12
PADRES E HIJOS

Paterna apenas abrió la boca durante el resto del trayecto. Cabalgaba permanentemente ensimismada, sumergida en sus pensamientos, como buceando dentro de sí. Ni siquiera se inmutó cuando, a la altura del soto de Cangas, a orillas del Güeña, una cuadrilla de salteadores se acercó a la comitiva y los hombres tuvieron que echar mano de sus espadas para disuadir a aquellos desdichados que los habían tomado por simples caminantes. Los salteadores, a la vista del acero, huyeron como gorriones y Paterna se limitó a agradecer el gesto con una lánguida mirada que Hernán recibió como lluvia de estío. No era difícil entender que la castellana se estaba despidiendo de su anterior vida y preparaba su espíritu para lo que hubiera de venir.

—Ahora tú y yo nos separaremos para siempre —le había susurrado a Hernán la noche antes de entrar en el corazón del reino—. Vamos a una guerra. Tú te jugarás la vida y yo también. Tú volverás a tus tierras, a tu gente, pero yo…

—Tú serás reina —le decía el caballero para confortarla.

—… Yo seré una extraña en un mundo que desconozco, junto a un hombre del que nada sé, con una vida ajena a todo lo que he sido y soy.

—Lo harás bien —le aseguraba Hernán—. Te ganarás el corazón de Ramiro y de todas las gentes del reino.

—¡El corazón…! —suspiraba Paterna—. El mío lo he perdido ya.

Sin embargo, quería pensar Hernán, pocas cosas se reconstruyen tan fácilmente como el corazón de una mujer. El alma del caballero navegaba entre sentimientos encontrados. Por un lado, le aliviaba ver a Paterna dispuesta a asumir su destino. Por otro, no podía dejar de experimentar su entrega como una pérdida, como una mutilación personal: lo que iba a entregar a Ramiro ya no era simplemente una mujer a la que desposar, sino un pedazo de sí mismo. Y quizás aquel sentimiento de verse amputado, aquel dolor tan punzante y sin consuelo, era la justa penitencia para su pecado, una mortificación solo endulzada porque ella, Paterna, compartía su tristeza.

En Cangas unos campesinos les dijeron que numerosas mesnadas guerreras estaban atravesando el reino en dirección al oeste. En tierras de Piloña supieron además que la guerra estaba lejos, a orillas del Narcea. No tuvieron indicaciones más precisas hasta llegar al pequeño monasterio de San Bartolomé, en la comarca que llamaban Nava. Allí los caminantes buscaron cobijo. Y lo que encontraron fue algo distinto.

—¿Qué queréis? ¿Comida? ¿Oro? ¿Mujeres? ¡Por todos los diablos! ¡Fuera de aquí! ¡Somos frailes, no hacendados!

El que así hablaba era un sujeto grueso y colorado, de redondo vientre y explosivas barbas cárdenas, que se había plantado en jarras en la puerta de la modesta iglesia y agitaba los brazos y levantaba los puños con un desparpajo casi grosero. Si no fuera por el hábito, más habría parecido un asentador de ganado en el mercado de Esles de Trasmiera. Hernán se acercó a él, intrigado.

—Salud, hermano.

—¡Ni salud ni peste! —respondió el estrafalario monje—. ¡Ya no nos queda nada que ofrecer! ¡Si queréis comida, tendréis que ir a otra parte!

—No buscamos comida —aclaró Hernán—. Solo un techo y un fuego para pasar la noche.

En ese momento Telmo, siempre silencioso, descendió de su caballo, abrió una de las alforjas y extrajo de ella un conejo y una sarta de pichones que ofreció al fraile.

—Es poco, pero es lo que tenemos —dijo el castellano, lacónico, abriendo en su rostro de tierra un surco que no llegaba a sonrisa. El fraile relajó el ceño.

—Somos comerciantes de las Bardulias de camino a Oviedo —mintió Hernán—. Ella es mi hermana —dijo señalando a Paterna—; estos de aquí, mis socios. Solo buscamos un techo para pasar la noche —repitió— y mañana nos iremos.

El monje esbozó una mueca procaz entre las grandes barbas. La mueca fue creciendo hasta convertirse en una insolente carcajada.

—¡La única verdad que has dicho es que venís de las Bardulias! ¡El acento os traiciona! Pero no sois comerciantes. Reconozco a un guerrero a leguas de distancia. Y ella tampoco es tu hermana. ¡Nadie mira así a su hermana, caballero! —concluyó el grueso fraile entre risotadas.

El de Mena enrojeció. Paterna no pudo contener una risa sofocada. Aquella furia vestida de monje no dejaba de tener su gracia. La dama resolvió entonces tomar la iniciativa. Majestuosamente bajó del caballo, avanzó unos pasos y, para estupor de Hernán, se dirigió al clérigo:

—Me llamo Paterna Núñez. Soy la prometida del rey don Ramiro. Este caballero es Hernán de Mena, mi protector. Los otros, mis paladines Telmo, Tello y Mendo, todos de Castilla. —Los tres castellanos se miraron con asombro: nunca nadie les había llamado «paladines»—. Estamos atravesando el reino en busca de mi prometido, para unirnos a las filas del rey. Nadie debe saberlo. Por eso te hemos mentido. ¿Estás satisfecho, hermano?

La mueca del fraile había ido encogiéndose a medida que Paterna desgranaba sus explicaciones. Ahora el rostro del religioso era una bola peluda con dos ojos muy abiertos y una boca redonda como la luna llena. Hernán y los tres castellanos, por su parte, habían descubierto sus capas para mostrar las armas en ademán amenazante; nadie debía conocer su auténtica identidad, en efecto, y las temerarias palabras de Paterna multiplicaban el riesgo.

—No… No tenéis nada que… que temer aquí —tartamudeó el fraile—. Yo me llamo Ginés. Soy prior de esta casa. Corréis mucho peligro. Aquí estaréis seguros —añadió nerviosamente—. Ocultemos los caballos y pasad al interior.

El monasterio de San Bartolomé en Nava parecía en realidad una especie de choza alargada: si ya la iglesia era más bien una ermita, el cenobio propiamente dicho no pasaba de palloza campesina, como cualquiera de esas cabañas de lance que los caminantes habían encontrado en las altas brañas de la sierra del Cordel. Lo asombroso era que en el interior de aquel espacio se hacinaban no solo los monjes del lugar —seis, según las cuentas de Hernán—, sino también varias familias de los alrededores. Había mujeres con niños, ancianos, algún tullido…

—Vinieron aquí huyendo de la soldadesca —explicó fray Ginés—, de las huestes que desde hace días cruzan estas tierras en todas direcciones. Lo esquilman todo. Y hacen cosas aún peores.

Hernán asintió en silencio. La guerra siempre lleva consigo estragos de ese género. Los jinetes del Apocalipsis. Los conocía como si fueran de su propia familia.

—¿Y los hombres? —se extrañó el de Mena al no ver varones jóvenes.

—Vino un hombre y los reclutó por la fuerza para el ejército de ese tal Nepociano, el regente usurpador.

Paterna dirigió al fraile una mirada de simpatía: aquellas palabras, con el calificativo de usurpador, delataban a un partidario de la causa de Ramiro. Pese a la desconfianza de Hernán, la dama tiró del hilo.

—Te arriesgas mucho, fray Ginés, al esconder aquí a esta gente. Y te arriesgas mucho más al escondernos a nosotros.

El grueso fraile, perdida ya la hostilidad del primer contacto, colocó las dos manos sobre el crecido vientre y suspiró.

