que le asista?
—Solo el de ser escuchado. Desde el momento en que los nobles del consejo te aclamaron en Pravia, la regencia de Nepociano dejó de estar vigente. Porque la regencia es transitoria por definición.
—Entiendo. Es decir, que habrá que escucharle —resopló Ramiro con fastidio—. En juicio, espero.
—En juicio, sí. Sería lo más oportuno. Tengo entendido que te has comprometido a respetar su vida.
—Sí, ¡maldita sea! Ese fue el pacto al que llegaron Sonna y Hernán de Mena. Respetar la vida no solo de Nepociano, sino también de los nobles del consejo.
—Comprendo que no te resulte plato de gusto —apaciguó Serrano al monarca—, pero trata de ver el lado positivo: eso te hará aparecer como un gobernante clemente y misericordioso.
—Pero no puedo dejar impune la traición, amigos míos.
—Eso también es muy cierto. Debe hablar la vara de la justicia —sentenció Serrano.
—Exactamente. La vara de la justicia… —Meditó un momento el rey—. Me gusta esa fórmula, «la vara de la justicia». La corona acusará a Nepociano de traición. Fue una gran idea, Gomelo, rescatar aquellas palabras del santo y sabio Isidoro sobre el príncipe y la justicia. Eso ha hecho que Nepociano aparezca a ojos de todos como el príncipe injusto por definición.
—Gracias. —Se inclinó el anciano—. Lo cierto es que encontré esos escritos por puro azar. El Señor los puso en nuestro camino, sin duda.
—El Señor llega para gobernar a los pueblos con rectitud —salmodió el mozárabe.
—Amén —cerró el rey con alguna brusquedad—. Bien, ahora hay que preparar los cargos.
—No será una tarea complicada —sonrió Gomelo—. Tengo entendido que el hermano de tu prometida desbarató un intento de incursión musulmana pocas horas antes de la batalla.
—Así es. Iban a… ¡Cornellana, claro! ¿Estás pensando…?
—En efecto —confirmó el anciano obispo—. Nada más grave puede haber que una acusación de connivencia con los musulmanes; connivencia para que el emir se apodere del reino. La mera presencia de ese ejército moro es indicio más que elocuente. Nos faltarían pruebas testimoniales, sin embargo.
—¡Creo que las tenemos! —aplaudió Serrano—. Esos dos hermanos navarros, los del obispo Ataúlfo…
—No sé de qué me habláis —protestó Gomelo.
—Un providencial azar —explicó el mozárabe—. Dos hermanos navarros. Uno, capitán de la hueste de Nepociano. El otro, soldado en la columna de Córdoba que penetró en la calzada de la Mesa. Ambos cautivos y bajo la protección del obispo de Iria-Compostela. Se encontraron en Cornellana. Un regalo del Señor.
—¡Pero eso es perfecto! —exclamó el obispo de Oviedo—. ¿Testificarán?
—Harán cualquier cosa con tal de seguir juntos —rio Ramiro—, y sobre todo bajo la protección de Ataúlfo, que es blando como un ama de cría. Sí, ellos serán los testigos. El uno contará cómo Nepociano esperaba refuerzos de Córdoba. El otro dirá que esa columna, dirigida nada menos que por el príncipe Mohamed, eran los refuerzos que Nepociano esperaba.
—El círculo de la justicia se cierra sobre Nepociano —dictaminó Gomelo.
—No tiene escapatoria —ratificó el rey—. Pero eso lo dejaremos para más adelante. Antes hay que coronarse y casarse. Dime, Gomelo, ¿firmó Nepociano, mientras fue regente, alguna decisión de gobierno que yo deba conocer?
—Muy pocas. En la documentación que me ha trasladado Escipio solo aparecen dos cosas notables. Una es una cesión de terrenos por intermediación del conde Sonna.
—¿Sonna? —se extrañó Ramiro—. ¿Aprovechó el interregno para quedarse con tierras?
