14
LA REINA Y EL USURPADOR

Cuando Paterna y Hernán llegaron al campo de Cornellana, todo había concluido ya. En los últimos tramos del camino, el constante tránsito de hombres que huían en sentido inverso, desprendiéndose apresuradamente de sus túnicas verdes, ya había dado noticia al de Mena sobre la batalla y su resultado. El enemigo emprendía la fuga. Ramiro había vencido.

Marchaba Hernán con la capa roja bien visible sobre su atuendo de caballero, y también los otros hombres del grupo —Tello, Telmo, Mendo— se habían desembarazado de las pobres ropas que hasta pocas leguas atrás ocultaban su identidad para mostrar ahora sus armas y cotas de malla. Solo Paterna se mantenía envuelta en los mantos que la ocultaban por completo.

—Eres reina, mi señora —decía Hernán a Paterna al constatar el triunfo de Ramiro, pero en un rincón de su pecho, en la mazmorra de los sentimientos prohibidos, esos que nos asaltan contra la razón y la voluntad, quedaba sepultado para siempre el secreto deseo de que las cosas hubieran rodado de otra manera.

—Aún no está todo hecho —musitaba Paterna con un mohín de preocupación en sus labios de vino, pero la dama sentía cómo un poderoso estremecimiento interior la elevaba por encima del tiempo que vivía y del suelo que pisaba, y esa emoción la transportaba a una región lejana e inefable, a ese mundo donde un destino largamente esperado se nos revela como un estallido de luz.

El cauce del Narcea olía a muerte, a vísceras, a sangre, a heces, a ceniza, a orines, a fuego; olía a guerra. El eco de los gritos de victoria se mezclaba en una música demencial con el lamento de los heridos. A los del bando vencido se los remataba sin contemplaciones y a los del bando propio se los intentaba sanar, y aquí había un barbero cosiendo carnes y en aquel otro punto un cirujano amputando miembros. Una discreta legión de guerreros mudos recorría el paisaje apilando cadáveres y despojando a los muertos de cualquier cosa que pudiera ser utilizada por los vivos. Junto a la legión de los sepultureros marchaba otra de paisanos que registraban a conciencia a los caídos; eran los vecinos de Trevías y Cornellana, a los que Ramiro, en agradecimiento por sus servicios, había dado permiso para saquear el campo. Allí una vieja disputaba con un soldado por un colgante de oro, y allá un niño porfiaba por quedarse con un yelmo que otro guerrero quería para sí. Los muertos miraban todo eso con ojos vacíos e indiferentes, porque en el mundo al que ahora marchaban ya no necesitarían ni yelmos ni colgantes.

Paterna no pudo evitar una prolongada sensación de repugnancia que se manifestó en una sucesión indomeñable de náuseas. La guerra es hermosa cuando empieza y terrible cuando acaba; la victoria es sublime cuando te besa y repulsiva cuando, concluida la fiesta, hay que limpiar el campo. La euforia y el dolor bailan la misma danza.

Al otro lado del valle de la muerte, en esa tienda de blancas lonas que se elevaba sobre un cerro, aguardaba a la dama su próxima vida: iba a compartir el lecho de un hombre al que no conocía y llevaría sobre la cabeza una corona por la que centenares de hombres igualmente desconocidos habían cruzado el umbral de la muerte. Toda esta sangre y todos estos cadáveres, pensaba Paterna, eran el rescate que otros habían pagado para que ella fuera reina. La magnitud del precio despertaba en la dama un cierto eco de misericordia, pero en su ánimo era mucho más fuerte el sentimiento de gloria, de triunfo, de poder, y por eso Paterna, a pesar de su asco y sus arcadas, seguía manteniendo fija la mirada en el campo de la muerte. Una mirada que no le pasó desapercibida a Hernán: la mirada del lince que se ha cobrado finalmente su presa.

Una cuadrilla de jinetes salió al encuentro de los recién llegados. Eran hombres de la guardia de Ramiro. Hernán los conocía porque habían cabalgado con él hasta Amaya en la frustrada expedición del rey. La última vez que los vio, huían hacia Galicia temiendo que el cielo se desplomara sobre sus cabezas. Ahora, por el contrario, saboreaban la victoria. Hernán se adelantó a sus palabras.

—Gran triunfo, vive Dios. Os saludamos —cantó el de Mena con una mesurada sonrisa—. Id y decid al rey, os lo ruego, que aquí está su prometida Paterna.

—Acompañadnos —se limitó a contestar el jefe de la cuadrilla.

La comitiva ascendió trabajosamente, a lomos de sus monturas, por el sendero que desde el llano del río sube al cerro de Moratín. Pocos pasos antes de llegar a su meta, uno de los jinetes se adelantó, llegó a la tienda del rey, descabalgó y se perdió tras las telas blancas, sucias ya de ceniza y barro. Enseguida se vio salir la silueta inconfundible de Gatón, titánica y rotunda.

—¡Eo! —voceó el hijo del rey—. ¡Ha llegado el del Jabalí Blanco! ¿Y ese otro bulto es…? ¡Padre! ¡Padre! —llamó Gatón, perdiéndose en la tienda a su vez.

Apareció Ramiro. Venía sucio y desgreñado, cual corresponde a quien ha clavado los pies en el campo de la muerte. Ya era otra vez el Ramiro del Édramo, como aquel que pocos días atrás —pero hoy parecía que fue en otra vida— había recibido a Hernán de Mena con un cuchillo de desollar jabalíes entre las manos.

—¿Qué hacéis aquí? —gruñó por toda bienvenida—. ¡Creí haberte dicho que aguardaras en Liébana!

—Todos los senderos estaban vigilados —respondió Hernán mientras descabalgaba, calmoso, y se acercaba al vencedor—. Era más seguro seguir camino. Enhorabuena por esta victoria, mi rey —agregó, poniendo una rodilla en tierra.

—¿Y ella? —preguntó Ramiro, rebuscando con la mirada entre el grupo de jinetes que permanecía, a distancia, detrás de Hernán.

—¡Aquí! —exclamó una voz de mujer entre los caballeros.

Paterna se despojó de la caperuza que cubría su cabeza y ofreció al cielo su trenza del color del trigo maduro. Ágilmente descabalgó, con parsimonia se desprendió del manto que ocultaba su figura y bajo las gruesas telas apareció un esbelto cuerpo de mujer envuelto en una lujosa túnica blanca. La dama había escogido con sumo cuidado su atuendo para este instante. Despacio, con un paso que al mismo tiempo expresaba humildad y resolución, se acercó al rey.

—Yo soy Paterna Núñez, mi señor don Ramiro —silabeó inclinándose en una reverencia.

Ramiro contemplaba embelesado aquella aparición de puro fulgor en medio del escenario hediondo y sucio de la guerra. Trigo en el cabello, miel en los ojos, vino en los labios, leche en la piel. Y sobre todo, aquella mirada que parecía navegar sobre mares de gloria.

—Hasta ahora pensaba que la mayor bendición de este día era el milagro que nos ha dado la victoria —declamó Ramiro, untuoso—, pero veo que me aguardaba una bendición aún mayor. Pasad, os lo ruego —invitó el rey a la dama—; mi tienda es pobre y yo estoy sucio, pero ambos quedamos a vuestros pies.

Paterna asintió con un suave gesto que aún no era una sonrisa, al tiempo que hacía una seña a Hernán para que le diera escolta.

—Esta es la tienda de mando de Nepociano, el usurpador, ahora vacía —farfulló Ramiro a modo de excusa—. Aún no hemos tenido tiempo de instalar aquí nuestros propios aposentos.

Paterna y Hernán penetraron en la ancha carpa. Una mesa, varios taburetes, algún pellejo de agua, cachivaches variados por el suelo y los rincones… Allí estaban, en pie, un clérigo de cabellos negros y nariz aplastada sobre el rostro moreno, y también un joven gigantón rubio aún sucio de barro y sangre.

—Mi señora doña Paterna —siguió el rey—, os presento al obispo Serrano, desde este día auxiliar de la diócesis de Oviedo, que nos ha acompañado en esta hora crucial, y a mi hijo Gatón, capitán de mis ejércitos, que se ha cubierto de gloria en el campo de batalla.

Paterna, señorial, se inclinó a besar el anillo del obispo y desarmó al joven Gatón con una maternal sonrisa. Estaba radiante, Paterna. Se sentía observada, admirada, reverenciada. Era perfectamente consciente de la impresión que había dejado en el ánimo del rey y del efecto que estaba causando en todos aquellos hombres que la miraban como si una hembra de leyenda hubiera descendido sobre el campo de la muerte para ornar con laurel la frente de los vencedores. Gatón estaba mudo. El obispo Serrano, sin embargo, trató de sobreponerse al encanto de la dama para cargar sobre sus hombros las cuestiones de detalle.

—Me honra conoceros, mi señora —recitó el obispo con la distancia de la tercera persona—. Me han hablado mucho de vuestras virtudes y compruebo que todos los relatos se han quedado cortos. El obispo Gomelo y yo —improvisó Serrano— seremos muy dichosos el día en que podamos oficiar la ceremonia de vuestro enlace con nuestro señor el rey don Ramiro. Y a propósito de eso, ¿tenéis en vuestro poder los documentos de esponsales? No quisiera apremiaros, pues acabáis de llegar de un viaje largo y sin duda difícil, pero…

—Los traigo conmigo, señor obispo —atajó Paterna con una sonrisa ancha, demasiado ancha para ser sincera—. Yo también he oído hablar de vuestra diligencia y buen sentido, y estoy segura de que la corona de mi esposo tendrá en vos a un leal servidor. El caballero de Mena —agregó la dama, volviendo la vista a Hernán— os presentará de inmediato los documentos que requerís.

Hernán acogió la indicación con un marcial movimiento de cabeza, salió de la tienda y rebuscó en las alforjas de su montura. Allí estaban, sí, los documentos. Pero también hurgó en las alforjas de Paterna en busca de otro objeto no menos preciado en aquel momento: la espada que Ramiro envió a la dama como signo de compromiso. En un instante se halló de vuelta en la tienda. El rey no pudo disimular una sonrisa de satisfacción al ver su arma entre los bagajes de su prometida: un bonito detalle. Hernán tendió a Paterna el rollo de pergamino que Serrano demandaba.