—Será lo que Dios quiera. En sus manos nos abandonamos. Además, no es la primera vez que vivo algo parecido a esto —dijo, mesándose las explosivas barbas—. Pasó también en Eio, la tierra de la que yo vengo.

Así conocieron Hernán y Paterna la cruel historia de fray Ginés en la ciudad muerta de Eio, en la kora de Tudmir.

—Trataremos de dar aquí la batalla —Ramiro colocó firmemente su dedo sobre un punto del pergamino—: cerca de Cornellana, a orillas del Narcea; un lugar lo suficientemente llano para que las tropas se muevan con soltura, pero con cerros y pasos de agua que impedirán al enemigo desplegarse en toda su línea.

La hueste del rey había acampado en el paraje de Trevías, a un día de marcha de Cornellana; un apacible llano verde cruzado por las aguas del Esva donde los pastos habían ganado espacio al bosque y los labriegos seguían su rutina como si la guerra que incendiaba el reino no fuera con ellos. Cuando los oficiales de Ramiro dijeron a las gentes del lugar que el rey estaba allí, los campesinos preguntaron si era don Alfonso; cuando les informaron de que Alfonso había muerto, les pareció imposible; cuando les explicaron que había guerra, echaron mano de sus guadañas y azadas para protegerse de aquellos forasteros. El propio Ramiro tuvo que dejarse ver entre la veintena escasa de familias que poblaba aquella campa para obtener de buen grado las vituallas que el ejército necesitaba. Y eran muchas vituallas.

—¿Por qué no tomamos lo que necesitamos y punto? —había sugerido el turbulento Yago de Mondariz, provocador.

—Porque sería malo para nuestra bandera —respondió Ramiro—. Del viejo rey Alfonso aprendí una cosa: que el pueblo ha de verte como a su protector, no como a su amo. De estos últimos ya hay muchos en el otro lado.

—Sabias palabras —rubricó el obispo Serrano, que desde la Mariña se había convertido en la sombra del rey—. Nada causa más gozo en el cielo que ver cómo un poderoso se postra ante los débiles para lavarles los pies.

—No será preciso llegar tan lejos —ironizó el rey—. Bastará con que vean que nuestra causa es la suya.

Y así Ramiro Bermúdez repartió generosas dádivas entre los paisanos de Trevías a cambio de unas cuantas vacas viejas, un rebaño de corderos y varios sacos de harina de centeno. Los lugareños, impresionados por la prodigalidad del monarca y por el brillo del oro, mataron además algunos cerdos para completar las necesidades de la tropa, cedieron una amplia campa para que la hueste levantara sus tiendas y, aún más, ofrecieron al rey la mejor casa de la aldea para que instalara allí su cuartel provisional. El señor del Édramo tendría que compensar de alguna manera a las buenas gentes de Trevías. Pero antes era necesario ganar la guerra.

Ramiro Bermúdez había convocado a sus capitanes en la modesta casa aldeana prestada por los lugareños. Si aquello fue alguna vez un hogar, ahora parecía cualquier cosa menos eso: toda la planta baja era una ancha sala vacía donde no destacaba más que el duro camastro del monarca y una gran mesa que parecía tallada a hachazos. Sobre la mesa, un crucifijo. Bajo él, un extenso pergamino de becerro. Y en la piel del animal, curtida por diestras manos anónimas, un plano que el propio Ramiro había dibujado con todo lujo de detalles. El rey conocía su reino. Por eso quería atacar en Cornellana.

—¿Por qué Cornellana? ¿Por qué no más cerca de Oviedo? —preguntó uno de los hijos de Fáfila de Lugo, que ardía en deseos de venganza—. ¡Cuanto más cerca de la boca del lobo, mejor!

—En absoluto —negó Ramiro—. No me fío de los señores de esas tierras. Casi todos han cedido ante Nepociano: o están en su bando o le tienen miedo, que para el caso lo mismo da. No podemos alejarnos demasiado de nuestra propia casa.

—¿Y más al norte, en Pravia? —objetó el veterano Paio de Guitiriz acariciando sus barbas blancas—. Hay más llano y es más fácil combatir.

—Hay más llano, sí —reconoció el rey—, pero Pravia es tierra controlada por el conde Escipio, y este forma con Nepociano. No, no podemos ir más al norte. Cornellana es nuestra mejor opción.

—Conozco ese sitio —apuntó Ergica de Tuy, el famoso guerrero—. Es buen lugar, pero solo si llegamos antes para controlar el río y las alturas. Si no, estamos perdidos.

El rey acogió con satisfacción la aportación experta de Ergica. Era importante que el resto de los caballeros confiara en las dotes del rey como estratega.

—Precisamente, Ergica. Lo has visto muy bien. Hemos de tratar de llegar antes que el enemigo; así podremos dominar las alturas y, sobre todo, controlar el único puente que cruza el río en ese tramo. Ellos marchan hacia el oeste, pero no saben adónde nos dirigimos. Eso nos da ventaja para pisar los primeros el campo de batalla. Mientras seamos capaces de llevar la iniciativa y empujar al enemigo a nuestro terreno, al abrigo de las lomas cercanas, la batalla será nuestra. Mi hijo Gatón ya ha salido con un centenar de hombres para fortificar el puente y reconocer el terreno.

—¿Para pasar al otro lado? —se sorprendió el de Tuy.

—No —aclaró el rey—. Para obligar al enemigo a situarse ahí, en ese punto preciso. Pasaremos después.

—¿Y si no podemos pasar? —preguntó el obispo Ataúlfo de Iria, cuyo pálido semblante delataba al hombre que combate por primera vez.

—En el peor de los casos —contestó calmoso Ramiro— retrocederemos hasta aquí, hasta Salas, al oeste, donde los montes obstaculizarán el paso del enemigo y nosotros podremos reorganizarnos y contraatacar.

Los caballeros intercambiaron miradas significativas. El plan parecía bueno. Ramiro Bermúdez había pensado en todo.

—¡Solicito para mí el honor de la primera línea! —exclamó Arias de Pallares, el majestuoso aristócrata, y su cabeza parecía una de esas estatuas que de vez en cuando encontraban los campesinos removiendo antiguas piedras romanas.

Ramiro acogió la petición con gratitud, pero meneó la cabellera.

—Gracias, don Arias, pero no es así como lo haremos. Mañana, cuando estemos en Cornellana, sobre el terreno, conoceréis todos vuestro cometido en el combate. Y es imprescindible que os atengáis estrictamente a él. Algo muy importante debo deciros —añadió el rey, adoptando el aire más grave que pudo—: las circunstancias de la batalla exigen que haya un solo mando; no podemos permitirnos dilapidar esfuerzos en escaramuzas de facción. Sobre esta misma mesa, ante este crucifijo y en presencia de nuestro amigo el obispo Serrano, auxiliar de Oviedo, os pido que me deis el mando y la autoridad sobre todas nuestras huestes.

Los caballeros se miraron entre la suspicacia y la sorpresa. Ramiro reclamaba el mando. Y es que aquel hombre ya no era Ramiro Bermúdez, señor del Édramo y conde del rey en Galicia, sino que era el propio rey quien les estaba hablando. Tendrían que acostumbrarse a ello.

—Sé que cuento con vuestra obediencia —zanjó Ramiro como respuesta al silencio de sus capitanes—. Cada cual debe cumplir su misión de manera escrupulosa y pensando en el resto de nuestro ejército. Sé también que alguno pensará que esto no es un ejército, que esta muchedumbre de pescadores, labradores, ganaderos, artesanos y herreros no puede enfrentarse a guerreros experimentados. Pero yo os digo que con un buen mando, las ideas claras y la ayuda de Dios, lo conseguiremos.

