Galopando entre las sombras, como teas en la oscuridad, la hueste de Hernán de Mena alcanzó las murallas de Oviedo. Había caído ya la noche y el instinto de los caballos reconocía el secreto del camino mejor que los ojos de los jinetes. Como una inquietante columna de fuego, los caballeros cruzaron en silencio los prados desiertos y las casas oscuras; los campesinos, paralizados por el miedo, apenas si se atrevían a mirar entre los postigos de las ventanas el fulgor de aquella cohorte fantasmal. Dos gruesos hachones iluminaban el arco de ladrillo rojo de la puerta Rutilante, la principal entrada de la muralla, majestuosa bajo la cruz de Asturias. Y allí, desplegados en torno a la puerta, antorchas en mano, estaban los hombres que Hernán esperaba encontrar.
—¡Quién vive! —gritó una voz desde el grupo de la puerta.
—¡Hueste del rey Ramiro! —respondió Hernán mientras sus jinetes, ya al paso, se acercaban a la muralla.
El conde Sonna salió de entre el grupo. Su escudo amarillo con el aspa negra brillaba de una manera extraña bajo la luz de las teas. Hernán descabalgó y se acercó tendiendo el brazo.
—Has cumplido, conde Sonna.
—¿Lo dudaste alguna vez? —rio Sonna, estrechando el brazo de Hernán.
—Nunca.
—¿El rey ya lo sabe todo? —preguntó el conde; para lavar su honor era imprescindible dejar claro qué fuerza le movía cuando abandonó el combate.
—Todo —confirmó Hernán.
—Bien —suspiró aliviado Sonna—. Y ahora, que sea lo que Dios quiera. A estas horas Escipio debe de haber enviado ya a Ramiro su propuesta de homenaje. Solo queda…
Hernán paseó un ceño preocupado por la mole negra de las murallas. Se había ganado la batalla, pero la capital aún encerraba mil peligros. Sobre todo, era preciso evitar que el usurpador robara el tesoro del reino.
—¿Están dentro? —quiso saber el de Mena.
—Sí. Nepociano y Jimena están ahí con toda certeza —aseguró el conde—. Sabemos que además cuentan con algunos hombres. No muchos, tal vez menos de una docena.
—Hemos llegado a tiempo —resopló Hernán. Aún era posible frustrar la fuga y el robo.
—Habrán saqueado cuanto hayan podido y ahora estarán pensando por dónde escapar —conjeturó Sonna—. Hay que atraparlos vivos.
—La ciudad tiene cuatro puertas más, además de esta en la que nos hallamos —cavilaba el de Mena—. A la izquierda está la de Santa María. A la derecha, la de Sansón. Detrás, la puerta vieja de la Viña y la de la Noceda.
—Todas están controladas —aseguró el conde—. La guardia ha huido y se ha puesto a nuestro lado; mis hombres han podido entrar y han hecho saltar los cerrojos sin el menor obstáculo. No había ya nadie para defenderlas. Pero Nepociano y los suyos pueden huir por cualquiera de ellas.
—No lo creo —meneó Hernán la cabeza—. Si han robado el tesoro, necesitarán una salida que les lleve con rapidez a algún camino por el que puedan escapar a caballo o en carro. Por la Noceda o por la Viña solo acabarán en las huertas de los labriegos. Eso nos deja tres puertas. Pero también pueden haberse dividido.
—Es lo más probable —coincidió Sonna—. También he mandado soldados a las puertas traseras, en todo caso. Y un destacamento algo mayor cubre la puerta de Sansón.
—Nos quedan estas dos. Si yo estuviera en su lugar —reflexionó el Caballero del Jabalí Blanco—, huiría por aquí.
—La Rutilante y la de Santa María, sí. Por ellas —cavilaba Sonna, dibujando un plano imaginario en la palma de su mano— podrán ganar rápidamente la calzada principal. Hasta en plena noche es un buen camino. Y llegarían al mar en poco tiempo.
Hernán evaluó el número de sus fuerzas. Incluso con los hombres enviados a cubrir las otras tres puertas, aún quedaba disponible medio centenar. Era imposible que Nepociano escapara, pero había que prever cualquier resistencia dentro de las murallas.
—¿Cuántos hombres puede tener Nepociano ahí dentro? —Hernán hablaba más para sí que para Sonna, pero el conde contestó.
—Te repito que muy pocos. Estoy seguro porque he interrogado a los propios guardias de la muralla. Me han contado que Nepociano volvió de Cornellana al caer la noche y le acompañaban pocos jinetes. Y me han contado también que no solo los guardias de la muralla, sino también la propia guardia de palacio salió precipitadamente en cuanto llegaron a Oviedo las primeras noticias de la batalla. El usurpador se ha quedado absolutamente solo.
¡El usurpador! A Hernán no dejaba de sonarle extraño aquel calificativo para un hombre al que conocía desde niño, por más que supiera de sus intrigas y conspiraciones. Ahora iba a tener que prenderle para conducirle ante el rey, y la memoria del de Mena se llenaba de remotísimas imágenes de un palacio en Aquitania, de largas tardes de invierno en compañía del preceptor que le enseñó a leer y a escribir, y a su espíritu venían también la mirada tierna de su madre, el rictus amargo de su abuela y la presencia siempre inquietante de aquel hombre de hielo, perpetuamente absorbido por sus extraños negocios y sus oscuros rencores. Vio a Nepociano por última vez el día que murió su madre, la dulce Creusa, y el magnate dispuso que el chico fuera enviado junto a su padre, a la naciente Castilla. Una forma de quitárselo de en medio, evidentemente. De eso hacía ya treinta años. Ahora volvería a ver el rostro del hombre que desposó a su abuela. No podía sentir odio alguno hacia Nepociano. Pero Hernán miraba en su interior y descubría que tampoco quedaba ya el menor resto de gratitud.
—No podemos permanecer aquí toda la noche. Si les damos más tiempo, capaces son de coger rehenes en la ciudad. Vamos a separarnos —propuso al fin el de Mena—. Yo entro con mis hombres por la puerta Rutilante. Tú entras con los tuyos por la de Santa María.
—Entremos, sí —aceptó Sonna—, pero mantengamos un retén de guardia cada uno. Daré aviso a los destacamentos de las otras puertas para que hagan lo mismo.
—Bien pensado. Un retén en cada puerta y columnas avanzando. Que cada columna se dirija desde su punto de partida hacia la torre de San Salvador —dibujó Hernán—. De esa manera no podrán escapar.
—Recuerda —advirtió Sonna—, los necesitamos vivos. Al menos a Nepociano y Jimena.
Hernán asintió con la cabeza. Vio marchar a Sonna y sus hombres hacia la puerta de Santa María. Él se aprestó a abrir a viva fuerza las puertas de la Rutilante. Su hueste desenvainó las espadas. Iba a correr la sangre por las callejas oscuras y estrechas de Oviedo.
—Mis hombres han oído movimiento en las puertas de la ciudad —informó Ragnar Haraldson con su habitual aire de indiferencia mientras mantenía bien pegado al cuerpo su cofrecillo de oro.
Nepociano giró la blanca melena, alarmado. No esperaba encontrarse tan pronto con los hombres de Ramiro Bermúdez. Había eludido a la muerte en el campo de batalla. Había encontrado a Jimena sana y salva. Tenía en sus manos una buena porción de oro. Pero era preciso escapar de Oviedo. La fortuna no podía abandonarle ahora.
—¿Movimiento? —se inquietó el regente—. ¿Cuántos hombres? ¿Van armados?
—Imposible saber cuántos —informó el normando—, y sí, con toda seguridad irán armados. Hay al menos dos grupos. Si queremos salir de aquí, habrá que hacerlo espada en mano.
La cabeza de Nepociano volvió a trabajar a toda velocidad. Jimena. Pensó en Jimena. El oro no importaba. Ni siquiera su propia vida. Lo único perentorio era salvar a Jimena. Aquellos normandos podrían rebanarles el cuello a ambos en cualquier momento. Tampoco cabía descartar que, para salvar sus vidas, los normandos entregaran a la pareja. Era preciso separarse. Confiar a Jimena en manos de alguien que no fuera a matarla por un cofre de oro o a entregarla a las gentes de Ramiro. Gautier de Carcasona ya había protegido a Jimena una vez cuando nada le obligaba a hacerlo. Nepociano no podía estar seguro de que hubiera una segunda vez, pero era su única alternativa.
—Separémonos —ordenó el regente—. Será lo más práctico.
