El príncipe Mohamed cabalgaba con decisión por la calzada de la Mesa. Las grandes cumbres nevadas habían quedado atrás. Un sol generoso iluminaba el cielo y lo pintaba de un azul suave, casi blanco. Había pasado ya el mediodía y la tarde empezaba a dibujar sus fatigados colores sobre el verde intenso de la montaña, de la infinita cadena de lomas y cerros que desciende hasta el corazón de Asturias. Un hermoso mundo, aquel; un mundo digno de ser dominado por la espada del príncipe Mohamed.
Su padre, el emir, tenía razón: el camino de la Mesa discurre casi enteramente por las alturas, de manera que era imposible sufrir una emboscada a manos de aquellos asnos salvajes. No obstante, el general Walid, que marchaba al lado del príncipe, no las tenía todas consigo: demasiada soledad, demasiados barrancos, demasiado estrecha la senda. El eslavo, como todos los veteranos, había oído hablar de la catástrofe que se abatió sobre las tropas de Córdoba medio siglo atrás, en un recodo de esta misma calzada. Bien, ahora las cosas eran distintas: ellos estaban avisados y los cristianos, por su parte, se hallaban en guerra civil, lo cual no les permitiría movilizar tropas para frenar a los invasores. «Tomamos la calzada de la Mesa rumbo a Oviedo». Había sido el último mensaje enviado por Walid al eunuco Nasr en las patas de una paloma. El eunuco sabría qué hacer.
En lo alto del cerro que gobierna un recodo del camino, oculto entre los matorrales, el joven Rodrigo Núñez observaba cómo la columna agarena iba acercándose al punto crítico. Una confusa mezcla de sentimientos oprimía hasta el tormento el pecho del hermano de Paterna. El sudor le empapaba hasta chorrear impertinente sobre sus ojos. Tenía miedo. No era la primera vez, pero nunca como ahora se había hecho tan manifiesto. También sentía unas irrefrenables ansias de venganza. La matanza de Álava le había herido en lo más profundo, como a todos sus hombres. Y además, Rodrigo sentía una especie de aguja ardiente y punzante que se le clavaba en las entrañas. Esa aguja le decía que si vencía, si desarmaba a los sarracenos, si aparecía ante el rey Ramiro llevando la cabeza del jefe moro, fuera quien fuere aquel omeya, el nombre de Rodrigo Núñez crecería hasta adquirir las dimensiones de un gigante. Un mundo nuevo se abriría ante él. Incluso, por qué no, podría aspirar a ser conde en Castilla. Aquella aguja ardiente y punzante era la ambición.
Los bereberes de la hueste de Mohamed miraban de un lado a otro. Ya no estaban nerviosos. La muerte de Yahya ben Yahya había sido un mal presagio, pero lo cierto era que nada más había ocurrido durante la marcha. Ese muchacho, el hijo del emir, parecía saber bien lo que hacía. A medida que la columna iba recorriendo aquel camino seguro y despejado, libre de amenazas visibles, el humor de los bereberes se fue relajando. Incluso se oían de vez en cuando risas entre la mesnada. Los propios eslavos que marchaban en vanguardia, rodeando al príncipe, se contagiaban de aquella jovialidad guerrera, por más que todos ellos tuvieran un pobre concepto de sus compañeros de armas. El camino estaba libre, sí. Los exploradores que iban y venían hacia delante y hacia atrás, precediendo a la hueste, así lo confirmaban: no había rastro humano; apenas un par de boñigas de caballo; nada que permitiera pensar en un enemigo armado. Iban a tomar a los cristianos por sorpresa. En dos días a lo sumo habrían llegado a Oviedo. Llenarían sus alforjas con los tesoros del arrogante e impío reino del norte.