—No, no —desmintió el anciano—. De hecho, esas tierras no son para él. Se trata de un reconocimiento de propiedad a favor de una tal señora doña Gadea. Unos molinos. Sí, ya sé lo que piensas —sonrió—. Es su amante, según me dijo Escipio.
—¡Vaya por Dios! —rio el rey—. Bueno, dejémoslo correr. Pero me hablabas de dos cosas notables. ¿La segunda?
—La segunda es notable por misteriosa. Se trata de unas salidas de fondos del tesoro de la corona.
—Me lo temía. ¿Mucho?
—Es difícil saberlo —dudó Gomelo—. Aún no hemos podido revisar a fondo el inventario. Al parecer, los hombres de Nepociano pelearon ferozmente por el oro. Los guardias encontraron la cámara abierta, la puerta violentada y, en el suelo, un cadáver literalmente descabellado. Era uno de los capitanes de la hueste mercenaria.
—¡Qué chusma! —escupió Ramiro—. ¿Y qué son esas salidas de las que me hablas?
—Un enigmático apunte en los cuadernos de palacio. Se trata de tres envíos de metales preciosos, sin especificar montante, hacia «el mar del oeste».
—¿Dónde dices?
—«El mar del oeste». Fue así como Nepociano lo escribió.
—¿Quieres decirme que Nepociano ha mandado oro y plata a… Galicia?
—No lo puedo saber. —Encogió el obispo sus escuálidos hombros—. No tendremos la respuesta hasta haber inventariado el conjunto del tesoro. Ya están en ello mis oficiales, pero llevará tiempo.
—Tenme informado sobre el asunto, te lo ruego.
—Así lo haré.
Ramiro volvió al ventanal. Allá abajo se agitaba el gentío como siempre que se avecina algún acontecimiento nuevo. La ciudad se engalanaba ya para la coronación y la boda del rey. Se veía al pueblo contento, corriendo de un lado para otro, cantando por las callejas de los barrios artesanos mientras los comerciantes hacían su agosto con las gentes que habían acudido a la capital. Empezaba mayo, lucía el sol, las mozas paseaban sus encantos, los soldados las aplaudían y la primavera era una caricia lujuriosa en la verde piel de Asturias.
—Hay otro asunto importante del que debo hablaros. —Frunció Ramiro el ceño—. Todo esto que ha pasado, el golpe de Nepociano y la rebeldía del consejo, es algo que no se puede repetir. Pero hace falta algo más que castigar a los culpables. Veamos, ¿por qué ha sido posible una sedición de este género? Porque el trámite de la sucesión no ha sido suficientemente claro. ¿Estáis de acuerdo?
—Sí —aceptó Gomelo.
—Por tanto, lo que hay que hacer con urgencia es definir y fijar la sucesión a la corona para que nadie vuelva a invocar derechos que no le corresponden. ¿Me seguís?
—Con claridad —agregó Serrano.
—Os anuncio lo que me propongo: definir el estatuto del heredero por ley, de manera que los derechos de sucesión a la corona vayan automáticamente al primogénito del rey, salvo que este decida explícitamente otra cosa. Supongo que hay precedentes legales.
—Sí —apuntó el erudito Gomelo—, Chindasvinto y Recesvinto, reyes godos de Toledo, hace…
—Perfecto —palmoteó el rey—. No necesitamos más. Serrano, te lo ruego, prepara los documentos. Que citen expresamente ese ilustre precedente. Y cuando todo esté dispuesto, lo antes posible, designaremos como heredero a mi hijo primogénito.
—Pero Paterna aún no ha sido madre —objetó el anciano obispo.
—¡Oh, no se trata de Paterna! Será mi hijo Ordoño —proclamó Ramiro.
—Eso creará algún problema, me temo. —Torció Gomelo el gesto.