—Aquí lo tenéis, señor obispo —dijo la dama, ofreciendo a su vez el documento—: El contrato de esponsales redactado por mi prometido don Ramiro Bermúdez.

Serrano, con pose doctoral, abrió el pergamino. Leyó para sí sus cláusulas. De pronto, su semblante mudó de expresión.

—Pero… ¡Pero está sin firma! —exclamó el obispo sorprendido.

Ramiro volvió hacia Paterna unos ojos alarmados. Hernán, en su interior, sonrió, pero se guardó mucho de exteriorizar la menor emoción.

—Está sin firmar, ciertamente —explicó calmosa Paterna—. Mi señor don Ramiro entenderá perfectamente que no podía dar firma a mi matrimonio, ni empeñar mis tierras y bienes, sin tener plena garantía de que era en efecto un rey quien me desposaba. Cuando el caballero Hernán de Mena llegó a Cigüenza sin el rey —prosiguió la dama ante un Ramiro cabizbajo—, decidí, con la anuencia de mi señor padre, suspender la formalización del contrato hasta tener la completa seguridad de que todos sus extremos eran veraces.

Paterna se detuvo para buscar la mirada de Ramiro. El rey estaba visiblemente molesto y, a la vez, intimidado, y movía de un lado a otro la barba como intentando digerir las palabras de su dama. No le causaba el menor placer verse bajo sospecha, aunque hubiera sido transitoria. En todo caso, y desde cualquier punto de vista, Paterna tenía razón.

—Hoy he podido comprobar aquí, en este suelo de Cornellana —siguió la mujer—, que Ramiro Bermúdez ha deshecho a sus enemigos y por tanto la corona, que legítimamente era suya, irá a sus sienes. De esta manera se verifican todos los extremos del contrato de esponsales y aquí mismo, en presencia de mi prometido y de vosotros, nobles señores, firmaré el documento que me habrá de convertir en legítima esposa del rey Ramiro de Asturias.

Paterna bajó la mirada fingiendo recato. Ramiro hizo un gesto de apremio al obispo Serrano, tan desconcertado como el propio rey y como su hijo Gatón, que no terminaba de entender qué estaba pasando. Serrano tradujo la hosca mímica del rey y rebuscó entre sus bártulos una pluma de ave y una pequeña calabaza llena de tinta.

—¿Tú sabías esto? —masculló Ramiro al oído de Hernán.

—Sí, lo sabía —respondió el de Mena con un tono de voz en el que el rey, si hubiera sido capaz de leer las almas, habría podido descubrir al amante despechado. Por fortuna para ambos, el obispo Serrano rompió el hielo.

—¡He aquí lo que buscaba! —exclamó mientras exhibía triunfal la pluma, como si de una espada mágica se tratara—. Ahora todo quedará conforme al recto juicio de Dios.

Paterna, decidida, tomó asiento, requirió el pergamino, mojó la pluma y con trazo lento y claro dibujó su nombre al pie del contrato. Ramiro se mordisqueaba los labios sin poder apartar la vista del aura que desprendía aquella mujer. Era muy distinta a lo que él esperaba. Le habían hablado de una mujer castellana de cierta edad, hija de un afamado colono, viuda de un conocido caballero y administradora de sus propias tierras, y todo eso le había llevado a componerse la figura de una matrona reposada y algo sosa, pero lo que ahora tenía ante sí, firmando su propio contrato de esponsales como un rey que firma pactos de familia, envuelta en esa túnica blanca, era una especie de hada de los ásperos bosques de Castilla. Cuando ella concluyó, el rey la tomó de la mano, la ayudó a levantarse y, delicado, la invitó a salir al exterior.

—Mi señora, puedo juraros, como lo haré pronto ante el altar, que habéis firmado mi felicidad, la vuestra y la de nuestro reino —silabeó el rey ante la pasmada mirada de Hernán, que nunca antes había oído a Ramiro producirse en términos tan cortesanos—. Y ahora os ruego que me acompañéis al campo. He de enseñaros el escenario de mi victoria. De nuestra victoria —corrigió el rey de inmediato. Pero Paterna no había cerrado aún la caja de las sorpresas.

—Sobre eso —apuntó la mujer— también hemos de daros alguna noticia importante, mi señor.

—¿Noticias importantes? —rio Ramiro—. ¡Las escucharé con placer! Pero la noticia más importante, mi señora Paterna, amigo Hernán, es el milagro que súbitamente quebró al ejército de Nepociano —explicó el rey mirando al obispo Serrano y dedicándole una reverencia, como si el autor del milagro hubiera sido él—, permitiéndonos vencer a una fuerza que nos doblaba en número.

—Precisamente de eso se trata, mi rey —completó Paterna—. Porque en el transcurso de nuestro viaje… Pero quizá —dudó la dama— será mejor que os lo explique don Hernán.

Ramiro volvió sobre el de Mena unos ojos inquisitivos, ensombrecidos por un ceño hostil. El rey tenía de repente la impresión de que alguien iba a aguarle la fiesta. Hernán, a su vez, miraba a Paterna con urgencia. Todo habría sido más fácil si ella hubiera tomado la responsabilidad de contar lo ocurrido. Pero no era el momento de andarse con rodeos.

—Fui yo, mi rey —explicó concisamente el del Jabalí Blanco—. Yo hablé con los nobles que acompañaban a Nepociano. Más precisamente, con el conde Sonna. Por eso Sonna y Escipio abandonaron el combate.

El rey Ramiro sintió que el mundo giraba sin sentido a su alrededor.

Jimena lo había visto. Había visto la derrota. La imagen vino a ella en forma de nube oscura que anegó su alma como una ola de dolor. Sintió en su vientre un desgarro, como de algo que se rompía, y un miedo indecible recorrió todo su cuerpo. Entonces supo que habían perdido.

La dama había pasado la noche anterior en vela, orando ante un altarcillo que ella misma había dispuesto en un rincón de sus aposentos de palacio. Un pequeño crucifijo labrado en madera de acebo, pues el acebo da fruto en invierno, como el maduro Nepociano; un haz de hierbas que se había hecho traer del campo de Cornellana cuando supo que allí sería la batalla; la garra de un lobo, símbolo de fiereza en el combate; piedrecillas del suelo de San Salvador, sagradas como la catedral; un sahumerio de lavanda, pues la lavanda es buena para los huesos; la espada de Alfonso el Casto, alma del poder en el reino del norte; un cazo de agua del Narcea, cuyo cauce quedaría regado con la sangre de los combatientes; el zafiro que desde niña colgaba de su cuello, eco de la sangre regia; un mechón de los cabellos grises de Nepociano, personificación de su amado esposo… Todo ello dispuesto con un raro sentido de la armonía, como en un mapa de las fuerzas que iban a dirimir su destino en el campo de batalla. Alrededor del altarcillo prendió infinidad de luminarias, tantas que su resplandor rivalizaba con el del sol. Dio noche libre al servicio y se encerró ante aquella reproducción en miniatura del cosmos.

Cuando encendió el sahumerio de lavanda, la fragancia vegetal le dijo que Nepociano aguantaría el trance; no había que temer por su vida. Frotó Jimena los cabellos de su esposo sobre el crucifijo de acebo y por el contacto supo que la Iglesia de Oviedo no secundaría su causa, pero supo también que nada estaba decidido, pues no sintió que la madera rechazara el mechón. Depositó las piedras del suelo de la catedral en el cazo con agua del Narcea, y quedó maravillada al constatar que algunas de ellas flotaban: si el mineral de San Salvador no se hundía en el agua de la batalla, era señal clara de que el reino sobreviviría a la decisiva lid que ahora se libraba en el cauce. Envolvió después la garra de lobo en los mechones de Nepociano y la deslizó sobre las hierbas de Cornellana. Con aprensión comprobó que los mechones saltaban al tocar la hierba, como si el campo rechazara al guerrero. Aquello despertó en la dama una acuciante inquietud. Pero lo más turbador vino cuando conjuró la fuerza de su zafiro uniéndolo al que descansaba en el pomo de la espada de Alfonso y, aterrada, vio que ya no parecían gemelos: la piedra era la misma, sí, pero su brillo era muy distinto, como si en aquel instante los destinos de ambas gemas se hubieran separado para siempre. Y así percibió Jimena que todo se iba a torcer.

Rezó mucho la dama de cabellos rojos; rezó mientras lágrimas de hiel afloraban a sus ojos del color de la mar en invierno. Rezó al Dios Señor de los Ejércitos, rezó a las piedras y a los árboles de Asturias, rezó a las fuerzas oscuras que mueven las pasiones de los hombres, rezó al genio de las aguas del Narcea, rezó a Cristo Jesús crucificado, rezó a su Santa Madre y también a todas las madres que de sus vientres hacían nacer legiones de guerreros vengadores, rezó al espíritu del difunto rey Alfonso y rezó a las almas en pena. Los vecinos de Oviedo pudieron escuchar aquella noche, rayana el alba, un canto lúgubre que con palabras ininteligibles invocaba al mismo tiempo al Dios de Israel y a la Fortuna. Entonces Jimena se quedó dormida.

Un extraño malestar la despertó horas después. Se acercaba ya el mediodía. La batalla —pensó la dama— debía de estar en su punto álgido. Jimena se acercó a la agonizante hoguera que había acompañado su vigilia, avivó el fuego y se entregó a la liturgia final. Ahogó el sahumerio de lavanda en el agua del Narcea. Cuidadosamente introdujo en el cazo las hierbas de Cornellana, las piedrecillas de San Salvador, los cabellos de su esposo, el pequeño crucifijo de acebo y la garra del lobo. Depositó la mezcla sobre las llamas. Cuando el hervor empezó a desprender nubes de humo, en el vapor vislumbró Jimena espectros amenazantes. Dispuesta a vencerlos, ató su zafiro a la gema hermana de la espada de Alfonso y, tomando el arma por la empuñadura, la sometió al fuego hasta que el acero empezó a cambiar de color. Con ojos ansiosos examinó la hoja. Lo que allí pudo ver sumergió su espíritu en un océano de desconsuelo.

