No hubo paisano de la comarca de Pravia que no saliera a admirar el cortejo del rey. El obispo Serrano había puesto todas sus dotes litúrgicas al servicio de la ceremonia. Porque fue una ceremonia, y de las que iban a recordarse por muchos años.
Un rey, tres obispos —Serrano más el de Compostela y Adulfo de Lugo, que se presentó de improviso porque no quería perderse la ocasión—, la prometida del monarca, los capitanes de Galicia y de Castilla, más de cinco mil soldados, una cuerda de cautivos musulmanes, las máquinas de guerra capturadas a Nepociano, varios cientos de campesinos de Cornellana y Trevías que sumaron sus carros a la comitiva… Todo eso partió al alba desde el mismo punto del campo de batalla para tomar el camino que por la ribera del Narcea lleva hasta Santianes. Al frente, el rey con su mejor coraza y su yelmo más brillante; a su alrededor, bien enhiestos, los estandartes y pendones de la hueste, enarbolados por los victoriosos jefes de guerra. Tras ellos, los obispos flanqueando a Paterna. A su lado, los monjes de San Salvador de Cornellana con el prior Fruela entonando himnos a la gloria de Dios. Y después, la tropa, y las catapultas arrastradas por bueyes, y los paisanos que salieron de Cornellana más otros que se fueron sumando por el camino. Los rezos de los monjes se mezclaban pecaminosamente con las tonadas que cantaban los labriegos y con las voces de los soldados, y los vapores del incienso que sahumaban los frailes y del vino que corría por las filas envolvían a la muchedumbre en una nube de fiesta mayor. Más de tres horas tardó la larga columna en llegar a su destino. Pero nadie olvidaría nunca la magnificencia del cortejo del rey Ramiro.
Paterna cabalgaba serena, silenciosa, altiva, sintiéndose observada por todos y a todos saludando con un gesto de amable distancia, como corresponde —pensaba ella— a lo que una reina debe hacer. Se había vestido cuanto mejor pudo para el trance: limpia túnica blanca bordada con ribetes rojos bajo un largo manto azul; así, decían las comadres de Villarcayo, se vestía en la corte carolingia. Para sujetar el cabello de trigo maduro, recogido en trenza, escogió una cinta dorada. Esa mañana había dudado sobre si llevar el cabello suelto, como atributo de soltera, o cubrirlo como debe hacer una casada. Decidió mostrarlo: tiempo habría más adelante para cubrirse. Y así se aparecía ahora Paterna Núñez, próxima reina de Oviedo, ante los ojos pasmados de la concurrencia, sobre un caballo ricamente enjaezado cuyas riendas conducía nada menos que el joven Oveco, el hijo del conde Escipio. Una estampa digna, sí, de la corte carolingia.
Los rostros de la multitud eran los mismos que ella había visto en su aldea y en su sierra, y en todas las aldeas y sierras de la cristiandad: rostros de gente acostumbrada a pechar con las miserias de la vida y a sacrificarlo todo por guardar un pedazo de pan y al menos un hijo vivo. Nadie tenía que enseñarle a Paterna cómo era el pueblo, porque ella misma venía de un lugar donde todo era pueblo. Pero ahora la dama ya no era una más entre el paisanaje, sino la mismísima reina de Asturias, y todos los sentidos de la castellana estaban puestos en tratar de comportarse conforme se esperaba de ella. Tarea difícil cuando uno no ha visto nunca a un rey ni a nada que se le parezca. Salvo a Ramiro.
De Ramiro no podía esperar mucha ayuda. Allá delante cabalgaba el hombre victorioso, saboreando los frutos de su triunfo, repartiendo saludos entre un gentío que apenas unas horas antes se preparaba para sufrir los estragos de la guerra y que ahora descubría, como si de un milagroso hallazgo se tratara, que la guerra había terminado de un solo golpe. Y el autor del milagro era, a sus ojos, ese hombre: el nuevo rey.
«Solo quieren vivir en paz y tener la barriga llena», le había dicho Ramiro la noche antes, paseando por el campo de batalla. El rey había insistido en explicar a Paterna los pormenores del combate. Ella no pudo sino aceptar. Enseguida entendió que lo que realmente deseaba Ramiro no era tanto hacer un alarde de genio militar ante una pupila bien dispuesta como pasearse entre sus hombres con la pieza cobrada en la mano, para que todo el mundo supiera que el hijo de Bermudo no solo había desbaratado la conspiración del usurpador, sino que además podía exhibir el hermoso talle de una distinguida reina como laurel para su frente invicta. Si su padre, Bermudo, había comenzado su efímero reinado con una derrota, él, Ramiro, lo inauguraba con dos victorias.
Paterna se prestó gustosa al juego. Pese al cansancio de la larga jornada de marcha hasta Cornellana, pese a la insoportable repugnancia que le inspiraba el paisaje con su hedor a muerte, pese a la extraña inquietud que aún se agitaba en su interior cuando le venía a las mientes el nombre de Hernán, Paterna Núñez descendió al campo de batalla con las últimas luces de la tarde, dejó que Ramiro la tomara del brazo, saludó a los nobles gallegos que habían acompañado al rey en el combate, pisó la tierra condecorada con la sangre y el fuego, paseó entre grupos de soldados exhaustos y malolientes, fingió interesarse por las maniobras que Ramiro, henchido de orgullo, explicaba con rotundos ademanes, e incluso honró con su femenina presencia el atrio de la modesta iglesia de fray Fruela, cuyos pocos monjes la obsequiaron con todo género de bendiciones. El señor del Édramo tampoco le ahorró el mal trago de contemplar el pudridero donde se apilaban los cadáveres de la jornada.
—Admira esto, mi dama —exclamaba Ramiro—. Este paisaje envuelto en victoria.
—¿La victoria siempre huele así de mal? —preguntó ella, incauta.
—¡La derrota huele mucho peor! —había respondido Ramiro entre risas, pero cortante.
Se asemejaba más a Eneco que a Hernán; Ramiro era ese tipo de hombre tosco, lineal, sin dobleces, pero también sin misterios, que daría su vida por los más altos ideales y al mismo tiempo caería sin remisión en los vicios más deleznables. ¡Conocía a tantos como él! Pero este iba a ser rey, y a su futura esposa más le valdría —pensaba Paterna— tomarle bien la medida.
—Esto es solo el principio, mi señora —le había confiado el rey, excitado por el baño de gloria y muerte—. Iremos más allá. En Galicia y en Castilla. Quiero tierra llana donde plantar cereal. Quiero poder dar de comer a esa gente —señalaba Ramiro al hormiguero de campesinos que batía el campo de batalla en busca de algún botín—. Quiero que vuelva a haber cruceros en los caminos y ermitas en los cerros. Y si tengo que ser rey, quiero serlo de un pueblo que me mire con amor y veneración, como se miraría a un padre. Y a su reina, como a una madre —añadía con una expresión casi tierna que chirriaba incongruente en aquel rostro, sucio aún de sudor y polvo y ceniza.
Parecía un buen hombre. Era mucho mayor que ella —veinte años, nada menos—, pero guardaba una apariencia vigorosa y sana. Se movía con una cortesía algo artificial, pero grata. Mostraba afecto a sus soldados. Era generoso con los vencidos, pues se había abstenido de perpetrar la habitual degollina entre los mercenarios de Nepociano; algo que, por otro lado, nadie habría estado en condiciones de reprocharle. En vez de eso, había apresado a unos pocos cientos —las canteras de Galicia y las minas de Trasmiera serían su destino— dejando marchar a los más. La victoria de Cornellana le estaba haciendo volar, pero no parecía ganado por la soberbia. Habría que ver cómo era fuera del campo de batalla, en el tedio rutinario de la vida de palacio, en las obligaciones de alcoba o en las irritantes ocupaciones de despacho; habría que ver si, hastiado, resolvía dedicarse a la caza y el vino, como tantos otros; habría que ver —Paterna no podía ignorarlo— si buscaba a otras mujeres, quizás alguna que hasta ayer mismo calentaba su cuerpo y que ahora estaría asistiendo, frustrada y despechada, al vuelo de su hombre hacia otro nido. Habría que ver, en fin, cómo aceptaban sus hijos encontrar a Ramiro casado con otra mujer que no era su madre. Ese Gatón la miraba de una manera extraña. Era imperativo ganárselo cuanto antes. No parecía mal muchacho: tan noble y tan bruto como ese caballo salvaje sobre el que cabalgaba. Una ardua tarea se abría a los pies de la castellana.
Ahora, camino de Pravia, Paterna no podía dejar de pensar en su inminente destino. Iba a casarse con ese hombre. Iba a yacer con él. Iba a ser reina. Toda la cristiandad del norte tenía los ojos puestos en ella. Y ella iba a poner un digno precio a su mano.
Ya se divisaban las primeras casas del poblado de Pravia. El amanecer había dejado un cielo cubierto de nubes poco amenazadoras. Pronto brillaría el sol. Iba a ser un buen día. Un día de fiesta en el reino.
Una cohorte de jinetes salió al encuentro del cortejo de Ramiro Bermúdez. Dos caballeros venían en cabeza. Uno era un tipo rubio con un aspa negra en el escudo. El otro era Hernán.
Las palomas volvieron sueltas. Todas a la vez. Sin mensaje alguno. El eunuco Nasr Abu el-Fath no salía de su asombro. Incluso sacrificó algunas de ellas para abrir sus entrañas, por si ahí pudiera descubrir la causa del enigma. Nada. Solo palomas. Palomas que habían regresado a Córdoba desde el lejano norte y lo hacían mudas, sin noticia alguna sobre la expedición del príncipe Mohamed. No cabían sino tres opciones: una, algún esclavo poco avisado las ha dejado escapar; dos, un accidente ha roto carro y jaula y así las palomas han decidido volver; tres, alguna catástrofe ha deshecho la columna y solo esos bichos han sobrevivido al desastre. ¿Qué elegir?