Don Paio de Guitiriz, desde las alturas de su edad, fue el primero en contestar al rey.

—Don Ramiro, mi señor, he servido a vuestro predecesor, el rey Alfonso, hasta donde me llega la memoria, y mi padre sirvió a la corona de Oviedo como mi abuelo y mi bisabuelo, cuando el trono aún estaba en Pravia. Mi espada —proclamó el veterano caballero desenvainando el arma— está al servicio del rey de Asturias, que eres tú por la gracia de Dios. Obedeceré tus órdenes como voluntad que son de mi rey. Y estoy seguro de que todos los caballeros aquí presentes harán lo mismo que yo.

—¡Cuenta con mi brazo, rey Ramiro! —bramó Ergica de Tuy, rindiendo la espada a los pies del monarca.

Uno a uno, todos imitaron a Paio y Ergica. Ramiro, ceremonioso, fue palmeando las hojas de frío acero, una tras otra, como queriendo en ese gesto hacerlas suyas. El obispo Serrano, a tono con la ocasión, tomó en sus manos el crucifijo que descansaba sobre la mesa y lo irguió por encima de sus cabezas mientras musitaba bendiciones. El rey, una vez que hubo aceptado con sus manos las espadas de los paladines, esgrimió su propia arma y la besó en la cruz. Luego la izó ante sí, el brazo extendido, e invitó a los capitanes a hacer lo mismo. Las espadas se besaron con amor de acero.

—¡Por Cristo y la corona! —gritó Ramiro Bermúdez.

—¡Por Cristo y el rey! —corearon los demás.

—Y ahora, señores, preparémoslo todo —ordenó el monarca—. Armas bruñidas. Espadas afiladas. Arcos bien tensados. Flechas bien ordenadas. Monturas descansadas. Que los hombres coman bien y duerman todo lo que puedan. Cada hueste, dividida en grupos de cincuenta. Elegid bien a vuestros oficiales. Mañana saldremos antes del alba y tomaremos posiciones. Necesito a mi ejército bien fresco. Mañana nos jugamos la vida, caballeros. El enemigo se cree más fuerte. Le demostraremos lo equivocado que está.

El eunuco Nasr Abu el-Fath entró con pies temerosos en el jardín privado del emir Abderramán. A los pies del soberano, la favorita Tarub, la bella entre las bellas, rasgueaba una lánguida nuba con su laúd. Nasr se postró cual solía, de rodillas, la frente en el suelo, la calva cabeza apuntando al emir.

—Bienvenido, mi buen Nasr —musitó Abderramán, tratando de disimular su enojo en una afabilidad paternal—. Muy graves deben de ser las nuevas que traes cuando tanto has insistido en verme a estas horas.

Era tarde, sí. Los almuecines habían cantado ya la hora de la oración del Maghrib, que el profeta prescribió para cuando el sol se pone. Abderramán se había retirado a la intimidad del jardín con su concubina. La dureza del día, envuelto en discusiones con embajadores de los Banu Qasi del Ebro, no le aconsejaba sino un buen descanso entre la belleza de la música y la hermosura de Tarub. Aún eran frescas, casi frías las noches en aquel abril cordobés. Un té humeante reposaba sobre una lujosa bandeja de plata repujada. Nadie ofreció nada al eunuco. Este, sin levantarse, desveló el secreto de su visita.

—Se trata de la expedición de tu hijo, mi señor —aclaró Nasr—. He estado recibiendo mensajes de la columna, mensajes que el general Walid me enviaba a través de palomas, como siempre hacen todas las expediciones que salen de Córdoba —agregó el eunuco para disipar cualquier sospecha de práctica irregular.

—Es una sabia costumbre —observó Abderramán—. Con razón dicen que nada se te escapa. ¿Y bien?

—La cuestión —el eunuco seguía en el suelo— es que el último de esos mensajes me resultó muy sorprendente. Decía así: «Tomamos la calzada de la Mesa rumbo a Oviedo». Pero eso no tiene nada que ver con el objetivo inicialmente asignado a la campaña.

Abderramán miró al eunuco con una sonrisa atravesada. Con un movimiento de sus manos le instó a levantarse. Tarde o temprano —pensaba— alguien se enteraría de la auténtica misión de Mohamed. Era lógico que Nasr Abu el-Fath hubiera sido el primero. Y si aquel mensaje decía que habían puesto rumbo a Oviedo, era porque la tarea ya estaba prácticamente concluida: así se lo había indicado a su hijo, y no cabía suponer que hubiera contradicho sus órdenes.

—Yo he mandado a mi hijo Mohamed dirigirse a Oviedo, sí —explicó el emir—. Los acontecimientos en el reino cristiano del norte exigen una intervención directa. ¿Te parece mal, mi buen eunuco?

—Mi señor —se excusó Nasr envuelto en sudor—, jamás he puesto en cuestión ninguna de tus decisiones, que siempre son sabias y han traído al emirato muchos años de gloria. Es solo que…

—¿Qué? —apremió el emir a su lacayo.

—Que los cálculos de intendencia, avituallamiento y armas no preveían una campaña de ese género —se lamentó el eunuco—. Y aunque el príncipe Mohamed hizo peticiones más elevadas, que yo satisfice en cuanto pude, temo que el aprovisionamiento no haya sido suficiente. Por otro lado, mi señor, ¿debo ordenar nuevos puntos de avituallamiento en el camino de vuelta?

El emir se levantó con gesto cansado. Dio dos o tres pasos en torno a Tarub, que seguía tocando su instrumento, pues nadie le había ordenado lo contrario. Con dedos suaves, Abderramán tapó las cuerdas del laúd de su favorita. Silencio. Carraspeó.

—Vosotros dos estabais conmigo cuando decidí no lanzar una ofensiva militar sobre el norte. Quizá penséis ahora que en algún momento cambié de opinión. —Sonreía el emir—. Quizá penséis que la presión de mi hijo Mohamed, que enérgicamente me pedía el mando de una campaña, doblegó mi voluntad de padre. Bien: sí y no. Sí, porque las razones de Mohamed me parecieron dignas de ser tenidas en consideración. Y no, porque la decisión de intervenir en Oviedo ya estaba tomada de antemano. Pero no se trataba ni se tratará de una intervención militar, sino de una acción política de apoyo a nuestro amigo Nepociano.

Tarub y Nasr seguían con gesto sumiso las explicaciones de Abderramán. El soberano de Córdoba parecía hablar más bien para sí mismo.

—Los cristianos se hallan en guerra civil. Nepociano es nuestro aliado. Pero hay que prevenir que se convierta en un enemigo. Por eso era necesario enviar un cuerpo expedicionario a Oviedo. Algo pequeño, no un gran ejército. Y no para entrar en batalla, sino para hacer acto de presencia. Lo suficiente para recordarle a nuestro amigo quién manda aquí. Una fuerza militar que le ayude a conseguir el trono y, de paso, imponga nuestras condiciones.

—Clarividente estrategia, mi señor —musitó el eunuco.

—Mi hijo Mohamed —continuó el emir sin acusar recibo del elogio— quería una campaña. Mohamed es un muchacho impulsivo; verde para las cosas de la guerra y poco ducho en la doctrina del profeta, pero bien ilustrado en materia política. Él quería una campaña para asentar su fama en Córdoba. Bien. Tendría su campaña. Para llenar sus lagunas en materia militar, hice que le escoltara Walid, mi mejor general, con sus eslavos. Y para darle la formación religiosa que le falta, escogí a Yahya ben Yahya, el alfaquí. Yo mismo recomendé a mi hijo, una vez tuviera noticias de Oviedo, tomar el camino de la Mesa, pues discurre entre alturas y no cabe temer inoportunas emboscadas. Eso es todo.