Vio Jimena primero su propio rostro, pero horriblemente deformado, y vio después el rostro del rey Alfonso como grabado a fuego en el metal. Alfonso la miraba y sonreía. Era el Alfonso niño que ella había conocido, y era a la vez el Alfonso hombre que la mandó al destierro, y era al mismo tiempo el Alfonso anciano que pocos días atrás acababa de expirar. Alfonso la miraba y sonreía, sí, y de algún modo le hablaba con la voz del espíritu y le decía que todo había terminado, que su aventura había concluido, que la derrota acudiría pronto a visitar los aposentos regios que su marido y ella habían usurpado. Y una palidez de ultratumba se apoderó del rostro de Jimena.

La dama cayó en una especie de doloroso trance. Durante varias horas no pudo pronunciar palabra. Cuando al fin se recuperó, tenía la completa certidumbre de que todo estaba consumado. Solo cabía rogar para que al menos Nepociano saliera con bien y ambos pudieran emprender la fuga. A toda prisa hizo provisión de un ligero equipaje. Fue entonces cuando oyó, en el exterior, en la oscuridad de la noche cerrada de Oviedo, ruido de cascos trotando sobre la piedra. Jimena sintió que era él.

La dama asomó sus cabellos rojos por el ventanal del patio de palacio. Lo que vio le heló la sangre en las venas. Porque quien llegaba no era Nepociano, sino Lotario de Fráncfort y Gautier de Carcasona, dos de los peligrosos capitanes de la tropa mercenaria, huidos del combate y, con toda probabilidad, sedientos de botín.

Ramiro miraba alternativamente a Hernán y a Paterna como si alguno de los dos le hubiera vaciado el alma. Ni en sueños se le habría podido pasar por la cabeza que el abandono de los condes Sonna y Escipio fuera una estratagema tejida por su prometida y el caballero al que había encomendado su escolta.

—¡Por todos los santos! —bufó el rey—. ¿Por eso huyeron los rebeldes?

—Por eso —confirmó Hernán—. No fue difícil hacerles ver que estaban jugando la apuesta equivocada. Sonna ignoraba que tu designación como rey era legítima. De hecho, Nepociano y sus hombres le habían convencido de lo contrario. Con engaños le hicieron salir de Oviedo en tu busca. Nos encontró a nosotros. Es un hombre cabal, de manera que fue posible explicarle la verdad de la situación. Los propios hechos y la fuerza de persuasión de tu prometida, doña Paterna, le hicieron rectificar. Cuando se presentó en este campo de Cornellana…

—¡Ahora lo entiendo! —suspiró Ramiro, chocando los puños—. Cuando se presentó en este campo ya había hablado con Escipio y ambos habían decidido abandonar las filas del usurpador. Por eso esperaron a que estuvieran construidos los pontones de ese canalla…

—¿Pontones? —interrogó Hernán.

—Sí, una añagaza de ese Nepociano. Pero ya te contaré otro día la batalla —protestó Ramiro, moviendo las manos como quien espanta una mosca—. Ahora dime, ¿qué es exactamente lo que hablaste con Sonna?

—En mis tratos con él —subrayó el de Mena la primera persona, exonerando a Paterna de toda responsabilidad— llegué a ciertos compromisos que debo mantener. Mi palabra está en juego.

—Habla —apremió el rey con un fulgor suspicaz en sus ojos del color de las castañas.

—Me comprometí —dijo Hernán— a que los bienes de esos nobles señores serían respetados.

—Hecho —concedió Ramiro.

—Y hay algo más —añadió el caballero—. Me comprometí a que la vida de Nepociano sería respetada.

—¡Respetada! —estalló el rey—. ¡Tú estás loco! ¡Respetar la vida de un rebelde contra la corona!

—Mi señor, ese fue el pacto con el conde Sonna —repitió Hernán, firme—. Los nobles abandonarían a Nepociano en el campo de batalla si a cambio sus bienes eran respetados y si se permitía a Nepociano volver sano y salvo a la Aquitania.

—¿Sano y salvo? —aulló el monarca—. ¿Sin juicio ni pena?

—Se aceptará un juicio para escarmiento de futuros conspiradores —detalló el del Jabalí Blanco—, pero la pena no podrá ser otra que el destierro.

—¿Y en nombre de qué suscribiste semejante monstruosidad, Hernán de Mena? —inquirió Ramiro, rojo de cólera.

—Era el único modo de ganar esta batalla, mi rey —contestó el de Mena, bajando la cabeza.

—Y yo estuve de acuerdo en esas condiciones, mi señor —terció Paterna para sorpresa de todos, empezando por el propio Ramiro—. Cualquier otra cosa habría significado poner en tu contra a los nobles de palacio, llevar la derrota a tus filas, arruinar tu corona y, por supuesto, frustrar nuestro matrimonio. Por eso lo acepté —concluyó firme la dama.

—¿Aun sin haber firmado nuestro contrato de esponsales? —preguntó Ramiro con una sonrisa torcida. Quería devolver a la dama una ración de su orgullo. Pero Paterna se sentía dueña de la situación.

—Mi rey —desgranó lentamente las palabras, con autoridad de reina, y deliberadamente abandonó la tercera persona para dirigirse al monarca—, viendo a tu hijo Gatón no tengo la menor duda de que habríamos ganado en cualquier caso esta batalla, y viendo aquí al obispo Serrano tampoco dudo de que la Iglesia de Oviedo nos habría apoyado sin fisuras. Pero esas victorias —añadió, mirando a Serrano y Gatón— no nos habrían llevado a parte alguna si, al día siguiente, nuestras banderas hubieran encontrado cerrado el camino de Oviedo por la hostilidad de los nobles. Ahora, por el contrario…

Paterna dejó que el silencio completara la frase. Ahora, sí, por el contrario, Ramiro tenía la batalla ganada, la corona en su mano, una reina a su lado, la nobleza del país a sus pies y las puertas de Oviedo abiertas de par en par. Eso era lo único importante.

—Has obrado bien, mi señora —rezongó Ramiro depositando en Paterna una mirada que, como no se le escapó a Hernán, era ya una mirada de enamorado—. Ha sido una buena jugada. Y si antes era feliz por tener una esposa, ahora lo soy más por tener junto a mí a una verdadera reina. Todo se hará conforme a vuestro acuerdo con el conde Sonna.

Paterna devolvió el cumplido con una graciosa inclinación de cabeza. Gatón, satisfecho, golpeó ruidosamente la espalda de Hernán. Solo el obispo Serrano mantenía un gesto de discreto recelo en los ojos oscuros, que viajaban de Hernán a Paterna y de Paterna a Hernán como queriendo descubrir algún secreto inconfesable. El de Mena empezaba a sentir un insoportable calor en las sienes al constatar el embeleso del rey y la amable receptividad, simulada o no, con la que Paterna lo acogía. Tuvo que carraspear dos veces para atraer la atención de Ramiro Bermúdez.

—Ahora, mi señor…

—Dime —contestó el rey, sin apartar la vista de la trenza dorada de su dama.

—Ahora —completó Hernán— es el momento de partir en busca de Nepociano para llevarle a juicio y desmontar la trama que ha urdido contra el reino y contra ti.

—¿Ahora? —se extrañó Ramiro—. No tardarán dos horas en caer la noche…

—Ahora, sí —reafirmó el de Mena, que visiblemente tenía prisa por marcharse de allí—. Dame a una docena de hombres que no hayan padecido demasiado en el combate, marcharé con ellos a la capital y acabaremos esta historia.

—¿Doce? Bien. Tuyos son, Hernán de Mena —concedió el rey—, y parte en buena hora. Nos veremos en Oviedo. Ahora debo explicar a mi señora doña Paterna los pormenores de la batalla —concluyó el rey, tomando la mano de su dama y conduciéndola a lo alto del cerro.

Gatón ahogó una sonrisa aviesa. Dio unas cuantas voces y junto a la tienda se presentaron algunos caballeros. Ellos acompañarían a Hernán en su búsqueda de Nepociano. Porque esta historia, en efecto, aún no había acabado.

El conde Sonna también cabalgaba hacia Oviedo. Una pequeña hueste le acompañaba: algunos fieles de capas rojas y una veintena de guardias de palacio. No necesitaba más. El resto, el grueso de la mesnada con la que el conde había comparecido en la batalla, estaba retornando ya a sus hogares después del episodio de Cornellana. No había sido un combate para escribir en los libros, pero se había salvado la corona. Ahora los hombres volvían a sus casas con la agridulce sensación de haberse desangrado en una comedia sin sentido. Para endulzar el trago, el conde Escipio se había comprometido a recompensar a los combatientes y, sobre todo, a las familias de los caídos. Poco más se podía hacer.

Sonna se sentía culpable. Culpable por haber sospechado del rey Alfonso y su círculo de viejos consejeros. Culpable por haberse dejado engatusar por Nepociano, Jimena y Escipio. Culpable por haber perdido un día en los brazos de Gadea en vez de atender a su deber. Culpable por no haber podido impedir la matanza de Alles. Culpable por haber adoptado una actitud sumisa ante Paterna Núñez y Hernán de Mena. Culpable por haber abandonado el campo de batalla en una acción impropia de un caballero. Se sentía culpable por todo eso y también por todo lo contrario. Todo cuanto había hecho y dicho en las últimas semanas se le antojaba un error detrás de otro, una de esas situaciones en las que uno da un mal paso y ya es incapaz de rectificar los siguientes. Había cumplido con su deber, sí. Había hecho lo correcto, sí. Una y otra vez se lo repetía. Pero no podía dejar de pensar que si no hubiera cometido aquel primer error, si hubiera confiado en la palabra del rey, su honor no estaría ahora manchado con tanto horror y tanta mentira.