Nasr acarició su calva cabeza evaluando probabilidades. Un muy poco discreto sentimiento de victoria hacía vibrar su vientre ante la mera hipótesis de que Mohamed hubiera sufrido un serio descalabro. Lo lamentaba por el general Walid, sí. El eslavo era un buen tipo. Pero toda apuesta lleva su coste. En cualquier caso, no convenía sacar conclusiones precipitadas. Lo que tenía en las manos eran palomas; nada más que palomas. Alguien, en alguna parte, debía de tener información fresca y veraz sobre el destino de la columna del príncipe. El eunuco cursó inmediato aviso a sus puestos avanzados en la línea del Duero. Ellos serían los primeros en recibir noticia de la suerte de Mohamed, fuera esta cual fuere. Sin duda los alguaciles de aquellas plazas, barcos varados en medio del desierto, se apresurarían a responder a su mensaje. Todos ellos conocían hasta qué punto podía llegar la generosidad del eunuco Nasr Abu el-Fath para con quien le servía bien.
Había que contárselo al emir. No podía ocultarle algo así a Abderramán. La suerte de su heredero estaba en juego. Una media sonrisa se esbozaba mecánicamente en la cara redonda del eunuco al imaginar a Mohamed derrotado, vencido, humillado, herido… Incluso, por qué no, muerto en aquella tierra de salvajes del norte. Eso colmaría de satisfacción el corazón de la bella Tarub. Su hijo Abdalá tendría mucho más cerca el trono. E incluso si el heredero no hubiera muerto, si solo hubiera sido un contratiempo, aun así su crédito forzosamente tenía que quedar disminuido a ojos de su padre. El emir no podía pasar por alto un fracaso de semejante calado. Abdalá ganaría posiciones. Y él, Nasr, empezaría a ver cumplido su propósito de aniquilar a aquel mamarracho que un día le llamó «gordo buey hijo de un cerdo cristiano».
Tarub había trabajado bien. En todos los rincones de Córdoba, desde el zoco hasta los baños pasando por la mezquita, las gentes se hacían lenguas de la aventura del pequeño Mohamed y su ambiciosa misión en el reino de los infieles. El rumor había crecido como una bola de nieve lanzada en las blancas faldas de la sierra de Granada. Primero se dijo que Mohamed partía para castigar a los infieles en la frontera. Después el pueblo añadió que el heredero iba a medirse con el ejército cristiano al completo. Enseguida se cebó el bulo con imaginarias huestes de todos los puntos de Al Ándalus. Lo último que había oído el eunuco, haciendo un soberano esfuerzo por mantener la compostura, fue que el príncipe Mohamed iba a luchar contra el mismísimo Carlomagno; la especie se la refirió un albañil de las obras de la mezquita y Nasr no puso el menor empeño en explicar al pobre hombre que Carlomagno llevaba muchos años muerto. ¿Para qué? Mejor así. Que todo el mundo elevara a Mohamed hasta la altura de un héroe de leyenda; eso haría aún más dura su caída.
Abderramán recibió al eunuco en su salón del trono, sentado en ese incómodo escabel que Ziryab le había hecho construir para que la corte del emir de Córdoba no tuviera nada que envidiar a la del califa de Bagdad. Tenía el aire cansado, Abderramán. Había sido un día de largas horas de discusión e intrigas con los Banu Qasi del Ebro, según refirió a Nasr un oficial de la corte apenas puso el pie en el alcázar. ¡Esos Banu Qasi…! Pero no incomodaba a Nasr el no haber sido informado de tales negocios: había aprendido a no meter la nariz en el puchero del emir.
El eunuco avanzó hacia la puerta tantas veces franqueada, se postró sobre la alfombra tantas veces hollada, saludó con las fórmulas tantas veces recitadas. Abderramán tardó en contestar. Desde su posición, de rodillas y con la frente en el suelo, Nasr solo podía ver los dulces pies de Tarub, reclinada entre cojines, bajo la augusta figura de su dueño. Habría dado cualquier cosa por poder confiar a la hermosa favorita, en privado, la naturaleza de su visita, pero había cosas que incluso a ellos les estaban vetadas.
—Mi buen Nasr —suspiró el emir con un deje cansino—, levántate. ¿Tenemos noticias?
—Mi señor, que Alá te guarde muchos años y te cubra de bendiciones —salmodió el eunuco—. Tenemos noticias inquietantes, en efecto, y por eso me he permitido turbar tu paz.
—¿Inquietantes? —interrogó Abderramán, levantando las cejas en un arco de sorpresa—. ¿Para quién?
—Para todos, mi señor. Esta mañana han regresado al nido todas las palomas de la expedición del príncipe Mohamed —informó Nasr, fingiendo aflicción—. Todas. Y sin ningún mensaje en sus patas. Tampoco en las entrañas de los animales. Es como si…
Nasr se interrumpió. No quería decir lo que pensaba. «Saberlo todo de todos y que nadie sepa qué pasa por tu corazón». Pero no era fácil decidir qué versión servir al soberano de Córdoba.
—¿Cómo si…? —apremió el emir.
—Como si un accidente o alguna circunstancia similar hubiera roto la jaula y empujado a los animales a la fuga —optó el eunuco por la explicación menos traumática.
—Un accidente… o algo peor —musitó Abderramán con gesto reconcentrado—. ¿No hay más noticias de la columna de mi hijo?
—No, mi señor. He ordenado —se apresuró a agregar el eunuco— que todos los puestos de la frontera estén alerta y me informen inmediatamente en cuanto se sepa algo.
—Bien hecho. ¿Y no tenemos ninguna otra forma de saber qué pasa en el norte?
—Sí, mi señor. Otros agentes —explicó Nasr con la satisfacción de quien lo tiene todo bajo control— podrán darnos noticia de las maniobras de nuestro amigo Nepociano. Pero hasta mañana o tal vez al día siguiente no habrán llegado sus palomas.
Nasr guardó un reverente silencio. ¡Las palomas de Nepociano! Ahora caía en la cuenta de que desde tres días atrás no recibía ninguna noticia nueva de Oviedo. Y hasta este preciso instante no se le había ocurrido poner en relación el silencio de Nepociano con la desbandada de las mensajeras de Mohamed. Un presentimiento sombrío cruzó por la mente del eunuco: había demasiados cabos sueltos en este asunto.
—Mi querida Tarub —susurró de pronto el emir—. ¿Tú qué piensas?
—Yo… —acertó a balbucir, azorada, la favorita, en cuyo interior se había dibujado ya el escenario de la muerte de Mohamed—. Yo no entiendo mucho de palomas, mi señor —dijo al fin—. Quizá solo haya sido un accidente, como indica Nasr Abu el-Fath.
—Accidente o no —reflexionó Abderramán—, no me complace en absoluto la idea de tener a mi hijo y heredero perdido en algún lugar de esas horribles montañas inhóspitas y sin posibilidad de comunicación. Mi buen Nasr —interpeló al eunuco—, ¿cuánto podríamos tardar en enviar una columna de socorro?
—Podemos mandar un mensaje ahora mismo a los puestos que guarnecen los espacios al sur de Astorga —informó el eunuco, diligente—. Mañana o pasado mañana a lo sumo, la paloma llegará y un destacamento de la frontera podrá internarse por ese camino que tomó el príncipe… Ese camino… ¿cómo se llamaba? —fingió ignorancia el eunuco a sabiendas de que así hería aún más la posición de Mohamed.
—La Mesa —respondió con enojo el emir—. Sí, es un buen plan. Manda el mensaje ahora mismo. Y que de inmediato partan columnas en busca de la hueste de mi hijo. Ahora, Nasr, déjanos. Pero vuelve en cuanto tengas noticias. Sea la hora que sea.
Nasr Abu el-Fath se inclinó en una profunda reverencia. En una fracción de segundo taladró los ojos de Tarub, brillantes de ambición y gozo. No quiso pronunciar palabra alguna que aliviara la incertidumbre de Abderramán; cuanta más zozobra, cuanta más angustia le provocara la suerte de Mohamed, más humillante sería el retorno del heredero y más débil se haría su posición en la sucesión al trono. Ello suponiendo que ese petimetre despótico y presuntuoso no hubiera muerto en el lance. Pero no, no había que dejarse llevar por hipótesis vanas. Era preciso esperar. Y mientras tanto, que los rufianes que Nasr tenía dispersos por todos los rincones de Córdoba hicieran correr el rumor: un grave descalabro de naturaleza desconocida había quebrado al príncipe Mohamed, el heredero del trono de Córdoba.
Hernán y Sonna, en tranquilo trote, se aproximaron hasta la cabeza del cortejo del rey. El conde Sonna había insistido una vez más en portar el estandarte de la cruz. En esta tesitura, no solo para salvar su honor, sino también para que nadie dudara de a quién ofrecía su espada. Sin palabras, los dos guerreros descabalgaron en cuanto divisaron a Ramiro. Este los esperó a caballo, con un asomo de malicia en los ojos del color de las castañas. Hernán no lo percibió. Toda su atención estaba puesta en admirar a Paterna, majestuosa en su caballo de reina, ocupada en atender a las palabras de los tres obispos que la circundaban. La castellana desvió, apenas un instante, una mirada furtiva hacia el de Mena. Hernán, herido, la interpretó como un signo de incomodidad, como si ella no quisiera verle más, como si la abeja reina prefiriera matar al zángano.