Nasr Abu el-Fath sintió que la punta de la lengua le ardía. Estaba a punto de decir algo, pero la perorata de Abderramán no había terminado.

—A estas horas —vaticinaba el emir—, mi hijo debe hallarse ya a las puertas de Oviedo o en compañía de las tropas de Nepociano, dispuesto a barrer de un plumazo la obra del funesto Alfonso. Si el negocio sale mal, a Mohamed y su pequeño ejército no les costará ganar de nuevo territorio seguro. Los enviados de Nepociano me aseguraron que la frontera está desguarnecida, con todos los hombres absortos en su propia guerra. Y si el negocio sale bien, mi hijo llegará al trono de Córdoba con el mayor timbre de gloria posible: haber obligado a los politeístas del norte a agachar la cabeza y a besar sus pies.

El emir cerró su exposición con una palmada satisfecha, incapaz de sospechar que su hijo hubiera hecho algo diferente a lo que se le había encomendado. No reparó Abderramán en la mirada turbia de Tarub, que masticaba odio hacia el príncipe Mohamed. Pero fue entonces cuando el eunuco dijo lo que se estaba guardando:

—Hay algo más que debo referiros, mi señor.

—Habla —ordenó el emir.

—Se trata del alfaquí Yahya ben Yahya. Un mensaje anterior me informaba de que el alfaquí ha muerto.

Tarub dejó caer su laúd con estrépito. Nerviosa, se apresuró a pedir perdón. Abderramán enarcó una ceja.

—¿Muerto? —preguntó—. ¿La dureza del camino, tal vez?

—Ignoro las circunstancias, pero el hecho es que Yahya ben Yahya falleció en una llanura sin nombre, a orillas de un río llamado Zapardiel.

Nasr recordaba muy bien el mensaje que le envió Walid: «Yahya ben Yahya ha muerto. Le mordió una serpiente. Ha sido enterrado conforme al ritual. Seguimos camino». Pero de la serpiente no diría nada. El eunuco no daría más detalles. No podía darlos. Ni siquiera se lo confiaría a su muy estimada Tarub.

—¿Por qué no me lo has contado antes? —inquirió el emir con gesto ceñudo.

—Porque no lo supe hasta hoy —mintió el eunuco—, cuando me han traído los mensajes de estos últimos días.

Abderramán se mesó pensativo la larga barba negra teñida de alheña. Aquello del alfaquí era un feo asunto. Bien es cierto que un viaje tan largo no podía hacerle ningún bien a un cuerpo tan anciano como el de Yahya ben Yahya.

—Dime una cosa, mi buen Nasr…

—A vuestra disposición, mi señor —susurró el eunuco.

—¿De cuándo es el último mensaje, el del camino de la Mesa? —preguntó Abderramán, y en su mirada oscura había una nube de funestos presagios.

—De anteayer, mi señor —respondió Nasr, solícito.

—Bien. Avísame en cuanto llegue el próximo mensaje —ordenó el emir—. Y si en dos días a partir de hoy no ha llegado mensaje alguno, infórmame también. No conviene perder el control sobre este asunto.

El eunuco Nasr Abu el-Fath volvió a postrarse, se levantó con esfuerzo y abandonó la estancia caminando hacia atrás, de manera que su orondo corpachón pudiera multiplicar las reverencias hacia su amo. Abderramán volvió a su asiento, pero su ánimo estaba tenso como las cuerdas del laúd de la bella Tarub.

—Sigue tocando, dulzura mía —rogó el soberano—. Necesito consuelo.

Y la bella Tarub volvió a su lánguida nuba mientras Abderramán acariciaba suavemente sus largos cabellos de azabache. Si la mano del emir hubiera sido la vara de un zahorí, habría podido detectar la tempestad que en aquel momento se agitaba en el interior de aquella mujer.

Jimena no acompañó a Nepociano hasta la línea de combate. Se quedó en Oviedo, en palacio, entregada a la consulta de los astros. Hasta el último momento había guiado a su esposo en la preparación de la batalla final. Había examinado con él los mapas del oeste, siguiendo palmo a palmo los caminos que van y vienen de Oviedo a Galicia. En algún lugar tenía que estar el ejército del pretendiente Bermúdez. Después, juntos, recibieron la noticia de que su adversario había pasado a la Mariña de Lugo y, de ahí, a la tierra de Luarca. Se movía deprisa, el condenado. ¿Adónde podía dirigirse? El regente estaba casi seguro de que marchaba sobre Pravia, un terreno llano donde podría mover sus tropas con comodidad. Claro que él, el regente, gozaría de la misma ventaja.

Los agentes de Nepociano le habían ilustrado con bastante precisión sobre los efectivos de Ramiro: unos cinco mil hombres, como habían dicho los informadores del conde Escipio. Muchos gallegos; asturianos del oeste; mesnadas castellanas y de la frontera. Eso era todo. Por el contrario, la tropa mercenaria del regente, más las huestes aportadas por los terratenientes del reino y que habían quedado bajo el mando de Escipio y Sonna, duplicaban ese número. No podían sino vencer. Jimena, sin embargo, percibía peligros invisibles.

—Seguimos sin un obispo que bendiga nuestra espada —había amonestado a su esposo.

—Es verdad —concedió Nepociano—. Serrano se ha pasado al enemigo. Y ya has visto el papelito ese que circula por las sacristías: los curas están haciendo campaña contra nosotros.

—¿Irás a la batalla sin hombres de Iglesia?

—Tenemos al abate Vidal —se excusó el regente, tratando de tranquilizar a su esposa—. Le he nombrado obispo auxiliar de Oviedo en ausencia de Gomelo. Nadie se ha opuesto.

—¿Bastará?

—No lo sé —confesó Nepociano—. Pero al menos nuestros hombres verán a un prelado compartiendo con ellos el dolor del combate.

Jimena permanecía concentrada, como abstraída, leyendo mensajes ocultos en la melodía del viento y en el vuelo de los pájaros y en las formas de las nubes que pintan de blanco el cielo. Miraba su zafiro, su joya regia, buscando en los destellos y colores de aquella gema alguna advertencia sobre cómo afrontar la hora decisiva.

—Me preocupa el conde Sonna —le había prevenido la mujer pocos días atrás—. Le veo como ausente. Poco sólido. Me inspira malos presagios. No te fíes.

—No me fío —confirmaba Nepociano—. Pero le necesito. Me hace falta un tipo como él porque fue conde de palacio con Alfonso. Igual que Escipio. Sin ellos, la mitad de mi legitimidad desaparecería. Por el contrario, con Escipio y Sonna formando en mis líneas, todo el pueblo y, sobre todo, los señores de la tierra verán en mí al heredero natural de Alfonso el Casto.

—Ya sé todo eso —protestaba Jimena—. Aun así, no te fíes.

—Es verdad que está comportándose de manera extravagante —reconocía Nepociano—. Pero creo saber la causa de su desazón. ¿Sabes lo que me ha pedido? Le dije: «Conde Sonna, estás en condiciones de solicitar a esta regencia cuantos favores desees». Y él, después de pensarlo mucho, me contestó: «Siendo así, solicito que se otorgue la propiedad de los molinos del sitio de Parres a la señora Gadea de…». ¿Te das cuenta? ¡Una mujer! —había exclamado Nepociano riendo—. ¡Todo es por una mujer!

—Aun así —porfiaba la dama del cabello rojo y los ojos del color del mar en invierno—. Aun así, no te fíes.