Al menos Escipio había respondido a la llamada. Eso sí era una victoria. Y gracias a la rectificación de Escipio había sido posible enderezar la situación. Sonna había acudido a verle en cuanto hubo llegado de su viaje por los caminos de Castilla. Después de su entrevista de trámite con Nepociano, en la que ocultó el encuentro con Paterna y Hernán, el conde citó a Escipio en las caballerizas del palacio de Alfonso, extramuros de la ciudad. Porque era muy grave lo que Sonna debía confiar a su colega y el secreto era indispensable. Fue allí, en las caballerizas, donde Sonna reveló a un atónito Escipio la naturaleza de su conversación con Hernán y Paterna, el pacto al que había llegado con ellos y su decisión de abandonar a Nepociano. Aquella fue la entrevista que cambió el curso de las cosas.

El palacio de Alfonso el Casto en las afueras de la ciudad, a pocos pasos de la puerta de Santa María, había quedado prácticamente vacío desde la llegada de Nepociano y Jimena a la regencia. Las instalaciones que el viejo rey había hecho construir para sí lloraban ahora descuidadas y solas, como viudas sin consuelo. Solo estaba Escipio. El veterano conde se había empeñado en trasladar allí su puesto de jefe de los ejércitos, en parte por fidelidad a la memoria de Alfonso, en parte porque le gustaba sentirse dueño de aquel lugar de poder y en parte, en fin, porque alrededor del palacio había grandes campas que le facilitaban la tarea de alojar a las tropas mercenarias de Nepociano y a la vez mantenerlas fuera de las murallas de Oviedo. Las caballerizas se elevaban a espaldas del gran caserón palaciego, en el camino que desciende hasta los baños de la Foncalada. Un día hubo aquí una excelente colección de caballos de guerra, incluso un soberbio ejemplar regalado por la corte de Ludovico Pío, el hijo de Carlomagno, así como corceles árabes capturados a los musulmanes. Ahora no había más que tres o cuatro criados indolentes entre las cuadras vacías.

El conde Sonna, ocultos los rubios cabellos bajo un discreto manto campesino, llegó primero. La soledad del lugar se le antojó retrato perfecto del pulso del reino, secuestrado por una ambición extranjera. Escipio tardó muy poco en aparecer: alto, grueso, satisfecho, con sus grandes bigotes de patriarca adornando un rostro redondeado por la edad y la buena vida.

—¡Sonna! —Escipio había recibido al conde con aire festivo, abriendo una arrogante sonrisa bajo sus largos mostachos—. ¿Ya estás de vuelta? Dime, ¿has encontrado al granjero gallego y a su becerrilla castellana?

—Escipio, debo hablarte —le urgió Sonna—. Y es muy importante. Mucho.

—Tú dirás —aceptó Escipio con una suerte de amable indiferencia.

—He encontrado a Paterna Núñez, sí —confirmó Sonna—. No a Ramiro porque, como bien sabes, está levantando un ejército en Galicia.

—Sí, lo sé. Te enviamos un mensajero a…

—No importa —zanjó el joven conde—. Eso es ahora lo de menos.

—No, no. ¡No es lo de menos! —se indignó Escipio—. ¿Quieres decirme que has encontrado a la prometida de Ramiro y no la has apresado? ¡Nepociano te hará ahorcar cuando se entere!

—Se lo he ocultado —confesó Sonna—. Y no se enterará si tú no se lo cuentas. Eres el único que lo sabe.

—¡Estás loco, Sonna! ¿Por qué la dejaste marchar?

—Porque yo soy un conde de palacio, no un secuestrador de doncellas. Y porque ella no tiene por qué pagar nuestra traición.

—¡Sonna! —exclamó Escipio ofendido.

—Lo que quiero decirte es esto, Escipio: nos hemos equivocado. Tú te has equivocado al apoyar a Nepociano. Y yo, también.

—No sé de qué me hablas…

—La elección de Ramiro es legítima —afirmó Sonna—. Y tú lo sabes.

—Legítima, ¿en nombre de qué? —El asombro de Escipio crecía por momentos.

—En nombre del derecho del rey a designar sucesor.

—Un derecho discutible —observó Escipio—. En realidad…

—Basta, Escipio —zanjó Sonna una vez más—. Me habéis engañado. Y quiero creer que también te han engañado a ti. ¿O me equivoco?

—No entiendo…

—Lo entiendes perfectamente. El rey tomó esa decisión en sus cabales. El obispo Gomelo la registró conforme a la costumbre. El procedimiento correcto debería haber sido que la decisión del rey pasara al consejo del reino y allí Gomelo la expusiera ante los nobles. Pero el golpe de Nepociano lo ha torcido todo.

—Sonna, amigo mío —le amonestó Escipio—, es inaceptable que un rey, como ha hecho Alfonso, quiera designar sucesor sin haber escuchado antes a los nobles del reino.

—Muy posiblemente —asumió el joven conde—. Pero también es inaceptable que los nobles del reino acepten el oro de un conspirador extranjero para violar la ley y la costumbre.

—Nepociano no es extranjero —opuso Escipio, agarrando el rábano por las hojas.

—Como si lo fuera. Estaba desterrado precisamente por traidor.

—Pero doña Jimena, la prima del rey, su esposa…

—Su esposa es tan traidora como él —golpeó el conde.

—Sonna, recapacita. Tú tienes linaje, nombre, fortuna y tierras. —Hablaba Escipio pausado y hasta afable, tratando de reconducir a su colega—. No podemos permitir que todo nuestro patrimonio se convierta en hierba seca porque un rey agonizante…

—Un rey al que tú has jurado obedecer —observó Sonna—. Como yo.

—Un rey muerto —protestó Escipio.

—Un rey que nos ha legado una última voluntad para ser cumplida.

—No lo comprendes, Sonna —negó Escipio, meneando la cabeza—. ¿Qué sería de todos nosotros si permitiéramos que el destino del reino descansase sobre solo unos hombros? ¿Qué sería de nosotros si permitiéramos a un hombre, a un único hombre, elegir sucesor a su voluntad, sin prestarnos antes oído?

—Nuestro juramento… —iba a decir Sonna, pero Escipio se adelantó.

—Nuestro juramento es ante todo para guardar al reino. No el capricho de un rey.

—Hace mucho tiempo que los reyes tienen la prerrogativa de elegir heredero. —Hablaba ahora Sonna en ademán doctoral, como quien conoce la verdad de las leyes—. Lo hizo Pelayo, lo hizo el primer Alfonso, como lo hicieron los viejos reyes de Toledo.

—¡Sí! —rio Escipio—. Y no pocas veces han tenido que hablar las armas para corregir esas decisiones. Por eso mataron a Fruela. Por eso destituyeron a Bermudo. Y eso, por cierto, también ocurría en tiempos de los viejos reyes godos de Toledo.

—Escipio, te escucho y no te reconozco —se desesperaba Sonna—. Tú has servido al rey Alfonso el Casto. Conoces como nadie que en su alma no ha cabido jamás otro pensamiento que no fuera para Dios, para el reino y para su pueblo. Antes de que él llegara al trono, nuestras tierras no eran más que campo de botín para esos demonios del sur. Ahora, por el contrario, desde Aquisgrán hasta Roma todo el mundo nos mira.

—También Córdoba nos mira —musitó Escipio con aire desengañado.

—¡Con ojos codiciosos alimentados por ese traidor de Nepociano —exclamó Sonna con vehemencia—, que os ha prometido riquezas a todos vosotros y al mismo tiempo se las ha prometido a Córdoba! ¿De verdad crees que habrá para todos? ¿Cuánto tardarás en verte obligado a dar tus bienes en prenda de paz, o a las mozas de tu predio para hacerlas esclavas, como en tiempos del infame Aurelio?

—Nepociano no sería capaz de eso —movía las manos Escipio, desdeñando los argumentos de su colega.

—¡Nepociano! —exclamó Sonna con aire despectivo—. ¿Te das cuenta de que estás apostando por un anciano? ¡Nepociano es una reliquia de tiempos de Mauregato! ¿Cuántos años le quedan de vida? ¿Cinco? ¿Seis? Y después, ¿qué? ¿En qué manos quedará el reino?

Escipio bajó un instante los ojos, como avergonzado, como si le hubieran sorprendido en un gesto indigno. Un significativo silencio sembró de desconsuelo el alma de Sonna.

—¡Oh, no! ¿Es lo que yo creo? —preguntó el joven conde—. ¿Crees realmente que tú, Escipio, serás el depositario del poder cuando Nepociano muera? ¿Crees que todos esos advenedizos que están a su alrededor, Piniolo, Alvito, Aldroito y demás, permitirán que tú te quedes con el premio?

—Son caballeros de palabra… —titubeó Escipio.

—¡Asesinos! ¡Eso es lo que son! —acusó Sonna—. Te diré de lo que Piniolo es capaz, porque lo he visto con mis propios ojos. ¿Te dice algo el nombre de don Alvar de Alles?

—Nada.

—A mí tampoco me lo decía —explicó Sonna, y a su rostro volvió la huella del horror— hasta que pasé por allí en mi búsqueda de Ramiro. Vi a este don Alvar, a su esposa, a su padre y a sus hijos, colgados de un castaño y muertos entre terribles torturas. Vi a toda su servidumbre degollada y a los frailes de la ermita pasados por las armas. Y todo eso lo hicieron los hombres de Nepociano para servir a Piniolo, que seguramente ambicionaba esas tierras. Tal es el destino que ese canalla ha reservado al reino de Asturias.

—Un caso aislado… —farfulló Escipio, quitando importancia al suceso.

—¡De ninguna manera! —opuso Sonna—. Habla con los priores de los monasterios. Habla con las gentes de la Iglesia. Habla con los campesinos. Verás lo que te dicen.

—En todo caso, ya es demasiado tarde. El consejo…

—El consejo no existe. —Ahora era Sonna quien desmantelaba los argumentos de su colega—. Una asamblea de terratenientes dominados por el miedo no es un consejo.

—¡Somos los primeros nombres del reino!