Los hombres de Rodrigo Núñez se desplegaron en la cresta del cerro. Trescientos. Serían suficientes para desencadenar una tempestad. Rodrigo lo había pensado todo. Al de Tedeja y a otros cuatro les había ordenado desandar el camino y limpiar todo resto de su paso, desde excrementos de caballo hasta huellas de pisadas o cualquier otro rastro, para que los moros no sospecharan que una hueste armada había pasado por allí. A García, con otros diez, les había encomendado adelantar las monturas una legua, de manera que el enemigo no pudiera oír ni ver a las bestias. Después habría que tomar posiciones entre el cerro y el camino: ocultarse bien, tapar cotas de malla y espadas de modo que el sol no delatara su presencia con cualquier inoportuno destello.
Un grupo de un centenar de hombres se camufló a la salida de la curva. Irrumpiría en el momento oportuno para cerrar el camino. El resto, el grueso de la tropa, había hecho acopio de proyectiles en lo alto del cerro. A sus flechas y dardos sumaban grandes rocas y troncos muertos dispuestos para rodar pendiente abajo. No había suficientes hombres para cubrir también la retaguardia mora e impedir la huida del enemigo. Lástima —pensaba Rodrigo—: muchos escaparían a la aniquilación. Pero incluso así, la emboscada no podía fallar. Podía ocurrir, es verdad, que los moros fugados se rehicieran y trataran de volver a la carga. Habría que disponer arqueros para hostigar a los fugitivos e impedirles reorganizarse. Quizá tampoco esto fuera suficiente. Si ese caso llegaba, no quedaría otra opción que hacerse fuertes en el camino, entre el cerro y la calzada, y taponarlo hasta que los sarracenos renunciaran a su presa. La victoria no era segura. Aun así, valía la pena correr el riesgo.
Todo ocurrió en unos minutos. Cuando la despreocupada hueste mora llegó a la cerrada curva del camino, una ola de rocas, gruesos maderos, flechas, dardos y jabalinas cayó sobre el centro de la columna. No hubo trompas ni cuernos ni tambores, ni voz humana alguna; solo el espeluznante fragor de una montaña que caía sobre aquella gente. La marea de hierro y piedra envolvió a la columna de Mohamed como una nube letal. Centenares de enemigos, hombres y caballos confundidos, se despeñaron pendiente abajo hasta perderse en la hoya de fango, muy licuada y crecida por las aguas del deshielo. En ese mismo instante un alarido feroz retumbó en las cumbres y ante la vanguardia mora apareció, en la salida de la curva, una tropa de cristianos que se abalanzaba sobre el enemigo entre gritos de muerte. Y cuando la columna agarena quedó paralizada por la avalancha de piedra y hierro a su izquierda y por el ataque en su frente, en lo alto del cerro apareció el grueso de la tropa cristiana precipitándose sobre el camino. «¡Santiago y la Virgen! ¡Santiago y la Virgen!», aullaba Rodrigo Núñez como un poseso mientras, espada en mano, corría pendiente abajo seguido por doscientos castellanos.
«¡Esto es Lutos! ¡Esto es Lutos!», bramaba el general Walid al ver, impotente, el hundimiento de su columna. Él lo había advertido. Esto ya había pasado aquí una vez. Ahora volvía a pasar. Ese ridículo petimetre de Mohamed debió haberle escuchado. Pero ya era demasiado tarde para lamentaciones. El veterano eslavo, de un rápido y experto vistazo, constató que la vanguardia de su columna retrocedía aterrorizada por el infierno que se había desatado ante ella, que el centro de la fuerza sangraba como un corazón abierto hacia el abismo por el ataque con rocas y troncos, primero, y por la carga de los cristianos pendiente abajo después, y que la retaguardia se deshacía entre unos que huían como alma que lleva el diablo y otros que, al revés, empujaban hacia delante, provocando aún más confusión y muerte en el centro, arrojando al hondo lodazal a sus propios compañeros. No había duda: todo estaba perdido. Solo había una misión importante: salvar la vida del príncipe Mohamed. Bien sabían todos los dioses que Walid muy a gusto le habría cortado el cuello a aquel imbécil, pero esa no era ahora la cuestión. La misión es sagrada y hay que cumplirla a cualquier precio. El general, atenazado por la muchedumbre de sus propios hombres que se apiñaba en vanguardia, desenvainó la espada y rompió a lanzar mandobles a un lado y a otro, lo mismo a moros que a cristianos, hasta llegar donde estaba el príncipe, paralizado a su vez por el miedo y por la presión de la hueste inmóvil.
