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LA BATALLA DE CORNELLANA

El cielo ha despertado limpio de nubes esta mañana. La humedad de la lluvia reciente aún empapa la campiña. Una ligerísima brisa del norte trae aromas de mar y sal y disuelve la suave neblina que algodona el paisaje de Asturias. El sol temprano arranca destellos de esmeralda en el verde de los bosques y los prados. Un día hermoso en una tierra hermosa. El rey sin corona sube a su puesto de mando, en el camino a las alturas de Folguerinas, donde su hijo Gatón ha escogido un observatorio privilegiado. A sus pies se despliega el valle de Cornellana, espléndido en este amanecer primaveral, atravesado por las aguas de plata del Narcea. Un día excelente para luchar.

Ramiro, imprimiendo un ritmo atroz a sus tropas, ha conseguido su objetivo: llegar antes que el enemigo al cauce del Narcea. Pero, prudente, no ha cruzado el río, porque desde allí hasta el cercano Nalón se extienden llanos que habrían podido suponerle un serio revés de haber encontrado al enemigo a campo abierto. Por eso el rey sin corona ha optado por clavarse en la ribera y situar a su ejército en posiciones ventajosas a favor del terreno.

—Ellos vienen como una ola que todo lo anega. Nosotros nos defenderemos como un toro bien clavado en el suelo —ha explicado Ramiro a sus capitanes la noche antes, en la pequeña iglesia de San Salvador—. El morro de ese toro será nuestra vanguardia en el puente sobre el Narcea. Sus cuernos serán nuestras tropas en las lomas de Sobrerriba, a la derecha del puente, y Santueñina a la izquierda. La vanguardia taponará el puente. Cuando la ola enemiga quiera pasar por uno u otro lado, los cuernos de nuestra formación le abrirán el vientre.

El viejo puente romano sobre el Narcea, muy cerca de donde el gran río recibe las aguas del pequeño Nonoya, junto al diminuto templo de San Salvador, es necesariamente el centro de la batalla. No hay otro puente hasta Pravia, muchas leguas al norte, donde el Narcea ya se ha derramado en el Nalón, y la orografía del lugar hace impensable que las tropas de Nepociano lo empleen hoy para dar un rodeo y envolver a las huestes de Ramiro. Así pues, hay que defender el paso sobre el río, obligar al enemigo a estrellarse allí y, de esta manera, debilitarlo hasta que ceda su fuerza. Entonces llegará el momento de la gran decisión: cruzar el puente y marchar sobre Oviedo.

Para defender el puente se precisa energía y fiereza. Ramiro no ha dudado en encargar la misión a sus capitanes más jóvenes: su bravo Gatón y los hijos de Fáfila de Lugo, cuyo odio hacia Nepociano, el asesino de su padre, va a redoblar su voluntad de combate. Ellos harán impenetrable la línea. Detrás, al mando de un destacamento de caballería, forman Ergica de Tuy y el castellano Olmundo de Erice para castigar al enemigo: cada vez que la presión del adversario amaine, debilitada por los obstáculos que Gatón ha sembrado en el camino, Ergica y Olmundo pasarán con sus jinetes al otro lado y golpearán sin piedad para volver enseguida al propio campo.

En las alas, en los cuernos de ese toro que es el dibujo táctico de Ramiro, se sitúan los dos guerreros más veteranos, porque sangre fría y vista larga es lo que hoy hace falta. En las lomas de Sobrerriba está don Paio de Guitiriz, con el pendenciero Yago de Mondariz bajo su mando; mejor no dejar solo al impulsivo joven. En el otro flanco, en las primeras alturas de Santueñina, se aferra al suelo don Arias de Pallares con sus propias tropas y las del obispo Ataúlfo. Ambos cuernos tienen misiones idénticas: hostigar a base de flechas y jabalinas a las tropas enemigas que se acerquen por los flancos y evitar que los hombres de Nepociano tiendan pontones paralelos al puente principal. Además, cada tres horas ambas alas enviarán peones de refuerzo al puente: para relevar a las inevitablemente exhaustas tropas de Gatón.

Ramiro ha puesto especial cuidado en mantener limpia la ruta de retaguardia hacia Salas, al oeste. Por ahí van a llegar los pertrechos y las vituallas si la lucha se alarga, y por ahí habrá que emprender la retirada si las cosas se tuercen. Ahora echa de menos a su hijo Ordoño, porque este trabajo exige una cabeza bien templada. A falta de Ordoño, el rey ha encomendado la tarea a don Gonzalo de Lemos, el grueso terrateniente cojitranco, que no es un guerrero experimentado, pero sí un eficiente administrador.

Es preciso prever la necesidad de mover continuamente a las tropas. El ejército de Nepociano trae máquinas de guerra: fundíbulos, catapultas francesas de torno y esas ballestas gigantes que los moros llaman jarkh, que pueden hacer mucho daño si sus proyectiles alcanzan a una masa humana inmóvil. El fragor pesado de las grandes ruedas y los gritos frenéticos de los hombres que empujan tales ingenios ya han empezado a hacer mella en el ánimo del combatiente antes incluso de que comience la lucha. Y cuando la pelea rompa, las piedras y los venablos de las máquinas pueden desatar un infierno a su alrededor. Así pues, hay que organizar cambios de emplazamiento periódicos no solo de los hombres, sino también de los depósitos de víveres.

Ramiro no alinea máquinas porque habrían retrasado mucho su marcha, pero a cambio ha dispuesto líneas móviles de arqueros ocultas entre los setos de Santueñina y Sobrerriba. La dura experiencia del asedio de Santa Cristina le ha enseñado lo mortíferos que pueden llegar a ser unos arqueros bien entrenados y que sepan adónde disparar. Las mesnadas de los señores gallegos no poseen grupos específicos de arqueros, pero Ordoño ha tenido la previsión de alistar a numerosos cazadores de los herméticos bosques de los Oscos y Pedrafita, excelentes en el uso del arco. A esa gente no ha habido que enseñarle a disparar, pero sí a moverse en grupo, y Gatón se ha desgañitado durante días hasta conseguirlo. Asimismo, Ordoño ha gastado jornadas enteras en hacer buena provisión de flechas de diferentes pesos y medidas para ser usadas en distintas circunstancias del combate, así como barriles de brea que podrán procurar un muy oportuno fuego a pesar de la humedad del suelo. El rey cree haberlo previsto todo.

—Nepociano está seguro de vencer —ha explicado Ramiro a sus capitanes en el austero silencio de San Salvador—. Eso cuenta a nuestro favor. Sabe que nos duplica en número, luego no tomará precauciones. Más aún, hemos de intentar que su sensación de superioridad sea todavía más acentuada. La segunda línea del puente, la de Ergica y Olmundo, no se dejará ver hasta que el combate haya empezado. Y las mesnadas de las alas en Sobrerriba y Santueñina expondrán a la vista del enemigo solo la mitad de sus efectivos. Cuanto más rápidamente se lance Nepociano al ataque, y cuanto más confiadamente lo haga, tanto mejor para nuestra causa.

La noche antes del combate, Ramiro y sus principales caballeros se han retirado ante el sagrario de la pequeña iglesia de San Salvador. «Un lugar digno de elevar algún día un monasterio», ha pensado el rey. Allí, a la luz de unos mortecinos candiles y ante una imagen de Cristo que parecía tallada por las manos de un cantero, tan ruda era su figura, han rezado durante horas impetrando el auxilio divino. Ahora, con las luces del amanecer, los cuernos de la tropa del rey rasgan el aire fresco de la mañana con un largo mugido de guerra. Suena la hora decisiva.

Ramiro desciende al puente. Le acompañan Gatón y el obispo Serrano. El rey va a hablar a sus hombres, desplegados en torno a las alturas que rodean el paso del río, como en una suerte de ciclópeo teatro natural. No todos podrán oír la voz del rey, de manera que Gatón ha encargado a los jefes de hueste que repitan sus palabras; que nadie ignore la voluntad de Ramiro en esta hora trascendental. El señor del Édramo, envuelto en su mejor coraza, en la cabeza el yelmo ricamente adornado, mira a su alrededor. Hay cinco mil hombres que han puesto sobre él sus ojos y sus miedos y sus esperanzas. Ramiro vacila. ¿Qué decir? ¿Cómo empezar? ¿«Queridos súbditos»? Pero no, hoy no es a los súbditos a quienes quiere dirigirse, sino a los guerreros. ¿«Mis guerreros»? Pero no, pocos de hecho lo son. ¿«Hombres de Asturias, de Galicia, de Castilla…»? Sí, pero todos son hoy los mismos hombres, sin diferencias de tierra ni de cuna. El obispo Serrano vacía en el rey una mirada preocupada; se diría que Ramiro está zozobrando.

Ramiro, el rey Ramiro, desenvaina la espada y la eleva al cielo. De manos de Gatón toma el cetro de Alfonso, la larga cruz de rica asta. Así plantado, la espada en una mano y la cruz en la otra, compone la figura de un campeón de la cristiandad. Y eso precisamente es él en esta hora, como lo son todos sus hombres.

—¡Soldados de Cristo! —exclama Ramiro Bermúdez—. ¡Campeones de la cristiandad! ¡Hombres del reino del norte! ¡Esa es hoy nuestra condición! ¿Alguno de vosotros se pregunta aún por qué luchamos? No es por mi corona. No es por mi trono. ¡Es por la fe y por la libertad de nuestro reino! Al otro lado de la línea, al otro lado del río, están la esclavitud y la claudicación. Esos hombres de allí, tanto el usurpador que los encabeza como los traidores que le acompañan, pretenden devolvernos a los infames tiempos de Aurelio. Pretenden entregar a vuestros hijos, vuestras hijas, vuestros pedazos de tierra, como prenda de sumisión a Córdoba. Pretenden rendir la cruz a los pies del moro. ¡No podemos consentirlo! Hoy aquí, como ayer en Covadonga, la sangre cristiana luchará. Puede que ellos sean más. Bien. Así será más brillante nuestra victoria, porque son más, pero no son ni más fuertes ni mejores. La justicia está con nosotros. Hoy he pedido el auxilio de Dios. Hoy Dios nos ha hablado. Hoy Dios nos dice que la limpieza de su nombre descansa sobre nuestros brazos. El reino de Oviedo, desde la tumba del apóstol Santiago hasta los montes de los vascones, desde las aguas del mar del norte hasta la frontera del sur, se juega hoy su supervivencia. Cada herida que hoy recibamos, cada gota que sangremos, será una piedra más en el muro que defiende el reino desde hace generaciones. Su libertad depende hoy de nuestro valor en el combate. Nuestros hijos y nuestros nietos y los nietos de nuestros nietos cantarán nuestros nombres. En nuestros linajes permanecerá nuestra memoria y la memoria de este día. Hoy, el reino lucha por seguir siendo libre y cristiano. ¡Soldados de Cristo! ¡Levantad vuestras armas y gritad conmigo! ¡Victoria o muerte! ¡Por Dios nuestro señor! ¡Victoria o muerte!