—¡El primer nombre del reino es Nepociano y todos los demás sois sus marionetas! —bramó el joven conde.

—¡Sonna, me estás ofendiendo!

—¡Te ofendes tú solo, Escipio, al haberte prestado a este sucio juego! ¿Quieres alguna prueba más?

—Prueba, ¿de qué? —preguntó Escipio, desorientado.

—¿Dónde ha instalado su despacho Nepociano?

—En la torre de San Salvador.

—¿Qué hay en la torre de San Salvador?

—El tesoro —confirmó Escipio.

—¿De quién es ese tesoro?

—Del reino, pero…

—¿Estás seguro de que es del reino? ¿Con qué va a pagar Nepociano a esos mercenarios que ha traído sabe Dios de qué infierno? ¿Con qué va a pagaros a quienes habéis doblado la espalda ante él? ¿Con qué va a pagar a Córdoba esas prendas de paz que dice haber negociado ya?

Escipio dudó un momento. Ahora, ante aquel argumento del tesoro junto al que tan celosamente se había instalado Nepociano, empezó a abrir por primera vez su mente a la sospecha.

—Es una acusación sin fundamento… —musitó Escipio después de dudar unos segundos.

—¿Y tú? ¿Qué va a ser de ti, conde Escipio? —Sonna acosaba a su colega como el cazador a la presa en una montería.

—A mí me ha nombrado jefe de sus ejércitos —proclamó Escipio, atusándose las guías del bigote.

—¡Valientes ejércitos! —rio Sonna—. ¿Te ha nombrado jefe de sus mercenarios? ¡Esa gente solo obedece a quien les paga! ¡Y no eres tú! Vamos, Escipio, reflexiona. ¿Qué suerte crees que te reserva Nepociano cuando haya vencido en la batalla a Ramiro Bermúdez, y tú y yo ya no seamos más que obstáculos en su camino? —Sonna miraba a su colega con ojos inquisitivos, como si estuviera viendo un final trágico para Escipio—. ¿No te ha enseñado nada el asesinato de Teudano y de Fáfila de Lugo, o el secuestro de Gomelo?

—Penosos incidentes que…

—Tan penosos como que llevan inscrita nuestra sentencia de muerte. La tuya y la mía.

—Creo que infravaloras nuestro poder —trataba de razonar Escipio—. Tanto tú como yo y otros señores tenemos huestes que…

—¿Huestes que harán la guerra por nosotros? ¿Por dos condes dispuestos a entregarlos como esclavos a Córdoba? ¡Te niegas a ver la realidad, Escipio!

—Hay otros señores en el reino…

—¿Cuáles? —bramó Sonna, exasperado—. ¿Los gallegos que están abanderando la causa de Ramiro? ¿Los castellanos que a estas horas cruzan todos los caminos para unirse al ejército del elegido por Alfonso? Yo vengo de las sendas de Castilla, Escipio, y puedo decirte lo que he visto: si Nepociano triunfa, el reino entero se hundirá en otra guerra civil. Y así el legado que Alfonso nos dejó en herencia quedará reducido otra vez a una amalgama de tribus enfrentadas entre sí y dispuestas a lamer los pies de Córdoba para salvar su propia vida.

—En eso he de darte la razón —contemporizó Escipio—. Acaban de contarme que Gijón se ha levantado contra Nepociano.

—¿Cómo ha sido eso? —se sorprendió Sonna.

—Dos fieles del rey. Tú los conoces, como yo: García de Santillana y Gonzalo de Siero.

—Ha sido cosa del de Mena —dedujo Sonna—. Ambos iban con él cuando nos encontramos.

—Sea como fuere —completó Escipio—, el hecho es que García y Gonzalo aparecieron en Gijón con una corta mesnada y tanto miedo le metieron en el cuerpo al señor local, el conde Cuervo, que este terminó sumándose a los intrusos. Y así tenemos a Gijón sublevado contra la regencia.

—Y habrá más aunque Nepociano venza a Ramiro en el campo de batalla —advirtió Sonna—. El usurpador ha roto el reino y eso únicamente puede enderezarse si Ramiro Bermúdez gana la corona.

Siguió un denso silencio. Un silencio durante el que Escipio acarició la idea de desenvainar la espada. Un silencio durante el que Sonna se planteó derribar de un puñetazo a su colega. Pero Escipio estaba empezando a entender.

—En todo caso, ya es demasiado tarde para…

—¡No! ¡No lo es! —objetó Sonna—. ¡Y solo tú y yo podemos hacer algo para evitar este desastre!

—No veo qué… —dudaba Escipio—. Nepociano ha comprado a muchos señores. Tiene un ejército fuerte que gobierna con mano de hierro. Yo mismo estoy comprometido con su causa. No veo cómo…

—Yo te lo explicaré —puso Sonna las manos en los hombros de Escipio, como en un último llamamiento—. Podemos cambiar el curso de la batalla.

—¡Me estás pidiendo que rompa mi palabra! —protestó Escipio.

—¡No! ¡Te estoy dando una oportunidad para recuperar el honor que perdiste cuando traicionaste la palabra dada al rey Alfonso!

Escipio dudaba, sí, pero la mera idea de cambiar de caballo en plena carrera le daba vértigo.

—Creo que esos dos, el de Mena y la castellana, te han sorbido el seso —dijo, mirando a Sonna con gesto de reproche—. ¿Eres consciente en verdad de cómo están las cosas?

—Si no lo fuera, amigo Escipio, no estaría ahora hablando contigo.

—Lo más probable, amigo Sonna, es que termines muerto por mano de los soldados de Nepociano.

—Sinceramente, Escipio, a estas alturas prefiero morir antes que vivir con la culpa de una traición sobre mi alma.

—Creo que habrías hecho mejor quedándote con esos dos —observó Escipio—. O pasándote al bando de Ramiro.

«Bien a gusto lo habría hecho», pensó Sonna. Aquella dama de ojos de miel, Paterna, le había hablado con una franqueza y una determinación que anunciaban a una gran reina. Por ella valdría la pena dar la vida. Pero no, el sitio de Sonna no estaba allí. Sería mucho más útil volviendo al vientre del dragón.

—No —negó Sonna—. Mi sitio está aquí. Precisamente porque las cosas están como están. Escipio, ¡maldita sea! ¿Es que no te importa el manto de estiércol que va a caer sobre tu nombre y el de tus hijos? ¿Qué les explicarás? ¿Que su padre fue infiel a la palabra del rey y abrazó la causa de un usurpador porque así lo mandaban las circunstancias?

—Conde Sonna, estás yendo demasiado lejos —advirtió Escipio a su colega, presa de un creciente enojo—. ¿Y si diera parte de esta conversación al regente Nepociano?

—No lo harás. No lo harás porque sabes que tengo razón —insistió Sonna—. Y también sabes que estás en el bando equivocado. ¡Vamos! ¡Piensa en esos miles de hombres a los que vamos a llevar a la muerte en una guerra entre hermanos! ¿Qué sentido tiene eso? ¡Pero aún estamos a tiempo!

Por la mente de Escipio pasaron muchas cosas al mismo tiempo. Sus hijos, su esposa, la gente de su casa, sus tierras de Pravia, las largas sesiones de trabajo con el rey Alfonso, el lejano día en que entró en palacio como conde, la ambición de Nepociano, que él bien conocía…

—¿Qué te propones hacer? —preguntó al fin, pasando sus dedos sobre los bigotes.

—Confío en tu palabra de caballero hasta el extremo de que te lo diré. Sé que no me delatarás —dijo Sonna con un rayo de esperanza en la mirada.

—Mucho fías, amigo —sonrió tristemente Escipio.

—¿Cuántos años hace que te conozco? ¿Diez? ¿Doce? Sí, fío tanto como para revelarte ahora que yo no empuñaré la espada contra Ramiro, que es el rey legítimo. Abandonaré la batalla. Pondré a salvo a los hombres que se me han confiado. Y te ruego que tú hagas lo mismo.

—¡Estás loco! —protestó Escipio.

—La locura es seguir entrando en la tela de araña que han tejido Nepociano y Jimena. Aún estamos a tiempo de saltar. Y además, salvaremos la vida del propio Nepociano.

—Cada vez te entiendo menos, amigo. —Volvió Escipio a menear la cabeza como si se hallara inmerso en una pesadilla grotesca.

—Es lo que he pactado con Hernán de Mena y Paterna Núñez —aclaró Sonna—. Abandonar el campo de Nepociano. Invertir el curso de la batalla que inevitablemente se habrá de librar. A cambio, el rey no tocará nuestros bienes y nuestra posición. Y la vida de Nepociano y Jimena será respetada. No tendrán otro castigo que el exilio.

—¿Has hablado en mi nombre con esos dos? —se indignó Escipio.

—No. Pero sí me comprometí con ellos —explicó Sonna— a que te confiaría nuestro plan y trataría de ganarte para la causa del rey legítimo. Por eso te he citado aquí.

Escipio se apartó. Dio la espalda a Sonna. Trazó unos breves pasos en círculos. Miró las caballerizas. Estaban vacías, como todo en lo que un día fue palacio del rey Alfonso. Vacías como el trono de Oviedo. Vacías también como sus propias esperanzas.

—No puedo prometerte nada —suspiró al fin el viejo conde—. Puedes, eso sí, tener la seguridad de que no diré nada a nadie. Esto que hemos hablado quedará entre tú y yo. No quiero tener sobre mi conciencia la cabeza de un caballero y un amigo. Pero no me pidas que te secunde. No me pidas que me juegue mi vida y la de mi familia en una aventura descabellada.

Sonna miró a Escipio largamente. No podía reprocharle su actitud. Quizá él mismo dudaría si tuviera tantas obligaciones como Escipio. Pero el conde hizo un último intento.

—Bien. Te lo agradezco en cualquier caso. Pero déjame pedirte una cosa más —expuso Sonna—. Llegado el momento, yo izaré el estandarte del rey; será la señal de mi partida. Te ruego que lleves tú otro estandarte. Si decides abandonar el campo, ízalo; si no, mantenlo oculto. Así sabré cuál ha sido finalmente tu decisión. Tampoco yo deseo tener tu vida sobre mi conciencia.