—Vamos, Gomelo, mírame. —Sonrió el rey con más fiereza que amabilidad—. Tengo cincuenta años. Tendría que ser un prodigio de longevidad para engendrar ahora un heredero que pudiera sucederme en edad adulta. Lo más fácil es que yo muera antes. Cuando mi padre y mi madre murieron no eran mucho mayores que yo hoy. Con frecuencia me duele el pecho y se me nubla la vista. Me hago viejo. No sé cuántos años más me dará el Señor, pero dudo mucho que sean los suficientes como para ver crecer a un hijo hasta hacerse hombre. Y entonces, ¿qué dejaría yo? ¿Un niño en el trono, para que vuelva a surgir otro Nepociano que le coma el cetro? No, no. —Movía el rey las manos, esas manos que desollaban jabalíes—. Hay demasiada sangre de reyes en los ríos de esta tierra. Si Paterna y yo tenemos algún varón, ya me ocuparé de que se le entreguen dignidades en Castilla; allí hay sitio de sobra. La corona, no. La corona, cuando yo muera, ha de ser para Ordoño. Mi primogénito. Que además, estoy seguro, será un gran rey.
—Se hará como deseas —aceptó Gomelo—. Supongo que esto…
—Esto, efectivamente, se mantendrá en el mayor de los secretos hasta que llegue el momento de hacerlo público —prescribió Ramiro—. Y ese día, todos los nobles del reino lo acatarán. Por la cuenta que les trae.
—Quiero que sepas, mi señor Ramiro, mi rey —enfatizó el anciano obispo—, que alabo tu decisión. Alfonso habría actuado de igual manera si hubiera tenido hijos. A falta de tales, te designó a ti, que durante largos años fuiste como un hijo para él. Tú completas su obra y, permíteme que te lo diga, estoy seguro de que la ampliarás para hacerla aún más magnífica.
—Gracias, Gomelo. Hay más asuntos que van a cambiar. El principal, el patrimonio regio. No puede ser que el rey carezca de fuerza para hacer frente por sí mismo a las obligaciones de su rango.
—¿Hablas de los impuestos? —aventuró el anciano.
—No. Hablo de tierras, ejércitos, rentas… Hablo de la posibilidad de poner en pie a la corona.
—El orden natural es el que es —advirtió Gomelo—. Los señores de la tierra tienen sus huestes, que ponen a tu servicio cuando…
—¡Cuando les viene bien! —fustigó el rey—. No, no. El orden natural es el que es, cierto, pero puede mejorarse si es por el bien del reino. Vamos a abrir el campo, amigos míos. Vamos a lanzarnos hacia el sur. Allí hay tierras en gran cantidad. Allí…
—Allí vigilan los musulmanes —observó Serrano.
—Cierto. Habrá que pelear. Ellos son más numerosos, más ricos y más fuertes. Pero nosotros seremos más tenaces y más agresivos. ¡Mirad a toda esa gente que pulula hoy por Oviedo! —exclamó Ramiro, señalando al ventanal—. El reino es rico en hombres y mujeres: hombres para labrar los campos y hacer la guerra, mujeres para parir y criar más hombres y más mujeres.
—Habrá que guarnecer muy bien la frontera —musitó Gomelo, levemente asustado.
—Eso ya está en marcha —declaró el rey—. Vamos a centrar nuestro esfuerzo en León y en Amaya. Vamos a ir repoblando el sur.
—Tu predecesor, el rey Alfonso —precisó el anciano obispo de Oviedo—, siempre pensó lo mismo, pero…
—… Pero hoy es posible hacerlo —zanjó Ramiro—. Alfonso hizo grandes cosas. Las presuras de tierras en el sur han multiplicado la vida del reino. Ahora es tiempo de prolongar esa tarea y multiplicarla. Hay que reconocer por ley esas presuras, hay que plantar más monasterios, hay que levantar más castillos en la frontera, hay que ganar nuevas tierras…
—¿Tierras que la corona se atribuirá? —sugirió Serrano.
—Sí y no. La corona, por supuesto, reclamará su parte —expuso el rey—, pero los colonos y sus villas seguirán siendo libres. Fueros para esas aldeas y villas, que al fin y al cabo se están jugando la vida. Monasterios que organicen el territorio. Huestes que por sí mismas vigilen la frontera. ¿Entendéis lo qué significa eso?