Un aullido que desgarra montes y mares se eleva desde el cauce del Narcea en torno al puente de Cornellana. Los cuernos guerreros mugen enloquecidos. Victoria o muerte. La batalla va a comenzar.

Nepociano no va a hablar a sus hombres. ¿Qué podría decirles? Cuanto debía hacerles saber lo ha hecho ya distribuyendo una moneda a cada uno de ellos como anticipo de su victoria. El tesoro de Oviedo ha hablado por él. Nepociano no tiene nada que temer. De hecho, aún confía en que el mero despliegue de poder de su ejército provoque la deserción de los señores gallegos antes incluso de entablar combate. Con calculado método ha alineado a su tropa a lo largo de todo el cauce del Narcea, desde los altos de las Dorigas y el reguero de la Canal, en el norte, hasta el camino de Loreda y el arroyo del Fresno, en el sur. Ha habido que emplear toda la noche en ello. Los hombres apenas han dormido. Pero ahora la maniobra confiere a la hueste un aspecto formidable, invencible.

El magnate ha hecho instalar sus máquinas de guerra, dirigidas por Gautier de Carcasona, al pie del altozano que llaman Moratín: desde allí sus fundíbulos y catapultas pueden machacar a placer tanto el puente como a las tropas que lo custodian. Piedras grandes como terneros. Bolas de cuero y paja embadurnadas de brea ardiente. Gruesos dardos que podrían ensartar a tres hombres a la vez. El ingenio de los hombres a la hora de matar no conoce límites. Hoy el regente pondrá ese ingenio a su servicio.

Por su parte, Nepociano ha emplazado su cuartel general en la cara posterior del mismo cerro, un lugar cubierto desde el que podrá ordenar los movimientos sin riesgo alguno y, además, prevenir la llegada de nuevos contingentes. Es posible que lleguen más castellanos a las filas de Ramiro. Y sobre todo, es posible que lleguen los amigos de Córdoba, un secreto recurso que el regente no ha confiado ni siquiera a sus capitanes.

—Somos más que ellos —ha dicho Nepociano a sus jefes de guerra—. Nuestras armas son mejores. La razón también está con nosotros. Solo podemos vencer. El granjero gallego ha puesto todo su empeño en defender el puente. Bien. Empujaremos en ese puente hasta aniquilar a los pobres diablos que lo defienden. Pero lo que Ramiro ignora es que nosotros podemos fabricar nuestros propios puentes.

En efecto, el ejército mercenario de Nepociano ha dedicado la jornada anterior a capturar barcas en todo el cauce del Narcea: frágiles barquichuelas de río sin más valor que la madera con la que están hechas, pero que ahora, convenientemente encadenadas unas a otras, van a servir para tender pontones de batalla. Los moros lo han hecho más de una vez en el Ebro; el regente ha sacado buen provecho de aquella lección. La mente del magnate vuela hacia las historias que ha escuchado de labios de grandes hombres en Italia y en el reino de los francos; historias en las que un poderoso ejército, enfrentado al reto de cruzar un río, lo ha hecho deteniendo físicamente el curso de las aguas con una presa construida al efecto. Lástima que la batalla de hoy no se preste a tales ejercicios de grandeza, porque para ese tipo de recursos se precisa tiempo: escoger el lugar adecuado de modo que el agua no se desborde, acarrear los materiales apropiados, construir el dique… No, hoy no habrá presas. Ha sido Ramiro quien ha elegido el terreno de combate, el cauce del río, con el evidente propósito de utilizarlo como barrera. Pues bien, él, Nepociano, romperá la barrera. Esas barcas, transportadas ahora por tierra esperando el momento oportuno, son el arma secreta de Nepociano en este combate.

—Por supuesto, ellos intentarán impedir que hagamos nuestros puentes —ha advertido el regente a sus capitanes—. Pero entonces habrá que ver quién es más rápido: si ellos disparando o nosotros construyendo.

La noche anterior, sobre el mismo camino de Cornellana, Nepociano ha departido uno a uno con sus jefes de guerra. A los condes del país, Escipio y Sonna, les ha confiado las alas del frente. El regente está seguro de haberse ganado su complicidad política, pero otra cosa será que arriesguen la vida en el campo, de manera que ha decidido apartarlos del esfuerzo principal. Los patricios del reino han apostado por Nepociano con la única finalidad de obtener más poder; el magnate lo sabe sobradamente. No es el tipo de situación en el que uno pueda esperar sacrificios. Así las cosas, las mesnadas de Asturias intervendrán solo como apoyo: ocupar los flancos, emplazar los pontones y cruzar el río cuando el enemigo ya haya sido convenientemente macerado en el centro del combate. Para prevenir eventuales flaquezas de ánimo, los más duros capitanes de la tropa mercenaria van a dirigir los trabajos de los pontoneros: el navarro Sancho Jimeno y el franco Lotario de Fráncfort.

Hay más. Las advertencias de Jimena, su esposa, han puesto sobre aviso al regente. Ella siempre ve cosas que permanecen ocultas para los demás. Si Jimena desconfía de Sonna, será prudente controlar sus movimientos. Así Nepociano ha resuelto mezclar a las huestes de sus amigos Piniolo y Aldroito con las de los dos condes de palacio. Sintiéndose vigilados, ninguno hará movimientos extraños. El otro colaborador de Nepociano, Alvito, tendrá una función a la medida de su fidelidad: guardará las espaldas de la vanguardia mercenaria con un cuerpo de tropa que surtirá permanentemente de relevos a los hombres de avance. Con esa presión en el puente, más el desgaste causado al enemigo por las máquinas de guerra y los pontones de barcas en los flancos, la ofensiva necesariamente ha de tener éxito.

El regente intenta concentrarse para dibujar mentalmente el mapa completo de la situación. La batalla de hoy es el eje en torno al que todo gira, pero no hay que perder de vista el resto de los elementos del paisaje. Los informadores de Escipio le han referido que en Gijón dos rebeldes han tomado la ciudad. Se llaman Gonzalo de Siero y García de Santillana, le han dicho. Esos nombres no significan nada para él. Dos fieles de capa roja. Dos de esos fanáticos alfonsíes que, si por ellos fuera, sumergirían al reino entero en una guerra sin esperanza. Tiempo habrá para ocuparse de ellos: Gijón no es más que un poblacho encima de un cerro. Por otra parte, está el asunto de la becerrilla castellana, esa Paterna de las Bardulias. Lo último que sus informadores le han contado es que una dama escoltada por varios guerreros ha llegado al monasterio de San Martín de Turieno. ¿Será ella? En todo caso, será fácil averiguarlo. Y si los monjes de San Martín se oponen, habrá sangre en el valle de Liébana.

¡Ah, los monjes! Nepociano no esperaba semejante oposición por parte de la Iglesia de Oviedo. Ha tenido que encerrar a Gomelo, el anciano obispo. Serrano se ha pasado al enemigo. De convento en convento circula un pergamino donde se acusa a Nepociano de ser el príncipe injusto por antonomasia. Cuando la batalla acabe, cuando la cabeza de Ramiro cuelgue de una pica, habrá que ocuparse de la Iglesia de Oviedo. El abate Vidal servirá para la función. No deja de ser un hombre de Dios. Es bebedor, sí, y mujeriego y, además, adopcionista, pero… ¡Adopcionista! Mil veces han hablado de eso: «¿Qué más te da, amigo Vidal, que Jesús sea persona divina o que sea un hombre adoptado como hijo por Dios?». Pero Vidal se mantiene firme en sus trece: no es divino, es humano. Medio siglo atrás, esa cuestión había roto a la Iglesia española. Los de Toledo decían que era humano; los de Oviedo, que divino. Tuvo que intervenir Carlomagno en persona para que el papa dictaminara que Jesús era divino, y así la Iglesia de Oviedo quedó por encima de la vieja sede toledana. Lástima —piensa el regente—, porque aquel asunto habría podido acercar a cristianos y musulmanes, y ahora todo sería más fácil. ¡Quién sabe! Quizás el propio Vidal pudiera recomponer las cosas. Habrá que consultar este asunto con Jimena.

Nepociano está cansado. Toda la noche en marcha. Toda la noche en vela. Pero lo esencial del trabajo, la colocación sobre el campo de batalla, ya está concluido. Ahora está amaneciendo. Un día espléndido de finales de abril. Un día que anuncia sol. El rey de los astros saludará la victoria del regente. Nepociano ha intentado dormitar un rato, pero la tensión puede con sus nervios. Jimena le ha preparado unas raíces que le ayudarán a mantener el temple y la vigilia. El regente mastica. Y así, masticando, le sorprende el grave sonido de unos cuernos de guerra. Ramiro llama al combate. Ramiro está loco. Hoy, en Cornellana —piensa Nepociano—, Ramiro se dejará la vida. Y con ella, la corona.

Un formidable griterío ha respondido a la voz profunda de los cuernos. Las mesnadas de Asturias que forman con el regente, inexpertas, han quedado sobrecogidas, pero la hueste mercenaria, que conoce bien esa música, ha respondido golpeando sus escudos con las espadas mientras sus gargantas profieren alaridos en todas las lenguas que salieron de Babel. A los aullidos de la mesnada del regente contestan a su vez los hombres de Ramiro con bramidos de desafío. Bien está. El rey observa que el miedo casi ha desaparecido de los rostros de sus guerreros. Pero también Nepociano quiere jugar esta partida y ordena a Gautier de Carcasona y sus artilleros que carguen los fundíbulos. De inmediato, un granizo de gruesas piedras se desploma sobre los hombres que guardan el puente. Las piedras caen con estrépito quebrando maderas y huesos. Se hace un silencio solo roto por algún gemido de dolor. Y entonces emerge la figura titánica de Gatón, sin casco, el cabello rubio al viento, gritando puño en alto:

—¡Has fallado, Nepociano! ¡Prueba otra vez!

Los hombres corean la fanfarronada y Ramiro no oculta una sonrisa, pero la bravuconería de su hijo ha destapado la caja de los truenos. Una nueva carga de piedras choca contra las empalizadas dispuestas alrededor del puente, obligando a Gatón y los suyos a buscar nuevamente refugio. Y en ese momento, la vanguardia mercenaria del regente, envuelta en sus túnicas verdes, marchando en formación cerrada, con disciplina imponente, empieza a avanzar hacia su objetivo. El rey esperaba ese instante. Levanta un trapo teñido de azul y a su orden una lluvia de flechas se precipita sobre los guerreros de fortuna. Ragnar Haraldson y Alí Husein braman algo en sus toscos idiomas. Con una obediencia mecánica, los mercenarios elevan sus escudos y se cubren con rapidez. Las flechas, clavadas en los escudos, recubren a la hueste enemiga como espinas de erizo. Algunos han caído, pero muy pocos. A un nuevo grito de sus jefes, los guerreros de Nepociano se descubren y echan a correr hacia el puente.