Escipio se limitó a asentir con un brusco movimiento de cabeza. Estrechó el brazo de Sonna y se marchó. Los dos hombres no volvieron a verse hasta la misma noche de la partida hacia Cornellana. En el trayecto hablaron; hablaron sin cesar. Hablaron del reino, de los linajes de Asturias, de las batallas contra los musulmanes, de las damas de la corte, de la repoblación en la frontera… Hablaron de todo menos de la maniobra que Sonna se proponía ejecutar. Y sin embargo, de aquella larga conversación, en apariencia intrascendente, sacó Sonna la conclusión indudable de que Escipio había reflexionado. Después, en el combate, Sonna hizo lo pactado: elevó su estandarte. Escogió para ello el momento crítico: el instante en el que los pontones sobre el Narcea permitían el paso a través del río. Cuando Sonna vio que Escipio, al otro lado del frente, hacía lo mismo, una alegría sin límites invadió el pecho del joven conde. En ese momento supo que el reino estaba salvado. Escipio marchó a sus tierras de Pravia. Desde allí organizaría su propia resistencia, junto a sus hijos, por lo que pudiera pasar. Sonna, mientras tanto, tenía una última cosa que hacer.

El tesoro. Era imprescindible salvar el tesoro. Sonna estaba convencido de que Nepociano y Jimena, en el trance de la derrota, no dudarían en escapar con la mayor cantidad de oro posible, pues solo el oro alivia la condición del vencido. Sin duda —razonaba el conde—, Nepociano habría llevado consigo a algunos de sus mercenarios. Seguramente Jimena estaría aguardándole, con todo preparado para la fuga. Había que frustrar la última traición de Nepociano. Por eso Sonna marchaba ahora hacia Oviedo.

Cuando vio aparecer a los dos mercenarios ahí abajo, en el patio que daba entrada a palacio y a la torre del tesoro, Jimena no dudó un instante sobre la naturaleza de su visita: Gautier de Carcasona y Lotario de Fráncfort buscaban el tesoro real; querían sacar provecho del desconcierto de la derrota para robar todo el oro que pudieran y poner pies en polvorosa. Jimena llamó a la guardia; nadie contestó. Salió al vestíbulo de su cámara buscando, al menos, al servicio. Tampoco quedaba nadie. Todos habían huido. Todos se habían marchado. Estaba sola.

La dama del cabello rojo y los ojos como de mar en invierno, quizás irreflexiva, o quizá cegada por la codicia, no dudó. Como una centella se lanzó por el estrecho y oscuro pasillo que comunicaba las dependencias de palacio con la torre y desembocaba en el vestíbulo de la cámara del tesoro. Había decidido cerrar las puertas a todo visitante. Pero, por desgracia para Jimena, los mercenarios llegaron antes. Cuando abrió la portezuela que daba al vestíbulo, Gautier y Lotario ya estaban allí.

—¿Qué hacéis aquí, cobardes? —les increpó la mujer, aparentando autoridad—. ¿Por qué no estáis en el campo de batalla con vuestro señor, como es vuestra obligación?

Lotario sonrió cruelmente. La arrogancia de la dama no le intimidaba.

—¡Este sí que es un premio inesperado! —masculló pastosamente el guerrero al escuchar la voz de Jimena—. ¡Veníamos buscando oro y vamos a encontrar, además, mujeres!

Gautier de Carcasona y Lotario de Fráncfort, dos villanos derrotados una vez más, y que una vez más se las habían arreglado para sobrevivir, forcejeaban en las barras de hierro que a modo de puerta cerraban la cámara del tesoro. Unos pocos pasos les separaban de su objetivo: más riquezas de las que nunca hubieran podido imaginar. Lotario intentaba violar la cerradura haciendo palanca con su hacha francisca. Gautier, con la punta de su cuchillo, hurgaba en el mecanismo buscando, en vano, algún resorte que cediera. La aparición de la dama les detuvo. El de Carcasona compuso una trasparente expresión de fastidio. El de Fráncfort, por el contrario, rio, y aquellas carcajadas helaron el alma de Jimena.

Jimena leyó en el rostro de Lotario. Lo leyó todo, claro y meridiano. Leyó ese vil fulgor que muchas otras veces había descubierto en ciertos hombres cuando el mal absoluto se adueña de sus vísceras. Leyó la muerte y algo peor que la muerte. Jimena intentó controlar a Lotario con la mirada, pero el demonio que habitaba dentro de ese hombre era demasiado poderoso. El de Fráncfort había clavado en ella unos ojos de violencia sin límite. No era lascivia lo que había en ellos; era simplemente furor homicida. A Lotario no le estaba moviendo el deseo, sino una potencia mucho más oscura: el odio, un odio infinito, un rencor de siglos, un odio anterior a los hombres y anterior a los dioses, un apetito animal de ver humillada a esa hembra altanera, un hambre de pisar su orgullo de mujer y escupir sobre él, de robarle el alma, de absorberle hasta la última gota de humanidad y después vomitarla como quien regurgita la victoria.

Lotario de Fráncfort abandonó su tarea en la cerradura y se dirigió, hacha en mano, hacia la mujer. Caminaba despacio, saboreando en cada paso el terror que había aflorado en el rostro de la dama. Farfulló algo que Jimena no entendió. Un brillo de saliva asomó a la boca del guerrero, crispada en un rictus que no podía ser una sonrisa. El hacha devolvía a su vez ese brillo convertido en luz letal, la siniestra luz que precede a los castigos divinos. De pronto Lotario soltó sobre el rostro de Jimena un bofetón con su mano izquierda. La mujer cayó al suelo. Con la misma mano, sin perder el hacha en la otra, Lotario agarró a Jimena por el cuello y la levantó en vilo. Volvió a dejarla caer contra el duro piso de la cámara del tesoro. La dama sintió que toda la furia del infierno se estaba abatiendo sobre ella. No era un hombre quien la atacaba: era un genio diabólico parido en oscuras cavernas, era una siniestra criatura engendrada en el vientre de una hija de Caín por la semilla de algún ángel caído, era un nefilim que no conocía el nombre de Dios ni la luz del espíritu. El hombre, el demonio, el nefilim, izó una vez más a Jimena, ahora con las dos manos, y de un brutal tirón le rasgó la túnica dejando al descubierto el pecho. Lotario apoyó el filo de su hacha sobre la garganta de la mujer. Apenas reparó un instante en el zafiro que colgaba del cuello. Levantó las faldas de la túnica de Jimena. Volvió a reír con aquellas carcajadas bestiales que eran la voz de Satanás. Y entonces un borbotón de sangre manó de la boca abierta de Lotario al tiempo que la punta de un cuchillo afloraba a la altura de su nuez.

—¡Esto no! ¡Esto no! —repetía Gautier de Carcasona mientras retorcía el cuchillo en la nuca de Lotario—. ¡Esto no!

Jimena cayó al suelo una vez más, sentada, temblando como una hoja. Miraba a Gautier con los ojos fuera de las órbitas, el rostro bañado en un sudor frío y fúnebre, los cabellos rojos empapados sobre la frente. Todo su ser saltó de espanto al sentir cómo caía junto a sí el cuerpo exánime de Lotario. Miraba a Gautier, sí, y no le veía; solo veía una sombra entre los hachones que iluminaban la antesala de la cámara, una sombra que ahora hundía la cabeza y dejaba caer el cuchillo rojo de sangre maligna.

—¡Te… te debo algo más que la vida! —acertó a decir por fin Jimena.

—Y yo —musitó apesadumbrado Gautier de Carcasona— tengo ahora otra vida sobre mis espaldas.

Y allí quedaron los dos, la dama y el mercenario, contemplando el cadáver de Lotario de Fráncfort con el horror de quien ha descubierto que los dragones existen.

Ya se acostaba el sol, perezoso, tras las lomas de Santueñina, cuando un guardia avisó al rey Ramiro: llegaba Rodrigo Núñez, el hermano de Paterna, con trescientos castellanos.

Ramiro acababa de dejar a su dama en unos improvisados aposentos: la tienda abandonada por Nepociano era ahora sede de la futura reina. Él, Ramiro, había hecho traer su propia carpa desde el otro lado del campo de batalla para instalarla igualmente en el cerro de Moratín. Alrededor de ambas, un cordón de guerreros montaba guardia. El señor del Édramo, con un minucioso protocolo impropio de él, había ordenado asimismo disponer en torno al espontáneo palenque un ancho círculo de antorchas clavadas en tierra y, coronándolo todo, altos estandartes blancos con la cruz roja del reino. Quería impresionar a Paterna. Quería que su dama se sintiera reina. Y lo estaba logrando.

El valle del Narcea ya estaba limpio de cadáveres, aunque todavía flotaba en el aire el olor atroz de los cuerpos quemados. Los paisanos habían desaparecido, recogida su cosecha de botín. El obispo Serrano, con el obispo Ataúlfo, el prior fray Fruela y unos pocos monjes de San Salvador de Cornellana paseaban cantando en procesión por la tierra pisoteada, pero la soldadesca, antes fervorosa, ya apenas les prestaba atención y prefería concentrarse en celebraciones más mundanas. Corría el vino, alguien había sacado una gaita, y con la intendencia de Gonzalo de Lemos había venido una cuadrilla de mujerzuelas desgreñadas que vendía aquí y allá su ajada mercancía. Gatón, exhausto y dichoso, con el olor de la sangre de Alí Husein aún adherido a sus ropas, a su piel, a su alma, deambulaba como embriagado y observaba todo aquello con los ojos de quien vive un sueño. Cuando supo que el tal Rodrigo Núñez llegaba, corrió cerro arriba junto al rey. No quería perderse el acontecimiento.