—¿Separarnos? —preguntó Ragnar con desconfianza—. ¿Y cómo sé que no nos abandonarás?
—Porque tú vendrás conmigo, Ragnar Haraldson —jugó Nepociano—. Jimena y Gautier, coged dos caballos y salid por la puerta Rutilante —ordenó—. Ragnar y yo iremos por la puerta de Santa María. Vosotros —indicó a los normandos de Ragnar— huid por la Noceda.
—¡De ninguna manera! —protestó uno de los vikingos, perforando a Ragnar con ojos desafiantes—. Nosotros vamos todos juntos.
—Sea, no hay tiempo ahora para discusiones —concedió el magnate—. Venid conmigo si así lo deseáis. Confío en vuestras espadas para defendernos en este trance. Pero los hombres de Ramiro me buscan a mí. Jimena y Gautier deben salir por otro lado.
—Es justo —sentenció Ragnar.
Nepociano se acercó a su esposa. La tomó en sus brazos y la besó.
—Nos veremos en el caserón de oriente, donde ha estado nuestro viejo cuartel general —dispuso el caballero, acariciando los rojos cabellos de su dama—. Desde allí iremos en busca del gran tesoro.
Jimena miró a su marido tratando de ocultar el miedo que empapaba su alma. ¿Realmente había otro tesoro y ella lo ignoraba, o era simplemente una jugada más para salvar la vida aquí y ahora? Y en este caso, ¿qué pasaría después, cuando hubiera que explicar a los normandos y a Gautier que…?
—¡No hay tiempo! —urgió Ragnar Haraldson—. ¡Rápido! ¡A los caballos y fuera de aquí!
Los vencidos de Cornellana bajaron a toda velocidad las escaleras de la torre de San Salvador. Detrás, en las caballerizas de palacio, les aguardaban sus monturas. Nepociano y los normandos enfilaron en dirección a San Vicente para ganar la puerta de Santa María. Jimena y Gautier tomaron el camino de San Tirso para salir a la puerta Rutilante. El regente se sintió como el jugador que arroja una mano de dados en la oscuridad. A vida o muerte.
Ocurrió aquella noche en el campamento del rey Ramiro un suceso que sería largamente comentado en los años por venir, y fue que dos cautivos, ambos navarros, colocaron al rey en la tesitura de actuar como juez por vez primera. Los cautivos eran Sancho Jimeno, el capitán de Nepociano apresado por el obispo de Compostela, y Cernín, el eslavo capturado por el hermano de Paterna en la calzada de la Mesa. Todo sucedió cuando los capitanes de la hueste de Ramiro, una vez celebrada la llegada de Rodrigo, se dispusieron a volver a sus tiendas para aguardar la hora del bien ganado descanso. Rodrigo, en cabeza de sus guerreros y de sus cautivos, buscaba refugio en los muros de la iglesia de San Salvador de Cornellana. El obispo Ataúlfo, haciendo valer su condición de tal, había obtenido ya espacio en la austera pero cálida celda del prior fray Fruela. Y al coincidir las dos columnas, la del obispo y la de Rodrigo Núñez, en las puertas de San Salvador, de la cuerda de presos moros brotó un grito de júbilo que dejó a todos con el alma en suspenso.
—¿Sancho? ¡Sancho! ¡¡Sancho!! ¡Hermano!
Y el navarro Cernín, eslavo en las huestes sarracenas, se precipitó sobre Sancho Jimeno con el mismo ímpetu que si volara, a pesar de los hierros que encadenaban sus manos y sus pies. Sancho, que seguía ejerciendo de paje del obispo, guiando flemáticamente el caballo episcopal, dio un respingo, se giró, abrió mucho los ojos, abrió mucho la boca, fue a decir algo que nunca salió de su garganta, frunció los labios como quien ahoga un sollozo y al fin, soltando las riendas de la montura del obispo Ataúlfo, aulló entre una catarata de lágrimas:
—¡Cernín! ¡Cernín! ¡Cernín! ¡Hermanito! ¡Cernín!
Sancho Jimeno y Cernín el eslavo, que ahora era ya otra vez Cernín Jimeno, como antes de caer preso de Abderramán, se abrazaron, se golpearon, se tiraron de los cabellos, se palmearon las espaldas, se mojaron uno al otro con lágrimas fraternas, rieron balbuciendo palabras incomprensibles, palabras como las que debieron de pronunciar los primeros hombres antes de que Dios les insuflara el lenguaje, y se apretaron las barbas, y se arañaron los rostros, y se dieron puñetazos en el pecho y bailaron como osos mientras bramaban al unísono su felicidad. Sancho, gigantesco, envolvía literalmente a su hermano, mucho más pequeño, y al verlos juntos nadie diría que llevaban la misma sangre, pero la exhibición de alegría borraba cualquier duda sobre su identidad.
El obispo Ataúlfo, desde lo alto de su corcel, miraba la escena con un aire de perplejidad infinita. Rodrigo, a pie, todavía en sus manos la cesta con la cabeza del general Walid, le imitaba. Fray Fruela no daba crédito a lo que estaba aconteciendo bajo sus ojos. Transcurrió un largo rato sin que nadie se atreviera a decir nada, porque lo inesperado de la circunstancia había dejado a todos sin habla. Al fin, Sancho Jimeno, prevaliéndose de su problemática confianza con el obispo, habló:
—¡Es mi hermano! ¡Monseñor, es mi hermano! —casi sollozaba Sancho, hipando como un volcán, sin soltar a Cernín de entre sus brazos—. ¡Mi hermano apresado por los moros, llevado a Córdoba como esclavo y enrolado a la fuerza en las tropas del emir! ¡Es mi hermano! ¡Bendito sea Dios!
—Por siempre bendito y alabado —contestó calmoso el obispo—. ¿Cuánto tiempo llevabais sin veros?
—¡Cinco años! —gritaron ambos a la vez—. ¡Cinco largos años de cautiverio! —mugió Cernín.
—¡Por la Virgen Santísima que esto es extraordinario! —proclamó el obispo, pero los hermanos habían empezado a intercambiar noticias como si el resto del mundo no existiera.
—¿Qué haces aquí, Sancho?
—Caí preso del señor obispo —contestó el gigantesco roncalés de cara de oveja y corazón de lobo—. Combatía para un tal Nepociano. Y hemos perdido. ¿Y tú? ¡Tienes un aspecto horrible! —rio Sancho Jimeno.
—Caí preso también, de este joven señor castellano —explicó Cernín—. Venía con un ejército sarraceno para… bueno, supongo que para ayudaros a vosotros. Pero…
—¡Basta de viejas historias! —exclamó jubiloso el obispo Ataúlfo, interrumpiendo a los hermanos—. Una coincidencia tan extraordinaria solo puede ser fruto de la divina Providencia. Amigo Cernín, tu hermano es mi prisionero, sí, y ahora mi paje, pues ha hecho penitencia y promete volver al buen camino. Y tú, pobre alma capturada por los enemigos de la fe, tendrás un sitio a nuestro lado si vuelves a la fe de Cristo y…
—¡Alto ahí, señor obispo! —gritó de repente Rodrigo Núñez—. ¿Qué es eso de que tendrá un sitio a tu lado? ¡Ese tipo es mi prisionero!
—Pero…, mi joven amigo… —titubeó el obispo Ataúlfo sorprendido por la fiereza del hermano de Paterna—. ¿No ves lo que ha ocurrido? ¿No ves aquí una señal divina?
—Yo solo veo a dos cautivos vencidos en combate —repuso Rodrigo con una mirada que, por un momento, al obispo le recordó a un lince—. ¡Y uno de ellos me pertenece!
—Ciertamente te pertenece —concedió Ataúlfo—, pero ¿qué piensas hacer con él? Porque…
—¡Haré lo que me plazca! —zanjó el joven castellano—. ¡Es mi derecho de guerra!
—Lo es, por supuesto —cedió una vez más el obispo—, pero apelo a tu sentido de la caridad, mi joven amigo. Y en nombre de la fe que ha de recibir de nuevo a estos dos hijos pródigos, y en nombre de la misericordia que Cristo nos enseñó, yo te pido que…
—¡No! —bramó Rodrigo—. ¡No te daré a mi cautivo! ¡Y yo también necesito un paje! —agregó, camuflando en una sonrisa otra mueca de agresividad sin límites.
—Rodrigo Núñez, recapacita, te lo suplico —rogó el obispo—. No negaré tu derecho a disponer de la vida de ese hombre, pues le has hecho preso en buena lid, pero…
—¡No! —repitió Rodrigo.