Gautier de Carcasona ha visto a los arqueros de Ramiro. Llevaba tiempo buscándolos. Ordena a sus artilleros que apunten hacia allí sus balistas. Tres dardos gruesos como el brazo de un hombre surcan el cielo dejando tras de sí una estela de humo; es el fuego que arde en la punta de los proyectiles. Los dardos ardientes se estrellan contra los setos que hasta hace unos segundos ocupaban los arqueros. La disciplina impuesta por Gatón y Ordoño en las jornadas de instrucción ha funcionado bien: los hombres, apenas disparadas las flechas, se han movido rápidamente varios pasos atrás. Los dardos de Nepociano incendian algunas zarzas, pero no tocan a los soldados de su rival.

Mientras los dardos de fuego rompen el cielo de la mañana, la vanguardia de Nepociano, peones y jinetes mezclados, se lanza a la carrera hacia el puente. Llueven flechas sobre ellos, pero los arqueros de Ramiro, perdida la posición, no dan en el blanco. Como una marea humana, los hombres de verde se derraman sobre las posiciones que guarda Gatón. Doscientos pasos. Ciento cincuenta. Cien. Gatón ya puede ver los rostros feroces de Haraldson y Husein. El hijo del rey se yergue entonces sobre sus piernas y grita:

—¡Por Cristo y por el rey Ramiro!

El bravo joven se adelanta a la entrada del puente. Sus hombres le imitan. La hueste de Gatón avanza hacia el erizo de afilados troncos que cierra el paso y forma una piña a su cobijo. Todos espada en mano, preparados tras los escudos, picas y lanzas apuntando hacia el rival, dispuestos a recibir el choque del enemigo. Aguardan… aguardan… Y entonces a la mesnada de Nepociano se la traga la tierra.

La trampa ha funcionado. La vanguardia mercenaria, encelada con la vista de la línea enemiga, no ha reparado en el foso que, cuidadosamente cavado y camuflado la noche anterior, acaba de abrirse bajo sus pies: una larga zanja en forma de uve, con el vértice apuntando hacia el puente, tan profunda como la estatura de un hombre y de más de cien pasos de longitud en cada brazo. Del hoyo asciende un coro de maldiciones, blasfemias y lamentos de huesos rotos. La línea se ha deshecho. El desconcierto se adueña de los hombres de la túnica verde. Es el momento que aprovecha Ergica de Tuy para cruzar el puente y guiar a sus hombres hacia el enemigo. Gatón le sigue con los suyos. Sorteando los maderos de la barricada que ellos mismos han emplazado, los guerreros de Ramiro acometen a la tropa mercenaria. Unos llegan hasta el foso y golpean con furor a los que pretenden salir, otros rodean la trampa y se abalanzan sobre la descompuesta línea rival. Haraldson y Husein son expertos luchadores: ven que están siendo embolsados, aunque sean más, y no se arriesgarán a una encerrona. Suena un silbato y los de Nepociano se repliegan con todo el orden que pueden. Las espadas de Gatón y Ergica aún logran abatir a mucho enemigo, pero el de Tuy, veterano, ve lo que está pasando: sus adversarios han roto el cerco y, al retroceder, han arrastrado hacia sí a los de Ramiro.

—¡Atrás! ¡Atrás! —grita Ergica de Tuy.

Nepociano ha visto la maniobra. Ramiro también. Nepociano ordena a Gautier de Carcasona que sus catapultas lancen nuevas olas de piedra sobre los de Ramiro, para facilitar la retirada de sus propios hombres. Ramiro, por su parte, ordena a los arqueros que cubran de flechas a la hueste mercenaria fugitiva, para sacar el máximo partido del lance. Los de Gatón y Ergica ganan a duras penas el puente y las protecciones en él emplazadas. Junto al hijo del rey, un hombre pasa volando como impulsado por unas alas invisibles: una piedra de Nepociano le ha golpeado la espalda empujándole hacia delante con una fuerza atroz. El hombre está muerto.

Ahora en el campo hay un informe montón de cuerpos tendidos, inmóviles unos, arrastrándose otros. La mayoría porta la túnica verde. El primer acto del combate ha favorecido a Ramiro. Con todo, Nepociano sigue doblándole en número. El regente, dispuesto a demoler el ánimo de su rival, ordena a sus artilleros que envíen nuevas bolas de fuego y más dardos en llamas sobre el campo contrario, esta vez a discreción. Al mismo tiempo, indica a sus arqueros que disparen en masa a las filas de Ramiro allí donde estas se han hecho visibles. La exhibición de pirotecnia descompone el orden táctico del rey. Una bola de fuego va a caer cerca del obispo Ataúlfo, el caballo se asusta y el obispo da con sus huesos en tierra. Don Arias de Pallares, siempre majestuoso, se acerca al prelado y le ayuda a levantarse:

—Esto no ha hecho más que empezar —comenta flemático.

—¿Cuándo atacamos? —pregunta el obispo por toda respuesta.

Ramiro, desde su puesto de Folguerinas, trata de mantener la sangre fría y estudia los recursos del enemigo. Un excelente fundíbulo, dos viejas catapultas, tres balistas. El fundíbulo de Nepociano alcanza trescientos pasos. Algo más sus tres balistas. Las dos catapultas han llegado cómodamente hasta el río; unos doscientos cincuenta pasos. Por el contrario, los arqueros de Ramiro malamente podrían cubrir más de cien pasos, pese a que el viento les favorece. Enseguida el rey revisa sus líneas. Conforme a las instrucciones, los hombres se han movido bien para eludir que el regente concentre sus proyectiles en un único punto. Pero eso no durará todo el día; tarde o temprano, habrá que acabar con las máquinas de guerra del usurpador.

Nepociano, en el altozano de Moratín, mira el campo y reflexiona: va a ser difícil batir a un enemigo tan móvil y bien asentado en las elevaciones del terreno. Es evidente que Ramiro no va a tomar la iniciativa. Por su parte, el regente no está dispuesto a perder todo el día lanzando piedras y enviando oleadas de sus mejores tropas al puente. Si Ramiro no ataca, es porque sabe que no tiene fuerza. Y si no tiene fuerza —razona—, es el momento de atacarle. Nepociano llama a su fiel Alvito y le transmite las órdenes. Ofensiva general. Primero, que las máquinas de guerra lancen nuevas andanadas a discreción. Acto seguido, que se preparen los arqueros detrás de cada línea. Después, que los guerreros de la túnica verde se lancen de nuevo contra el puente. Y al mismo tiempo, que las alas de Escipio y Sonna emplacen los pontones para atravesar el río al sur y al norte del puente romano de Cornellana.

Ramiro no sabe qué ha ordenado Nepociano, pero observa una agitación generalizada en todo el bloque enemigo. Las alas, que hasta ahora han permanecido casi estáticas, empiezan a moverse. Se percibe algún tipo de actividad en la retaguardia de las alas. ¿Qué será? Imposible saberlo. Pero si el ejército enemigo se mueve por completo al mismo tiempo, hay que extremar la precaución. El rey cursa aviso a los defensores del puente: que su hijo Gatón esté preparado. Y que Dios le ayude. Asimismo ordena a las alas de Arias de Pallares y Paio de Guitiriz que permanezcan atentas; en cualquier instante tendrán que descender de las lomas que ocupan y ganar el cauce del río.

El primer saludo de la ofensiva de Nepociano es una enorme bola de fuego que va a estrellarse sobre el puente. Las protecciones que Gatón ha dispuesto son de madera. El ambiente sigue húmedo por la lluvia de la noche, pero esa bola parece llevar algún tipo de combustible en su interior. Pronto toda la empalizada arde en llamas. Hay hombres que ven el fuego adherido a sus cuerpos. Hay gritos de horror. Algunos saltan al río tratando de apagar aquello. Gatón ruge, y de inmediato salen del convento de San Salvador dos hileras de individuos —niños, viejos, mujeres— con baldes de agua. Ramiro sonríe. Gatón ha sido previsor.

Pero la bola de fuego ha sido solo el anuncio de lo que viene. De inmediato aparece tras el cerro de Moratín una hueste a caballo; traen las túnicas verdes de la tropa mercenaria del regente. Ramiro hace cálculos: le han dicho que esa tropa forma más de cuatro mil hombres. Ha visto a unos quinientos en la vanguardia que antes atacó el puente. Tras ella, inmóvil en el centro de la línea enemiga, habrá otros dos mil. Ahora ve a otros quinientos en la caballería que viene. ¿Dónde están los demás? No hay tiempo para responder porque la caballería está cargando sobre el puente de Cornellana. El foso ha detenido a los peones, pero los caballos pueden saltarlo limpiamente. Tras él no hay más que la solitaria línea de troncos afilados dispuesta por las gentes del cíclope rubio, frágil defensa para una carga masiva. Gatón está perdido.

Ramiro y Nepociano están viendo lo mismo. El frente de la caballería mercenaria ataca arrasando todo a su paso. El erizo de palos no será sino un leve obstáculo. En ese momento Gatón se pone en pie, tercia el escudo, empuña la espada, grita algo ininteligible y toda su hueste corre con él hacia la entrada del puente formando una barrera de lanzas. «¡Está loco!», piensan Nepociano y Ramiro al unísono. ¿Pretende detener la carga de la caballería él solo? Al mismo tiempo, dos hileras de peones, apenas cubiertos con su escudo, se han desplegado en columna a ambos lados del puente. ¿Qué extraño dibujo es ese?

Gatón se yergue como si quisiera recibir a la muerte en pie. La caballería ya está a doscientos pasos. El joven grita algo a su espalda. Ergica de Tuy y Olmundo de Erice corren con sus huestes hacia la misma posición. Cien pasos. Gatón sigue en pie. Setenta pasos. Las lanzas de los de Ramiro muestran sus afiladas puntas a la marea enemiga. Cincuenta pasos. La caballería acaba de saltar el foso. Veinte pasos. «¡Ahora!», aúlla el hijo del rey. Y al grito del joven caudillo, las hileras de peones desplegadas en los lados tensan con toda la fuerza de sus almas dos, tres, cuatro gruesas maromas ocultas en la vegetación del suelo. Las maromas tiran hacia arriba de la frágil línea de afilados troncos y he aquí que el erizo se convierte en estrella mortal. No era una línea de palos: eran ocho, unas apoyadas en otras, trenzadas hasta formar una estructura compacta, ocultas bajo el suelo de hojas y yerba. La caballería enemiga no tiene tiempo material de reaccionar. Con un estruendo infernal hombres y bestias se ensartan en las estrellas de aguzadas maderas. Los que vienen detrás chocan con los de delante y la punta de lanza del ataque de Nepociano se astilla como se están astillando esos troncos de Gatón bajo el peso de los cadáveres enemigos. El hijo del rey ya está entre ellos. Sin perder un segundo, ha salido de su posición en el preciso instante en que la caballería caía en la segunda trampa. Tras él cargan Ergica y Olmundo con los suyos. Sus lanzas y espadas ya están nuevamente llenas de sangre de caballos y guerreros.