Ciertamente, Sonna había vuelto extraño de aquel viaje; cambiado. Era como si el fracaso en la empresa de encontrar a Ramiro le hubiera hecho un hombre más taciturno y reservado. Cuando se presentó ante Nepociano, lo hizo aún ataviado con la ropa de viaje, lleno de sudor y polvo.

—Veo, buen señor, que te han nombrado regente en mi ausencia —dijo el conde al magnate apenas penetró en el palacio real de Oviedo, y en su tono había un deje suspicaz que parecía hecho de espinas.

—¡Mi querido Sonna! —exclamó teatralmente Nepociano—. ¡El hombre que faltaba para tener completas las piezas del tablero! ¿Cómo ha ido tu misión de búsqueda? ¿Has encontrado al granjero gallego y a su becerrilla castellana?

—Ni rastro del uno ni de la otra —mintió Sonna, y era la primera vez que lo hacía en aquel salón—. Cuando llegué a los caminos que vienen de las Bardulias, ambos habían tomado ya la ruta del oeste. Supongo que a estas horas los dos se hallarán juntos en Galicia.

—Supongo, sí, supongo —confirmó Nepociano enigmáticamente—. Pero lo mismo da, porque los dados bailan ya sobre la mesa.

Sonna se marchó y ahora estaba allí, en los alrededores de Pravia, al frente de una de las alas del ejército de Nepociano. La otra la mandaba el conde Escipio. Con los dos condes de palacio en sus líneas, nadie podría dudar de que ese, y no otro, era el auténtico ejército del rey de Asturias. Claro que Escipio y Sonna no serían más que comparsas en el gran combate. Sus alas se limitarían a ocupar espacio y obstaculizar los movimientos del enemigo. Y además, estarían permanentemente vigiladas por hombres de confianza: Piniolo, Alvito, Aldroito… Para la pelea de verdad, para la lucha a muerte, Nepociano contaba con sus propios recursos: su hueste mercenaria y las máquinas de guerra que, generosamente, el emir de Córdoba le había facilitado.

Fundíbulos, onagros, balistas, catapultas… Las máquinas bramaban como toros al mover sus pesadas ruedas sobre el suelo de Asturias. Bastaba su presencia para infundir en el rival un terror pánico. Nepociano cabalgaba ahora entre ellas, como el rey de un universo mecánico, y a su alrededor, feroces en sus corazas, marchaban los capitanes de la hueste. Los auténticos capitanes.

Lotario de Fráncfort, Alí Husein, Gautier de Carcasona, Ragnar Haraldson, Sancho Jimeno… Nepociano podría escribir la historia de cada uno de ellos, y ninguno quedaría como un héroe. Todos tenían alguna deuda pendiente con la justicia o con la vida. Lotario era un energúmeno rubicundo que desertó de las huestes carolingias para dirigir una banda de salteadores en las ricas tierras de la Provenza. Alí Husein, un moro renegado de Zaragoza que se pasó a los Banu Qasi, primero, y a los francos después, para terminar convertido en guerrero de fortuna. Gautier, pequeño y moreno, era un profesional de la guerra que había hecho carrera en Barcelona, a las órdenes de Bernardo de Septimania, hasta que se le acusó del asesinato de Berenguer de Tolosa. Bernardo, que fue quien le ordenó cometer aquel crimen, prescindió de él como quien se quita un grano. Ragnar Haraldson, normando, había llegado a Aquitania huyendo de sus hermanos de sangre y desde entonces se había alistado bajo cualquier bandera que le pagara bien. En cuanto a Sancho Jimeno, navarro del Roncal, una torre con cara de oveja y corazón de lobo, se había curtido en las frecuentes querellas de los Banu Qasi, aliados de Pamplona, contra los omeyas de Córdoba, hasta que un mal paso con cierta dama musulmana de Tudela le obligó a huir al otro lado del Pirineo. Estos eran los capitanes de Nepociano. Nadie tenía que explicar al viejo regente sus puntos débiles. Pero el magnate creía saber cómo tratarlos.

—Hasta ahora os he visto en escaramuzas de pequeña entidad, tomando aldeas indefensas o haciendo rapiñas en los campos —les decía Nepociano con una sonrisa enojosa—. Ha llegado la hora de demostrar de verdad lo que sois.

Los capitanes reían a mandíbula batiente. Sí, ahora demostrarían lo que realmente eran. El viejo regente adivinaba sus pensamientos: ese ejército de labriegos no era rival para ellos. Pero Nepociano sabía que no hay nada peor que el exceso de confianza.

—No subestiméis a nuestro enemigo —les advertía el magnate—. Ramiro no es más que un ganadero y sus soldados son labradores, pastores y pescadores, es verdad. Pero yo he visto a los padres y a los abuelos de esa gente derrotar a ejércitos de Córdoba y hasta a las huestes del mismísimo Carlomagno. Conocen la tierra que pisan y tratarán por todos los medios de llevar el combate donde a ellos les interese. No podemos caer en esa trampa. Ateneos a las instrucciones.

Las instrucciones, ¿de quién? ¿De un viejo magnate dedicado a la venta de cualquier cosa que cayera en sus manos, esclavos incluidos? ¿Ese era el hombre que iba a decirles, a ellos, cómo debían combatir? Pero Nepociano, como siempre, se anticipaba a los sentimientos más secretos de sus mercenarios.

—Sé lo que pensáis. Que yo no soy un hombre de guerra. Y no lo soy, cierto, pero he visto cosas que os dejarían con la boca abierta: cañones que escupen llamas en Constantinopla, balistas que lanzan tormentas de fuego en Damasco, torres de asedio altas como palacios en Persia… He visto batallas y he entendido cómo se ganan y, sobre todo, cómo se pierden. La inteligencia es lo primero; después, la fuerza. Nunca al revés. Nosotros tenemos las dos cosas. Nuestro plan de batalla es sólido. En campo abierto, somos invencibles. Les aniquilaremos. Si la tropa se mueve con disciplina, la victoria será segura.

Y el premio. Era importante no olvidar el premio. Si aquella gente lograba conquistar un reino, su recompensa sería la más generosa a la que jamás habría podido aspirar.

—Habrá oro, vino y mujeres para todos —prometía Nepociano—. Y a vosotros, mis capitanes, os otorgaré tierras de calidad en este reino. Muchas tierras con sus rentas. Viviréis como potentados el resto de vuestras vidas. Pero para eso hay que ganar mañana a las gentes de Ramiro. Sé que cuento con vuestro brazo.

«Por la cuenta que os trae», podría haber añadido Nepociano. Realmente aquellos hombres nunca habían tenido una oportunidad como esta. Lo cual explicaba su buen humor, cerca ya del ocaso, en cabeza del vasto ejército del regente. Nepociano había querido llegar a Pravia flanqueado por ellos, por sus capitanes, envuelto en estandartes verdes, de manera que tanto el pueblo como los soldados percibieran claramente dónde estaba la autoridad. Tras este grupo de cabeza, el abate Vidal, grueso y lujosamente ataviado, cabalgaba precedido por un fraile que portaba una alta cruz. Y detrás de Vidal, a unos pocos pasos, marchaban los dos condes de palacio, Escipio y Sonna.

Escipio y Sonna hablaban; hablaban sin parar. Desde el retorno de Sonna, ambos condes habían entrado en una especie de parlamento constante cuyo contenido empezaba a intrigar sobremanera a Nepociano, pues nada había pasado desapercibido a la siempre atenta mirada del regente. Ahora, en todo caso, estaban allí, poniendo su nombre al servicio de la causa; eso era cuanto esperaba de ellos.