—Un poder ajeno al control de los grandes nobles —respondió el mozárabe.
—Exacto —confirmó Ramiro—. Un poder que verá en la corona a su mejor defensor. Un reino que será del rey, y no de los nobles.
—Eso no gustará a ciertos linajes —titubeó Serrano—. Habrá que atarlos corto.
—En Galicia estará mi hijo Ordoño, que será más que un conde: será una representación del rey. En Castilla no habrá problemas, porque precisamente eso es lo que quieren: ir más al sur. Hacia oriente, Rodrigo Núñez y Hernán de Mena empezarán a actuar de inmediato. Mi hijo Gatón hará lo propio en occidente, en torno a León. Quizá yo no viva para verlo, pero nuestra frontera ya no serán estas montañas, sino el río Duero. Nos atacarán, pero nos defenderemos. Nos matarán, pero responderemos. Nos ahogarán en fuego y dolor, pero les devolveremos dolor y fuego en la misma medida. En los grandes llanos instalaremos a nuestra gente y a los cristianos que vengan del sur. Nacerán nuevas ciudades y se levantarán nuevas iglesias. Y en todas partes se cantará la gloria de Oviedo y de Dios nuestro señor. ¡Este reino va a cambiar de piel!
Ramiro se retiró a un lado de la habitación, cara a la pared, las manos en la espalda. Se había excitado. Sudaba. Notaba incómodas palpitaciones en el pecho. Estaba sufriendo el esfuerzo de construir un reino.
—Mi señor don Ramiro —habló dulcemente Gomelo—, te escucho y pienso que sueñas despierto…
—¡Es la segunda vez que me dicen eso en el día de hoy! —rio el rey, evocando su conversación con Hernán de Mena.
—Aun así —prosiguió el anciano obispo—, debo decirte que esas mismas palabras las he escuchado reiteradas veces en labios de don Alfonso. Él construyó hasta donde el Señor le permitió. Yo rezaré para que tú puedas construir sobre esos cimientos. Y la Iglesia toda, ten la seguridad de ello, dará su bendición a la empresa, porque no hay nada más grato a Dios que ver realizado su precepto: «Creced y multiplicaos», bajo el signo salvador de la cruz y en un orden justo conforme a las enseñanzas de Nuestro Señor.
Ramiro se giró. Las palpitaciones habían amainado. Una sonrisa extrañamente iluminada afloró a las barbas oscuras.
—Gracias una vez más, Gomelo, buen amigo —musitó el rey como volviendo, efectivamente, de un sueño—. Has prestado a la corona servicios decisivos durante casi medio siglo. No sé cómo vamos a arreglárnoslas sin ti.
—¿Sin mí? —se sobresaltó el anciano obispo de Oviedo—. ¿Por qué sin mí?
—Sí —aclaró el rey—, esa idea tuya de abandonar la vida mundana para recluirte en un convento y dedicarte al estudio y la oración. Perdona si soy indiscreto —titubeó Ramiro, azorado, al palpar la reacción del anciano—, pero nuestro amigo Serrano me lo contó todo en Lugo. Me trasladó tus deseos, tus palabras sobre ese retiro. Aunque bien te lo has ganado, a fe mía…
Serrano enrojeció súbitamente. Su juego había quedado vergonzosamente expuesto. Se sentía desnudo. Jamás hubiera imaginado que Ramiro podía llegar a ser tan imprudente; privilegio de rey, sin duda. Gomelo, por su parte, miró a su joven colega mozárabe con un gesto de infinita perplejidad. Sí, era verdad, él había dicho eso. Cuando le hallaron en su encierro en Ablaña, él había comentado frívolamente lo deliciosa que sería una vida apartada del mundo y consagrada al estudio. Una disquisición sin la menor trascendencia. Pero Serrano se había agarrado al comentario para labrarse su propio camino. Bien, no se lo podía reprochar. Serrano era joven y brillante, se había ganado la amistad del nuevo rey, necesitaba abrirse paso y qué mejor puerta que la diócesis de Oviedo… Él, por el contrario, era ya un anciano cuyas fuerzas se apagaban. Ni siquiera la vista le funcionaba bien. Gomelo colgó una blanda mirada misericordiosa en el rostro ruborizado de Serrano, en su nariz grande y aplastada, en sus ojos oscuros que ahora se clavaban en el suelo como los de un niño cuando ha sido sorprendido en alguna travesura. Gomelo sonrió.