No hacían falta presentaciones. Los tres hombres se conocían bien. Sonna avanzó, se plantó ante Ramiro, clavó en el suelo el estandarte y acto seguido hincó una rodilla en tierra. Hernán le imitó.
—Te saludo, mi señor conde don Ramiro, señor del Édramo, rey electo de Oviedo —recitó Sonna como si se hallara en una sesión de palacio.
Ramiro no acusó recibo de tanta solemnidad.
—¿Vienes a decirme que te debo mi victoria? —le espetó al conde.
—Vengo a decirte, mi señor don Ramiro, que tu victoria es la mía y que estoy a tus órdenes.
—¿Y Nepociano? —preguntó el rey.
—Preso en Oviedo —informó Hernán—. En las mazmorras de palacio. Y con él, su esposa Jimena.
—¿Y Gomelo? —quiso saber Ramiro.
—Libre —dijo Sonna—. En sus aposentos de la catedral de San Salvador. Recuperándose de su encierro en Ablaña.
—¿Y Oviedo? —insistía el monarca.
—Esperándote —cumplimentó el conde de palacio—. Para recibirte como rey.
Ramiro asintió satisfecho, pero de su rostro no había desaparecido la manifiesta hostilidad que sentía hacia Sonna. Ese hombre había salvado la batalla al retirarse con sus tropas y después había capturado a Nepociano, sí. Pero ese hombre le había traicionado; ese hombre había intimado con el usurpador. Ramiro no se fiaba de él.
—¿Esperas que te dé las gracias? —inquirió el rey con un tono que habría sido insultante en una cabeza sin corona.
—En Cornellana hice lo que mi honor y la memoria del rey don Alfonso el Casto me consignaron —declaró el conde, levantando el rostro y sosteniendo la mirada de su señor—. No espero que me des las gracias. Solo espero que mi brazo y mi espada tengan un sitio a tu lado.
—¿Hablas por ti —rio Ramiro—, o también por esos caballeros que nos esperan?
—Hablo por mí. En cuanto a esos caballeros, todos tienen su propia voz, pero no mentiré si digo que solo esperan, como yo, poder aclamarte como legítimo rey de Asturias.
—¿Quiénes están allí?
—Todos los que cuentan algo en el reino. Además de Escipio, están los que firman la carta que has recibido: Flaín de Castañeda, Osorio de Amieva, Suero de Tineo y el conde Cuervo de Gijón. Más otros que hasta ahora se habían mantenido al margen, como el abad Gladila.
—¡Gladila! —se asombró Ramiro—. ¿El rico Gladila de Trubia?
—El riquísimo abad Gladila, sí —confirmó Sonna—. Uno de los pocos señores de las Asturias que se abstuvo de tomar partido por Nepociano… ni por ti.
—¡Zorro! ¡Por eso es tan rico! —rio el señor del Édramo—. Y dime, Sonna, ¿qué hay de Piniolo, Alvito y Aldroito? Me dicen que han sido los auténticos alfiles de Nepociano en esta partida.
—Que yo sepa, no están en Pravia —despachó Sonna con una patente mueca de asco; el conde no podía olvidar la matanza de Alles. Pero estaba equivocado.
—Sí están, mi rey —terció Hernán—. Sonna no lo sabe porque ha pasado la noche en Oviedo disponiendo el encierro de Nepociano —aclaró el caballero para excusar al conde—, pero Piniolo y Aldroito están en Pravia, junto a los que te esperan. En cuanto a Alvito, ha muerto. Recogieron su cadáver en el campo de batalla.
—¡Ratas! —escupió Sonna para sorpresa de Ramiro, que ignoraba la masacre de la familia de don Alvar.
El señor del Édramo miró alternativamente a Hernán y a Sonna. Apenas una semana atrás, ambos eran sus iguales. Ahora él era el rey. No, no se fiaba. Gente como esa, como esos señores que aguardaban en Pravia, había matado a otros reyes.
—Mucha zalamería huelo en tus palabras, conde Sonna —ironizó el rey, suspicaz—. Si alguien ha pensado en tenderme una celada, que mire bien lo que traigo —señaló a su ejército—. Todos estos hombres que vienen conmigo ya han probado el sabor de la sangre.
—No hay celada alguna —reiteró Hernán—. Pronto lo comprobarás.
—Así sea. Conde Sonna —ordenó Ramiro—, adelántate hasta Pravia. Transmite mi mensaje. Quiero que Escipio salga solo, a pie, a la entrada del pueblo. Juntos iremos a la iglesia de San Juan, la que mandó levantar el viejo rey Silo en Santianes. Nada de reuniones a oscuras en palacios de terratenientes. Quiero que todo se haga a la luz del día y con el pueblo como testigo. Cruzaremos la villa. Por supuesto, yo entraré con mis capitanes de hueste. En Santianes, ante la puerta de la iglesia, Escipio y yo recibiremos a los demás señores. El obispo Serrano, aquí presente, levantará acta de cuanto se trate. Otra cosa: quiero que en la misma plaza se prepare un sitial para mi señora doña Paterna; pronto será vuestra reina y debe asistir a la ceremonia de homenaje en posición destacada. Y ahora, marcha y transmite a Escipio mis órdenes. Hernán —añadió dirigiéndose al de Mena—, acompáñale y vela por que todo se haga conforme he dicho.
El de Mena quiso decir algo, pero ya Ramiro había vuelto grupas y ahora se dirigía hacia Paterna y los obispos, sin duda con la intención de referirles lo acordado: la escenografía del acto de homenaje. El que sí permanecía allí, en cabeza de la columna, era Gatón, que obsequiaba a Hernán y Sonna con una sonrisa equívoca; una sonrisa que Hernán prefirió no interpretar. Las nubes empezaban a retirarse del cielo y los rayos del sol imponían su brillo para saludar al nuevo señor del reino del norte.
Todo se hizo según el rey había dispuesto. Cuando la comitiva llegó a la entrada de Pravia, el conde Escipio se hallaba en medio del camino, solo y en pie. Solo pero no en solitario, porque una abigarrada muchedumbre de campesinos, artesanos, comerciantes, frailes y otras muchas gentes de cuantas habitaban en la antigua corte se había dado cita para la ocasión. Ramiro, al constatar la calidad del recibimiento, decidió cambiar la fórmula de su aparición. Dio aviso a su hijo Gatón y al obispo Serrano, así como a Paterna. Ordenó descabalgar a todos menos a la dama, cuya montura sería conducida por el joven Oveco. Mandó a Gatón enarbolar el estandarte del reino y a Serrano hacer lo propio con el cetro de la cruz. Encomendó a sus capitanes desplegar a las huestes en cuadros cerrados en torno a la villa y a lo largo del camino a Santianes. Requirió a los jefes de la mesnada para incorporarlos a su séquito. Y cuando todo estuvo concluido, marchó a pie al encuentro de Escipio flanqueado por Gatón y Serrano, estandarte y cetro, y tras ellos, a unos pocos pasos, augusta sobre su vistoso corcel, Paterna, escoltada por los jefes de guerra.
No hubo palabras. Escipio inclinó sus grandes bigotes, puso una rodilla en tierra, besó la mano de Ramiro y, ante el entusiasmo de la multitud que allí se congregaba, guio al rey y su escolta hacia la iglesia de San Juan Evangelista. También Escipio había preparado cuidadosamente la acogida: un coro de monjes de San Juan cantaba entre la muchedumbre y en los balcones de las casas lucían guirnaldas de flores que ahora, con el sol bien alto, brillaban como banderas de gloria. La comitiva cruzó la villa con sus callejas llenas de comercios y casonas que atestiguaban que aquí se elevó un día la capital de la corona. Franqueada la ciudad, un camino bien asentado conducía por la vera del Nalón hasta el sitio de Santianes, donde se alzaba la iglesia que construyó el rey Silo. «Silo princeps fecit», rezaba en mil direcciones la piedra laberíntica que aquel extravagante monarca hizo encastrar en el pórtico como testimonio de su patrocinio.
Ante el portalón de San Juan aguardaban los señores de la tierra; todos los que pocos días atrás habían conspirado para cortar la cabeza del señor del Édramo. Ramiro, no obstante, ignoró su presencia y ordenó escuetamente a Escipio que le llevara al interior de la iglesia. Deseaba visitar las tumbas de Silo y Adosinda, y también la de Mauregato. El nuevo rey quería saludar a los reyes de antaño. Afuera quedaron los jefes de guerra del gallego, mirando con ojos asesinos a Flaín, Osorio, Piniolo y compañía. Gatón tuvo que emplear toda su capacidad de persuasión para apartar de allí a los hijos de Fáfila de Lugo, la víctima de Piniolo en el consejo, que querían cobrarse la vida del asesino de su padre. El rico abad Gladila, percibiendo la elevada temperatura del encuentro, optó por quitarse de en medio y tomó bajo su responsabilidad la tarea de acomodar el sitial reservado a Paterna. Sonna se acercó a Piniolo.
—Sé lo que has hecho, Piniolo —masculló el conde—. Tú y tus siete hijos.
—¡Conde Sonna! —compuso el rufián una cortés sonrisa—. Me alegro de verte. Precisamente por eso estamos aquí: para pedir perdón al rey por nuestro error y ponernos a sus órdenes.
—No me refiero a eso y lo sabes —amenazó Sonna—. Hablo de lo que habéis hecho en Alles. La matanza de la familia de don Alvar.
—¿Alles? ¿Don… don Alvar? —Cerró Piniolo la barba negra sobre la boca crispada—. Nombres en verdad nuevos para mí. ¿Y vosotros, hijos? —se volvió el asesino a su progenie—. ¿Sabéis de qué me habla el buen conde?
Los siete hijos de Piniolo, al unísono, negaron con sus cabezas la evidencia que sus miradas admitían. Sonna sintió deseos de decapitar a los ocho de un solo tajo.