—¡Pues te lo compro! —estalló súbitamente el obispo Ataúlfo, y él mismo se sorprendió de las palabras que habían salido de su boca.
—¡No está en venta! —se obcecaba Rodrigo.
—¡Eso es ilegal! —bramaba ahora Ataúlfo, perdida sin remedio toda dulzura apostólica.
—¡Pues que decida el rey! —explotó a su vez Rodrigo, y también él se arrepintió ipso facto de aquella apelación a la justicia del monarca.
Mientras duraba la discusión, la escena se había ido poblando de centenares de curiosos que asistían al drama. Y ahora todos, sin faltar uno, seguían a Ataúlfo, guiado su caballo por Sancho, y a Rodrigo, que tiraba de las cadenas de Cernín, ambos cerro arriba, camino a la tienda del rey Ramiro. Rodrigo estaba rojo de ira y apretaba los labios en un rictus obstinado. Ataúlfo no se sentía menos iracundo, pero la suya no era una ira roja, sino blanca, y paseaba altiva su lividez a lomos de la montura que Sancho conducía. Ramiro, alarmado por el alboroto, salió de su tienda a medio vestir, desprendida ya la coraza, los cabellos revueltos. Paterna, que había abandonado igualmente su carpa, no pudo evitar una sonrisa maligna cuando vio al rey de semejante guisa.
—¡Qué demonios pasa aquí! —gritó Ramiro—. Con perdón, amigo Serrano —se excusó enseguida ante la presencia del obispo mozárabe, que se había unido a la multitud.
—¡Traemos un problema de justicia! —declamó Ataúlfo.
—¡Y yo apelo a la justicia del rey! —añadió Rodrigo.
—Bien. Sea. Os escucharé. —Moderó el tono el rey Ramiro, mesándose perplejo la barba revuelta—. Muy serio debe de ser el pleito cuando me importunáis a estas horas. ¿De qué se trata?
Ataúlfo y Rodrigo rompieron a hablar al mismo tiempo y los gritos de uno ocultaban los gritos del otro, ante lo cual Cernín y Sancho rompieron a vocear a su vez, y enseguida hicieron lo propio los partidarios del uno y los del otro entre la muchedumbre que allí se había congregado, y la algarabía creció hasta el punto de que el obispo Serrano temió una batalla campal. Ramiro, exasperado, se levantó, izó ambos brazos y berreó con toda su alma:
—¡Basta! ¡Basta! ¡Todo el mundo en silencio! ¡Silencio he dicho, por vida de Santiago apóstol! —repitió ante la terquedad del tumulto, que no obstante iba bajando de tono a medida que las miradas se concentraban en el rey. Ramiro se situó en el centro del palenque, rodeado por los estandartes y los hachones que iluminaban el campamento regio, y requirió una silla. Luego preguntó—: ¿Hay aquí alguien que haya presenciado los hechos y pueda informar como testigo neutral?
Las miradas de Ataúlfo y Rodrigo se posaron simultáneamente sobre fray Fruela, el prior de San Salvador, que había asistido tanto al reencuentro de los dos hermanos como a la discusión entre el obispo de Compostela y el hermano de Paterna.
—¿Fray Fruela? —instó Ramiro.
—Con tu permiso, mi rey —carraspeó el monje—. He aquí un caso de lo más singular. Ese hombre grande que ahí ves se llama Sancho Jimeno y era uno de los capitanes de la tropa de Nepociano. El obispo Ataúlfo de Compostela lo ha capturado en batalla y lo ha acogido a su servicio. Y este otro hombre pequeño que ahí ves se llama Cernín: es uno de los cautivos de Rodrigo Núñez en su combate con los moros en la Mesa, un cristiano apresado por los musulmanes, hecho esclavo y obligado a combatir en los ejércitos del emir. ¡Ahora viene lo asombroso! —exclamó fray Fruela, levantando teatralmente las manos—. Resulta que este Sancho y este Cernín son hermanos, y ambos, cuyas vidas estaban perdidas, han ido a reencontrarse aquí, en el campo de Cornellana, el día de la gran victoria del rey sobre el usurpador. ¿Dónde está el conflicto? En que el señor obispo de Compostela desea adquirir a Cernín para que pueda unirse a su hermano y redimir juntos sus culpas, pero el señor don Rodrigo —miró el monje a Paterna, como buscando comprensión— reivindica su derecho a disponer de la vida del cautivo como le plazca y se niega a la venta. Y este es el suceso que nos ocupa y que nos ha traído hasta ti, mi rey, en busca de tu justicia.
Ramiro estaba tan estupefacto como antes lo habían estado Rodrigo, Ataúlfo y el propio Fruela. Miraba a Cernín, miraba a Sancho y no les veía parecido alguno, pero fray Fruela daba por bueno que eran hermanos, luego no cabía dudar de aquello. Miraba entonces a Rodrigo, miraba a Ataúlfo y estos dos sí le parecían hermanos, ambos con el mismo gesto de dignidad ofendida, el mentón apuntando al cielo, los brazos cruzados y los ojos entornados en un ademán de orgullo herido. Volvió el rey la vista hacia Serrano. El obispo mozárabe sonreía, sin duda estimulado por la extravagancia del caso. Y fue el rey a buscar la mirada de Paterna, pero enseguida rectificó, porque no quería perder la concentración.
—Veamos. —Hablaba despaciosamente Ramiro encerrando el rostro en sus manazas de desollador de jabalíes—. Rodrigo Núñez, el cautivo es tuyo. ¿Qué te propones hacer con él?
—Con tu permiso, mi rey —respondió el joven—, haré lo que me plazca. Como si quiero matarle. Es mi derecho.
—Es tu derecho, sí —reconoció Ramiro—, pero hay una oferta de compra. Obispo Ataúlfo —preguntó el rey al prelado—, ¿por qué quieres comprar a ese hombre?
—Con permiso, mi rey —argumentó el compostelano—, porque si Dios ha obrado algo tan extraordinario como reunir a dos hermanos perdidos desde cinco años atrás, y además lo ha hecho en una jornada como la de hoy, es sin duda porque el Señor nos ha querido lanzar un mensaje. Y ese mensaje solo puede ser la reconciliación de ambos, Sancho y Cernín, bajo el abrigo de la fe.
Ramiro se rascó una oreja. Volvió a pasear la mirada por los objetos del litigio. Consultó a Serrano algo que nadie escuchó. Después obsequió a Paterna, que observaba atónita el pleito, con una sonrisa de satisfacción. Y el rey dictó sentencia.
—Caballero Rodrigo Núñez, has combatido bien y tus cautivos te pertenecen. Si quieres matar a Cernín, estás en tu derecho. Tú le has apresado. Y si prefieres mantenerlo con vida para que te sirva, también la costumbre y la ley te asisten. Ahora bien, es cierto, y en esto tiene razón el obispo Ataúlfo, que tu victoria sobre Mahoma será mayor si devuelves a un apóstata a la fe de Cristo que si simplemente siegas el cuello de un musulmán. Porque eso, la fe, colijo yo, es lo que preocupa al obispo de Compostela. ¿Puedes tú, Rodrigo Núñez, devolver al navarro Cernín a la fe de Cristo? Seguramente sí —se contestó el rey a sí mismo, levantando una mano autoritaria para que nadie le interrumpiera—, pero convendrás conmigo en que nadie mejor para esa tarea que el obispo de Compostela. Ahora bien, ¿puede el obispo llevarse a Cernín amparándose en los deseos de conversión de este navarro y en la feliz circunstancia del reencuentro de dos hermanos? Ciertamente no —volvió a levantar Ramiro la mano, esta vez frente a Ataúlfo—, o no al menos sin pagar un precio que el propietario considere justo.
Tanto Rodrigo como Ataúlfo hicieron ademán de intervenir, pero el rey no estaba dispuesto a que se escuchara otra voz que la del propio rey. Se levantó de su asiento, comenzó a pasear lentamente, las manos cruzadas a la espalda, y de vez en cuando se detenía para acariciar alguno de los estandartes que cantaban su victoria. Ramiro estaba actuando. Estaba actuando para Paterna. Su futura esposa había conocido al guerrero victorioso. Ahora iba a conocer —pensaba Ramiro Bermúdez— al monarca amante de la justicia.