—Sí, así es. Me siento ya viejo y cansado. Estaré a tu lado mientras me necesites, pero mi tiempo ha acabado, como el de Alfonso, como el de Teudano, como el de Tioda… Estoy seguro, mi rey, de que sabrás encontrarme un digno sustituto —añadió percibiendo cómo Serrano se estremecía—, alguien en quien puedas confiar porque no va a traicionarte jamás. Y esa persona, si tú me lo permites, la tienes frente a ti: mi joven hermano Serrano, que a sus virtudes cristianas añade una inteligencia sin parangón.
El obispo Serrano sintió como si un frío invencible se adueñara de sus entrañas. Le faltaba el aire. No se atrevía a hablar porque temía que de su garganta solo saliera un sollozo.
—En Serrano había pensado, en efecto —confirmó Ramiro.
—Sabia elección —celebró Gomelo—. Lo hará muy bien como obispo y como consejero.
—Y ahora, amigos míos —concluyó el rey—, os dejo marchar. Tenemos por delante mucha tarea. Nos veremos mañana en este mismo lugar, después de laudes. Id con Dios.
Los obispos abandonaron en silencio la cámara del rey. En silencio salieron de palacio. En silencio descendieron la escalinata que bajaba a la plaza. En silencio cruzaron por entre la algarabía de paisanos que copaba la ciudad. En silencio ganaron el atrio de la catedral de San Salvador. En silencio acudieron al rezo de vísperas. En silencio confiaron a Dios las cosas que nadie más puede saber: Gomelo, la amargura de ver que el mañana iba a construirse sin él; Serrano, el dolor de constatar lo agrio que puede ser a veces el sabor de la victoria. En silencio.
Telmo, Tello y Mendo no dejaban a Paterna a sol ni a sombra. De labios del mismísimo rey Ramiro habían recibido la orden:
—Vosotros que la habéis escoltado desde Cigüenza, escoltadla también aquí. Que esté protegida día y noche. Que no le falte nada. Respondéis con vuestras vidas.
Y así, los tres castellanos, tres labradores y pastores y cazadores y guerreros y saqueadores, todo ello a la vez, se vieron convertidos ahora en guardias de la que iba a ser reina de Asturias.
Paterna no daba abasto. Cuando no estaba recibiendo una visita de los monjes de San Vicente o de las monjas de San Juan Bautista, de las cofradías de la ciudad o de los maestros de las obras capitalinas, la castellana se dedicaba a poner un poco de orden en su palacete o inspeccionaba las cocinas, las caballerizas o los aposentos que habrían de acoger a su padre y a los hijos de Ramiro, pues todos se alojarían allí mientras duraran los festejos de la coronación y la boda. Con Escipio repasó punto por punto el ceremonial y el festín. Con el obispo Gomelo estudió atentamente la liturgia nupcial. Logró sacar unos minutos para acercarse a la Foncalada y tomar un baño templado en las termas donde Alfonso solía descansar, cerca del palacio, en los terrenos que fueron propiedad personal del rey Casto y que ahora, como predio real, pasaban a formar parte del patrimonio de la corona. A Ramiro apenas si le había visto, salvo para dos ensayos de la ceremonia. Y la dama encontraba un intenso goce en toda esta agitación, porque el puro vértigo de la actividad la exoneraba de cualquier pensamiento.