—¿Lo ves, mi buen amigo? —canturreó Piniolo, sardónico—. Creo que te equivocas de foro. Son preguntas —añadió, amenazante— que traen malas consecuencias si se plantean en lugares inoportunos.
—¡Esto no quedará así! —se indignó el conde—. ¡El rey tendrá noticia de esto! ¡Por mi vida, Piniolo, que pagarás tus crímenes!
El elevado tono de voz de Sonna llamó la atención de los presentes. Piniolo, alertado, se giró hacia ellos y levantó los brazos en cruz como quien pide indulgencia.
—Disculpad al conde —rio el sicario de Nepociano—. Está alterado por los últimos acontecimientos. Ya arreglaremos él y yo este asunto.
Sonna clavó en Piniolo unos ojos homicidas. Susurró: «Ya lo creo que lo arreglaremos». Y se marchó de allí.
Ajeno al altercado, el séquito de Ramiro fue tomando posiciones en torno al pórtico de San Juan. A un lado, los terratenientes; al otro, los hombres del rey. Gladila, meticuloso, había hecho sacar un rico escaño de la iglesia y, con un palio a modo de toldo, compuso el adecuado sitial para Paterna. Fue Hernán quien acompañó a la dama hasta su asiento. Le ofreció el brazo, ella lo tomó y ceremoniosamente avanzaron ante el entusiasmo de la muchedumbre. Paterna se movía como una estatua que hubiera cobrado vida. Hernán buscó en sus ojos de miel algún eco de la vieja complicidad. No lo halló. Solo sintió un intenso frío en sus entrañas, como si del cuerpo todo de aquella mujer emanara un viento de hielo.
Ramiro salió al fin de la iglesia de San Juan. Escipio recobró su puesto en el grupo de los terratenientes. El rey se situó en pie junto a Paterna. Ella ocupaba el lado izquierdo del pórtico; él, el lado derecho. Serrano y Gatón cedieron al monarca cetro y estandarte. Y así, con el cetro en una mano y el estandarte en la otra, Ramiro aguardó el homenaje de los vencidos. Escipio levantó la diestra. El público calló.
—Mi señor don Ramiro Bermúdez —proclamó solemne Escipio—, hijo del rey Bermudo, conde en Galicia, señor del Édramo, rey electo de Oviedo: los caballeros aquí presentes, hombres todos de viejo linaje, saludan en ti al vencedor de Cornellana. Reconocemos la designación efectuada por el difunto rey Alfonso en su lecho de muerte. Aceptamos la veracidad del testimonio levantado por el obispo don Gomelo. Revocamos formalmente el nombramiento en consejo del regente Nepociano. Te aclamamos como legítimo rey de nuestras tierras. Renunciamos a cualquier otra obediencia. Abjuramos de nuestros pasados errores. Y si en el pasado nos levantamos contra ti engañados por un usurpador, ahora te rogamos que aceptes nuestra fidelidad, demostrada al abandonar las filas de tu enemigo en el mismo campo de batalla que ha visto tu victoria. Ponemos a tu disposición nuestra fama y nuestras vidas. Y te rendimos homenaje como a nuestro único rey en Cristo Nuestro Señor.
Escipio calló, bajó la cabeza y puso una rodilla en tierra. El viejo conde sudaba tras sus grandes bigotes; acababa de apurar el trago más difícil de su vida. Ramiro posó sobre él sus ojos del color de las castañas. Después fue paseando la mirada, uno a uno, por los rostros de los conspiradores. En todos veía lo mismo: orgullo herido y miedo; resentimiento y turbación. Nunca iban a estar a su lado. Ramiro lo sabía. Todo lo más, podría conseguir que estuvieran bajo su bota; vasallos, sí, pero nunca socios y, mucho menos, amigos. El rey dejó cetro y estandarte en manos de Serrano y Gatón, dirigió una breve reverencia a su prometida y abrió los brazos.
—Caballeros de Asturias —habló suavemente el vencedor—. El rey don Alfonso me escogió como heredero en su lecho de muerte. Por eso abandoné mis tierras del Édramo para acudir a Oviedo. No busqué yo esa elección, pero obedecí a la llamada. Previamente quise encontrar una esposa adecuada para acompañarme en el trono: doña Paterna, hela aquí. Ahora bien, una turbia confabulación alteró la vida del reino. Un usurpador se alzó contra la voluntad regia, contra la ley y contra Dios. Con engaños, bien lo sé, se ganó vuestras voluntades y cubrió de sangre nuestro reino. ¡Con engaños!
Ramiro hizo un alto en su parlamento. «Con engaños». Era preciso repetirlo. En su experiencia del campo de batalla había aprendido el señor del Édramo que siempre es mejor dejar al enemigo una vía de salida: que pueda escapar. No por prurito moral de salvar la vida del adversario, sino porque así, abriendo la puerta a la tentación de la fuga, es más factible la victoria. Eso veía ahora Ramiro en las miradas de los terratenientes: todos estaban dispuestos a admitir que habían sido engañados; todos estaban dispuestos a huir por la vía que el vencedor les había abierto.
—¡Largo tiempo lamentaréis haberos dejado engañar! —cambió súbitamente Ramiro el tono de su discurso—. ¡Eso es algo con lo que tendréis que pechar todas vuestras vidas! Me habéis ofrecido revocar el nombramiento del consejo que designaba a Nepociano como regente. Bien está, pero no basta. Porque vuestro error no ha sido solo elegir a un usurpador, sino, aun antes, erigiros en consejo del reino sin otro respaldo, ni derecho ni autoridad que vuestros propios nombres. Por eso os han llamado traidores, y con razón. En todo caso —dulcificó de nuevo el rey su tono—, solo a Dios corresponde juzgar las debilidades de sus hijos. En lo que a mí concierne, no soy más que vuestro rey. Habéis abandonado el campo del usurpador. Os habéis alejado del príncipe injusto del que habla San Isidoro. Habéis venido a mí para prestarme homenaje. Eso es lo que haremos. Tiempo habrá para juzgar culpas. Por mi parte, estoy dispuesto a aceptar con indulgencia este gesto vuestro; lo recibo como manifestación de arrepentimiento y propósito de enmienda. Conde Escipio…
El veterano conde de palacio fue el primero. Ante la mano tendida de Ramiro, Escipio hincó nuevamente su rodilla en tierra y besó el guante del monarca. Después vino el abad Gladila. Tras él, los restantes señores. Incluso Piniolo y sus hijos. El señor del Édramo se mantuvo rígido, hierático como la piedra pintada del Peñatu, la vista perdida en algún lugar más allá de los hombres, ajeno a las palabras de los patricios de Asturias. Ni una sola vez miró a quienes, derrotados, venían ahora a rendirle pleitesía.
Cuando la ceremonia de homenaje hubo concluido, Ramiro abandonó el aspecto pétreo y recobró la vida. Sonrió con benevolencia. Llamó junto a sí a Sonna, sorprendido, y a Escipio, que se apresuró a obedecer a su nuevo señor.
—Mañana partiremos hacia Oviedo —anunció el rey—. Todos estáis invitados a mi coronación. Y al día siguiente, me cabrá el honor de desposar a mi señora doña Paterna. Así se harán las cosas.
—Mi señor —intervino Escipio—, como un honor recibimos vuestra invitación. Y ahora…
—Ahora —le interrumpió el rey—, nobles de Asturias y Galicia y Castilla aquí presentes, señores obispos, pueblo de mi reino, gritad conmigo: ¡larga vida al reino de Oviedo!
—¡Larga vida al rey Ramiro! —rubricó Escipio.
Los vítores de la multitud y los himnos de los frailes se elevaron al cielo desde el campo de Santianes al tiempo que repicaban las campanas de San Juan. Ramiro dio por concluida la ceremonia. El conde Escipio abrazó a su hijo Oveco, que había permanecido entre las filas del rey, e hizo un aparte con el monarca.
—Mi señor, para rubricar adecuadamente una ocasión tan señalada he preparado un pequeño banquete para tu prometida y para ti. Será en el viejo palacio del rey Silo, que desde hoy será la casa del rey cada vez que te dignes pisar su umbral.
—¿Un banquete? —respondió Ramiro, ceñudo—. ¿Pensáis asesinar al rey en un banquete, como en las viejas leyendas?
—Mi señor… —zozobró Escipio, helado—. Es solo un banquete…
—¡Bromeaba, buen conde! —rio Ramiro con una mueca atravesada—. Pero, dime, ¿tan seguro estabas de que esto saldría bien como para preparar por anticipado un festín? ¿Y si todo hubiera salido mal? ¿Qué habría que celebrar?
—En ese caso, mi rey, habríamos comido a solas mi familia y yo.
En las barbas oscuras de Ramiro se abrió un abismo que podía ser una carcajada. El rey palmeó los hombros de Escipio.
—Habrá banquete, sí, no lo dudes —aceptó Ramiro—. Pero entenderás que mis jefes de guerra han de acompañarme en el agasajo.
—Por supuesto —acató el conde.
—Entenderás asimismo que hará falta un catador. Hace solo un día que esa gente que está ahí quería clavar mi cabeza en una pica; no me arriesgaré a que alguno de ellos pretenda cobrarse por las tripas lo que no consiguió por el brazo.
—Eso me ofende —protestó Escipio—, pero comprendo tus razones y se hará como indicas.
—Y entenderás también que a excepción del abad Gladila, que no se levantó contra mí, y del conde Sonna, que ha demostrado su lealtad, ninguno de los señores que acaban de besar mi mano podrá sentarse a la mesa. Todos los demás habrán de volver a sus casas.