Ya sonaba la hora decisiva. Por los jinetes de Escipio supo Nepociano que la hueste de Ramiro se dirigía hacia el puente de Cornellana. Habían partido esa misma mañana. Si no habían llegado ya, estarían a punto de hacerlo. Las tropas del regente se encontraban a tres horas de camino. Caía la tarde. Pronto se pondría el sol. Pero era importante llegar cuanto antes al lugar de la cita.

El ejército del regente maniobró hacia el sur y se puso en marcha. Las máquinas de guerra, arrastradas por largas recuas de bueyes, rompieron a rugir sobre sus pesadas ruedas por el camino que lleva de Pravia a Cornellana, a la vera del Nalón y el Narcea. Tras los fundíbulos y catapultas, una infinita hilera de hombres empezaba a prender antorchas. «Marcharemos toda la noche si es preciso». Esas eran las órdenes de Nepociano. Una marcha pesada, lenta, condicionada por el trabajoso movimiento de las máquinas, pero cuyo aspecto era en sí mismo un arma definitiva. Que la gente de Ramiro llegara al campo de batalla y viera el inmenso poder de su enemigo. Que el miedo les robara el sueño. Que todos supieran que iban a morir.

Nepociano recobró la cabeza de la columna. Junto a ellos, sus capitanes. Después, el abate. A su cola, Sonna y Escipio. Luego, las máquinas. Y por fin, el grueso de la hueste. Diez mil hombres. Entre las gentes de a pie, vanguardia de aquella magna procesión de antorchas, marchaban en primer lugar las cohortes mercenarias del regente, ataviadas con sus limpias corazas que al fuego de los hachones brillaban en la noche. Después, las mesnadas de la tierra, las huestes que los señores locales habían puesto al servicio del nuevo amo de Asturias. Una tibia llovizna arruinó el espectáculo: se hacía difícil mantener las antorchas encendidas. Sin luz, el camino sería mucho más lento. Pero no importaba, había que llegar e impresionar al rival. Había que vencer en el primer golpe de vista.

El magnate desterrado iba a librar la batalla definitiva de una guerra que había empezado medio siglo atrás, cuando por vez primera se cruzó con el entonces joven rey Alfonso en un camino de Oviedo. Y en esta ocasión, estaba seguro, ganaría él.

Gatón Ramírez saltó de gozo cuando vio acercarse por poniente a las tropas de su padre. Fiel a su plan, el rey Ramiro llegaba a Cornellana antes que su rival. La batalla sería donde él quisiera. Para un ejército que era la mitad que su oponente, resultaba una ventaja fundamental.

El joven cíclope rubio había trabajado toda la noche anterior y también todo el día que ahora concluía. Había llegado con un centenar de hombres al paraje de Cornellana. Pudo reconocer sin trabas el terreno, palmo a palmo. Estudió el cauce del río, no muy ancho, pero crecido con las aguas del deshielo y defendido con marcados taludes en las orillas; una barrera natural que no sería fácil cruzar, y por eso era tan importante aquel puente. A lo largo del río, que discurría de sur a norte, se desplegaba un ancho llano que se hacía más extenso en la orilla derecha, donde iba a instalarse el enemigo. En la margen izquierda, el terreno escogido por el rey, se alzaban tres elevaciones naturales —Sobrerriba, Folguerinas, Santueñina— que facilitarían el combate. Ramiro había elegido bien el sitio.

El centro de todo el paisaje era el puente, la única vía que en muchas leguas permitía cruzar el Narcea; un viejo puente romano construido con aquellas mismas piedras que en su día debieron de sustentar también villas y alquerías, pero que ahora habían sido recuperadas por los aldeanos para levantar sus chozas. Las casas de los labriegos, muy pocas, se estiraban a lo largo del río. Y cerca del puente, en el llano, una iglesia: un pequeño cenobio consagrado a San Salvador, apenas una ermita con casa adosada, cuidado jardín y larga tapia para proteger el conjunto.

Gatón tenía instrucciones de avisar a los vecinos de que llegaba la guerra y, en consecuencia, desalojar el pueblo. Lo hizo acudiendo directamente al prior de San Salvador, un joven fraile de aspecto señorial. Los hermanos del convento, apenas unos quince, se encargaron de comunicar a los vecinos la triste nueva. El propio convento fue evacuado, aunque el prior —fray Fruela se llamaba— insistió en permanecer en la casa «para servir a la causa del rey legítimo don Ramiro». Mientras durara el combate, el cenobio serviría como cuartel general del rey y para albergar a los vecinos que no hubieran podido encontrar cobijo en otra parte. Eso contrarió a Gatón: el pequeño monasterio estaba demasiado cerca del puente. La presencia de paisanos sería un estorbo. Pero, por otra parte, no le vendría mal disponer de unos cuantos brazos que pudieran acarrear agua y víveres de un lado a otro del frente.

Lo más importante era preparar la batalla en torno al puente de Cornellana. Las órdenes del rey eran precisas: sembrar de obstáculos la margen derecha, por donde habrían de atacar los enemigos, e instalar puntos de resistencia en la margen izquierda. Gatón ignoraba cuál era el sentido de todo aquello, pero tampoco se lo preguntó: confiaba en su padre ciegamente y obedeció sin dudar. Su gente había trabajado sin descanso. Allá donde el río se estrechaba, clavaron empalizadas que impedían el cruce. En la entrada por la margen derecha levantaron una improvisada barrera de dientes de dragón con grandes piedras traídas de los alrededores. Pasada la barrera, excavaron un foso lo suficientemente hondo como para frustrar una carga de caballería. Y después del foso, prácticamente a la entrada del puente, se erizaba ahora una mortal línea de afilados troncos dispuesta a ensartar en sus agujas a los hombres de Nepociano. Otros ingenios de similar corte salpicaban el paisaje al otro lado del río. Para comprobar la eficacia de su despliegue, el propio Gatón pasó a la margen derecha y ordenó a sus hombres que midieran el tiempo que tardaba en cruzar al otro lado. El resultado no podía ser más satisfactorio.

Al mediodía, casi concluidos los trabajos, apareció una mesnada galopando en el este, al otro lado del río. Serían poco menos de mil hombres. Gatón, sobresaltado, alineó a su gente y empuñó las armas: parecía demasiado exigua esa hueste para ser el ataque enemigo, pero toda precaución era poca. El cíclope rubio respiró aliviado cuando divisó, entre la turbamulta de los jinetes, una enseña blanca con la cruz roja, así como las capas igualmente rojas que cubrían las espaldas de algunos de aquellos caballeros. ¡Eran fieles del rey! La tropa relajó el paso al llegar al puente. Gatón mismo, a lomos de su semisalvaje corcel negro, salió a recibir a los recién llegados.

—¿Quién vive? —preguntó el hijo de Ramiro, plantado en medio del camino, titánico sobre su no menos titánica montura, sin más compañía que cuatro jinetes de su hueste.

—¡Cristo! —contestó el que parecía ser el jefe de aquella columna—. ¡Castellanos! ¿Eres tú el rey Ramiro?

Gatón no pudo contener una carcajada; en parte por la confusión, en parte por la alegría de recibir refuerzos, en parte también porque estaba agotado después de trabajar sin reposo durante una noche y un día.

—No —respondió el joven—. Soy Gatón, hijo de Ramiro. Avanzadilla de su ejército. El rey —y a Gatón se le hinchaba la boca al utilizar esa palabra para referirse a su padre— llegará aquí en pocas horas. ¡Sed bienvenidos! ¿Con quién tengo el honor…?