—He aquí lo que haremos —dijo al fin el rey—. En aras de la salvación de las almas de estos dos hombres, tú, Rodrigo Núñez, aceptarás la propuesta de compra que te ha hecho el obispo Ataúlfo, pues la salvación del alma es más importante que la propiedad. Y en reconocimiento a los derechos de victoria que legítimamente corresponden a Rodrigo, tú, Ataúlfo de Compostela, harás una oferta de compra por Cernín el eslavo, o el navarro, o lo que diantres sea, justa y proporcionada a la singular naturaleza de este caso. Fray Fruela y el obispo Serrano, aquí presentes —añadió Ramiro, señalando con un dedo autoritario a ambos clérigos—, actuarán como intermediarios en la negociación y velarán para que la oferta sea sensata y don Rodrigo quede satisfecho. Antes, mi hijo Gatón habrá de interrogar a ambos, al mercenario y al sarraceno, por ver qué noticias pueden darnos sobre nuestros enemigos. Aunque dudo que estos pobres desdichados puedan contarnos algo que no sepamos ya. En cuanto a vosotros, Rodrigo y Ataúlfo, mañana me informaréis sobre los detalles de la negociación. Ahora, me retiro. Eso es todo. Podéis marchar.
Tomó el rey Ramiro de Asturias el camino de su tienda, no sin antes interpretar una cortés reverencia hacia Paterna, pero no pudo dar un paso más porque inmediatamente los hermanos Jimeno se precipitaron sobre los pies del monarca, sollozando los dos al mismo tiempo, deshechos en un mar de agradecimiento.
—¡Que se los lleven! —ordenó Ramiro—. Si por mí fuera, mañana ninguno de vosotros dos vería el sol. Pero habéis tenido la fortuna de toparos con un obispo en el día en que Nuestro Señor nos ha hablado. Que se lleven a estos despojos —repitió Ramiro—. ¡Y quedad todos con Dios!
El obispo Ataúlfo pagó a Rodrigo, y este aceptó de buen grado, veinte sueldos de plata —una pequeña fortuna— por la vida de Cernín Jimeno, así como el compromiso de decir una misa todos los meses, durante un año, por las intenciones del joven Núñez. Se rumoreó después en la corte que en la determinación de tan alto precio influyó no poco el obispo Serrano, deseoso de dar un escarmiento a su petulante colega compostelano. En cuanto al joven Rodrigo, terminó contento como un cascabel: con veinte sueldos de plata podía comprar cinco sementales de la mejor calidad y mantener caballerizas, sustento para los animales y hasta servidumbre de cuadras durante varios años. Algo que siempre le haría recordar con gratitud a Cernín, el eslavo, el navarro, y a su hermano Sancho Jimeno, el astuto capitán del usurpador Nepociano.
Jimena nunca antes se había fijado en él. Ahora, camino de la puerta Rutilante, guiando a pie sus dos caballos, le miraba con agradecimiento. Porque Gautier de Carcasona le había salvado algo más que la vida.
Gautier era un hombre pequeño y delgado, con un toque felino en sus maneras; de facciones finas, incluso hermosas, con dos vivos ojos negros bajo el cabello moreno y una boca que sonreía sin querer; las canas de la hirsuta barba no desmentían una apariencia enérgica y vigorosa. Prudente, Gautier de Carcasona avanzaba antorcha en mano por las callejas de Oviedo entre las casonas de los nobles, primero, y ahora en un dédalo de barracones arremolinados a la sombra de la muralla. La gran puerta de piedras rojas, la principal de la ciudad, estaba ya a dos pasos. Gautier levantó una mano, y Jimena se detuvo en seco. Ambos, sombras furtivas, buscaron la oscuridad de una esquina.
—Ya estamos —dijo el hombre—. Una pequeña carrera y habremos pasado al otro lado de la puerta. Pero hemos de cerciorarnos de que no haya nadie. Aguardemos unos instantes.
Pasaron esos instantes y muchos más en un lapso que a la dama se le antojó eterno. Ladró un perro. Ladró otro. Un gato pasó corriendo detrás de una rata. El tiempo parecía haberse detenido. Jimena podía oír su propia respiración, desbocada en el pecho, haciendo latir el zafiro que colgaba de su cuello. Y sentía a su lado, como un efluvio acre y macho, el olor a sudor y guerra de Gautier.
—¿De verdad mataste a Berenguer de Tolosa? —preguntó la mujer en un susurro.
—¿Berenguer? —suspiró quedo el de Carcasona—. ¡Vieja historia! Sí, yo lo hice. Mi señor, Bernardo de Septimania, era conde de Barcelona. Un gran caballero, pero despótico y sin escrúpulos. Por querellas políticas y por sus propios pecados fue destituido y el condado pasó a Berenguer de Tolosa. Junto a mi señor combatí a las órdenes del emperador Ludovico Pío contra su hijo Lotario. ¡Otro Lotario! —chistó Gautier evocando al de Fráncfort—. A la vuelta de la campaña, mi señor Bernardo exigió al emperador que le devolviera Barcelona en premio a su esfuerzo en la batalla. Pero Berenguer también había hecho méritos, de manera que Ludovico optó por reunir a ambos y negociar. Ahora bien, Bernardo no quería negociar. Lo consideraba una deshonra. Me ordenó que Berenguer no llegara vivo al encuentro. Y lo hice, sí. Con la misma daga con la que he descabellado a Lotario de Fráncfort. Después…
Gautier de Carcasona calló. Había atenuado la luz de la antorcha dejándola en el suelo, junto al cofrecillo con el oro de Oviedo, y ahora solo veía el fulgor ciego de Jimena bajo la luna. Pero no necesitaba mucha luz para adivinar los cabellos rojos de la dama ni sus ojos del color de la mar en invierno. ¡Los había admirado secretamente tantas veces! El mercenario acercó una mano torpe al rostro de la mujer. Acarició dulcemente sus pómulos, su mentón.
—Mi señora —musitó—, no os he librado de Lotario por fidelidad a vuestro marido, sino por amor a vos. ¡Si supierais cómo os deseo…! Vuestro marido está vencido. Acabado. Dejadlo todo y venid conmigo. A mi lado estaréis segura. Y yo os amaré como… Como…
A Jimena le pareció que algo explotaba y se incendiaba en su interior. Gautier la había aferrado por la cintura y atraído contra sí. Enseguida notó sobre su piel el tacto duro del hombre y el calor de su aliento junto a la boca. Intentó zafarse, pero sus fuerzas no respondieron. Una sensación sofocante envolvió a la dama, una especie de manta viscosa y cálida, como si algo prohibido y secreto hubiera emergido de las profundidades para abrazarla y preñar su espíritu. Quiso apartarse, pero no pudo: su cuerpo no obedecía; había quedado cautivo de aquellos ojos que la miraban con un brillo de luna. Quiso hablar, pero su lengua no respondió. Quiso elevar al menos un brazo, pero con espanto constató Jimena que toda voluntad había desaparecido de sus músculos y sus nervios, y que ahora toda ella no era más que un pedazo de carne temblorosa entregado sin resistencia a un ansia más fuerte que la conciencia. Con horror sintió aquellas manos en sus muslos y en su pecho, sintió la lengua invasora en su boca, sintió sus cabellos mecidos por una fuerza invencible, pero sintió también que ríos de deseo fluían por todo su ser.
—¡Os amo, mi señora! ¡Te amo, Jimena! —roncaba la voz de Gautier como el gamo llama a la hembra en celo, y ella permanecía inmóvil y blanda, inerte en aquella esquina de una casucha de Oviedo, abiertos de puro estupor los ojos, mientras esas manos de hombre la frotaban, la apretaban, la recorrían palmo a palmo con el júbilo de quien ha encontrado un tesoro largamente anhelado, y la saliva de Gautier se deslizaba por el largo cuello de Jimena como lluvia tibia en un desierto de hielo, y Jimena se sorprendió a sí misma ardiendo de pánico y a la vez deseando fundirse en aquel calor de pecado. Melusina estaba vencida.
Fue entonces cuando las hojas de la puerta Rutilante crujieron con un chirrido que arrancó centellas en la noche. Al otro lado aparecieron antorchas y, bajo los hachones, hombres armados. Los guerreros se aproximaron. Jimena y Gautier pudieron ver al que iba en cabeza: un tipo enjuto con un jabalí pintado en el escudo. La luz de las teas iluminó a los amantes. Una voz gritó:
—¡En el nombre del rey, daos presos!
—¡Huye, mi señora! —gritó Gautier con un súbito relámpago de desesperación en el rostro—. ¡Sálvate! ¡Por la puerta de Santa María! ¡Allí están los demás! ¡Corre! ¡Yo protegeré tu huida! ¡Corre!