—Como quieras —aceptó el conde, apenas levemente contrariado.
—Sea. Otra cosa: mi séquito y yo necesitamos un lugar donde instalarnos. No quiero pasar otra noche al raso.
—He dispuesto —respondió Escipio, diligente— que sea en el mismo lugar del banquete: el antiguo palacio de los difuntos reyes Silo y Adosinda, acondicionado para tu prometida y para ti. Un ala para cada uno. Sigue en buenas condiciones.
—¡Has pensado en todo, buen anfitrión! Con razón el viejo Alfonso te tenía a su lado.
—Recibo eso como un cumplido.
—Lo es, Escipio, lo es. Seguiremos tus indicaciones. Ahora déjame departir un instante con mi gente.
Escipio se retiró con una reverencia y Ramiro mandó llamar a Paterna y a Gatón, al obispo Serrano y a Hernán de Mena. Los hizo pasar al interior de la iglesia de San Juan. Allí, en el silencio de la piedra, sin otros testigos que las mudas tumbas de Silo, Adosinda y Mauregato, les expuso sus temores:
—El conde Escipio nos invita a un banquete en el viejo palacio de Silo.
—Es lo normal —apuntó Gatón.
—Pero puede ser una trampa —receló el rey.
—¿Y matarte como al godo Teudiselo, predecesor de Agila? —ilustró el obispo Serrano—. ¡Muerto con la barriga llena! Puede ser, pero no veo a Escipio en esas maquinaciones…
—Aun así, he pedido un catador. Por fiable que sea Escipio, hay demasiadas manos cerca de mi comida.
—Has hecho bien —aplaudió Hernán ante la mirada espantada de Paterna—. Toda precaución es poca con esa gente.
—Hay más. Escipio nos ofrece el mismo palacio de Silo para pernoctar. Un ala para Paterna y otra para mí. Voy a aceptarlo. Pero con precauciones. Gatón, hijo, tú montarás guardia en mis aposentos.
—Cuenta con ello, padre.
—La hueste se desplegará en torno al palacio. Iglesia y palacio están en terreno elevado. Es un lugar fácil de defender si las cañas se vuelven lanzas, pero un enemigo bien adiestrado podría encajonarnos en el meandro del río. Quiero al ejército acampado a mi alrededor. Y de tal modo que podamos salir en todas direcciones si hay que contraatacar. Ocúpate de ello.
—Lo haré, padre.
—Y tú, Hernán —añadió el rey—, custodiarás las habitaciones de mi prometida.
—¿Yo? —balbuceó el de Mena.
—Tú. No me fío de nadie más —confirmó el rey—. Y ahora, vayamos a ese banquete. Que todo el mundo lleve consigo su espada.
Si el rey Ramiro hubiera podido escuchar la vibración de las almas, habría detectado sin esfuerzo el torbellino de emociones contradictorias que en aquel instante envolvió a su prometida, Paterna, y a su custodio Hernán.
Una lenta y pertinaz gota de agua se desplomaba rítmicamente sobre el suelo gélido y oscuro de la mazmorra. Parecía siempre la misma gota, del mismo modo que, a los hombres, sus errores les parecen siempre los mismos. Nepociano y Jimena, encadenadas sus manos, sentados sus viejos huesos en las duras losas, apretados la una junto al otro para vencer al frío y a la humedad, trataban de acomodar sus ojos al lóbrego agujero donde los hombres del conde Sonna los habían encerrado. Debajo de la torre de San Salvador, o tal vez en el subsuelo de sabe Dios qué ala del palacio, se abrían o, más bien, se cerraban los atroces calabozos de la corona. Y allí el regente usurpador y su esposa, la prima del rey Alfonso, cavilaban sobre su triste destino.
Nepociano estaba vencido. Esta vez, sí. Había conspirado en repetidas ocasiones contra Alfonso el Casto. En alguno de aquellos lances estuvo a punto de ganar. Ahora, cuando el objeto de la conspiración ya no era su odiado Alfonso, sino un sucesor que ni siquiera había llegado al trono, el magnate rebelde había estado persuadido de que acabaría saliéndose con la suya. Hasta que los condes Escipio y Sonna abandonaron el ejército que debería haberle llevado al trono.
—¿Dónde nos hemos equivocado, Jimena?
—Tal vez hemos sobrevalorado a esa cuadrilla de labradores y ganaderos enriquecidos —escupió despectivamente la mujer.
—Tal vez. Aun así, deberían haber sido sensibles a la promesa del oro. De hecho, al principio lo fueron —se consolaba Nepociano.
—Hasta que alguien les prometió algo más fuerte. Algo que tú y yo no podremos entender jamás, me temo —se lamentaba Jimena.
—¡Insensatos! ¡Solo tendrán muerte y dolor! Me vengaré —gruñía el usurpador vencido—. Me vengaré de todos ellos. Empezando por Abderramán.
—¿Abderramán?
—Sí. El emir —confirmó Nepociano—. Tenía que haber estado aquí. Tenía que haber enviado a sus tropas. Tan solo con su presencia, la corona habría sido nuestra. ¿Por qué habrá faltado a la cita? ¡Nunca había estado tan cerca como ahora de cerrar su conflicto con el norte!
—Oí decir a unos guardias —comentó la dama— que una columna sarracena fue desmantelada en el camino de la Mesa una jornada antes de la batalla de Cornellana. Quizá…
—¿Desmantelada dices?
—Exactamente eso. Y poco más sé. Pero quizás esto explique por qué las tropas de Abderramán no comparecieron a tu lado.
—Quizá —se resignó el regente—. Poca tropa sería, en cualquier caso, si una cuadrilla de destripaterrones la ha deshecho.
—¿Lo sabe él? —suspiró Jimena.
—¿Quién? ¿Abderramán?
—Sí.
Una especie de sonrisa amarga se dibujó entre las barbas blancas y enmarañadas de Nepociano. Quizá volvían a su espíritu los recuerdos de aquellas largas tardes cordobesas cerrando negocios y abriendo sentidos en compañía del buen eunuco Nasr Abu el-Fath.
—No he podido comunicar nada a Córdoba. No hubo tiempo. Pero el emir se enterará pronto, sin duda; tiene otros ojos y otros oídos en Asturias.
—¿Crees que tratará de salvarnos? —preguntó la mujer con un brillo de desesperación en sus ojos del color del mar en invierno.
—Olvídalo —chasqueó la lengua Nepociano—. Para él, nosotros no hemos sido más que peones en su juego. No caerá con nosotros. Si le conozco bien, ya debe de estar pensando en otras alternativas.
—Entonces… ¿qué vamos a hacer?
—¡Yo he sido nombrado regente del reino conforme a la ley! —exclamó el anciano magnate con el mismo empaque que si hallara ante un tribunal—. Un consejo de nobles me designó. Y además, lo hizo en el mismísimo salón del trono.
—Pero hubo que matar a dos para…
—¡Sí —atajó Nepociano—, pero no los matamos ni tú ni yo!
—¿Crees que ese Ramiro respetará la decisión de un consejo que…?
—No —volvió a interrumpir el magnate a su esposa—. No la respetará. Pero hay otros nombres.
—¿Quiénes? ¿Escipio y Sonna? —preguntó Jimena, desengañada—. ¡Te han traicionado!
—No me refiero a ellos, sino a los caballeros que allí firmaron y cuyo nombre ha quedado ahora en entredicho.
—¿De verdad esperas algo de esa gente? —rio agria la mujer—. Te traicionarán a ti como antes traicionaron la voluntad de Alfonso.
—Puede ser.
En aquella posibilidad desconsolada se le fueron a Nepociano sus últimas ganas de luchar. Estaba viejo. Estaba cansado. Y aún peor, miraba a su esposa, a su adorada Jimena de los rojos cabellos, y a quien descubría era a otra anciana, como si a la dama le hubieran aflorado de repente todos los años de infinitas edades, toda la erosión secretamente acumulada por el tiempo y que ahora, en la derrota, salía súbitamente a la luz.
—¡Si al menos hubiéramos tenido a nuestro lado a algún hombre de Iglesia, para que diera legitimidad a tu regencia…! —se dolía la mujer.
—Ese Serrano… Otro traidor.
—¿Crees que nos matará? —musitó Jimena, sin poder disimular un eco de angustia.
—¿Ramiro? Ganas no han de faltarle. Eso le serviría para que los demás señores del reino escarmienten en cabeza ajena… En nuestras cabezas. Otra cosa —observó Nepociano— será que Ramiro se atreva a comenzar su maldito reinado con un baño de sangre.
—Ya ha habido mucha sangre en Cornellana.
—Mucha, sí. Más de la necesaria. ¡Era todo tan simple, tan sencillo, tan transparente…! —se desesperaba el anciano vencido—. Sigo sin encajar que esa gente haya preferido la palabra de guerra de un rey moribundo a un horizonte de paz y prosperidad como el que yo les puse ante los ojos.
—Quizás hemos sembrado en tierra estéril. O quizá las cosas han cambiado tanto en Asturias que esta ya no es nuestra tierra.
—¿En verdad lo fue alguna vez? —preguntó tristemente Nepociano—. Yo he estado casi medio siglo desterrado. Tú abandonaste el país en cuanto pudiste. Nuestra vida era Aquitania; sus campos, sus gentes, sus negocios… ¿Sabes? ¡No puedes imaginar cuánto me duele haberte traído a este desastre!
—Mi vida… —sollozó Jimena, cubriendo con sus manos, ahora manos de anciana, los blancos cabellos de Nepociano—. Era nuestro último paso. Había que darlo. Y no me arrepiento de haberlo dado contigo. De lo único que me arrepiento es de haber perdido.
—El último paso, sí. El último. Ahora solo queda morir.