«¡Trucos de niño! ¡Quieren pararnos con trucos de niño!», grita Nepociano. Ordena retirada a su caballería y simultáneamente manda que una nueva andanada de piedras castigue desde sus catapultas a los bravos defensores del puente. Gatón, al ver que la caballería se marcha, vuelve instintivamente sobre sus pasos y ordena a su vez regresar a las protecciones del puente. Demasiado tarde: las piedras ya están en camino. Varios hombres son heridos en su fuga. Un proyectil roza el casco de Ergica con tal violencia que se lo arranca de la cabeza y, al salir, saja el cráneo del caballero de Tuy con una profunda brecha. Ergica cae sin sentido. Es Olmundo de Erice quien lo carga a su espalda.

Ramiro está orgulloso. Gatón ha conseguido detener dos ataques de un enemigo muy superior y le ha obligado a retroceder. Pero algo muda súbitamente la sonrisa que se dibuja en su rostro. En las alas, los hombres de Nepociano se mueven. Ahora descubre el rey el porqué de aquella agitación: de entre la hueste enemiga, en uno y otro flanco, empiezan a aparecer barcas cargadas a hombros por los guerreros de túnica verde. ¡Van a emplazar pontones para cruzar el río por los lados! Ahora sabe también dónde estaba el resto de la tropa mercenaria: atareada en ese menester. Varias respuestas a un tiempo que exigen una rápida reacción. El rey mueve sus banderas y ordena a los jefes de los flancos, don Paio y don Arias, que ejecuten la maniobra prevista.

Nepociano entorna los ojos; no sonríe porque la tensión no le permite mover ni un músculo, pero los movimientos de su ejército se están sucediendo conforme a lo previsto. El ataque de la caballería en el puente, aunque frustrado, ha permitido maniobrar con más soltura a los pontoneros que ahora se acercan al cauce con sus barcas y sus tablones. Allí están el buen Piniolo y el buen Aldroito, con Lotario de Fráncfort y Sancho Jimeno. Esas alas las mandan Sonna y Escipio, pero poco importa en realidad: la única función de sus hombres es cubrir, con sus cuerpos si es preciso, el trabajo de los pontoneros.

Ahora el cauce del río es en toda su longitud un hervidero de gritos y de muerte. Los de don Paio han bajado desde el cerro de Sobrerriba y los de don Arias han hecho lo propio desde las lomas de Santueñina. Se han acercado a la ribera y desde allí hostigan al enemigo, al otro lado, con una lluvia de flechas, jabalinas, dardos, piedras… cualquier cosa que se pueda arrojar para herir. Bajo el aguacero de proyectiles, los hombres de Nepociano, en la otra orilla, intentan armar las barcas que les servirán de pontones. Escipio está en el sur, en el camino de Loreda, cerca del arroyo del Fresno. Le vigila de cerca Aldroito, que ha entregado el mando de las tropas a Lotario de Fráncfort. El conde de palacio se siente humillado sin poder dirigir a sus hombres, pero Nepociano ha tejido bien su tela. En el norte, en el flanco derecho del regente, está el conde Sonna, que ha visto cómo Piniolo y sus siete hijos han tomado el mando para dárselo a su vez a Sancho Jimeno. Al contrario que Escipio, Sonna no está sorprendido. Sabe que su papel en esta comedia es de simple comparsa para mayor gloria de Nepociano. Pero aún no se ha dicho la última palabra.

El conde Sonna contempla la batalla con una mezcla de rabia y melancolía. Ha insistido en asistir al combate con el estandarte blanco con la cruz roja, la enseña del reino; no está dispuesto a combatir bajo otra bandera. Mira hacia abajo, hacia el cauce del río, y menea la cabeza. Esos hombres que están muriendo ahí, en la orilla, son sus hombres. Sancho Jimeno ha hecho traer desde la retaguardia, a hombros de grupos de veinte guerreros, barcas encadenadas de tres en tres por los costados. Detrás de los que llevan las barcas, otro grupo de soldados de túnica verde transporta una larga pasarela. El objetivo es asegurar bien en tierra un bloque de tres barcas, amarrar a este otras tres sobre el agua, y hacer aun lo propio con un tercer bloque. Dada la anchura del río, nueve barcas bastarán. Acto seguido se tenderá sobre el pontón la pasarela. La maniobra es sencilla, pero hay que contar con la agresividad del enemigo, que desde el otro lado no cesa en su empeño de frustrar el propósito. Para proteger a los soldados que, a base de postes y cuerdas, intentan asegurar en tierra el primer bloque de barcas, Sancho Jimeno no solo ha ordenado devolver flecha por flecha y dardo por dardo, sino que, despiadado, ha forzado a una cuadrilla de hombres de Sonna a desplegarse con sus escudos en torno a los pontoneros. Los dardos y jabalinas lanzados por la tropa de Arias de Pallares se clavan en los escudos, los atraviesan, hieren la carne; las piedras enviadas por los honderos descalabran cabezas y rompen costillas. Cuando la línea de escudos humanos clarea, Sancho la reemplaza por otra que Piniolo ha reunido a punta de espada. En el flanco sur, el de Escipio, está ocurriendo lo mismo. Es una carnicería.

Ramiro, en la altura de Folguerinas, estudia la maniobra y hace cálculos. El río baja caudaloso y fuerte. Al enemigo no le será fácil sujetar las barcas con una mínima seguridad. La argucia de ensamblar unas con otras es ingeniosa, pero la operación es arriesgada: hay que soltarlas en el río sin que la corriente se las lleve, hay que amarrarlas fuertemente a la orilla, hay que ensamblar una segunda pieza, hay que lanzar pasarelas para completar el trabajo… Les llevará tiempo. Sobre todo si los hombres de Paio y Arias, yendo y viniendo en torno a la orilla, siguen hostigando al enemigo con esta intensidad. El rey, previsor, ordena a Gonzalo de Lemos que haga llegar más flechas a las unidades de los flancos.

Las catapultas de Nepociano han empezado a lanzar sus proyectiles sobre el cauce que a norte y sur ocupan las gentes de Ramiro. Las gruesas piedras desordenan las filas, pero no hacen demasiado daño a una tropa deliberadamente dispersa y móvil. El rey ve cómo los suyos se afanan en impedir el emplazamiento de los puentes. Los de Nepociano contestan con idénticas armas, arrojando dardos y jabalinas, pero no están móviles, sino estáticos, lo cual les hace sufrir más bajas; es evidente que su jefe no se preocupa demasiado por sus vidas. Ramiro sufre por ellos. Después de todo, esos que ahora están muriendo al otro lado, bajo los dardos y jabalinas y flechas y piedras de su tropa, no son enemigos; son sus súbditos, y mañana le obedecerán si hoy se gana el combate. Pero el ánimo del rey se oscurece. Si esa gente consigue su propósito, si las huestes de Nepociano logran cruzar el río, todo estará perdido.

Es mediodía. El sol envía sus rayos sobre la humanidad en guerra como si quisiera sumarse a la lucha y demostrar quién es el verdadero rey. Los de Nepociano han conseguido ensamblar dos grupos de barcas en ambos sectores del río. Los cadáveres que se apelotonan sobre los botes son inmediatamente arrojados al agua para que no entorpezcan el trabajo. La maniobra para colocar el tercer y definitivo bloque es aterradora. Sobre las barcas ancladas, mecidas por el caudal furioso del Narcea, se ha tendido una larga pasarela de madera. Por la pasarela avanzan ahora seis hombres, cada cual con dos gruesos escudos, uno en cada mano, tratando de cubrir el mayor espacio posible. Tras ellos, otro grupo de veinte soldados trae el tercer bloque. Lo transportan sobre sus cabezas para que las propias barcas les protejan de los proyectiles enemigos. A los lados, sendas hileras de desdichados intentan tapar cualquier hueco con más escudos, pero la lluvia de proyectiles es tan intensa en ambas orillas del río que pronto algunos empiezan a caer heridos sobre las aguas; rápidamente son reemplazados por otros que no tardarán en correr la misma suerte.

Río arriba, en el sector del sur, el del conde Escipio, la resistencia de Paio de Guitiriz está siendo brutal. Los cuernos del toro táctico de Ramiro hincan sus agujas sin piedad. El número de los muertos es ya incontable. Los cuerpos caen al agua y el Narcea, como un eficaz sepulturero, los arrastra curso abajo. Algunos cadáveres corren hasta apilarse en el puente, donde la noble piedra romana detiene su viaje; otros pasan bajo la estructura y siguen hasta la posición del conde Sonna y Arias de Pallares, donde chocan contra el pontón de barcas antes de perderse definitivamente rumbo al Nalón y, por fin, al mar, donde el recuerdo de los hombres se desvanece para siempre.

El conde Sonna ve sin entusiasmo que, en su sector, los hombres de Nepociano están a punto de conseguir el objetivo. Ha costado muchas vidas, pero el tercer bloque de barcas está casi ensamblado y la pasarela, empujada desde la orilla, en cualquier momento puede alcanzar el otro extremo del río. Sonna ve caer a las huestes que nominalmente encabeza: hombres atravesados por flechas, ensartados por jabalinas, derribados por una piedra certera. En la vanguardia, en el punto más avanzado de la pasarela, donde los escudos protegen el trabajo de los pontoneros, un pobre diablo ha muerto bajo los dardos enemigos; ha caído sentado, dando la espalda a la orilla rival, sujeto por los dos escudos que él mismo portaba, y los pontoneros están utilizando su cuerpo como si de otro escudo se tratara. Tienen valor esos mercenarios, trabando sogas y hierros a escasas varas del enemigo, maniobrando entre una lluvia de proyectiles; pero los cuerpos que les sirven de parapeto son de los hombres del propio Sonna.

Nepociano siente que tiene ya la victoria entre los dedos. En absoluto echa de menos la ayuda de Córdoba. Lo va a conseguir él solo. Un poco más de paciencia y los dos pontones estarán concluidos. Cuando eso ocurra, toda su hueste pasará al otro lado y arrollará a Ramiro Bermúdez. Y si finalmente aparece el refuerzo musulmán, el moro no hallará a un aliado necesitado de apoyo, sino a un triunfador que ha vencido por sus propios medios. El enemigo está redoblando la presión en las alas. Es el momento de aliviar carga en el centro. El regente se dirige a Alvito, su fiel Alvito, que se ha revelado como un excelente oficial de órdenes. Ahora tendrá que hacer algo más.