Jimena, aturdida, anegada todavía por la invasiva ola del deseo, apenas tuvo tiempo para cruzar una mirada fugaz con el tipo del escudo del jabalí. Lo último que vio la dama fue la espalda de Gautier de Carcasona tapando la calle para hacer frente a sus perseguidores. A trompicones, casi a ciegas en la noche de Oviedo, oliendo aún el aroma animal de Gautier, Jimena subió al caballo y huyó.
—Hay que avisar de esto al rey.
—Debe de estar ya durmiendo.
—¡Pero es extremadamente importante! —enfatizaba el obispo Serrano—. ¡Decisivo!
—No sé cómo se lo tomará —rezongaba Gatón Ramírez.
Porque estaba escrito que aquella noche el rey Ramiro la pasara en vela. En la primera hora del sueño había llegado al campamento real un emisario. Lo enviaba el conde Escipio. La guardia avisó a Gatón. Este, al obispo Serrano. Ambos acudieron al encuentro del heraldo. Con asombro constataron que se trataba de uno de los hijos de Escipio. Traía un mensaje de puño y letra del conde, su padre. Un mensaje para el rey.
—¡Padre! ¡Padre! —musitaba Gatón en la penumbra de la tienda.
—¡Mi señor! ¡Despierta! —susurraba el obispo.
—¡Por todos los demonios! —roncó Ramiro con voz pastosa y casi sólida—. ¿Qué pasa ahora? ¿Otra querella de cautivos y señores?
—Un mensaje, padre —se excusó Gatón—. Del conde Escipio.
Ramiro se incorporó lentamente, con la fatiga propia de su medio siglo. A medida que su cuerpo se enderezaba, los ojos del color de las castañas se abrían en un arco digno de sustentar las bóvedas de la catedral de Santa María. El rey restregó las manos sobre los párpados, se rascó la melena, se arañó la barba y apagó un bostezo.
—Explicadme eso —ordenó.
—Ha llegado un heraldo de Escipio —enunció Serrano, conciso—. Trae un mensaje del conde. Escrito para ti.
—¿Dónde está? —gruñó el rey.
—Aguarda fuera —contestó Gatón—. Es uno de sus hijos.
—¡Un hijo! —botó Ramiro en su camastro—. ¡Que pase!
Gatón abrió la lona de la tienda, hizo una seña imperativa al exterior y acto seguido penetró en la carpa, bien escoltado por dos guardias, un joven de traza elegante y pulcra, sencillamente ataviado con una túnica negra sin otro adorno que el cinto, donde descansaba la vaina vacía de un cuchillo. El joven dio dos pasos, clavó una rodilla en tierra, agachó la cabeza y tendió al rey la mano que portaba el mensaje.
—Dios te guarde, mi señor don Ramiro, mi rey —recitó el joven—. Me llamo Oveco y soy el primogénito de don Escipio de Pravia, conde de palacio. Mi padre me envía con un mensaje para ti. Y ofrece mi vida como prenda de la limpieza de sus propósitos.
Ramiro paseó una mirada inquisitiva por el joven Oveco, su melena negra y su porte señorial. Un auténtico doncel digno de la mejor corte. Parecía mentira —pensó— que un viejo buey como Escipio hubiera podido engendrar un hijo tan distinguido. Tomó el mensaje de las manos del emisario sin permitirle ponerse en pie. Hizo una seña al obispo Serrano para que se acercara. Leyó en alta voz:
—«De Don Escipio de Pravia, conde de palacio, al conde Ramiro Bermúdez, rey electo de Oviedo. Por la presente, los que abajo firman reconocen al citado don Ramiro como rey legítimo de Asturias, expresan su sumisión al vencedor de Cornellana, manifiestan su propósito de jurarle fidelidad y acompañarle en su coronación, y ponen a Dios Nuestro Señor por testigo de estas voluntades, y a mi bienamado hijo Oveco como prueba de ello. Por tanto suplican al rey electo don Ramiro y a su esposa doña Paterna…». —Hizo el rey un alto—. ¿Por qué meten a Paterna en esto? ¿Será otro lío del de Mena?
—Seguramente solo es protocolo, mi señor —aclaró Serrano—. Prosigue, te lo ruego.
—«Por tanto —continuó leyendo el rey— suplican al rey electo don Ramiro y a su esposa doña Paterna acepten nuestra invitación para acudir a los campos de Pravia, donde el conde don Escipio y los que abajo firman recibirán a su augusta persona con el tratamiento que su condición regia merece y le harán muestra de su juramento de fidelidad». —Se interrumpió el rey—. ¿Pretende que vaya allí, a su casa? ¿Quién se ha creído que es? ¡Lo justo sería que fuera él, o más bien ellos, quienes acudieran aquí a rendirme pleitesía!
—Quizá temen por su cabeza, mi señor, si se presentan aquí de uno en uno —sugirió el obispo Serrano.
—¡Y temen con fundamento! —bramó Gatón.
—¿Pero esto a qué suena? —rio el rey malignamente—. ¡Parece una maldita trampa!
—No lo creo, mi rey —refutó Serrano—. Si lo fuera, Escipio no habría mandado a su hijo en prenda. ¿Qué más dice el mensaje?
—Nada más. Los nombres de los que firman.
—¿Son muchos? —inquirió el obispo.
—¡Son todos, por vida de San Vicente! —se asombró el rey sin apartar los ojos del pergamino—. Los condes Escipio y Sonna, los caballeros Piniolo y Aldroito, esas ratas, y además Flaín de Castañeda, Osorio de Amieva, Suero de Tineo, el conde Cuervo de Gijón… ¡qué sé yo!
—Todos los que habían prestado su brazo a Nepociano en el consejo —apuntó satisfecho Serrano.
—¡Tendríamos que cortarles el cuello! —se indignó Gatón.
—Ya te dije, hijo mío —rio Ramiro, meneando la cabeza—, que si vencíamos habría que sentar a nuestra mesa a los mismos que nos desafiaban. Es la política…
—Con permiso, mi señor —ascendió desde el suelo la voz del joven Oveco, que permanecía rodilla en tierra—. Si se me permite hablar…
—Habla —ordenó Ramiro con un mohín de despecho.
—De los demás caballeros nada puedo decir, pero mi señor padre, el conde Escipio, así como el conde Sonna, no se proponen otra cosa que elevaros al trono que os pertenece. Por eso abandonaron las filas del usurpador Nepociano facilitando vuestra victoria en la batalla. Y si os citan a vos y a vuestra digna prometida en nuestras tierras de Pravia —clarificó el joven—, no es por altanería ni mucho menos por tenderos una celada, sino porque de esta manera era más fácil convocar a todos los nobles señores de Asturias sobre un mismo lugar.
—Con sus huestes, imagino —apuntó Ramiro, suspicaz.
—Sus huestes son vuestras, mi rey —proclamó Oveco—. Ya habéis visto su comportamiento en la batalla. Y por otro lado, mi vida queda en vuestras manos como prenda de todo esto que digo.
—¿Dónde está tu cuchillo? —preguntó abruptamente el rey—. Tu vaina está vacía.
—Mi cuchillo se lo entregué a vuestro hijo Gatón —respondió el joven mientras Gatón, tras él, exhibía el arma con gesto burlesco.
—Bien está —suspiró el rey—. Puedes ponerte en pie, joven Oveco. Pasarás esta noche con nosotros como rehén, puesto que así lo ha querido tu padre. Sin tu cuchillo, quede claro. Mañana conocerás mi decisión. Ahora —hizo el rey una seña a Gatón—, que este muchacho se retire, se le trate según su condición, se le dé algo de comer y quede a buen recaudo.
El cíclope rubio agarró al distinguido Oveco por el brazo y lo condujo al exterior, donde dos guardias le buscaron un asiento entre la tropa. Gatón volvió a la tienda y ya Ramiro había empezado a examinar el paisaje con el obispo Serrano.
—Me pregunto qué otra cosa podemos hacer sino acudir a la llamada —reflexionaba el rey—. No hacerlo sería cobardía. Pero comprenderás que los riesgos…
—Los riesgos son evidentes —concedía el obispo—, pero los beneficios son mucho mayores.
—Lástima que no esté aquí mi hijo Ordoño, ¿verdad, Gatón?
—Sí, padre —respondió Gatón con una mal disimulada mueca de fastidio.
—En todo caso —zanjó Ramiro—, la vida de ese zagal, Oveco o como se llame, debería ser suficiente garantía.