—¡Rogaré que nos maten juntos! —exclamó Jimena, enjugando sin éxito las lágrimas que recorrían su rostro—. ¡No podrán negarnos eso!
Nepociano pasó una mano temblorosa y lenta por las mejillas descarnadas de su esposa. Nunca la había advertido tan delgada. La estrechó entre sus brazos. Muy despacio, silabeó:
—Tal vez nos mate. Tal vez nos reserve algo peor que la muerte. Pero yo te juro, amada mía, que con mi último aliento convertiré el reinado de ese Ramiro en un infierno. Aún no sé cómo, pero por todos los espíritus que han muerto entre estas sucias piedras te aseguro que lo haré. Y ni un solo día de su vida dejará Ramiro de pensar en Nepociano.
Mohamed se había preguntado muchas veces cuál sería el sabor de la derrota. Qué llevarían dentro de sí aquellos miserables que huían ante la vista de las tropas de Córdoba en las grandes aceifas del norte, qué sentirían los cautivos cristianos aplastados en el campo de batalla y traídos a la capital como esclavos. Ahora lo sabía. Ahora Mohamed sentía en su interior esa repulsiva mezcla de resentimiento y miedo que fermenta en el alma del vencido. Ahora, camino del sur, quebrantado y solo, conocía Mohamed el amargo sabor de la derrota.
Cabalgaba Mohamed encogido y silente, atenazado el ánimo por las oscuras miradas de aquellos hombres que le habían acompañado en la aventura y que ahora regresaban dando gracias a Alá por haberles salvado la vida y maldiciendo a aquellos generales que les habían conducido a la catástrofe. Apenas cuatro centenares de jinetes; nadie más. Entre los que desertaron tras la muerte de Yahya y los que cayeron en Lutos, la hueste del heredero había quedado reducida a su mínima expresión. Casi todos los supervivientes eran bereberes; la mayor parte de los eslavos había sucumbido en el desfiladero o caído cautiva de los cristianos. Y esos negros ojos bereberes se clavaban en la figura de Mohamed con el ardor punzante del rencor y el odio. El príncipe apenas se atrevía a levantar el rostro. Fingía ensimismamiento y duelo, pero lo que en realidad oprimía su alma era el miedo.
Una traición. Una cadena de traiciones. No cabía otra explicación. La primera traición asomó la cabeza en aquella serpiente que mató al viejo Yahya, el alfaquí. La segunda se manifestó en esa horda de locos vociferantes que salió de ninguna parte para diezmar a su ejército en las montañas. Mohamed tenía un culpable para la primera traición: solo podía haber sido el eunuco Nasr. Pero ¿y la segunda? Nadie sabía que la tropa iba a tomar el camino de la Mesa. Nadie a excepción del emir. Salvo que algún espía, en algún momento de la ruta, hubiera dado la voz de alarma a los cristianos del norte. ¡Pero era tan improbable!
En el agrio camino de la retirada halló Mohamed un pequeño puesto avanzado de soldados bereberes. Pidió unas palomas que pudiera enviar a Córdoba como mensajeras. Tuvo suerte, porque no era fácil encontrar en aquellos interminables páramos puestos tan bien surtidos. Pudo escribir una pequeña nota dirigida al eunuco Nasr Abu el-Fath con todas las precauciones que el caso requería. «Expedición fallida. Retorno a Córdoba». Nada más. El eunuco le daría el mensaje a su padre. Quedaba por delante lo más difícil.
La culpa de la derrota era del general Walid, de eso no le cabía la menor duda al heredero. Ese eslavo había cometido una imperdonable negligencia al no extremar las precauciones en su avance. La orden de avanzar la había dado él, Mohamed, cierto, pero la misión del general consistía precisamente en que la orden se cumpliera a plena satisfacción. Después le había salvado la vida, sí. Solo gracias al sacrificio de Walid pudo el príncipe escapar del campo de batalla. Pero eso —razonaba el joven— no mermaba la culpa del general, pues su deber no era otro que sacrificarse por el heredero. Si Walid hubiera hecho bien su trabajo, no le habría sido preciso entregar la vida.
Esto le explicaría Mohamed a su padre el emir: una oscura y nauseabunda cadena de traiciones rubricada por la incompetencia de Walid. Abderramán sabría dónde buscar a los culpables. El heredero en persona cortaría sus desleales cabezas. Aún faltaba, empero, dar razón de algo importante: justificar el avance; argumentar por qué el ejército desobedeció las órdenes del emir y entró en las montañas antes de que la guerra entre los cristianos se hubiera resuelto. Excusar el desacato. ¿Y qué decir? No faltaría en la corte quien acusara a Mohamed de rebelarse contra su padre, bien lo sabía el heredero. Era preciso encontrar una buena razón. Pero ¿cuál?
Necesitaba consejo. Mohamed precisaba la voz de alguien con experiencia. Alguien que conociera al emir y pudiera prever sus reacciones. Solo así podría volver a Córdoba y presentarse ante su padre. Y el príncipe creía saber dónde encontrar al mejor consejero: su madre.
La princesa Buhayr. La vieja princesa Buhayr. La primera esposa de Abderramán. ¿Cuántos años llevaba sin verla? ¿Cinco? ¿Siete? Era una triste historia la de Buhayr, aunque no más que la de otras muchas. La casaron con Abderramán cuando este aún era príncipe. Abderramán la escogió de entre otras candidatas porque era la más hermosa y porque los avales de su poderosa familia eran los mejores. Con ella tuvo varias hijas. Hasta que nació Mohamed, su primer hijo varón, lo cual convirtió a Buhayr en la princesa por antonomasia. Pero para entonces Abderramán ya había perdido todo interés por la mujer y se había enamorado perdidamente de una toledana llamada Al-Shifá, que quiere decir «curación». Su encaprichamiento por Al-Shifá llegó al extremo de que arrancó al recién nacido Mohamed de los brazos de su madre para entregarlo a los pechos de Al-Shifá, que crio al pequeño con su leche de esclava toledana.
Buhayr encajó la humillación lo mejor que pudo; después de todo, seguía siendo la primera, aunque ya solo fuera en el orden político del alcázar. Abderramán, no obstante, multiplicaba sus ofensas a Buhayr al mismo tiempo que se hundía más y más en la obsesión por Al-Shifá. El mundo entero vibró de asombro cuando el emir, en un gesto insólito, compró para Al-Shifá el mítico collar de Zobeida, el Dragón, aquella costosísima gargantilla de oro cubierta de perlas y piedras preciosas que hacía la admiración de los hombres de todos los tiempos. Fue el momento más alto de Al-Shifá. Pero después, para desesperación de la toledana, apareció Tarub, que conquistó el corazón del emir con mayor vehemencia incluso que su predecesora. Tan arrasador fue el éxito de Tarub que el emir desposeyó a Al-Shifá del Dragón y se lo regaló a la nueva favorita. Aquel día, el día que le quitaron el collar, Al-Shifá creyó morir.
Buhayr, relegada, veía todas estas cosas desde la distancia, como quien ya no espera nada de la vida. Sin embargo, no por ello había dejado de incubar en su corazón al ogro de la venganza. Vio a Al-Shifá retorcerse de envidia y dolor y despecho, como ella misma se había retorcido años atrás. Vio a la concubina desposeída suplicar una caricia de su amo, forzar encuentros inconvenientes con él, seguirle en sus campañas. En una de aquellas expediciones Al-Shifá contrajo unas extrañas fiebres y murió a los pocos días. No faltó en la corte quien detrás de esta muerte vio la mano vengativa de Buhayr.
Dicen que a Abderramán le afectó mucho la muerte de Al-Shifá. Tanto que ordenó enterrarla en una especie de morabito cerca de Almaguer. Aunque no por ello dejó de seguir enganchado a las faldas de Tarub. En cuanto a Buhayr, aprovechó la ocasión para quitarse de en medio: solicitó del emir y obtuvo instalarse en una ancha almunia al este de Toledo, en Ocaña; no lejos de la tumba de su enemiga, para disfrutar todos los días con la ruina de la mujer que le arrebató la primacía en el harén de Abderramán. Y desde entonces la primera esposa del emir, la madre de su heredero, vivía retirada en sus posesiones de Ocaña, al margen de la vida de la corte, pero regularmente informada por amigos y familiares que venían a contarle los últimos sucesos de Córdoba.
Nadie conocía a Abderramán mejor que Buhayr. Nadie podía saber mejor que ella cómo enfrentarse a la terrible ira del emir. Mohamed pediría su consejo. Después de todo, era su madre.
El viejo palacio de Silo y Adosinda tenía más aspecto de caserón campesino que de alcázar regio. Se componía de dos alas, en efecto, o más bien de dos cuerpos: dos grandes cubos de piedra enmaderada conectados entre sí por corredores y estancias comunes. Una de esas estancias era el gran salón donde el vencedor de Cornellana y su séquito disfrutaban del banquete preparado por el conde Escipio. Una larga mesa acogía al rey y a Paterna. A la izquierda del rey, Serrano; a la derecha de Paterna, el propio Escipio. A los lados, los demás comensales, con sitio especial para el rico abad Gladila y el obispo de Compostela. Sonna y Hernán se sentaban con los castellanos: Rodrigo Núñez, Rodrigo de Tedeja y Olmundo de Erice. Frente a ellos, los capitanes gallegos. Hubo truchas y salmones del Nalón, dos cabezas de ternera, capones, salchichas, jamón y jabalí, todo ello guarnecido con abundantes hortalizas de la rica vega de Pravia. Unos músicos del pueblo engalanaron el ambiente con albogues, gaitas y tejoletas. Corrieron el vino y la sidra. Pero a pesar de la pompa cortesana desplegada por el conde, poco quedaba en la casa que evocara su carácter palaciego.