Rodrigo venía en cabeza de su hueste. Traía gesto de fatiga. La mesnada castellana había cabalgado sin apenas descanso desde el paraje de Lutos, la marcha forzosamente ralentizada por el paso de los cautivos. Antes de alcanzar el improvisado palenque del rey, el hermano de Paterna dio orden a sus hombres de permanecer en la pendiente opuesta del cerro y se adelantó con su tocayo de Tedeja y unos pocos guerreros más. Así llegó hasta la tienda de Ramiro, majestuosa entre todos aquellos guardias, estandartes y antorchas. El rey salió de la carpa. Vio a Rodrigo. Se plantó en jarras.

—¡A buenas horas llegas, cuñado! —le espetó con cruel jovialidad—. ¡Aquí ya está todo hecho! ¿Dónde andabas metido?

Rodrigo descabalgó y se acercó sonriendo, la espada al cinto y la mano en la empuñadura. Al llegar ante el rey clavó una rodilla en tierra.

—¡Traigo presentes para ti, mi señor!

Ramiro miró con gesto sorprendido.

—¿Presentes? ¿Te crees que esto es una recepción de palacio?

Rodrigo no dijo nada. Se limitó a hacer una seña a algunos de los hombres que aguardaban al otro lado de la cumbre del cerro. Cinco guerreros avanzaron con cestas en las manos.

—¿Qué… qué es esto? —preguntó Ramiro Bermúdez.

—Presentes andalusíes —afirmó Rodrigo con una ancha sonrisa—. Aceite de oliva, vino, harina de trigo, dátiles, habas…

—¿De dónde has sacado todo esto? —Ramiro estaba estupefacto—. ¿Y a cuento de qué…?

—Eso no es todo —le interrumpió el hermano de Paterna.

A una nueva seña del joven caudillo, otros cinco de sus guerreros salieron de detrás de la loma. Tras ellos, diez caballos y un carro. Los castellanos, ante el gesto desconcertado de Ramiro, procedieron a sacar del carro y las alforjas de las bestias montañas de armas sarracenas: espadas, lanzas, flechas, arcos, escudos, dagas, sillas de montar, que depositaron ante los pies del rey.

—¡Por vida de Santiago apóstol! —exclamó el rey—. ¡Bien nos habría venido todo esto hace apenas unas horas! Pero dime…

—Aún hay más —atajó Rodrigo—. Mira.

Otra seña del joven Núñez y aparecieron ante Ramiro los cautivos sarracenos, Cernín el navarro en cabeza. El rey se rascó sorprendido las grandes barbas revueltas.

—¿Son…?

—Son presos moros —ratificó Rodrigo—. Los hemos capturado en la calzada de la Mesa. Por eso hemos llegado tarde al combate. Pero aún falta lo más importante.

El hermano de Paterna hizo un gesto y Rodrigo de Tedeja avanzó llevando en sus brazos una canasta. Con ceremonia la entregó a su jefe. El joven Núñez la abrió, muy despacio, y meticulosamente, agarrándola de los cabellos, extrajo la cabeza del general Walid.

—Se llamaba Walid —dijo ante los ojos desorbitados de Ramiro—. Un general. Un hombre valiente. Era el jefe de la hueste mora. Con ellos venía el príncipe Mohamed, hijo del emir Abderramán. Por desgracia, se nos escapó. Marchaban sobre Oviedo con el propósito de ayudar al bando de Nepociano. Les tendimos una emboscada en el paraje de Lutos o Los Lodos, en el camino de la Mesa. Cayeron en la trampa. El número de sus muertos nublaría el sol.

Ramiro Bermúdez cogió en sus manos, no sin un gesto de aprensión, la cabeza del eslavo. Le sorprendió su cabello rojo.

—Es la segunda cabeza sarracena que me traen en el día de hoy —dijo el rey, dirigiendo una sonrisa a Gatón. Luego miró largamente al joven Rodrigo—. Esto que has hecho… ¡Esto que has hecho es extraordinario! Muy posiblemente ese ejército al que has derrotado habría desequilibrado el combate. Por otra parte, esto confirma que Nepociano trabaja en complicidad con Córdoba. ¿Eres consciente de la importancia de tu acto, Rodrigo Núñez?

—Solo he servido a mi rey —respondió Rodrigo, envolviéndose en falsa modestia—. Sin mis hombres, ninguna victoria habría sido posible.

—¡Te recompensaré! —exclamó calurosamente Ramiro—. ¡A ti, y a todos tus hombres! Y ahora, ven conmigo. Vamos a buscar a tu hermana.

No hizo falta llamar a Paterna porque esta, al oír la algarabía en el palenque, había salido ya de la tienda y corría hacia su hermano con una ancha sonrisa, la dorada trenza meciéndose sobre los hombros. La dama se detuvo en seco al divisar el aspecto desastrado de Rodrigo, sucio de sangre y polvo. Volvió a correr hacia él. De nuevo, más cerca, quedó petrificada al reconocer el contenido de aquella cesta, con esa cabeza allí dentro. Finalmente, despaciosa, ante la mirada embelesada de Ramiro, Paterna se acercó a su hermano y le abrazó.

—¿Qué es todo esto? —exclamó la mujer—. ¡Parece que hayas estado en el combate!

—¡Lo estuve, hermanita! —respondió Rodrigo—. Tuvimos un tropiezo con los moros en el camino. Dios nos ayudó. ¡Y mira, también tengo algo para ti!

El joven se aproximó al carromato que transportaba parte del botín y, con ayuda de dos de sus hombres, hizo desembalar un grueso paquete. Era una tienda. La jaima del príncipe Mohamed.

—Este es tu regalo —rio Rodrigo Núñez—. Una tienda digna de un príncipe de Córdoba. Ahora es tuya.

Paterna miró a su hermano con una sonrisa feroz en el rostro. Una sonrisa que turbó a Ramiro. Una sonrisa de lince que ha cazado alguna buena presa. A la escena del palenque habían llegado ya, atraídos por la aparición de los castellanos, los obispos Serrano y Ataúlfo, y fray Fruela, y también los capitanes del rey, el de Guitiriz y el joven Mondariz, Arias de Pallares y Ergica de Tuy, Olmundo de Erice y, por supuesto, Gatón, que contemplaba con ojos de envidia el rico botín conquistado por el joven de Cigüenza.

—Tu hermano —habló el rey para romper su propia estupefacción— ha derrotado a un ejército moro que venía a unirse a Nepociano. Trae botín y cautivos. Ha salvado al reino. Será debidamente recompensado.

—Mi recompensa es ver a mi hermana reina, mi señor —contestó solemne Rodrigo, y Paterna no pudo evitar una risita al escuchar tanto protocolo en aquel muchacho pecoso que apenas tres años atrás solo era un niño.

—He firmado el contrato de esponsales, Rodrigo —informó la dama a su hermano—. Ramiro ha ganado la batalla. Ahora marcharemos sobre Oviedo para la boda y la coronación.

—He ganado la batalla, sí —agregó el rey—, gracias entre otras cosas a tu hermana y a Hernán de Mena, que pudieron convencer a los condes de palacio para que abandonaran las filas del usurpador. Y también —añadió Ramiro— gracias a que tú, Rodrigo Núñez, has desarbolado a los refuerzos sarracenos.

—¡Alabado sea Dios! —rubricó el obispo Serrano.

—Por siempre sea alabado —respondió el rey con cierto tono de desengaño—. Pedí un milagro y este vino, pero no en mi espada, sino en los labios de mi señora Paterna y en los brazos del joven Rodrigo, que son los que realmente han decidido la batalla…

—¡No! —objetó el obispo Serrano—. ¡No, mi rey! Todos somos instrumentos en manos de Dios, lo mismo reyes que condes o siervos. Tú pediste un milagro y este vino en forma de encuentros providenciales. ¿No fue providencial que doña Paterna y don Hernán encontraran al conde Sonna? ¿No fue providencial que don Rodrigo —el joven castellano se irguió al verse tratado de «don»— se topara con la hueste agarena? No veas en esto méritos ajenos —sermoneaba el obispo mozárabe a Ramiro Bermúdez—, sino una señal de que Dios ha bendecido tu corona. ¡Eres un elegido de Dios, rey Ramiro! ¡La señal es manifiesta!

Los capitanes gritaron elevando sus espadas. Los monjes cantaron una vez más sus himnos, bajo la respetuosa mirada de los caballeros, mientras Paterna, ajena a los caballeros, ajena a los himnos, ajena a Ramiro, ajena incluso a su hermano, pasaba los dedos por las ricas telas de la jaima del príncipe Mohamed.

Caía ya la noche cuando un grupo de jinetes penetró al galope en Oviedo. Era Nepociano con la improvisada escolta normanda de Ragnar Haraldson. Los vencidos de Cornellana habían buscado la puerta vieja de la Viña, la que da al sureste, la más humilde de todas las puertas de la capital, en previsión de que alguna fuerza enemiga se hubiera hecho con el control de la ciudad. Pero no había guardias en las puertas, ni siquiera se atisbaba sombra alguna en las gruesas torres redondas de las murallas. Nadie en las casuchas que habían crecido adosadas al exterior de los muros. Nadie tampoco en las ya más airosas casas del interior. Nadie en el dédalo de las calles que conducían a los palacios e iglesias de la capital. Nadie, en fin, salvo el silencio débilmente iluminado por antorchas que aquí y allá orientaban al caminante. Oviedo les recibía con un vacío que a Nepociano se le antojó desprecio.

—Han huido todos —comentó Ragnar con la indiferencia de quien observa que empieza a llover.

—Alguien habrá traído noticia de la batalla —repuso Nepociano—. En todo caso, eso ya nos importa poco.

—¿Vamos a palacio? —preguntó el normando.

—No —respondió el regente con una sombra suspicaz en la mirada—. Acudamos directamente al tesoro. Ante todo debo pagar vuestros servicios. Después, veremos.