—Cursa aviso a Ragnar y Alí —dispone el magnate—. Cargamos con todo en el centro de la línea. Que todos sus hombres marchen sobre el puente. Es crucial llegar al cuerpo a cuerpo en ese punto.

—¿Yo…? —interrumpe Alvito; quiere luchar.

—Tú también, mi buen amigo, ponte a la cabeza de la retaguardia y marcha como una segunda ola contra la defensa de Ramiro. Otra cosa —agrega Nepociano—: di a nuestros amigos que no teman, que protegeré su movimiento con las máquinas de guerra. Lo importante es entablar combate sobre el puente para debilitar la presión enemiga en las alas y acabar de una vez esos pontones. De vuestro empuje depende que las alas puedan pasar al otro lado. ¡Rápido!

El conde Sonna percibe el movimiento del regente. Toda la fuerza de su infantería, más de tres mil hombres bien pertrechados y acostumbrados a la guerra, va a concentrarse en el puente de Cornellana. Las catapultas y las balistas empiezan ya a enviar su carga mortífera sobre la línea que defiende el joven Gatón, ahora con el castellano Erice a su lado. El conde de palacio mira alrededor. Es el momento de tomar la decisión. Sonna iza el estandarte blanco con la cruz roja. Hace llamar a sus tropas. Y se va.

Ramiro no puede creer lo que está viendo. En el ala derecha de la línea de Nepociano, sobre las lomas de las Dorigas, frente a las alturas de Satueñina, las tropas enemigas se retiran. No es una huida, menos aún una desbandada; más bien parece un lento goteo de hombres que abandonan el campo. ¿Una maniobra de Nepociano? ¿Una trampa? ¿Una argucia para distraerle? No tiene sentido; no justo ahora, cuando al pontón enemigo solo le falta asegurar las últimas tres barcas para que la pasarela llegue hasta la orilla opuesta. Pero el asombro de Ramiro Bermúdez llega hasta el infinito cuando constata que en el otro lado del frente, en el sur, donde cruza el camino de Loreda, el conde Escipio está haciendo lo mismo que su colega: ha levantado el estandarte del reino y se retira calmosamente con su hueste, dejando a los pontoneros de Lotario sin protección. ¿Qué está pasando?

El conde Sonna no baja la mirada. Abandona su puesto en las Dorigas mirando fijamente a los ojos de Piniolo, el hombre que Nepociano ha puesto ahí para vigilarle. Piniolo, rodeado por sus siete hijos, camina apresuradamente hacia Sonna, la capa negra terciada en un brazo, el rostro crispado bajo la barba negra, braceando como un poseso, la mirada furibunda y amenazante:

—¡Sonna! ¿Qué estás haciendo? ¡Maldito traidor! —impreca el terrateniente al conde.

Sonna no abre la boca. Tiene la espada en la mano, pero no va a usarla. Se limita a mirar a Piniolo con una expresión entre la lástima y el desprecio. Pica suavemente a su caballo con los talones, da media vuelta, ofrece su espalda desguarnecida a la ira de los siete hijos del esbirro y, lentamente, se retira de la escena. La conmoción en la hueste es completa. «Es lo que debo hacer, es lo que debo hacer», se repite Sonna una y otra vez. El gesto del conde no ha pasado desapercibido a los hombres. Unos pocos, decididos, abandonan igualmente su puesto y marchan tras él. De inmediato, otros les siguen ante el estupor de los guerreros de túnica verde, que no entienden qué está pasando. Los hijos de Piniolo, y Piniolo mismo, intentan retener a los que se van: los agarran por las capas, los amenazan con sus espadas… Pero las amenazas ceden en cuanto los fugitivos, que son más, forman bloque para seguir su camino. Y así, poco a poco, el grueso del ala derecha de Nepociano se ve desmantelada mientras abajo, en la orilla, el pontón está ya a punto de alcanzar su objetivo. Piniolo, desesperado, se muerde los puños de rabia observando impotente cómo el conde se aleja por el camino que lleva a Pravia.

En el ala izquierda, en el sur, río arriba, el conde Escipio ha tomado la misma decisión: a la vista del estandarte de su colega, ha hecho una seña a sus caballeros más próximos, ha girado igualmente dando la espalda a Aldroito, el hombre que Nepociano le ha puesto para anular sus movimientos, y está abandonando el campo por el paraje de Loreda. «Más me vale que Sonna tenga razón», piensa el conde. Marcha más deprisa Escipio, como si temiera que alguien fuera a lanzarle una jabalina por la espalda, pero no hay tal. Como ha ocurrido en el ala derecha, también aquí el grueso de la tropa reconoce a su jefe natural y, sin arrojar las armas, desaloja el campo entre los gritos y los insultos de los mercenarios de túnica verde, que súbitamente se quedan sin masa de maniobra. Ante los ojos atónitos de Aldroito, que en vano ha tratado de retenerle, Escipio gana a paso vivo el camino de la puebla de Grado.

Mientras esto ocurre en las alas, la situación en el centro del combate, en el puente romano, se ha hecho crítica. Los mercenarios de la túnica verde están ya en la entrada. Se baten con bravura, con firmeza. Los paisanos que componen la hueste de Ramiro a duras penas pueden contenerlos. Gatón, en primera línea, se defiende como mejor sabe. Ha resuelto que nadie ganará el puente si no es por encima de su cadáver. A su lado, Olmundo de Erice reparte mandobles con furia. Incluso Ergica de Tuy, con la cabeza vendada, se ha reincorporado al combate y trata de envolver al enemigo por su flanco izquierdo, pero ¿cómo envolver a una fuerza varias veces superior? Finalmente, las huestes de los tres capitanes, Gatón, Olmundo y Ergica, quedan rodeadas por el número avasallador de sus adversarios. Ya solo pueden hablar las espadas.

Nepociano siente que su corazón está a punto de colapsarse. Ha visto el movimiento de Sonna y Escipio. Primero ha pensado que se trataba de una maniobra táctica: bajar hasta el pontón dando un rodeo. Pero enseguida se ha percatado de que está asistiendo a una deserción en toda regla. «No te fíes de Sonna», le había dicho Jimena. ¡Cuánta razón, como siempre, tenía su esposa! ¡Han desertado! ¡Los condes de palacio han desertado! Nepociano advierte los latidos de su sangre revuelta batiendo con fuerza en las sienes. Ha de calmarse. Es preciso enfriar la cabeza y pensar. Sonna y Escipio se están llevando a sus hombres. Eso significa que ahora será mucho más difícil pasar al otro lado de los pontones. Por bravos que sean sus guerreros, cuando lleguen a la orilla opuesta estarán en trágica inferioridad. Hay que cambiar el plan de inmediato. Pero Nepociano no sabe qué hacer. Ordena una nueva andanada de sus catapultas sobre las posiciones de los pontones, una primero, la otra después, pero enseguida comprende, con sangre, que no puede utilizar ese recurso sin herir a sus propios hombres; unos hombres a los que necesita para que taponen el acceso, para que no dejen entrar al enemigo. Nepociano queda inmóvil. Por vez primera en mucho tiempo, su cerebro está paralizado por el miedo y la ansiedad.

Ramiro está perplejo. No reacciona. No entiende la maniobra de Sonna y Escipio. Los condes han esperado a que sus pontones estuvieran casi terminados para abandonar el campo del usurpador. ¿Por qué? ¿Para facilitarle el paso a él, al rey legítimo? ¿Y no habría sido más fácil para todos que le hubieran apoyado desde el principio, sin necesidad de dar esta batalla? O tal vez todo sea una trampa… Pero no, no puede ser. Nadie juega al escondite con su presa cuando la tiene ya en las fauces. Sonna y Escipio se han marchado. Han dejado al ejército de Nepociano con las alas rotas. Más aún, el regente queda expuesto a un contraataque por los pontones, que ahora ya no van a servir para que ataquen los guerreros de la túnica verde, sino que van a permitir a las tropas de Ramiro pasar al otro lado. Este es, sin duda, el milagro que el rey esperaba y que Dios al fin ha concedido a su servidor.

Ramiro Bermúdez no lo duda: a por ellos, a través de los pontones. Ahora las fuerzas están equilibradas. El ataque será a muerte. Es la única oportunidad. El rey ordena que suenen los cuernos de guerra con el inconfundible toque de carga. Ya se escucha, atronadora, la voz grave de las trompas, dos toques largos, muy largos, luego un tercero: ataque sin cuartel. Los hombres de Paio de Guitiriz y Arias de Pallares, cubiertos con sus escudos, se aproximan a la pasarela entre una lluvia de proyectiles enemigos. Las tornas han cambiado. Ramiro reza. Había pedido, sí, insistentemente un milagro. Helo aquí.

Ragnar Haraldson y Alí Husein, en el centro del ataque, ignoran lo que está pasando en las alas. Solo les preocupa abrir brecha, romper esa muralla humana que se apiña en la entrada del puente. El cuerpo a cuerpo es brutal. Las espadas, los escudos y las lanzas chocan con frenesí en el espacio de un palmo. Los guerreros apenas si tienen sitio para moverse. Únicamente los más fuertes consiguen, a empellones, trazar a su alrededor un mínimo hueco que les permita manejar las armas con alguna soltura. Ragnar el normando, en un momento de respiro, observa movimientos extraños en los flancos, pero no puede prestarles más atención. La acumulación de cuerpos es tan intensa que le lleva de un lado a otro como un río enloquecido, como ese Narcea que, a pocos pasos de su posición, arrastra de orilla a orilla los cuerpos rojos de sangre de los caídos. Toda la voluntad de Ragnar está ahora puesta en que sus hombres mantengan un orden, una formación, algo que parezca una línea de combate, y no ese caos de brazos y armas donde solo el azar dictamina quién vive y quién muere.

El otro capitán de Nepociano, Husein, se fija en Gatón. Hace largo rato que estudia a ese gigantón de cabellos rubios cubierto con un casco demasiado pequeño para una cabeza tan grande. Ha visto que parece el jefe de los defensores del puente. Ha comprobado que es fiero y peleón. Ha entendido que, si el gigantón cae, toda la defensa se vendrá abajo. El moro renegado de Zaragoza entorna los ojos de carbón y examina los movimientos de su enemigo; porque es su enemigo, el único enemigo que en este momento hay en el mundo, el único hombre al que, por encima de cualesquiera otros, considera prioritario matar. El gigantón rubio pelea con bravura, pero no es un virtuoso. Mueve la espada como si estuviera talando árboles. Además, parece muy joven; inexperto, por tanto. Husein es más pequeño (¿quién no es más pequeño que Gatón?), pero también es más veterano y su espada no ha sido derrotada jamás. El capitán moro de Nepociano se abre paso a empujones entre sus propios hombres, se ajusta el lujoso casco y enfila hacia el hijo del rey. Quiere cortar esa cabeza rubia, quiere adornar su collar con las orejas del gigante, quiere colgarse en el cinto sus testículos. Ese hombre —piensa Alí Husein— morirá hoy.