—Mi señora doña Paterna —ilustraba Ramiro a su prometida durante el festín—, no sé si conoces la historia de esta casa. Yo te la contaré. Sabrás que después del asesinato del rey Fruela, padre de Alfonso el Casto, reinó su primo Aurelio, que puso corte en San Martín.
—Sí, Aurelio el infame.
—Era mi tío. Hermano de mi padre.
—Lo siento… No quería… —balbució Paterna una excusa.
—¡Oh, no te preocupes! —rio el rey—. Era mi tío, pero era un infame, sí.
—¿Es verdad que pagaba a los moros con mujeres? —se inquietó la dama—. ¿No era una leyenda?
—Me temo que no. Pero a lo que iba: el hecho es que cuando Aurelio dejó este mundo, posiblemente envenenado, la corona fue por vía marital para Silo, un rico terrateniente praviano que estaba casado con Adosinda, hermana del difunto rey Fruela. Silo era un hombre tranquilo y pragmático cuya primera decisión fue alejarse de las viejas capitales, Cangas, Oviedo, San Martín, y poner corte aquí, en sus propias tierras de Pravia.
—¿Eran suyas?
—Todo cuanto ven tus ojos —precisaba Ramiro, perdiendo el alma en los iris de miel de la castellana—. En lo alto de una loma cuyas laderas se derraman hacia el Nalón había una casa: su casa, levantada muchos siglos antes sobre piedras romanas. Era esta misma casa que hoy pisamos. Silo y Adosinda la transformaron en palacio y construyeron a su lado una iglesia, la de San Juan, que por algo este sitio se llamaba Santianes, o sea, Sancti Joannis. Nueve años reinaron Adosinda y Silo. La reina rescató a su sobrino Alfonso de su encierro en el monasterio de Samos y lo trajo a Pravia para que aprendiera el arte de gobernar. ¿Sabes? Llegó a ser proclamado rey con apenas veinte años, a la muerte de Silo, pero entonces apareció Mauregato…
—Sé quién es —apuntó Paterna como una alumna aplicada—. El hermanastro bastardo de Adosinda y Fruela.
—En efecto. Y abuelo, por cierto, de nuestro amigo Hernán de Mena.
—También lo sé —corroboró Paterna, componiendo el gesto más impasible que pudo.
—Alfonso tuvo que huir —prosiguió el rey—, y Adosinda quedó encerrada entre estos muros.
—¿Mauregato la encarceló?
—No exactamente —explicó Ramiro—. Mauregato, taimado, echó mano de una vieja norma de los tiempos godos que prescribía la vida monástica para las viudas de los reyes, y así decretó que este palacio se convirtiera en convento.
—Fue aquí, en este suelo —intervino el obispo Serrano—, donde Beato de Liébana y Eterio de Osma se levantaron contra la iglesia de Toledo cuando el obispo de aquella sede, Elipando, dio en negar la divinidad de Cristo. Desde entonces la iglesia de Asturias es el faro de la auténtica cristiandad española.
—Y aquí estamos hoy nosotros —concluyó el rey—, dando cuenta de estas viandas. ¿Sabes, Escipio? —interpeló Ramiro a su anfitrión—. La única alteración que tuvo el buen Silo durante su reinado fue un levantamiento de nobles gallegos. ¡Gallegos —rio Ramiro— como estos bravos capitanes que hoy se sientan aquí junto al rey!
—¡Galicia salva a Asturias! —aulló puesto en pie Ergica de Tuy, seco y enjuto, la cabeza aún vendada por la herida de Cornellana, el rostro colorado por el vino—. ¡Gloria a las armas de Tuy y del Tambre y de Lemos y del Édramo!
—¡Castilla salva al reino! —bramó a su vez, en respuesta, Rodrigo Núñez esgrimiendo la copa como si fuera el hacha que decapitó al general Walid—. ¡Gloria a Cigüenza y a Mena y a Espinosa!
Paterna posó una mirada de reprobación sobre su hermano. A su lado, el conde Escipio camuflaba su irritación mesándose los grandes bigotes. En aquella exhibición de glorias nadie mencionaba a Asturias. Hasta que la castellana, contra todo protocolo y toda costumbre, decidió ponerse igualmente en pie; no copa en mano, porque eso habría ido contra el recato exigible a una dama, pero sí con un gesto imperativo que inmediatamente acalló a los guerreros.
—Con permiso, mi rey —entonó Paterna—: Galicia y Castilla, nobles señores, sí, y Asturias que a todos nos envuelve. A todos. Porque juntos nos salvamos, pero separados perecemos. Como hija mayor de mi casa, y como prometida del rey de Asturias, quiero proponer un voto: que nadie separe jamás estas tierras que laten por la defensa de la cruz.
Un silencio sepulcral siguió a las palabras de la dama. El abad Gladila permanecía con la boca abierta. Había oído hablar de lo distintas que eran las cosas en Castilla, pero jamás hubiera imaginado que allí las mujeres se comportaran como hombres. Ramiro observaba, circunspecto. Temía la reacción de sus caballeros ante una intervención tan poco habitual. Fue Escipio el primero en levantarse y, casi al unísono, con él se pusieron en pie Sonna y Hernán. El rey, al verlos, saltó como empujado por un resorte.
—No son palabras de una mujer cualquiera —murmuró, admirado—. Son, en verdad, palabras de reina. Que tu voto, mi señora, se haga realidad.
Los bigotes de Escipio volvieron a sonreír mientras los caballeros prorrumpían en gritos de euforia. Paterna era toda una reina, sí, y su figura majestuosa, envuelta en aquella túnica blanca con bordados rojos, se ofrecía a la vista como si el estandarte del reino se hubiera hecho mujer. Los ojos de la dama se toparon con los de Hernán, que dedicó a la castellana un guiño halagador. Después, vencido el problema diplomático, cada cual volvió a su conversación.
—¿Y qué fue de Adosinda? —preguntó Paterna a Serrano, retomando el hilo de la historia.
—La reina Adosinda, mi señora, expiró entre estos muros —completó el obispo.
—¿No tuvo hijos? —aventuró la dama con un imperceptible temblor.
—Dios no se los dio —suspiró el mozárabe—. En lugar de hijos, puso todo su celo en la educación del entonces joven Alfonso.
—¿Cómo murió la reina?
—Suavemente. Dicen que tuvo tiempo de ver cómo Mauregato era inhumado en el suelo del templo de San Juan.
—Entonces moriría satisfecha —rubricó la dama. Y el obispo percibió con pasmo que a los ojos de miel de Paterna Núñez afloraba un brillo extraño y salvaje. Algo así como la mirada de un lince.
Terminado el banquete, Ramiro salió al campo para disipar los vapores del vino. Allí le abordó el obispo Serrano con un inoportuno trámite: los hijos de don Fáfila de Lugo, el noble asesinado por Piniolo en el salón del trono de Oviedo, solicitaban entrevistarse con el rey. ¡El asunto de don Fáfila! Ramiro casi lo había olvidado. Los hijos del caballero habían formado con él en la batalla. Buscaban venganza. Y seguirían buscándola, como era de esperar. El rey ordenó que se dirigieran a un lugar apartado, cerca del pórtico de la iglesia de San Juan. Necesitaba aire fresco. Allí hablaría con ellos.
—Gracias, mi señor, por recibirnos —principió cortésmente el mayor de los hermanos. Los hijos de don Fáfila eran cuatro mocetones de buena planta y gesto vivo. Por este orden: Vaula, Sisnando, Flayano y Mazón. El mayor ya peinaba canas en la barba oscura. Después venían dos gemelos rubios de aspecto equino, y tan parecidos que sería imposible distinguirlos si no fuera porque uno lucía solo barba y el otro solo bigote. El último era un joven pequeño y moreno de ojos inteligentes que, a juzgar por su vestimenta talar, debía de estar a punto de profesar en algún convento. Todos ellos inspiraban respeto; don Fáfila los había criado bien.
—Es lo menos que merecen los hijos de don Fáfila de Lugo —contestó Ramiro, devolviendo la cortesía—. Conocí a vuestro padre hace muchos años. Vivió con nobleza y murió con honor. Y sus hijos, en el campo de batalla, han estado a la altura de su nombre. ¿Qué puedo hacer por vosotros?
—Justicia, mi rey —respondió escueto el primogénito.
—¿Justicia?
—Sí —habló Mazón, el pequeño—. El asesino de nuestro padre anda suelto. Está entre las filas de quienes te han rendido hoy homenaje. No sería justo que su crimen quede impune.
—¿Queréis juzgarle? —aventuró Ramiro como quien se sorprende de lo evidente.
—Queremos su cabeza —rugió uno de los gemelos rubios.
—Lo comprendo. ¿Y de quién se trata?
—De Piniolo, bien lo sabes —denunció Vaula, molesto.
—Piniolo, ¿eh? —Se mesó Ramiro las barbas, nuevamente enmarañadas y aún sucias de la grasa del banquete—. Bien, seré franco con vosotros. No os puedo dar la cabeza de Piniolo. De hecho, ni siquiera le juzgaré.
Las palabras del rey cayeron sobre los cuatro hermanos como un caldero de aceite hirviendo. Solo el mayor pudo dominar su ira.
—¡Esto es…! —se arrancó Vaula.
—¡Intolerable! —completó Mazón.
—No —atajó el rey, autoritario—. Debéis entenderlo. Entre las condiciones del acto de vasallaje de hoy se encuentra la de respetar la vida de quienes han renunciado a su rebeldía. No puedo tocarles ni un pelo. Y eso incluye a Piniolo, bien que me pese.