—Nadie manda a su hijo como víctima de sacrificio —observó Serrano—. Escipio no es Abraham…
—¡Y tenemos nuestro ejército, qué demonios! —exclamó el rey, para corregirse enseguida—: Con perdón, amigo Serrano.
—No está mal traer a colación a los demonios —contemporizó Serrano— cuando de Piniolo y Aldroito se trata.
El rey fijó la vista en algún lugar de las paredes de lona de su tienda. Lentamente acarició el escudo familiar, la cruz dorada sobre fondo rojo, aquel escudo derrotado en el Burbia cuando armaba el brazo de otro rey y que ahora conocía su primera gran victoria en manos de un rey nuevo. Enredó los dedos en la barba, otra vez revuelta. Sonrió.
—Lo haremos, sí —decidió Ramiro, jubiloso—. Mañana partiremos al alba. Todos. Con toda la tropa. Capitanes en cabeza y estandartes al viento. Yo, el primero. A mi lado, Serrano. Y tú también, Gatón —dijo el rey al cíclope rubio, que asintió con una sonrisa satisfecha—. Detrás, Paterna. Y Oveco, a pie, como paje de mi señora. Camino de Oviedo, nos detendremos en Pravia. Quiero que las huestes marchen formadas y armadas, como si fuéramos a entrar en batalla. Bien visibles en la columna, los cautivos sarracenos y los mercenarios presos: que vea esa gente cómo acaba quien reta a la corona. Llevemos también esas catapultas que ha abandonado Nepociano; nos harán aún más temibles. Entraremos así en las tierras de Escipio. Escucharemos lo que esos señores nos tengan que decir. Y acto seguido nos dirigiremos a la capital. Que esta parada en Pravia sea solo una etapa de nuestro desfile triunfal hacia Oviedo. Gatón, ocúpate de todo. En toda España y hasta en la corte carolingia no se hablará de otra cosa durante años que de la fastuosa entrada del rey Ramiro en Oviedo. ¡Y límpiate la coraza, hijo, que parece el mandil de un carnicero! —concluyó el rey entre grandes risotadas.
—¡Habéis llegado a tiempo! —gruñó Gautier de Carcasona, la espada en su mano. Aún permanecía su espíritu envuelto en el aroma de Jimena, aún vibraba su cuerpo con la sinfonía loca del deseo y aún sentía en su boca el sabor de la dama. Ahora Gautier se preparaba para morir.
—¡Tras ella! —gritó Hernán de Mena a los hombres que le acompañaban—. ¡Ella es la pieza más importante! ¡Yo me ocupo de este!
Sin que Gautier pudiera hacer nada por impedirlo, la tropa salió corriendo y dobló a la izquierda la calle que conducía a la puerta de Santa María. Él quedó plantado en medio del cruce, ante sí el hombre que le iba a matar y allá lejos la mujer que le había devuelto la vida.
—¡Date preso y salva la vida! —instó Hernán al mercenario.
Gautier sonrió con una mueca de resentimiento.
—¿La vida? ¡Mi vida acaba de marcharse corriendo por esa calle! Ahora no me queda más que…
—¡Basta de parlamentos! —atajó Hernán—. Las explicaciones que tengas que dar, las darás ante el rey. ¿Cómo te llamas?
—Gautier. Me dicen de Carcasona. Es grato saber —rio el hombre— que hay quien no me conoce.
Hernán de Mena compuso un gesto de perplejidad. No entendía nada de lo que aquel sujeto quería decir.
—¡Date preso! —le instó una vez más. La mirada de Hernán había ido a posarse en el caballo que piafaba detrás de Gautier. Y sobre el caballo, el de Mena descubrió sin dificultad el cofrecillo que sobresalía de las alforjas. Habían llegado a tiempo, sí. El robo no se había consumado. Aquella mujer que huía era sin duda la esposa de Nepociano, el cofrecillo de la montura de Gautier contenía una parte del botín, el regente aún se hallaba dentro de las murallas… Misión cumplida. Ahora había que neutralizar a este tipo que se interponía en su camino, pero… ¿por qué no se entregaba?
El de Carcasona esgrimió firmemente su espada en la diestra mientras, con la izquierda, sacaba lentamente una hermosa daga.
—¡No lo pienses más, Jabalí Blanco! —provocó Gautier—. ¡Ataca!
—¡Estás loco! —resopló Hernán—. ¡Vas a morir!
—Ya sé que voy a morir. ¡Pero quizá no ahora! —sonrió Gautier de Carcasona abriendo los brazos, la espada en una mano y la daga en la otra, como incitando a su rival a abrir el baile.
Hernán terció el escudo, afianzó la espada y avanzó. Estudió brevemente a su rival. Leyó en sus ojos que era un hombre desesperado. Pero el veterano caballero había aprendido a desconfiar de las almas movidas por la desesperación. Hernán de Mena lanzó un primer golpe de tanteo. Gautier trabó la estocada con su daga y devolvió el ataque. El de Mena retrocedió, tomó distancia y acometió de nuevo buscando el brazo izquierdo de su enemigo. Este eludió el golpe, giró sobre sí y descargó nuevamente el arma sobre el escudo de Hernán.
Gautier de Carcasona podía estar desesperado, pero sabía lo que hacía. Se movía como un gato suicida, haciendo oscilar ágilmente su cuerpo hasta ponerlo bajo el alcance de la espada enemiga para, inmediatamente, hurtarse al acero y colocarse en posición de ataque. El de Mena nunca había visto a nadie pelear así. Sudando bajo la cota de malla, afanado en interpretar los ritmos del movimiento de su enemigo, Hernán trazaba ante sí tajos letales que obligaran a Gautier a descubrir algún punto débil, pero la danza del de Carcasona cerraba el espacio como una cortina de acero movida por algún invisible espectro.
Hernán lo intentó por arriba, pero su rival parecía encogerse. Lo intentó por abajo, pero Gautier saltaba como si lo transportara el aire. Supo el de Mena que tendría que emplearse a fondo si quería doblegar a un rival que en cada movimiento citaba a la muerte para despreciarla inmediatamente después. El rostro de Gautier de Carcasona, envuelto en sudor, había adquirido un aspecto pétreo, inmóvil, hijo de la extrema concentración. Hernán entendió que su enemigo, llevado por su propia danza, no tardaría en pasar al ataque. Y Gautier, sí, lo hizo con una rápida cadena de golpes abiertos que enseguida cubría con los movimientos de la daga, mucho más eficaz que el escudo para ese extraño tipo de esgrima. El de Mena, bien guarecido tras la rodela y sin bajar la guardia, soportó el chaparrón: uno, dos, tres, cuatro golpes que Gautier de Carcasona administraba con ritmo constante y medido, con una uniformidad que habría desarmado a otro combatiente menos experto que Hernán. El Caballero del Jabalí Blanco contó mentalmente los intervalos de Gautier. Así descubrió una grieta en aquel muro invisible: no en el espacio, sino en el tiempo. Hernán rompió el ritmo de su rival con una ofensiva aparentemente desordenada. Vio que este esbozó una sonrisa; señal de que había tragado el anzuelo.
Cuando Gautier contraatacó frente a lo que erróneamente había juzgado como torpeza, Hernán volvió a su trabajo mental: uno, dos, tres, cuatro golpes del arma enemiga, siempre con el mismo ritmo, la misma danza mortal. No hubo quinto golpe. El de Mena cortó el baile de las armas de Gautier con una estocada imprevista que penetró hondo en el brazo izquierdo del mercenario. La daga cayó con un tintineo que en su sonido cantaba más de una muerte. El de Carcasona quedó paralizado por la sorpresa y el dolor. Sin darle tiempo para recuperarse, Hernán estrelló el escudo contra el rostro de su enemigo. Gautier cayó de espaldas al suelo, la espada aún en la mano. Por un instante pensó el de Mena en aplicar la punta de su arma sobre el cuello del mercenario y exigir su rendición, pero este no dio opción: con un rápido movimiento trató de incorporarse; fue para ver su pecho atravesado por la espada del Caballero del Jabalí Blanco. Hernán nunca podría apartar de sí la impresión de que aquella había sido una muerte voluntaria. Así acabó sus días Gautier de Carcasona, el asesino de Berenguer de Tolosa.