Estaba decidida a ser una buena reina; la mejor reina. Dos veces había vuelto a entrar en las murallas después de su llegada a Oviedo. En las dos ocasiones se había esforzado por pasearse entre la multitud —bien escoltada por Telmo, Tello y Mendo— repartiendo bendiciones y sonrisas. Cuando acudió a orar ante las tumbas de los viejos reyes, en el panteón de San Salvador, se ocupó de que todo Oviedo se enterara. Bien sabía ella que a las gentes se las gana antes por el corazón que por cualquier otra vía. En los sarcófagos de San Salvador, bajo aquel embriagador festival de arcos policromados con mil geometrías, descansaban el rey Fruela y su esposa doña Munia, y también el rey Bermudo y su esposa Ozenda, los padres de Ramiro. Sangre de reyes. Algún día —pensaba Paterna— ella misma dormiría ahí, en esas camas de piedra, y tal vez otra reina acudiría ante su sepulcro para que el pueblo la viera y admirara su piedad. Paterna se sintió hipócrita. Solo un momento.
No tenía miedo más que a una cosa: al encuentro con los hijos de Ramiro. Ni los riesgos del largo viaje a través de las montañas, ni las posibles consecuencias de la rebelión del usurpador, ni los charcos de sangre y vísceras del campo de Cornellana, ni siquiera las convulsiones de su corazón cuando se acercaba Hernán de Mena le habían inspirado tanta inquietud como la que ahora le producía la inevitable reunión con Ordoño y Aldonza. No lograba desprenderse del sentimiento de que ella, Paterna, venía a ocupar el lugar de otra; de algún modo se veía a sí misma como una usurpadora, de igual forma que Nepociano había pretendido usurpar un trono que no le correspondía. Toda su entereza de mujer se venía abajo cuando pensaba en esos hijos sin madre que, irremediablemente, conspirarían para desplazarla de la diestra del rey. Por todos los medios tendría que intentar alejarlos de la corte, apartarlos de la voluntad de Ramiro. Odiaba hacerlo, pero sentía que su supervivencia dependía de ser la única en el corazón de su marido.
En el último paseo por las calles de Oviedo, la víspera de la coronación, Paterna —siempre escoltada por Tello, Telmo y Mendo— se recluyó en la iglesia de San Tirso, la primera de las culminadas por el rey Alfonso. Necesitaba estar sola; poner en orden no tanto sus pensamientos como sus sentimientos. Se arrodilló en el centro de la pequeña y elegante nave cruciforme, apenas iluminada por el sol agónico de una tarde nubosa. Cerró los ojos. Evocó a su madre, la buena doña Sancha. Evocó a su hermanito muerto y al lince que lo mató. Evocó las tierras que la habían visto nacer, tan distintas de estas que ahora pisaba. Y llevaba un largo rato así recogida cuando una voz la sobresaltó a su lado:
—Me alegra encontrarte aquí, orando, hija mía.
El obispo Gomelo, viejo, encorvado, flaco, como una rama de avellano envuelta en la niebla blanca de sus barbas, se arrodilló junto a ella.
—Padre. —Hizo Paterna ademán de incorporarse, pero una dulce mano sarmentosa la retuvo.
—Has sido muy valiente, hija mía —susurró el anciano obispo—, al aceptar esta cruz que el Señor te envía.
—¿Una corona es una cruz?
—Todas las coronas tienen espinas —sonrió Gomelo—, y esta también. Pronto lo descubrirás. Además, has tenido que realizar un largo y peligroso viaje para llegar hasta aquí.
—Siempre he estado muy bien escoltada —respondió Paterna, haciendo ademán de señalar a Telmo, Tello y Mendo, que permanecían tres bancos más atrás, igualmente arrodillados. Pero Gomelo tenía otra cosa en mente.
—Hernán de Mena es un cumplido caballero. ¿Sabes? Yo conocí a sus padres. Era yo muy joven entonces, un pequeño fraile recién llegado a la corte. Así los conocí.
—Me han contado historias… —empezó a decir Paterna, súbitamente incómoda.