Un tipo grandón con cota de malla, escudo largo y espada maciza. Así ven los ojos homicidas de Alí Husein a Gatón Ramírez. Cuando descarga sus golpes es letal —piensa el moro—, pero tarda más de lo debido en recuperar la guardia. Hay que acercarse, provocarle, dejarle golpear una, dos, tres veces; a la tercera, el propio brazo, cansado, subirá más lento por mucha velocidad que su dueño quiera imprimirle. En ese momento el gigantón dejará al descubierto, aunque no sea más que una fracción de segundo, su pecho o su vientre. En ese preciso instante habrá que lanzar un golpe certero y el titán rubio morderá el polvo. Alí Husein se cubre con el escudo, empuña la espada y avanza.

Gatón ha perdido ya cualquier referencia del conjunto de la batalla. Ha escuchado el largo y grave sonido del cuerno. Su padre ha decidido atacar. Eso puede ser muy bueno o muy malo; muy bueno, si es que la batalla se está ganando y hay posibilidad de atacar con provecho: muy malo, si es que ya está todo perdido y no queda otra opción que morir matando. Pero Gatón no puede ver nada. Solo tiene ojos para la nube de enemigos que le rodea. Se mueve como un torbellino. Lucha con una energía titánica. Clava, siega, hiende, pincha. A fuerza de gritos ha conseguido formar una línea de combate con sus mejores hombres, brazo con brazo, escudo con escudo, de manera que los mercenarios de Ragnar y Alí Husein se estrellan sin remedio contra esa muralla infranqueable. Junto al hijo del rey está Olmundo de Erice. Tras ellos, una segunda línea de guerreros esgrime largas picas con las que asesta mortales lanzadas a la marea rival. Ahí está, aún herido pero activo, Ergica de Tuy.

De pronto, un frente de escudos enemigos se abalanza sobre la línea de Gatón y Olmundo. Quieren romper la formación. Ergica y sus piqueros acometen contra los mercenarios, desgarran rostros, atraviesan cuellos, pero el empuje de la masa enemiga es bestial. Los de Ramiro pierden terreno. La línea se quiebra. Gatón queda aislado. Entonces el cíclope rubio ve cómo una figura se dirige a la carrera contra él. No sabe que ese hombre se llama Alí Husein y que busca su cabeza.

Husein golpea con furia sobre el hijo del rey. Este opone la dura consistencia de su pesado escudo de madera, hierro y cuero. Husein, con una velocidad endiablada, asesta un segundo golpe que Gatón detiene con su espada. El joven se pregunta quién es aquel sujeto de aspecto sureño, que lucha con armas como las de los ejércitos de Córdoba y cuya mirada delata un odio frío y asesino. Pero esas preguntas vuelan sobre su cabeza sin permanecer más que un instante, porque ahora toda su alma está puesta en esquivar y detener la catarata de mandobles y estocadas que aquella furia ha desatado sobre él. Gatón aguarda a que el atacante ceda un poco en la velocidad de su ofensiva, pero aquel hombre no se cansa: es un experto espadachín que hace volar la hoja en torno a sí con prodigiosa facilidad, como si no le costara esfuerzo alguno.

Alí Husein lanza un largo tajo con su espada hacia la cabeza de Gatón. Este consigue esquivar la hoja que roza su cuello y, aprovechando el instante, empuja al moro con su escudo para abrirse hueco. Ahora puede observar, apenas dos segundos, a la fiera que tiene ante sí: luce una bonita coraza de cuero reforzado con placas de metal sobre la túnica verde, y bajo esta se protege con una cota de malla; parece mentira que con tanto hierro encima pueda moverse tan rápido. En todo caso, será difícil herirle. Gatón estudia también los lujosos brazaletes que adornan las muñecas de su enemigo y el largo trapo rojo anudado en torno al yelmo. Está claro que se trata de un pez gordo, un gerifalte de aquella chusma. Y es musulmán, sin duda, como proclama la adarga que lleva por escudo. Con estupor repara, por fin, en los extraños objetos que penden de su cuello: son orejas; orejas humanas. Ese tipo es un asesino. Gatón entiende que su próxima víctima va a ser él. Pero el cíclope rubio no va a dejarse matar fácilmente.

En el ala izquierda del frente de Ramiro, sobre las alturas de Santueñina, el flemático Arias de Pallares ha oído el largo toque de los cuernos de ataque. También él permanece estupefacto por la maniobra del conde Sonna. Eso que ha hecho no es racional; bien es cierto —piensa el caballero— que en la guerra, una vez ha empezado la batalla, pocas cosas son racionales. Don Arias calcula la distancia: unos doscientos pasos pendiente abajo desde donde él se halla hasta el pontón. A caballo, un suspiro. Al pontón le quedan unos dos metros para alcanzar la orilla. Puede intentarlo. Es una locura, pero puede intentarlo. Arias de Pallares se encomienda a Santiago apóstol, descompone su armónico rostro en un aullido salvaje, azuza a su montura y se lanza pendiente abajo arrastrando a algunos de sus propios hombres.

—¡Por Cristo y por el rey Ramiro! ¡Al ataque! —grita Arias de Pallares mientras su caballo, un portentoso ejemplar alazán, salta desde la orilla al pontón, patea el piso de madera levantando astillas con sus cascos, resbala levemente pero mantiene el equilibrio y finalmente llega a la otra orilla sembrando el pavor en los rostros enemigos. La hueste del caballero, eufórica por el gesto de su jefe, irrumpe como un ciclón por el precario puente de tablas y barcas y salta a la orilla entre gritos de muerte. Incluso el obispo Ataúlfo, que vive su primer combate, se suma a la carga con su delicado corcel tordo.

Río arriba, en el ala derecha, el joven Yago de Mondariz ha decidido prescindir de los sabios consejos del veterano Paio de Guitiriz. Al escuchar los cuernos de ataque se ha lanzado como una exhalación sobre la orilla apremiando a sus hombres para ganar el pontón. Demasiado pronto: una jabalina enemiga cruza por encima del río como un pájaro de muerte, se clava en su brazo derecho, desprotegido, y la violencia del golpe arroja al joven caballero al suelo. El viejo Paio de Guitiriz cabecea con parsimonia, frunce el ceño, masculla una blasfemia, escupe hacia un lado y vuelve el rostro a sus hombres.

—¡El puente es nuestro! ¡A por ellos! —grita el veterano guerrero al tiempo que su caballo se precipita hacia la orilla, salta al tablón de madera y cruza como volando hasta la ribera que ocupan los de Nepociano.

Nepociano suda. Es un sudor sofocante que parece acumulársele en las sienes, devoradas por un calor nacido del miedo y de la ira. Está perdiendo la batalla. La traición de esos dos hombres le ha vencido. Pensaba ganar el río por las alas, pero ahora las alas ya no están. Pensaba destrozar al enemigo con sus máquinas de guerra, pero ahora estas sirven de bien poco cuando los dos bandos pelean tan cerca que los proyectiles matarían a sus propios hombres. Busca a Alvito; ha olvidado que él mismo le ha enviado allá abajo, al centro del ataque, al puente romano, y que en este mismo instante debe de estar batiéndose en una batalla sin salida. Busca entonces al abate Vidal, pero con sorpresa repara en que no está.

—¿Y el abate? ¿Dónde está el abate? —pregunta malhumorado a un criado de servicio.

—El abate se ha marchado, mi señor —responde el criado—. En una mula.

¡También el abate…! ¿Qué está pasando aquí? Nepociano sigue sudando. Cierra los ojos con fuerza, intentando concentrarse. La batalla no está perdida; no está perdida, se repite. La deserción de Escipio y Sonna le ha restado casi la mitad de sus hombres, pero aún le queda la otra mitad y esta es la mejor: la tropa mercenaria, profesionales de la guerra que sabrán batirse hasta morir. Los hombres de la túnica verde —piensa el regente— resolverán la situación. Hay que reunirlos. Juntar las líneas. Dejarles combatir como ellos saben.

—¡Rápido! —ordena Nepociano al criado—. ¡Toque de repliegue! ¡Que los hombres retrocedan y ordenen sus líneas! ¡Esto no ha acabado! —brama mientras las trompas de sus esbirros cubren el aire de Asturias con su sonido de grave metal.

A Ramiro le ha pasado desapercibida esa última maniobra de Nepociano. Solo tiene ojos y oídos para lo que está sucediendo en los pontones, donde sus hombres han pasado al otro lado, y para el curso de la batalla en el puente, donde apenas distingue ya a su hijo entre el hormiguero humano que allí se apiña. Ramiro Bermúdez, rey sin corona, está rezando por su hijo Gatón. Es entonces, al subir la vista al cielo, cuando de golpe repara en el movimiento de las tropas enemigas. ¡Se están reagrupando! ¡Hay que evitarlo a toda costa! Ramiro siente que un fuego casi doloroso le invade el cuerpo, las sienes le palpitan, el estómago se le encoge, los músculos se le tensan hasta hacerle apretar los puños y una bola ardiente se incendia en su pecho. Y así, Ramiro grita algunas palabras ininteligibles a los caballeros que le rodean, reclama su caballo, toma el largo cetro del rey Alfonso, la cruz de Asturias, sube a su montura y desenvaina la espada:

—¡Es la hora, caballeros! —grita el rey—. ¡Es la hora de vencer o morir con honor por nuestra causa, que es la causa de la corona y de Dios! ¡Detrás de mí! ¡Sus y a ellos! —Y el caballo de Ramiro arranca a galope tendido desde los altos de Folguerinas, y tras él sus guardias, y al fin los peones de reserva del ejército del rey, y la columna se arroja sobre el estrecho espacio del puente de Cornellana, y en todo el frente se sabe que el rey en persona ataca en cabeza de sus huestes, e incluso el enemigo entiende que aquel hombre se va a jugar el todo por el todo en esta carga final.

Alí Husein sonríe con crueldad. Examina brevemente a su rival. Solo un chicarrón. Más fuerte que otros, sí, pero solo un chicarrón. Se sabe superior. Ha matado a muchos como este gigantón rubio que ahora tiene delante. El moro se ajusta bien la ovalada adarga en el brazo izquierdo. Empuña con ligereza la espada en la mano derecha y salta hacia delante. Un golpe, dos, tres. A Gatón le resulta casi imposible replicar. No puede hacer otra cosa que oponer la solidez de su escudo, bien seguro en su brazo formidable, y esperar hasta que un error de su enemigo le permita colocar una estocada. Un cuarto golpe, un quinto. Ahí sigue esa sonrisa que dibuja el llanto del infierno. Gatón se ha confesado esa noche con el prior de San Salvador de Cornellana, el buen padre Fruela. Sabe que entrará en el paraíso. Ahora no piensa más que en resistir todo lo posible, en mantener la posición para dar tiempo a que el ataque anunciado por los cuernos de combate salga con bien. Un nuevo golpe. Gatón suda por todos sus poros. Cree ver hueco. Se lanza con toda la fuerza de su cuerpo en ancho tajo. Solo hay aire.