Nepociano y el conde Sonna se dieron de bruces en la puerta de Santa María. Los hombres del conde abrían el portalón noroeste de la muralla en el mismo instante en que los normandos de Ragnar y el regente hacían lo propio desde el interior. Los vikingos permanecieron mudos de sorpresa, no menos que los guerreros de Sonna. Nepociano advirtió en las miradas de sus mercenarios el inequívoco deseo de huir. Evaluó rápidamente la situación: ellos eran solo ocho; los hombres de Sonna, más de una docena. Todo estaba perdido, pero había que intentar ganar tiempo. Que al menos Jimena, a la que Nepociano imaginaba escoltada por Gautier de Carcasona en la puerta Rutilante, pudiera huir de esta ratonera.
—¡Ahí lo tenéis! —exclamó súbitamente el regente, señalando a Sonna con un dedo acusador—. ¡Ese es el rostro de la traición! ¡Ese es el hombre que ha desertado del campo de batalla y por cuya deslealtad nos vemos vencidos! ¡Traidor! ¡Traidor!
Nepociano no tenía la seguridad de que los normandos entendieran todas sus palabras, pero sabía que Ragnar las comprendería y, en todo caso, los mercenarios no ignoraban que Sonna había acudido a la batalla para marcharse en pleno combate; eso debería bastar para prender en ellos la hoguera del resentimiento, máxime al verse, como ahora, rodeados y sin salida. El anciano caballero no se equivocó. Los normandos soltaron las riendas de las monturas que transportaban sus tesoros, esgrimieron las espadas y cruzaron entre sí palabras que Nepociano no supo interpretar, pero que sonaban a odio y venganza y muerte. El propio Ragnar se adelantó unos pasos, espada en mano, y rompió a aullar ante sus hombres en su propio idioma. El regente había oído hablar de la fiereza de los normandos, de su bravura implacable, también de su desprecio a la muerte y de su certidumbre de que morir espada en mano les conduciría a la morada de sus dioses. En todo eso confiaba ahora Nepociano para salir con bien de este nuevo apuro.
Las palabras de Ragnar enardecieron a los normandos. Como dementes, aquellos tipos de talla descomunal y ojos de hielo empezaron a berrear —en el torrente de su jerga Nepociano solo entendía «Odín»— mordiendo sus escudos y agitándose como demonios en trance de exorcismo. Sin apagar su rabioso clamor acometieron contra los hombres de Sonna. Chocaron las espadas, chocaron los escudos, chocaron los cuerpos en una colisión salvaje. Los guerreros de Oviedo, sorprendidos por la avalancha, trataron de contener a aquellas furias juntando mucho sus líneas y adelantando las picas para mantener las espadas normandas a distancia. Ragnar, detrás de sus vikingos, bramaba con toda su alma voces cuyo aliento parecía empujar a los hombres como velas al viento. Por un instante Nepociano pensó que la huida era posible. Pero entonces…
—¡Nepociano! ¡Nepociano! ¡Soy yo! ¡Están aquí!
Jimena apareció corriendo, los rojos cabellos revueltos como un remolino de mar, las ropas descompuestas, la mirada perdida, el rostro demudado. Venía sola, sin montura ni cofre ni… Gautier. Nepociano sintió que el ánimo escapaba de su cuerpo. Aquella contrariedad venía a echarlo todo por tierra. Sin manifestar sus pensamientos, el anciano magnate estrechó entre sus brazos a la mujer.
—¿Estás bien? ¿Qué ha ocurrido? —urgía el regente.
—¡Los hombres de Ramiro! —resollaba Jimena—. En la puerta Rutilante. Nos han sorprendido. Deben de haber matado a Gautier. ¡Vienen tras de mí! Y aquí… —La dama sintió un desvanecimiento al comprobar que allí también se luchaba—. ¡Estamos perdidos!
En aquel momento supo Nepociano que el naufragio era inapelable. Miró a los normandos, empujando a fuerza de ira y acero a los hombres de Sonna, pero sin ganar ni un metro bajo la puerta de Santa María. Miró a Ragnar, que seguía gritando, pero cada vez con menos convicción. Miró al conde Sonna, plantado a caballo al otro lado de la puerta, semioculto por la piña de hombres y armas, normandos y asturianos confundidos, que bloqueaba el umbral. Miró a Jimena, temblorosa a su lado, deshecha y vencida. Y miró a los hombres que ahora aparecían por la calle que venía desde San Salvador, blandiendo teas y espadas, cantando ya su inmediata victoria; los hombres de Hernán de Mena. Solo era posible una salida.
—¡Llévatela! —gritó a Ragnar—. ¡Llévatela de aquí!
—¡No! —repuso la mujer—. ¡Yo me quedo!
—¡Que te la lleves he dicho! ¡Como sea!
Ragnar posó unos ojos de estupor sobre la pareja. Luego, mecánico, abandonó el tumulto de la puerta y se aproximó a la mujer. Tomó a Jimena por el brazo. Esta se resistió con fuerza desesperada.
—¡No te abandonaré! ¡Moriré contigo! —suplicaba la dama.
Ragnar interrogó a Nepociano con la mirada. Este, con un gesto de abatimiento infinito, les dio la espalda. Sintió entonces Jimena una mano atroz en su cuello, enseguida todo un brazo que como una tenaza se cerró en torno a ella, después sus pulmones se quedaron sin aire como un fuelle vacío y finalmente dejó de sentir nada. Desvanecida, Ragnar la subió a su montura como si de un fardo se tratara. A unos pocos pasos, bajo la puerta de Santa María, la fuerza de los normandos empezaba a remitir ante la firmeza de los hombres de Sonna.
—¡Volveremos a vernos! —gritó el mercenario.
—¡Fuera de aquí! —se desesperaba Nepociano—. ¡Huye! ¡Sálvala!
Ragnar Haraldson picó a su caballo, cargado con dos cofres de oro y la dama fugitiva a su pesar, y salió a escape hacia el interior de la ciudad. El normando y Jimena se perdieron en la noche de Oviedo. Pero no llegarían muy lejos.
El conde Sonna, a caballo detrás de sus soldados, había observado la escena. Resuelto, cargó sobre la masa que se aglomeraba bajo la puerta, arrolló a sus hombres y a los enemigos en el mismo impulso, derribó a Nepociano con un golpe seco de su escudo y galopó tras los fugitivos. De inmediato los tuvo a la vista. Ambos caballos, el perseguidor y el perseguido, cruzaron ante la catedral de Santa María, después bajo la iglesia de San Vicente y enseguida alcanzaron las callejas encerradas entre casonas y chabolas, talleres y cobertizos de ganado, antes de divisar la sombra negra de las murallas. Ragnar parecía buscar alguna de las salidas que por el este de la ciudad iban a perderse en los campos. Sonna sabía que sus hombres debían de hallarse ya a este lado de la puerta, intramuros, avanzando coordinadamente hacia el interior. El mercenario no tenía escapatoria.
El caballo de Ragnar Haraldson tardó muy poco en frenarse. Una patrulla ascendía hacia la torre de San Salvador desde la puerta de la Noceda. Sonna estaba ya a dos pasos. El normando se vio atrapado: ante sí, la patrulla; tras él, Sonna; a los lados, solo el silencio de las casas cerradas a cal y canto. Ragnar hizo lo único que cabía esperar de él: arrojó al suelo a Jimena, aún inconsciente, para hacer que el conde, al verla, se detuviera; después lanzó al aire algunas piezas de oro del interior de su cofre, para entretener a los hombres de la patrulla; por último, picó a su montura y salió como alma que lleva el diablo por la puerta abierta de la muralla, atropellando en su galope a las desconcertadas siluetas que, ciegas en la noche, guardaban la Noceda.
Sonna, en efecto, se detuvo al ver cómo Ragnar arrojaba al suelo el cuerpo de Jimena. Desmontó y se aproximó a la dama; estaba aún inconsciente. Examinó con interés sus facciones de estatuaria belleza, envueltas ahora en mechones rojos que el sudor había adherido al rostro como algas en la mar. Era ella, sin duda. Pero había en la mujer algo inusual, algo que sobrecogió al conde de palacio: los ojos cerrados parecían hundidos en sus cuencas, los pómulos que él recordaba frescos se mostraban ahora violentamente descarnados, los labios sufrían el azote de mil grietas y la piel se había convertido en un laberinto de arrugas; era como si Jimena hubiera envejecido mil años en una noche. Turbado, Sonna reparó también, una vez más, en el zafiro que reposaba en su pecho, aquella joya en cuyo fulgor había depositado Nepociano su ambición de poder. El conde trató de correr en pos de Ragnar, pero el normando ya había desaparecido como un golpe de viento. Resignado, el conde subió a la dama a su montura y marchó de vuelta a la puerta de Santa María.