—Mi rey —bufó el gemelo rubio que aún no había hablado—, eso sería una injusticia que podría marcar tu reinado para siempre.
—No —moderó Ramiro el tono—, porque respetar hoy la vida de Piniolo no significa que no vaya a compensaros por otras vías. Para empezar, debéis comprender que Piniolo no era sino un instrumento en manos de otro malvado aún mayor: Nepociano, que sí será sometido a juicio.
—¿Nos entregarás la cabeza de Nepociano? —brillaron los ojos de Vaula.
—Os aseguro que podréis testificar en la causa contra él.
—Eso está bien —concedió Mazón—, pero…
—Hay más —le interrumpió el rey—. Nepociano tenía anchas propiedades. Para empezar, guardaba parte de su tesoro personal en un caserón no lejos de Oviedo que en este momento ha de hallarse custodiado por la guardia de palacio. Bien: os entrego todo cuanto allí encontréis. El conde Sonna conoce el lugar. Él os guiará.
Ramiro estaba improvisando. Pero ahora descubría que tenía en las manos muchas más bazas de las que él mismo creía. El gesto atento de los hijos de don Fáfila acreditaba el éxito de su oferta.
—Pero esto solo es una parte —añadió el monarca—, y seguramente la menor. Sin duda conocéis que Nepociano posee un rico negocio en Aquitania: muchas tierras y mucho comercio. Pues bien, también es vuestro.
—¡Pero Aquitania está muy lejos! —objetó un asombrado Vaula.
—No tanto —observó el rey—. Todos los años pasan por allí centenares de peregrinos camino de Santiago. Haceros con esas riquezas os exigirá, ciertamente, viajar hasta aquel lugar, pero la fortuna es tan cuantiosa que vale la pena. Yo daré la orden de que se reconozca vuestra propiedad conforme a la ley.
Los cuatro hermanos se miraron con un lenguaje que solo ellos entendían. Parecían al mismo tiempo entusiasmados y renuentes.
—Mi señor —argumentó Vaula, el mayor—, con el debido respeto, todas estas recompensas son muy generosas por tu parte, pero…
—Habla, te lo ruego.
—… Pero cualquiera podría pensar que estamos poniendo precio a la cabeza de nuestro padre.
—Entiendo tus sentimientos —sonrió paternalmente Ramiro—, pero míralo de esta otra forma: se trata de una cabal compensación a mis fieles amigos los hijos de don Fáfila, en tanto se haga la necesaria justicia sobre todo cuanto ha pasado en el reino en estas semanas.
—¿Y dices que Nepociano…?
—Será juzgado conforme a la ley —confirmó el monarca—. Y vosotros podréis testificar para que nadie ignore la dimensión de sus crímenes. Os doy mi palabra.
Los cuatro hermanos volvieron a mirarse con aquel lenguaje que solo la identidad de sangre entiende.
—Estamos de acuerdo —dijo al fin Vaula.
—Lo celebro —aplaudió Ramiro—. Y ahora, id con Dios. Nos veremos mañana en el camino a Oviedo.
Y Ramiro Bermúdez dejó a los cuatro hijos de don Fáfila en la puerta de la iglesia de San Juan con el alivio de quien se ha quitado un gravoso peso de encima.
En un gesto que Paterna quiso interpretar como deferencia, el conde Escipio decidió reservar para la castellana los aposentos que en su día fueron de la reina Adosinda.
—De una reina para otra reina —anunció cortésmente el conde al mostrar las habitaciones.
—Más parecen celda de convento —comentó Paterna al comprobar la desnudez de las paredes y la tupida celosía de la ventana.
—Adosinda vivió aquí mientras reinó su esposo don Silo, pero también después, cuando profesó monja. Destino de reina en ambos casos que doña Adosinda, consciente de sus obligaciones, supo afrontar, y que toda mujer en su misma situación debe entender —sentenció Escipio con una equívoca mueca en sus grandes bigotes. La castellana lo interpretó como un reproche.
—Esa mujer será siempre un ejemplo para mí, pobre hija de un colono de la frontera —cerró Paterna, envolviéndose en una coraza de humildad.
Era en verdad monacal el espacio reservado para la prometida del rey: una cámara solo algo mayor que una celda de convento, un lecho menesteroso sobre tabla de dura madera, paredes desnudas sin otros adornos que un crucifijo y un desvaído tapiz de color indefinible, un arcón casi pétreo, una tosca mesilla, un asiento de factura no menos humilde… Ahora echaba de menos Paterna a su aya, todavía en Liébana, que sin duda habría sabido adecentar la glacial estancia con algún ramo de flores y una oportuna palangana. A falta de aya, la palangana la proporcionó Escipio, así como un pequeño espejo de bronce. Y nada más.
Fuera, al otro lado de la puerta, un largo corredor separaba la habitación del resto del palacio. Y en el corredor, en pie, custodio de la puerta prohibida, estaba Hernán de Mena. Paterna se mordió los labios. Se cepilló el cabello, se lo revolvió y se lo volvió a cepillar. Se lavó repetidas veces con agua de la palangana, hizo y deshizo la cama, abrió y cerró el arcón para enseguida volverlo a abrir… Quería y no quería. Quería que Hernán estuviera en la puerta y quería que se hallara bien lejos. Quería llamarle, sentir su presencia, oír su voz, y al mismo tiempo deseaba con todas sus fuerzas no tenerle cerca, saberle lejos, poder concentrarse en ese nuevo papel de reina que la vida le había otorgado y en el que Hernán ya no cabía, no podía caber. Sí, eso le diría: que él ya no tenía espacio en su vida. Le llamó.
—Temía el momento de encontrarme a solas contigo —musitó Hernán como en una maldición.
—Yo también. Por eso te he hecho pasar —contestó la mujer.
—¿Estás loca?
—Al revés. Quiero dejar de estarlo; quiero cerrar esta página —añadió con ademán firme—. Tienes que entenderlo.
—Lo entiendo —concedió el caballero—. Mi corazón se resiste a aceptarlo, pero lo entiendo.
—Hablas como un chiquillo —casi rio Paterna.
—Me siento como un chiquillo. Por eso me duele más.
—A mí me ocurre lo mismo —reconoció ella—. Pero tú sabes que…
—Lo sé —atajó Hernán—. Tú eres la mujer de otro. ¿Sabes? Es lo mismo que me dije la primera vez que sentí atracción por ti. ¡Pero sirvió de bien poco…! Nunca antes en mi vida me había sentido desleal.
—¿Aún te culpas?
—Nunca dejaré de hacerlo —confesó el de Mena.
—Yo no me culpo. Hace solo un día no me ligaba ningún compromiso formal a Ramiro.
—Ahora, por el contrario…
Paterna fruncía el ceño y apretaba los labios como quien pretende subrayar la seriedad de sus palabras componiendo un gesto de severidad. Trataba de mantenerse a una distancia prudencial del caballero, el espacio suficiente para evitar cualquier contacto. Estaba decidida a ser enteramente leal a su nueva condición.
—Todo está hecho. He firmado ya el contrato de esponsales.
—Con mi sangre —sonrió triste Hernán.
—Y con mis lágrimas. Pero eso poco importa ya.
—¿Tú no importas?
—Yo no importo. Y tú tampoco, Hernán. Ahora lo único que importa es que Galicia y Castilla se funden de verdad en el reino de Asturias. Nuestras tierras están salvadas. Ese era el objeto de este matrimonio.
—Se me hace extraño verte hablar como un hombre —ironizó el de Mena.
—Eso mismo me dice mi padre con frecuencia.
La miró. Como si fuera la última vez. Porque quizá lo era. Trigo en el cabello, miel en los ojos, vino en los labios, leche en la piel. No había palabras para expresar lo que bullía en el pecho de Hernán de Mena; no, al menos, palabras que las castas paredes de la cámara de doña Adosinda pudieran escuchar.
—Quiero que sepas —dijo al fin el caballero— que no forzaré lo más mínimo la situación. Estoy despertando de un sueño. Eso es todo. Intentaré hacerlo lo más rápidamente posible.
—Mañana volverá a salir el sol, el tiempo recobrará su curso, tú volverás a tu vida de siempre y yo empezaré…
—Tú empezarás una vida que ya no será tuya —corrigió Hernán.
—¿Crees que no lo sé? Por eso tú ya no cabes en ella —meneó vigorosamente la cabeza Paterna—. Precisamente porque mi vida ya no será mía, debes alejarte de mí.
—Escipio y Sonna acaban de partir hacia Oviedo para preparar los detalles de la coronación del rey y, acto seguido, la ceremonia de tu matrimonio. Me han ordenado acudir a ambas cosas.
—Sería incomprensible que no estuvieras presente. Al fin y al cabo, tú me has traído hasta aquí.
—Y nunca me lo perdonaré bastante…
—¡Basta, Hernán! Esto se acabó. Hay un tiempo para el amor y otro para…
—¿Para el poder?
—Llámalo como quieras —respondió la dama con aire desdeñoso—. Y, por favor, no actúes como un joven despechado. Ni tú ni yo estamos en condiciones de hacerlo.
—Descuida. Estaré ahí fuera. Por si necesitas algo —zanjó Hernán de Mena.
Paterna dio la espalda al caballero. Deliberadamente. Ni siquiera se volvió para despedirle. Estaría ahí fuera, sí. Algo le decía que él siempre estaría ahí fuera, esta noche y seguramente todas las demás. Pero lo que ahora veían sus ojos de miel —ahí fuera—, a través de la tupida celosía de la ventana de Adosinda, era el espectáculo del ejército acampado en el suelo de Pravia. Su ejército. El que la llevaría a Oviedo en cortejo triunfal. Porque Paterna, en su interior, ya era reina. Como la triste doña Adosinda.