Gatón pierde pie; la finta del moro le ha desequilibrado. Incapaces de retener su descomunal peso, sus cansadas piernas trastabillan y el joven cíclope se ve en el suelo, rodando entre el polvo y la sangre. Por fortuna, su agilidad le ha permitido dominar la caída. Se apoya en el escudo y rueda sobre sí mismo para volver a levantarse. En el instante preciso, porque una nueva estocada de Alí Husein ha ido a pinchar precisamente sobre el escudo. Gatón se incorpora de un salto. Ahí vuelve de nuevo la espada de esa bestia infatigable. Gatón para el golpe con un enérgico movimiento, pero esta vez todo sale mal: su arma se rompe bajo el impacto de un mejor acero. El hijo del rey ha perdido la espada. La boca de Alí Husein dibuja una mueca siniestra. Ahí está, plantado con las piernas abiertas, la espada en una mano y la adarga en la otra, relamiéndose como el lobo que va a devorar al cordero. Gatón puede leer en sus ojos la palabra muerte.

Por la mente confusa de Gatón pasa otra palabra: hacha. Con toda la rapidez que sus brazos le permiten, echa mano del hacha que pende de su espalda. Alí Husein se arranca a la carrera. Gatón blande el arma salvífica. Alí levanta la espada. Gatón lanza el hacha. El pesado filo de acero se clava entre la frente, bajo el casco, y la nariz. La cabeza de Alí Husein se abre bajo el impacto del arma. La inercia de su cuerpo aún le permite descargar con su espada un terrorífico golpe que el escudo de Gatón detiene. Ahora Alí Husein está en el suelo, la frente abierta, la cara roja de sangre que mana a borbotones, la boca abierta en una mueca crispada, los ojos preguntando al cielo por dónde se va al infierno. Gatón domina un estremecimiento. Con la mano roja de sangre enemiga se seca el sudor de la frente, de las mejillas, del mentón. Arranca el hacha del entrecejo de su enemigo. De un golpe seco, le corta la cabeza. La sangre de Alí Husein riega el verde campo de Cornellana.

En el norte del frente, el mercenario navarro Sancho Jimeno ve cómo sus líneas quedan desbordadas por los peones de Arias de Pallares. Ha oído el toque de repliegue. No entiende la maniobra ordenada por Nepociano. ¿Replegarse? Un centenar de hombres más le habrían permitido mantener la posición e incluso empujar al río a esos labriegos. Busca a Piniolo y sus siete hijos. Los ve correr despavoridos hacia el cerro de Moratín. No hay otra opción que retirarse, sí. Reúne a cuantos hombres puede, forma un grupo compacto y, manteniendo el orden, trota con calma hacia el punto indicado. Será una batalla campal al pie del cerro.

Al otro lado, en el sur, en el camino de Loreda, Lotario de Fráncfort ha visto cómo sus jabalinas derribaban al imprudente Yago de Mondariz, pero también cómo el veterano Paio de Guitiriz cruzaba el río seguido por su hueste. El mercenario franco discute con Aldroito.

—¿Un repliegue? ¿Ahora? —se exaspera el guerrero—. ¡Somos más! ¡Mejor pide que el viejo nos envíe doscientos hombres de esos que ahora están apelotonados en el centro, en el puente, sin poder moverse, y resolvemos este asunto en un abrir y cerrar de ojos!

—¡Imposible! —contesta Aldroito—. ¡La orden es de repliegue y eso es lo que hay que hacer! ¡Vámonos de aquí!

Y el terrateniente sale de estampida hacia el Moratín, seguido por los pocos hombres que le han quedado después de la fuga del conde Escipio, mientras los guerreros de la túnica verde, a la voz de su jefe Lotario, tratan de huir hacia el mismo sitio con algún orden. Pero es difícil replegarse cuesta arriba, muy difícil, y los caballos de Paio de Guitiriz dan caza a muchos de los fugitivos, que perecen entre ríos de sangre y desgarradores aullidos de dolor.

Ramiro ha llegado al puente de Cornellana. Le sigue otra docena de jinetes. En el otro extremo, Ergica de Tuy, la cabeza vendada, la larga pica aún en la mano, se desgañita intentando que sus hombres no formen un tapón, que no obstruyan el paso de los propios refuerzos. Una salida demasiado estrecha; detrás, los restos desarbolados del erizo de troncos; después, el foso lleno ahora de cadáveres. Demasiados obstáculos para moverse con orden. Hace un instante el propio Ergica ha estado a punto de perecer asfixiado por el empuje de una masa sin rostro ni nombre. Por fortuna, el toque de repliegue de Nepociano ha aliviado la presión y ahora es posible distribuir a la hueste a derecha e izquierda de la salida del puente. Cuando ve aproximarse al rey, Ergica eleva la pica en señal de victoria y sin palabras le señala el movimiento enemigo. Ramiro entiende. Hay que evitar que los mercenarios de Nepociano se reagrupen.

Gatón está en pie, inmóvil, como ido, en una mano el escudo y el hacha, en la otra, la cabeza sobre el pecho, exhausto. Tiene ante sí el foso; a su espalda, el erizo de troncos. Alrededor, docenas de cadáveres. Es el centro mismo del infierno. Ramiro se acerca hasta su hijo. Va a decirle algo, pero se queda sin palabras cuando Gatón se gira y el rey ve, en la diestra de su hijo, la cabeza sanguinolenta de un enemigo. Ramiro comprende. Menea la cabeza en signo de asentimiento. Empuña el cetro de la cruz y con él señala hacia el cerro de Moratín.

—¡Al cerro! —grita el rey a los hombres que se han apiñado a su alrededor—. ¡Vamos a partir en dos a esos desgraciados! ¡Castellano! —se dirige a Olmundo de Erice—. ¡Toda tu hueste conmigo!

Ramiro azuza a su caballo. Tiene la maniobra en la cabeza, o más bien en el corazón, porque a estas alturas de la batalla todo es cuestión de pecho. El enemigo se está replegando sobre el Moratín. Pretende organizar sus líneas, formar una masa compacta y presentar batalla. Ahora las fuerzas están equilibradas, pero ellos, los de verde, siguen siendo expertos guerreros. En un combate en formación, llevarán las de ganar. Hay que frustrar la maniobra de Nepociano. Hay que llegar al cerro de Moratín antes que el enemigo. Hay que impedir que los hombres de verde unan sus líneas. A derecha e izquierda, los jinetes de Paio de Guitiriz y Arias de Pallares persiguen a sus respectivos rivales en una cabalgata de muerte. Al rey le corresponde hacer lo propio en el centro del campo: avanzar lo suficiente para partir a la tropa enemiga en dos fragmentos hostigados a su vez por las alas. Esa es la llave de la victoria.

En el centro del despliegue de Nepociano, el caballero Alvito busca a Ragnar Haraldson y Alí Husein. Ha encontrado al normando y le ha ordenado replegarse al cerro. Pero no halla ni rastro del moro de Zaragoza. Es como si se lo hubiera tragado esa masa de enemigos que ahora avanza hacia él dando vivas al rey. Alvito piensa un instante si acaso no se ha equivocado de bando; si de verdad fue buena idea apostar por el regente. Pero no puede pensar mucho más. De súbito siente un golpe seco en la nuca y luego nada. Una flecha arrojada a corta distancia le ha hecho añicos las cervicales a pesar de la cota de malla que envuelve su cabeza. El caballero Alvito cae a plomo sobre el suelo ensangrentado de Cornellana. Ve pasar sobre él hombres a la carrera. Ve pasar sobre él caballos al galope. Luego, más hombres. Luego ya solo ve la definitiva oscuridad.

La caballería de Ramiro se abre paso como una avalancha de furia entre la masa enemiga. Ragnar Haraldson mira alrededor. No ve a Husein; debe de haber caído. Luego dirige la vista hacia la altura de Moratín. Los labriegos del granjero gallego —que así llaman a Ramiro en la hueste mercenaria— están llegando ya a la cumbre. No hay opción; va a ser imposible reagrupar a la tropa. La batalla está perdida. Entonces el normando piensa en Nepociano. Nunca le ha gustado ese tipo, pero él es quien guarda el oro de su soldada mercenaria. Ragnar hace una discreta seña a seis hombres, normandos como él, y corre hacia la parte posterior del Moratín, allí donde Nepociano ha instalado su tienda de mando.

Sancho Jimeno ha perdido completamente el control. Ya no hay forma de hacer que sus hombres mantengan una línea organizada. Muchos de ellos han emprendido la fuga. No les culpa. Habían ido a combatir contra una banda de destripaterrones mandada por un granjero, e iban a cobrar un buen estipendio por ello; ahora constatan que la mitad de su ejército se ha marchado, que los destripaterrones saben pelear, que el granjero sabe dirigir una batalla, que la victoria está muy lejos y, por tanto, el oro también. El mercenario navarro, abatido, escupe y baja los brazos mientras observa la fuga de sus guerreros de túnica verde. En ese momento da media vuelta y descubre ante sí a un vistoso clérigo cómicamente ataviado con una cota de malla bajo la ropa talar.

—¡Date preso, canalla! —grita el joven obispo Ataúlfo de Iria-Compostela, espada en mano, solo en medio del torbellino de humanidad que corre hacia el cerro. El mercenario navarro lo observa con curiosidad. Sería suficiente una pedrada para descabalgar a aquel petimetre y cortarle el cuello. Pero no, hoy no es el día.

—A ti me entrego, noble obispo —responde Sancho Jimeno, sin poder reprimir una sonrisa cansada, muy cansada—. Y como caballero cristiano que soy —agrega, inclinando la cabeza—, bajo tu autoridad pongo mi vida desde este momento.

Ataúlfo le mira sorprendido. No esperaba semejante invitación. Sancho se aproxima a la montura del obispo, agarra la espada por la hoja y se la entrega a Ataúlfo. Después, calmosamente, se desprende de la túnica verde y del casco. Aferra las riendas del caballo de su captor y con toda naturalidad, como si fuera su paje, le guía hacia al cerro de Moratín. Ataúlfo hincha el pecho y da gracias al Señor de las Batallas por esta victoria digna de ser contada en las largas noches de invierno. Sancho Jimeno suspira aliviado. Mientras esté bajo la protección del obispo, mantendrá la cabeza sobre los hombros. ¿Y quién sabe? Quizás el obispo necesite guerreros de confianza para su propia hueste. Ha habido suerte, después de todo.