Allí el combate había concluido. Los normandos estaban muertos. Todos. Al ver huir a su jefe, perdieron las ganas de pelear y se dejaron matar con la parsimonia de quien se prepara para un largo viaje. Nepociano permanecía en pie, inmóvil, rígido, quieto como un bloque de piedra, rodeado por los guerreros de Asturias; esos mismos guerreros que el anciano magnate había pretendido utilizar en su propio provecho. Cuando vio el caballo de Sonna y, sobre él, a su amada, no pudo evitar un respingo. Ni siquiera ella se había salvado. La catástrofe era completa.
—¡Nos quisiste engañar a todos, Nepociano! —voceaba Sonna desde lo alto de su caballo, acercándose al paso—. ¡Querías vendernos a Córdoba! ¡Pagarás por esto!
Nepociano no contestó. Su mirada se había perdido en otro grupo de hombres armados que ahora llegaba a la escena. Al frente de la hueste, Hernán de Mena. El Caballero del Jabalí Blanco, en silencio, vino a situarse frente al regente.
—¡Nepociano! —gritó el de Mena—. ¡Quedas destituido por orden del rey legítimo, Ramiro Bermúdez! ¡Date preso!
—Tú debes de ser Hernán, ¿me equivoco? —silbó Nepociano, tranquilo como un cadáver que hubiera salido de su tumba—. ¡El pequeño Hernán! La última vez que te vi eras un mocoso. Debí haber imaginado que tú andarías por medio en toda esta historia. Siempre que me cruzo con tu sangre, me visita el infortunio. La amargura de tu abuela me rompió la vida tanto como la irresponsabilidad de tu madre. Y de tu padre, ¡qué te voy a decir! Murió pobre como las ratas, ¿verdad? Envuelto en sus cicatrices y sus blasones. Dime —rio el anciano, y en su risa sonaban ecos de antiquísimos rencores—, ¿es cierto que te legó un terruño en esa horrible frontera que tanto amáis? ¡Pobres diablos!
El anciano trataba de resultar hiriente, pero su posición era tan desastrosa que a nadie podía herir sino a sí mismo. Revueltos los cabellos blancos, hecha jirones la túnica, invadido el rostro por una lividez mortal, Nepociano era la imagen misma de la derrota.
—Os conduciremos ante el rey —se limitó a contestar Hernán—. A tu esposa y a ti. De momento permaneceréis encerrados en las mazmorras de palacio. El conde aquí presente —agregó, haciendo una seña hacia Sonna— se encargará de tomar las disposiciones oportunas. Y ahora, habla: ¿dónde está el obispo Gomelo?
Nepociano miró a Hernán largamente, como si quisiera ver en el caballero algo distinto a ese hombre que tenía ante sí. Por la mente del anciano pasaron imágenes de otras conjuras y de otros tiempos, imágenes en las que se veía igualmente derrotado por otro sujeto con el mismo escudo. Al fin musitó:
—En Ablaña. Está en el monasterio de Ablaña. No temáis, ha sido bien tratado. —Y enseguida imploró—: ¡Déjame ver a mi esposa!
Hernán asintió. Sonna descabalgó a la mujer, aún inconsciente, y la tendió con cuidado en el suelo. Nepociano secó una lágrima furtiva en los cabellos rojos de su dama. Delicadamente trató de reanimarla. Cuando Jimena abrió sus ojos del color como el mar en invierno, vio sobre sí a su marido, desgreñado y roto, y tras él a Sonna y Hernán de Mena. La mujer volvió a cerrar los parpados en un mohín de angustia. Su espíritu voló de nuevo hacia algún lugar oscuro y frío, el lugar donde vive la desesperanza. Todo había terminado. Y ella, sí, ella lo había visto antes de que nada sucediera.
Esa noche en Cornellana, cuando el campo de batalla dormía, dos hombres despertaron a Cernín Jimeno, el cautivo navarro de Rodrigo Núñez. A empellones y patadas, pero sin gritos, le sacaron subrepticiamente del redil donde se hacinaban los prisioneros. Cernín, aterrado, no pudo sino obedecer. Le sangraban las muñecas y los tobillos, una gruesa capa de porquería envolvía todo su cuerpo y estaba muerto de hambre y de sed. Soñaba con su libertad, en compañía de su hermano, bajo la protección del obispo de Compostela. ¿Quiénes eran esos hombres que venían ahora a privarle de su última esperanza? A la opaca luz de la luna pudo reconocer a uno de sus captores: Rodrigo de Tedeja, el improvisado lugarteniente del joven Núñez; el segundo parecía ese otro castellano, Olmundo, que había combatido en el puente de Cornellana. ¿Qué querían de él?
Sin más palabras que algún ocasional insulto proferido a media voz, el eslavo fue llevado hasta el cauce del río, cerca del muro del pequeño monasterio de San Salvador. Allí, bajo un frondoso abedul cuya sombra nocturna lo envolvía todo en negro, aguardaba en pie una figura. Solo cuando estuvo muy cerca pudo Cernín reconocer a Rodrigo Núñez, el hermano de Paterna. El cautivo se sintió morir. Sin duda —cavilaba— el joven no había recibido bien el arreglo dictado por el rey y pretendía ahora ejecutar su derecho a disponer de la vida de su preso. El de Tedeja y el otro, que efectivamente era Olmundo de Erice, llevaron a Cernín casi en volandas hasta el abedul. Allí lo arrojaron a los pies de Rodrigo Núñez. Este mantenía en sus manos la cesta con la cabeza sin cuerpo del general Walid y, a su lado, algo parecido a un arma. Cernín musitó una oración al dios de los cristianos, ya que el de los musulmanes le había abandonado. De rodillas, agachó la cabeza mostrando el cuello a su amo. Había llegado al final.
—Eres un hombre con suerte, Cernín —masculló Rodrigo Núñez—. Tuviste suerte al caer cautivo de los moros en vez de terminar destripado, tuviste suerte al salir con bien de las batallas en las que te metieron, tuviste suerte al sobrevivir a la carnicería de Lutos, tuviste suerte al encontrar a tu hermano, tuviste suerte al caer bajo la mirada del obispo de Compostela. Descuida —casi reía Rodrigo—, no seré yo quien desafíe a la suerte y, además, a un obispo compostelano.
Lo siguiente que sintió Cernín fue el golpe seco de un instrumento junto a sí.
—¡Cava! —gritó el joven Rodrigo.
Cernín miró el objeto. Era una pala. Olmundo prendió un candil. El navarro aún no sabía si iba a cavar su tumba. Rodrigo le sacó de dudas.
—Tres palmos bastarán —indicó el hermano de Paterna—. Demos al general Walid el entierro que merece.
Cernín cavó. Pese a las magulladuras de sus muñecas y sus tobillos, pese a que no le quedaba en el cuerpo ni un hilo de fuerza física, cavó como si le fuera la vida en ello. Deshecho, agotado, el sudor que inundaba su frente se perdía en las lágrimas que nacían rebeldes en sus ojos, y lágrimas y sudor se mezclaban con la suciedad y el polvo de su rostro componiendo una máscara como de última penitencia.
—Suficiente —ordenó Rodrigo.
El joven se arrodilló. Extrajo de la cesta la cabeza de Walid. Descosió de la canasta el lienzo que la forraba y lo utilizó como improvisado sudario. Casi con dulzura envolvió la cabeza en el lienzo e introdujo el paquete en el agujero excavado por Cernín.
—¡Tapa eso! —mandó nuevamente el hermano de Paterna.
El cautivo navarro, exhausto, temblando de puro agotamiento, cubrió la cabeza del general Walid con la tierra blanda y oscura del campo de Cornellana. Después el de Tedeja fabricó con dos palos una apresurada cruz y la hincó sobre el lugar. Cernín no salía de su asombro. Rodrigo Núñez se adelantó, desenvainó la espada y la clavó fuertemente en la tierra. A guisa de crucifijo, se arrodilló ante la espada.
—Señor de los Ejércitos —oró el joven capitán—, recibe en tu seno a este guerrero perdido, que fue un hombre valiente. Y a nosotros danos fuerza para que nuestro brazo siga proclamando tu gloria y tu victoria. Amén.
Los tres castellanos se santiguaron. Cernín también lo hizo. Después Olmundo y el de Tedeja devolvieron al navarro al redil de los cautivos mientras Rodrigo Núñez quedaba allí solo, ante la tumba de Walid, bajo el abedul, intercambiando confidencias con la noche.