—Olmundo de Erice, fiel del rey, caballero de Álava —respondió el guerrero—. Venimos de la tierra de Ayala, y de las Bardulias, y de Campoo y también de Carranza. He ido recogiendo por el camino a toda esta gente. Vamos a luchar al lado de tu padre.

—¿Esto es todo lo que viene de Castilla? —preguntó el hijo del rey sin ocultar un gesto de contrariedad.

—Falta la columna de Rodrigo Núñez, el hermano de la reina Paterna —informó el tal Olmundo de Erice—. Otros trescientos hombres, calculo. Deben de estar al llegar.

A Gatón no dejó de incomodarle que aquel hombre hablara de una reina cuando ni siquiera se había desposado aún con su padre, pero no era momento de susceptibilidades. El tal Olmundo parecía un tipo de una pieza: un veterano tostado por el sol, curtido y serio, de mirada franca en un rostro sereno. Mil castellanos y otros trescientos en camino. No bastaba para equilibrar las fuerzas, pero era un valioso apoyo.

—Has trabajado muy bien, Gatón Ramírez —dijo el castellano estudiando con atención el dispositivo de defensa del puente—. ¿Lo habéis hecho vosotros solos?

—Solos —afirmó Gatón con orgullo.

—¡Admirable! —corroboró Olmundo—. Deduzco, pues, que aquí será la batalla.

—Así lo ha dispuesto mi padre el rey —confirmó el joven.

—Buen sitio —observó el castellano, paseando la mirada por las alturas que presidían el paraje—. Inteligente. Buen sitio. Ahora…

—Ahora —atajó Gatón— os ruego que me acompañéis y toméis posiciones en este lado del río. Mi padre estará al llegar.

Apenas una hora después, la columna de Ramiro surgió en el horizonte por el camino de Salas. Lo primero que vio Gatón fue la figura enjuta y agresiva de Ergica de Tuy, galopando fiero, en la mano el estandarte blanco con la cruz roja. Detrás venían otros jinetes y, entre ellos, el propio rey, empuñando el cetro legado por el rey Alfonso: una larga cruz sobre un asta de rica madera. Gatón se preguntó cómo había llegado semejante tesoro a manos de su padre. Algo tendría que ver en ello el obispo Serrano, que cabalgaba junto al monarca y sus capitanes: Paio de Guitiriz, Arias de Pallares, el obispo Ataúlfo de Iria-Compostela, Yago de Mondariz, Gonzalo de Lemos… Tras ellos, un río humano, algunos a caballo, la mayoría a pie, bajo un bosque de lanzas y picas cuyas puntas de acero brillaban con el sol rojo de la tarde.

—¡Gatón! ¡Hijo!

El rey Ramiro descabalgó y abrazó a su vástago con estruendo. Fue como si chocaran dos piedras. De una rápida ojeada, Ramiro Bermúdez examinó las líneas de defensa. Mientras lo hacía palmoteaba el rostro de Gatón con aire satisfecho. No se había equivocado con aquel hijo suyo. Podía ser un poco primario y extraviarse en las cuentas y en las letras, pero había nacido para la guerra.

—Han llegado unos castellanos —comentó Gatón.

—Vamos a verlos ahora mismo —apremió el rey.

—He dispuesto que te instales en la iglesia —añadió el joven—. El prior nos ha abierto las puertas y está de nuestro lado.

—Excelente —aplaudió Ramiro—. Reuniremos allí a los capitanes en una hora. Ocúpate, hijo. Vamos a repartir los papeles para la función de mañana.

A toda velocidad, pues no había tiempo que perder, la mesnada de Ramiro Bermúdez se distribuyó por las campas que circundan el solar de Cornellana. Era preciso descansar y velar armas.

Apenas el sol se puso, una fina llovizna comenzó a empapar la verde tierra de Asturias. No mucho más tarde, los centinelas divisaron movimientos al otro lado del río. Primero fueron unas sospechosas sombras rodeadas por una luz incierta. Después, una línea de antorchas que temblaban bajo la lluvia. Al final, una ingente masa de hombres que tomaba posiciones entre gritos y blasfemias de campaña. Había llegado el enemigo. Y su número superaba con mucho la peor previsión del rey.

Fray Ginés hizo pasar a Paterna, Hernán y sus tres castellanos a un rincón de la atestada nave del convento. Junto a las paredes y en las esquinas se tendían camastros de paja seca. En el centro ardían dos hogares bajo una chimenea que parecía construida por hombres de las cavernas. Un corro de mujerucas, rodeadas por niños con cara de hambre, hervía nabos en grandes cazuelas. La reina y el de Mena aguardaban, intrigados, las palabras de fray Ginés. El monje refirió su historia.

—La tierra de donde vengo, Eio, ya no existe —contó fray Ginés—. Fue arrasada piedra a piedra por las tropas del emir Abderramán. De eso hace más de veinte años. Muchos tuvimos que huir de allí, en particular los que habíamos abrazado los hábitos. Por eso acabé en este rincón de Asturias.

»Veréis. Mi tierra se llama hoy kora de Tudmir y en tiempos se llamó Aurariola. Es una tierra fértil y hermosa, bañada por el mar y por el sol, llena de huertas y rica en todo género de bendiciones. Muchas ciudades nacieron en su seno: Eio, Orihuela, Hellín, Alicante, Lorca, Mula, Elche, Cartagena, Villena… Cuando empezó la guerra de los witizianos, que anegó en sangre el reino godo, mandaba en Aurariola un rico terrateniente visigodo: Teodomiro era su nombre. Un hombre inteligente y valiente, que había rechazado a los bizantinos cuando trataron de invadir la región y al que el pueblo, después de todo, tenía en estima. La guerra lo cambió todo. La guerra rompió el reino, la corona se quebró, nadie sabía quién empuñaba el cetro. Los witizianos llamaron en su auxilio a los musulmanes. Estos entraron en España y recogieron el cetro del suelo. El reino godo murió por sus pecados. Por nuestros pecados. Pero esto ya lo sabéis.

»Teodomiro, que era hombre con recursos, se las arregló para mantener sus anchas tierras de Aurariola al margen de la guerra. Pero un día, como era inevitable, aparecieron los enviados del poder musulmán. Llegaron con sus ejércitos, arrogantes y victoriosos, dispuestos a arrasarlo todo como habían hecho en otros lugares. Teodomiro tenía solo dos opciones: o resistir hasta el martirio, o capitular. Era hombre ya viejo, Teodomiro, sin otra descendencia que una hija cuyo nombre no recuerdo. El jefe moro, Abdelaziz, hijo de Musa, le planteó la alternativa fatal: sumisión o muerte. Teodomiro eligió la sumisión. Firmó con el sarraceno un pacto que le garantizaba continuar como gobernador de Aurariola y mantener la propiedad de sus numerosas tierras. A cambio, tendría que rendir vasallaje al califa de Damasco y pagar un tributo anual: cada familia de la región se vio obligada a aportar todos los años un dinar de oro, cuatro medidas de trigo, cuatro de cebada, cuatro de zumo de uva y cuatro de vinagre, dos medidas de miel y dos de aceite de oliva; incluso los siervos tendrían que pagar, aunque solo una medida de todas estas cosas. El propio Teodomiro entregó a su hija a un jefe guerrero árabe, un tal Abd al-Yabbar ibn Jattab. Cualquier cosa con tal de conseguir la paz.