Paio de Guitiriz ha llegado a la altura de Lotario de Fráncfort, el mercenario franco del regente. Los hombres del caballero gallego, siguiendo a su jefe, han cruzado el río y acogotan a la tropa mercenaria al pie del cerro de Moratín. Lotario observa las órdenes que don Paio, austero y conciso, imparte a su enfervorizada hueste. Ese viejo conoce su oficio. El franco no ha entendido la maniobra de Nepociano: replegarse y abandonar los pontones cuando estaban a punto de pasar al otro lado. ¿Por qué? Un repliegue en esas condiciones significa exponer a toda la formación al ataque del enemigo por tres lados: el centro y los flancos, encajonándola entre el cerro Moratín y las mesnadas de Ramiro. Por muchas bocas de fuego que ese hombre haya visto en Bizancio, esto de hoy es un error de niño. «Salvo que… —piensa el mercenario, y una sombra muy negra cruza por su cerebro—. Salvo que precisamente ese haya sido el objetivo de la maniobra: encerrar a la tropa, fijar toda la atención del enemigo en las columnas desarboladas de las túnicas verdes, encelar a Ramiro con la victoria y aprovechar el momento para poner pies en polvorosa». Lotario mira arriba, hacia el cerro: ahí debería estar Nepociano dando órdenes, pero no es así. Sin duda, se ha fugado abandonando a sus hombres a la suerte del perdedor. El franco no va a pasar por ahí. De ninguna manera. Y Lotario de Fráncfort, con una última mirada a la figura severa y tranquila de don Paio, se desprende de túnica y casco y corre hasta perderse por los montes de donde baja el Narcea.

Nepociano se ha asomado brevemente al escenario del combate. Lo que ha visto le ha dejado sin aliento: la maniobra del repliegue ha sido un fracaso, la tropa mercenaria no ha tenido tiempo ni fuerza para replegarse en orden, los que han conseguido llegar al pie de Moratín se ven acosados por todos los flancos y, aún peor, la vanguardia de Ramiro está partiendo en dos el centro del campo y pugna por llegar al propio palenque del regente. Sin esfuerzo vislumbra docenas de pequeñas figuras que corren en todas direcciones, huyendo de la batalla. Son fugitivos de su ejército. No ve a Piniolo ni a ninguno de sus siete hijos. No ve a Alvito. No ve a Aldroito. Busca a Gautier de Carcasona, el jefe de las catapultas. Tampoco está. Incluso los siervos que hace unos minutos permanecían con él, ahora han desaparecido. Nepociano se ha quedado solo. Todo está perdido. Esperaba más de esos hombres, esos guerreros de túnica verde cuya fama les decía invencibles. Helos ahora, vencidos y en fuga. El regente lanza una última mirada melancólica a sus máquinas de guerra, inmóviles e inservibles, porque sus servidores se han marchado detrás del canalla de Gautier. ¡Si al menos hubieran aparecido los refuerzos de Córdoba…! Pero no, incluso el emir le ha abandonado. Solo le queda Jimena.

El magnate vencido, intentando sobreponerse a la amargura infinita que le invade, hurga en el interior de su tienda. A pocos pasos le aguardan los caballos. Recogerá ciertos documentos valiosos y huirá él también. No hay otra salida cuando todo alrededor es derrota y desolación. Quizá sea posible —piensa el regente— obtener una negociación. A pesar de la derrota, él sigue siendo el regente; consigo lleva las actas del consejo en el que los nombres más importantes del reino le ofrecieron su respaldo. El obispo Serrano no podrá ser insensible a estos avales. La justicia está de su parte. Aún se puede salvar algo del naufragio.

De súbito, Nepociano escucha ruido de pasos y voces cerca de la tienda de mando. Un escalofrío recorre de punta a punta su anciano cuerpo. Echa mano de su daga. Esperará a la muerte en pie y armado.

—¡Nepociano! —grita una voz mientras un cuerpo voluminoso entra en la tienda del regente.

—¡Ragnar Haraldson! —exclama el viejo magnate.

Ve a Ragnar. Ve a los hombres que le acompañan. Puede leer la codicia y el rencor en sus rostros. Sabe lo que buscan. Ellos son más jóvenes y más fuertes. Pero él es más viejo y astuto.

—¡Ragnar, hijo mío! —Se acerca el regente al normando con los brazos abiertos, como quien encuentra a un amigo perdido—. ¡Estás vivo! ¡Estáis vivos todos! ¡Mi corazón desborda de alegría! —Ragnar Haraldson abre los ojos desmesuradamente; mataría ahora mismo a ese hombre, pero el oro lo tiene precisamente él—. ¡El cielo os envía a mí para salvarme! ¡Para salvarnos todos! —sigue parloteando Nepociano, fingiendo una emoción que está lejos de sentir, y enseguida arroja el cebo que realmente le va a salvar la vida—. Hemos de apresurarnos. ¡Llegar a Oviedo y salvar el tesoro! ¡Salvar el tesoro! ¡Que al menos vosotros podáis tener vuestra justa recompensa!

Las palabras del regente desarman a los normandos. El tesoro, sí. Eso es lo que habían ido a buscar. Pero si matan ahora a Nepociano, se quedarán sin las ansiadas monedas de oro. El viejo sabe lo que hace. Ragnar intercambia una mirada significativa con sus compañeros.

—¡Sí, eso es! —rubrica el normando—. ¡Vamos a los caballos! ¡Nosotros te ayudaremos!

El grupo abandona apresuradamente la tienda de mando y marcha hacia la cercana campa donde aguardan las monturas. Allí ya no hay nada más que hacer. Dos de los normandos ayudan al viejo regente a subir a su cabalgadura. Hay que llegar a Oviedo. Ha empezado a caer la tarde. Si los caballos responden, estarán en la capital antes de que sea noche cerrada. Nepociano y su improvisada escolta vikinga se alejan al galope del campo de Cornellana.

Ahora, por primera vez, Ramiro se siente auténticamente rey. Ha subido al cerro de Moratín y desde allí contempla el campo de batalla. Ha ganado, no hay duda. El río ya es enteramente suyo. Sus hombres avanzan desde los flancos y consolidan su posición en el centro. La hueste mercenaria de Nepociano, por el contrario, no ha podido replegarse para plantar cara; no ha podido o no ha querido, porque por todas partes se ven sombras que, fugitivas, se alejan del campo dejando armas y bagajes. El mercenario —piensa Ramiro— se gana la vida peleando, no muriendo; si muere, se acabó el negocio, y por eso en la derrota huye en vez de resistir. Una lección que él ya conocía, pero que quizá Nepociano no ha sabido entender.

¡Nepociano! —piensa inmediatamente después—. Hay que atraparle. La corona ya está en la cabeza de Ramiro Bermúdez, pero no habrá paz hasta que el usurpador sea apresado y sobre él caiga todo el peso de la ley. Ramiro cabalga alrededor de la cumbre del cerro. Sabe que ahí está la tienda de mando de su enemigo. Y en efecto, a la vuelta de un recodo la encuentra, sobre un pequeño llano, en la ladera opuesta al campo de batalla. A su pie descansan, mudos, los fundíbulos y las balistas que tanto terror han inspirado a sus hombres al comienzo del combate. Ahora parecen artefactos inservibles, como fantasmas de una guerra muy lejana. Ramiro desmonta, esgrime la espada, se acerca cauteloso a la tienda del usurpador. Presta oído; no se escucha nada.

—¡Nepociano! ¡Vengo a por ti! —aúlla.

Solo silencio. Ramiro levanta la tela que cubre la entrada de la tienda. Lo hace rápido, como temiendo que alguna mano enemiga aceche detrás. Mira en todas direcciones. Allí ya no hay nadie. Ve una mesita y, sobre ella, algunos planos desordenados y una jarra. Ve también un camastro de campaña. Todo lo demás está vacío. El enemigo ha huido. Junto a la tienda llora un estandarte verde clavado en tierra: la enseña de su rival. Ramiro tira de él con fuerza hasta arrancarlo y, blandiéndolo como si fuera un desmesurado báculo, camina lentamente hacia la cumbre.

El rey está allí. En el punto más alto del paisaje. Grita a los cielos invocando el nombre de Dios. Los hombres, aún atareados en recoger heridos y atar prisioneros, cesan en sus trabajos, levantan sus armas y saludan al rey con un bramido atronador. Ramiro Bermúdez eleva el estandarte verde y lo arroja al suelo con furia. Un nuevo bramido responde al gesto. La batalla está ganada.

Entonces el rey repara en una titánica figura que asciende hasta la cima con paso cansado. Las ropas del hombre están enteramente cubiertas de sangre seca y negra. En el brazo que porta el escudo trae un hacha. En la otra mano, un objeto que el rey no tarda en identificar. Es una cabeza. La cabeza de Alí Husein. Y la figura que ahora sube por la ladera del cerro es la de Gatón, el bravo hijo del monarca, que ha llevado sobre sus hombros el peso del combate desde el día anterior, cuando comenzaron los trabajos de fortificación en torno al puente, y ahora va a entregar la victoria a su padre. Ramiro no puede evitar que dos gruesas lágrimas de pura emoción afloren a sus ojos del color de las castañas. Gatón llega a la altura del rey. Sin palabras, arroja a sus pies la cabeza del enemigo. Después, envuelve a su padre en un largo abrazo nervioso, convulso, incapaz de dominar un sollozo de agotamiento extremo cuyas lágrimas se tiñen de rojo al entrar en contacto con la sangre seca que mancha el rostro. Gatón suelta a Ramiro y se arrodilla ante él.

—La victoria es tuya, mi rey. —Y sin mirar a su padre, Gatón se levanta, marcha hacia la tienda de Nepociano, descubre una jarra de agua y vino, se la bebe de un trago, encuentra un camastro, se tumba y se echa a dormir.

El rey contempla a sus pies el espectáculo de la muerte y la victoria. Paio de Guitiriz, Arias de Pallares, el obispo Ataúlfo —con un extraño paje—, Ergica de Tuy, Olmundo de Erice, incluso Yago de Mondariz, aún herido, y Gonzalo de Lemos. Todos están allí, al pie del cerro, elevando estandartes blancos con la cruz roja y gritando vivas al rey. El obispo Serrano, solemne, se abre paso entre la muchedumbre de guerreros victoriosos, gana un altozano, eleva los brazos y un silencio estremecedor se adueña del paraje. Serrano canta el himno que Beato de Liébana escribió en honor a Santiago apóstol. Los hombres le siguen. Después, el obispo alza el cetro de la cruz y obsequia a los guerreros con una larga bendición entre bramidos de gloria.

Empieza a caer la tarde y los cerros y prados de Cornellana, regados por las aguas del Narcea y la sangre de los combatientes, cantan la victoria de Ramiro Bermúdez, rey de Asturias. La batalla ha terminado.