—Su madre era una mujer fuera de lo común. —Entornó Gomelo los párpados—. Una criatura bellísima, de profundos ojos color violeta, inteligencia vivísima, fuerte carácter y un espíritu demasiado caprichoso. Creo que en el fondo nunca dejó de ser una niña.
—¿Y Ramiro…? —planteó la dama para cambiar el signo de la conversación. Pero fue inútil.
—Creusa, que así se llamaba aquella mujer, rompía corazones con la misma desenvoltura con que el petirrojo devora gusanos. —Meneó la cabeza el anciano—. Hubo quien vio en ella una suerte de criatura diabólica. Yo jamás lo creí. En realidad, aquella muchacha solo buscaba el amor.
—Los padres de Ramiro… —persistía Paterna, sin éxito.
—… También el padre de Hernán, Zonio, buscaba el amor —continuó el obispo de Oviedo—, y sospecho que no lo encontró jamás. Creyó hallarlo una vez en una trenza rubia como la tuya, pero la muchacha terminó cautiva y esclava en Córdoba; cuando al fin fue liberada, muchos años atrás, ya no era la misma mujer. Zonio, desesperado, se convirtió en una especie de alma errante. Creo que Hernán, de algún modo, también lo es, como si el espíritu de su padre sobreviviera en él.
—Las iglesias de Oviedo… —intentó escapar la castellana, cada vez más azorada.
—… Es bueno buscar el amor —seguía Gomelo, insensible a los esfuerzos de Paterna por cambiar de tema—; bueno e inevitable, porque está en nuestra naturaleza. Pero a veces hay que renunciar al amor mundano en aras de algo más grande. Hay quien renuncia por la riqueza. Hay quien lo hace por el poder. Cabalmente, no es posible bendecir ninguna de esas cosas.
—La ceremonia nupcial…
—… Pero renunciar al amor mundano en pos de un amor más alto, en pos de la palabra de Dios y de la obediencia a sus designios, eso es algo que exige de nosotros un mayor sacrificio, una entrega mucho más severa. Y también por eso será más rica la recompensa en la vida eterna.
—Yo no…
—… Los hombres, hija mía, tienen cada cual su camino, prescrito por Dios Nuestro Señor, y con frecuencia no es fácil seguirlo porque nuestros apetitos nos confunden. Hay que abrir bien los oídos del alma y ponerse a la escucha de la Palabra. Y hay que dejar que los otros, incluidos aquellos a quienes más amamos o creemos amar, actúen de igual manera, aunque a veces eso nos ahogue en hiel.
—…
—Paterna, hija mía, pronto todos te llamarán «mi reina». Tú ya no eres una niña. Has vivido lo bastante para reconocer de dónde vienen las voces que a ti, como a todos, te empujan en tal o cual dirección. Si quieres el consejo de un anciano, te diré que debes esforzarte por discriminar esas voces y seguir tan solo aquellas que no te alejen de tu misión. Todo lo demás es pasajero.
—Padre…
—Y esto es todo lo que te quería decir. Eres una mujer hermosa, inteligente, prudente y con carácter. Me alivia descubrir que en el trono va a sentarse una mujer como tú. En verdad la Providencia ha guiado la mano de Ramiro en su elección. Ahora te queda por delante lo más difícil. Sé buena esposa y buena reina. Sé fiel a tu marido y a tu reino. Dales hijos, al uno y al otro, para que vuestra estirpe se perpetúe. Sé sumisa. La sumisión a veces no es más que abandono, pero en las gentes de carácter, como tú, es signo de una fortaleza mayor. En las calles de Oviedo ya todos cantan alabanzas a la nueva reina. Obra de modo que esas alabanzas te sobrevivan. Amén.
Gomelo se recogió, cerró los ojos cansados, apoyó el barbado mentón sobre las manos juntas y entró en profunda oración. Paterna no osó interrumpirle. La castellana abandonó la iglesia de San Tirso con la mortificante sospecha de que los ojos exhaustos de aquel anciano habían visto más y más lejos que ningún otro hombre en el reino.