El anciano magnate había fijado su orden de prioridades: primero y por encima de cualquier otra cosa, salvar la vida de su esposa Jimena; después, salvar la suya propia; en tercer lugar, huir de Oviedo con la mayor porción posible del tesoro regio, para así, al menos, sacar algún provecho de esta desdichada aventura. La mente de Nepociano trazó rápidamente todas las combinaciones posibles: «Una: vamos a palacio, allí los normandos nos matan a Jimena y a mí, nos arrebatan las llaves del tesoro y lo saquean a libre voluntad. Dos: no nos matan, sino que nos entregan a Ramiro, para obtener a cambio su libertad y el perdón regio. Tres: nos encierran para que Ramiro nos encuentre con vida y se llevan el tesoro igualmente. Cuatro: vamos al tesoro, les doy una parte sustanciosa del botín y les suplico que nos escolten a Jimena y a mí lejos de la capital. Cinco: cobran su parte, se marchan y nos dejan en la ciudad, abandonados a nuestra suerte. Seis: cobran su parte y acto seguido nos matan. Siete: cobran su parte y, encelados en su codicia, saquean el resto del tesoro, probablemente matándonos antes. Ocho…».

La octava combinación era la única posibilidad de supervivencia. De alguna manera Nepociano tenía que hacer ver a sus peligrosos amigos que les resultaba imprescindible mantenerle con vida. Y aún más, que debían ayudarle a escapar de Oviedo, preferiblemente con parte del tesoro en sus manos. Los normandos eran cualquier cosa menos cándidos caballeros. Nepociano podía leer en sus rostros el demonio de la avaricia, que no retrocedería ante el asesinato. Necesitaba urgentemente un argumento capaz de convencer a aquellos animales.

El grupo cruzó en un silencio preñado de amenazas las callejas que desde la puerta de la Viña conducen a la torre. Allí se guardaba el tesoro. Y a su lado, el palacio donde Jimena debía de estar esperando el retorno de su esposo. Salvar a Jimena; salvarse él; llevarse el tesoro. El cerebro de Nepociano trabajaba a toda velocidad. Pero no encontraba la forma de eludir un destino siniestro.

Ragnar Haraldson descabalgó primero. Miró a un lado y a otro. A una seña suya, descabalgó igualmente el resto de los normandos. Ragnar invitó a Nepociano a imitarles. Los mercenarios rodearon al regente. Imposible saber si para protegerle o para amenazarle, o ambas cosas al tiempo. Nepociano, transidos los huesos de un frío mortal, el frío del miedo, comprobó con asombro la ausencia de los guardias que a todas horas custodiaban la puerta de la torre. ¿Incluso ellos habían huido? Eso le dejaba en manos de los demonios del norte.

—Venid conmigo —trataba el regente de sobreponerse al miedo mostrando dominio de la situación—, os pagaré lo prometido y, además, una buena recompensa por haber protegido mi vida.

Ante las ávidas miradas de los normandos, Nepociano empujó el grueso portalón de la torre. No debía estar abierto, pero alguien había entrado ya. Aunque una intensa inquietud azotaba el ánimo del regente, se cuidó mucho de manifestar la menor emoción delante de una escolta a la que cada vez más percibía como una cuadrilla de verdugos. Sus verdugos.

Con toda la agilidad que sus huesos le permitieron, Nepociano subió la escalera que conducía al primer piso, donde él había instalado sus habitaciones de trabajo. Una vez más, nadie: ni guardias ni servidumbre. Siguió escaleras arriba, en busca de la cámara del tesoro. Percibió que los normandos le miraban con ansiedad. Sin duda se estarían preguntando dónde paraba la llave de aquel portalón de barras de hierro que, como todo el mundo sabía, vetaba el paso a la codiciada sala. Pero no iba a ser él, Nepociano, quien les facilitara el trabajo. Si querían su oro, tendrían que plegarse a lo que el regente dispusiera.

El grupo llegó a la antesala de la cámara. Nepociano, sin aire. Los normandos, poseídos por el genio de la ambición. Y entonces lo vieron.

El cadáver de Lotario de Fráncfort yacía en un charco de sangre, todavía el hacha francisca en la mano. En pie, junto a él o, más bien, sobre él, Jimena, que había recompuesto sus ropas, mantenía en las manos la llave de la cámara. A su lado, Gautier de Carcasona permanecía rígido como una estatua que escoltara a la dama.

—¡Nepociano! ¡Al fin! —gritó Jimena, corriendo hacia su marido.

—¿Qué ha pasado aquí? —exclamó Nepociano—. ¿Quién ha matado a Lotario?

—Yo, mi señor —contestó la voz opaca de Gautier de Carcasona.

—Ese hombre me ha salvado la vida —sollozó Jimena. Nunca había visto Nepociano a su mujer tan frágil, tan quebrada, tan desamparada.

—¿Lotario te atacó? —se asombró el regente.

—Y Gautier le mató —confirmó la dama.

—Debería hacerte ahorcar por haber abandonado las catapultas, pero te recompensaré por esto, Gautier de Carcasona —dijo Nepociano mientras envolvía a su esposa en un abrazo que más parecía un manto.

Los normandos se miraron, perplejos. Gautier estaba con Jimena. Jimena tenía las llaves de la cámara del tesoro. El uno y la otra habían matado a Lotario porque, con toda probabilidad, el de Fráncfort pretendía robarlo, exactamente igual que ellos. Y no era fácil matar a Lotario. Gautier miró a su vez a los normandos. No le costó entender lo que se proponían. Discretamente desenvainó su espada hasta la mitad de la hoja. Ragnar Haraldson entendió.

—Pobre diablo, ese Lotario —comentó con indiferencia—. No merecía otra cosa. Ha muerto por su debilidad. Ahora, mi señor —añadió, dirigiéndose a Nepociano—, debemos darnos prisa. Saquemos cuanto podamos y huyamos de esta ciudad maldita. Hay oro de sobra para todos —concluyó, lanzando sobre sus normandos una mirada de autoridad.

Jimena, con manos aún temblorosas, llevó la llave a la cerradura. Nepociano sintió que el aire volvía a sus pulmones. Jimena, que había estado a punto de morir, quedaba a salvo, y los normandos parecían haber abandonado cualquier intención asesina. El regente penetró con paso rápido en la cámara. Conocía todos y cada uno de los arcones que allí dormían el sueño del oro. Caminó hacia una pila de cofrecillos. Abrió uno de ellos. A la luz de los hachones, los ojos de los normandos bailaron ebrios cuando vieron su contenido.

—Hay un cofre como este para cada uno de vosotros —informó exultante Nepociano—. Basta para haceros ricos de por vida. Gautier y Ragnar, a vosotros —añadió, fingiendo emoción— os corresponden dos a cada cual. Lo merecéis más que nadie.

El regente paseó la mirada por los rostros de los mercenarios. Sabía que estaba pisando el umbral decisivo. Ahora era cuando los normandos podían sacar sus espadas y cortarles el cuello a todos, también a Gautier, e incluso cabía que unos empezaran a pelear contra otros por quedarse con la parte del prójimo. Y sobre la mente retorcida de Nepociano descendió una súbita iluminación.

—Pero esto no es más que una parte —agregó, calculando cuidadosamente sus palabras—. En otro lugar secreto he escondido más riquezas. Joyas y oro cuya existencia solo yo conozco y no están por tanto en los registros de palacio. Es decir, un botín por el que nadie os perseguirá, pues nadie hay para reclamarlo.

Los hombres miraron a Nepociano con gesto de estupor infinito. Solo Jimena entendió.

—¿Qué nuevo truco es este? —escupió Ragnar Haraldson con una mueca suspicaz.

—¿Truco? —rio Nepociano—. No, Ragnar querido. Seguridad; seguridad nada más. Este oro que tenéis en vuestras manos está marcado; tiene un dueño que es el rey. No es improbable que Ramiro quiera recuperarlo. Pero en estas semanas de gobierno he ido sacando de aquí ciertas riquezas para mi propia seguridad y la de mi esposa. Es justo que ahora las comparta con vosotros: contigo, Ragnar, que me has sacado del campo de batalla, y contigo, Gautier, que has salvado la vida de mi adorada Jimena.

—¿Dónde están esas riquezas sin dueño? —preguntó el normando, sin que la sospecha hubiera desaparecido de su rostro.

—¡Me comprenderás si te oculto el lugar! —volvió a reír el regente—. ¡Imagina que por el camino te cogen los hombres de Ramiro, te torturan, confiesas y me dejas sin premio! ¿Quieres saber dónde se hallan esos tesoros? Ven conmigo, venid todos —matizó, mirando a Gautier—, y lo sabréis. Y no temáis. Cuando veáis de qué se trata, comprenderéis que nada sería más ridículo que pelear entre nosotros por semejantes riquezas. Cuando uno se sienta sobre una montaña de oro, no busca pleitos con el vecino. Y eso es lo que os ofrezco: una auténtica montaña de oro para cada uno de nosotros. Seguidme, amigos, y no os arrepentiréis. Que este oro que ahora os doy en recompensa por vuestros servicios sirva como prenda de mi palabra.

Teatralmente, Nepociano fue repartiendo los cofrecillos entre sus hombres. Todos abrieron el suyo. Todos quedaron igualmente maravillados. Nunca habían tenido tanta riqueza en sus manos. Las monedas de oro bailaban entre sus dedos como pequeñas estrellas brillantes, con ese tintineo que desde el principio de los tiempos despierta en el interior de los hombres al dragón de la codicia.

—Iremos contigo, mi señor —dijo al fin Gautier de Carcasona—. Pero hemos de darnos prisa. Con toda seguridad los hombres de Ramiro marchan ya sobre Oviedo. Y el primer lugar al que se dirigirán es sin duda esta cámara.

—Tienes razón, mi buen Gautier —concedió el regente—. Hemos de huir cuanto antes. Nos espera la fortuna.

Los normandos respondieron con bramidos de avidez y victoria a la invitación de Nepociano. Incluso el receloso Ragnar Haraldson parecía convencido.

—¿Acaso no hay caballos allí abajo? —dijo el mercenario—. ¡Pues no perdamos tiempo!

Jimena, que había recuperado el dominio de sí, volcó sobre su marido aquellos ojos como de mar en invierno. Siempre había admirado su astucia, pero esta jugada superaba cualquier hazaña precedente. Con solo un gesto de sus manos había cambiado la derrota en victoria y mudado la dirección del destino.