»Dicen que Teodomiro se convirtió al islam y adoptó el nombre de Tudmir. Eso no lo sé. Lo que sí sé es que Aurariola perdió su libertad. Los cristianos podíamos practicar nuestra religión, es verdad, siempre y cuando pagáramos el tributo. Teodomiro seguía velando por el orden en los campos y las ciudades, también es verdad, aunque fuera bajo la vigilancia de las tropas moras que poco a poco fueron llegando a nuestras tierras. Era una vida tolerable, eso pensaban muchos: no había guerra, no había muerte, no había hambre. Innumerables propietarios se convirtieron al islam para mantener sus posesiones, siguiendo el ejemplo de Teodomiro. Pero, en realidad, el pacto no era otra cosa que un aplazamiento de la esclavitud. Porque Teodomiro, o Tudmir, murió pronto. E inmediatamente después comenzó la lucha a dentelladas por el territorio.

»A Teodomiro le sucedió otro noble local, un tal Atanagildo. De entrada, Córdoba le hizo pagar veintisiete mil sueldos de oro; decían que por atrasos en el pago de impuestos. A decir verdad, se trataba de una pelea a muerte por las riquezas de mi pueblo. Peleaban los nobles godos renegados, como Atanagildo, que no querían perder sus tierras y prebendas; peleaban los jefes de guerra musulmanes llegados en los años anteriores, como los egipcios, fascinados por la fertilidad de los campos; peleaban los enviados de Córdoba, que no iban a dejar escapar semejante tesoro. Pronto empezaron a pelear también los árabes que Córdoba había traído como guerreros y a los que premió con tierras en propiedad. Había tribus mudaríes, que vienen del norte de Arabia; había tribus yemeníes, que vienen del sur de ese mismo mundo. La pieza más anhelada era la ciudad de Eio, mi suelo natal.

»Hará hoy unos veinte años, yo era un joven novicio en el convento de San Vicente, en Eio. Mis padres eran cristianos: mozárabes, como se nos llama. Teníamos unas pocas tierras, pero generosas, y no pasábamos necesidad. Mis padres se negaron a renegar de la fe. A mí me destinaron a la vida religiosa y, aunque nunca he sido un santo, le encontré gusto a aquella forma de vivir. Para entonces las cosas ya habían cambiado mucho en la kora de Tudmir. No quedaba ni rastro de la vieja libertad. Los alfaquíes apretaban el lazo para que la existencia de los cristianos fuera cada vez más dura, hasta lo insoportable. Dios, que es providente, había bendecido a las gentes de Eio con el vergel de la Sangonera, pródigo en vid, olivo y cereales. Pero aquella bendición despertaba demasiadas codicias. Así llegó la ruina de la ciudad de Eio.

»Mudaríes y yemeníes se declararon la guerra. Aún peor, no solo se declararon la guerra entre sí, sino que además se la declararon al emir de Córdoba, que ya era el segundo Abderramán. Ebrios de codicia, los clanes de las dos tribus se combatieron con saña diabólica. Se mataban unos a otros, arrasaban las haciendas del bando contrario, y en esta lucha quemaban y asolaban cuanto encontraban a su paso. En Lorca se libró una tremenda batalla campal. Nunca había corrido tanta sangre por las acequias de mi tierra. El emir aprovechó la circunstancia para hacer una exhibición de poder. Envió un gran ejército al mando de un general de su casa, un tal Unmayya ibn Mu’awiya. Mudaríes y yemeníes, sorprendidos, trataron de negociar con el enviado de Córdoba, pero no hubo opción: aquel hombre no venía a negociar, sino a sumergir a los rebeldes en una tormenta de fuego.

»Los ejércitos del emir pasaron por encima de yemeníes y mudaríes. Mataron a todos los que les salieron al encuentro. Tres mil muertos en pocas horas. Y eso solo entre las gentes de armas. Al jefe de los yemeníes, Abu Samaj, le dieron muerte y clavaron su cabeza en una pica. Después, la hueste cordobesa marchó sobre la ciudad. Demolieron cuanto pudieron. Los vecinos apenas tuvieron tiempo de escapar. Todo fue incendiado. Eio desapareció.

»Yo pude huir a tiempo. Un lugareño vino al convento a contarnos lo que ocurría y el abad, un buen hombre, decidió que no había llegado aún la hora del martirio. Los pobladores de Eio se dispersaron por toda la provincia. Muchos desaparecieron. Mis padres, por ejemplo, nunca supe si lograron escapar con vida de allí. Los de Córdoba, como escarmiento, decidieron fundar una nueva ciudad: Madina Mursiya, la llamaron; o sea, Murcia. La memoria de Eio quedó maldita.

»Después vino el exilio. Sin lugar adonde ir y con el alma quebrada por la destrucción de Eio, anduve dando tumbos de un lado a otro. Dejé los hábitos. Fui buhonero en Zaragoza, soldado en Pamplona, artesano en Urgel. Fui también bebedor, ladrón y putañero. Cansado de aquella vida, supe de la aparición del sepulcro de Santiago en Compostela y peregriné. Aprendí que nuestro rey Alfonso, que Dios le tenga en su gloria, acogía a cuantos mozárabes llamaban a su puerta. Me presenté en el obispado de Oviedo. Después de una buena confesión y una penitencia adecuada a mis pecados, volví a los hábitos. Me enviaron aquí, a esta humilde iglesia de San Bartolomé de Nava, con cuatro novicios más bien cortos de luces, pero limpios de alma. Hará de eso diez años. Aquí he encontrado la paz. Hasta hoy. Hoy veo que en Oviedo puede ocurrir lo mismo que en Eio.

»Puedo entender que Nepociano aspire a una paz ahora. Bajar las armas e inclinarse ante los musulmanes. A cambio de tierras y prosperidad. Lo entiendo. Es un anciano sin hijos. Me cuentan que su esposa, esa tal doña Jimena que dice ser prima del rey Alfonso, también es mujer de edad y sin descendencia. Para ellos el mundo se acaba hoy. Lo mismo había dentro del espíritu de Teodomiro cuando pactó con los moros. Ninguno pensó en lo que sucedería más tarde, cuando el viejo príncipe muriera y los nuevos amos reclamaran lo que era suyo. La claudicación de Teodomiro le salvó a él, pero condenó a muerte a las siguientes generaciones. Esa gente que veis ahí, esas mujerucas que hierven nabos en el fuego para alimentar a sus hijos tienen más y mejor sentido de la vida que los ricos señorones. Ellas saben que la vida continúa, que la memoria y el nombre de las cosas se transmite de generación en generación. Por eso no hay que rendirse. La vida de nada sirve si el nombre no se perpetúa. El combate y hasta la muerte son deseables si a cambio se logra preservar el linaje y la fe.

»Es bueno que los reyes tengan hijos, que los vean crecer, y que escuchen a sus mujeres, pues ellas portan la vida en su vientre. Y si no los tienen, que vean en cada súbdito a un hijo, como hacía el rey Alfonso. Porque si el rey solo piensa en su bienestar y en su seguridad, entonces el futuro del reino se desvanece. Quiera Dios que el rey Ramiro gane esta guerra. Y que su mujer y sus hijos le recuerden que su obligación es servir a los linajes por venir. Me han dicho que todas las tropas cabalgan ya hacia Cornellana, a orillas del Narcea. Parece que allí será la batalla. En todas las iglesias del reino se reza por la victoria de Ramiro Bermúdez. Amén».

Fray Ginés calló. Sumergió la mirada en una escudilla de caldo humeante. Ofreció a sus invitados algunos cazos de aquel líquido que olía a tierra y hierba. Después, cada cual se arrebujó como pudo para pasar la noche. Mañana estarían en Cornellana. Paterna, la reina, nunca olvidaría la historia de la destrucción de Eio, en la kora de Tudmir.