—¡Fuera de aquí! ¡Vete! —gritaba Walid—. ¡Fuera de aquí!
Mohamed miró al eslavo con gesto de pánico. No podía moverse porque un montón de bereberes se estrujaba en torno a él y, aún peor, la piña humana iba moviéndose inadvertidamente hacia el abismo, en cuyo fondo fangoso yacían ya centenares de sarracenos. Walid, entendiendo lo que pasaba, azuzó a su caballo, cargó contra los bereberes que rodeaban al príncipe y le abrió un hueco.
—¡Fuera de aquí! —repitió—. ¡Vete!
El príncipe no se lo pensó dos veces. Huyó al galope arrollando a sus propios hombres y ganando rápidamente la retaguardia, donde ya eran muchos los que habían optado por retirarse a toda la velocidad que les permitían sus piernas o sus caballos. La desbandada arrancaba nubes de piedra y polvo del suelo de la calzada mientras a su alrededor rompían el aire las saetas de los arqueros sagazmente situados por Rodrigo Núñez para acosar a los huidos. Lo último que vio Mohamed fue la silueta de Walid perdiéndose entre la desesperada muchedumbre de su ejército vencido. En apenas un instante, los sueños de gloria del joven príncipe se habían convertido en un lodazal de oprobio.
Rodrigo se detuvo. Estaba cubierto de sangre. Con alivio comprobó que era ajena. Había cargado, trastabillado, caído, y se había levantado de nuevo para dejar que su espada volara segando cuanto encontraba a su paso. Miró con ansiedad la marcha del combate. Ahora la columna mora no era sino un rimero de carne que se apelotonaba malamente en la calzada, entre el pie del cerro y el precipicio letal. Rodrigo estaba ganando. La vanguardia sarracena ofrecía el aspecto de un rebaño resignado a la muerte, aprisionado entre el empuje de la tropa cristiana que cerraba el camino, la carga de los que bajaban por la pendiente y la confusión de la propia retaguardia mora, sin otra escapatoria que el vacío a la derecha de la calzada. Todo estaba saliendo a pedir de boca. Solo faltaba un apretón más. Y entonces vio a Walid.
En medio del brutal desconcierto, el general se movía con precisión, incluso con calma. Al contrario que sus hombres, que habían desmontado para conservar el equilibrio y no caer a la hoya, Walid se mantenía a caballo, lo cual le permitía apartar a la muchedumbre que le empujaba y empujar a su vez a los cuerpos que caían sobre él. El eslavo ya no distinguía entre bereberes y castellanos: su única preocupación era abrir hueco a golpes de espada para alejarse del borde del camino, del precipicio fatal. Y lo estaba consiguiendo. Rodrigo no sabía quién era Walid, pero no resultaba difícil constatar que aquel hombre era el jefe enemigo. Y fue a por él.
El eslavo, moviéndose por puro instinto, trataba de avanzar hacia su izquierda y ganar la cuneta de la calzada al pie del cerro, lejos del abismo, y al mismo tiempo intentaba ordenar en torno a sí una línea de defensa, un muro de espadas y lanzas que le permitiera trabar combate. Con rápidos golpes de vista se había esforzado por calibrar el número de los enemigos. Eran pocos. Aún no estaba todo perdido. Si lograba organizar a sus hombres, aunque solo fuera a un centenar, podría hacer frente al ataque de aquellos desharrapados, y entonces se vería quién era mejor en el campo de la muerte. Habría muchas pérdidas, sí, pero se habría ganado la batalla. No podía confiar en los bereberes, pero sus disciplinados eslavos, los mismos que ahora trataban desesperadamente de resistir en la vanguardia, sabrían cumplir la tarea.
Rodrigo Núñez intentó llegar hasta el jefe enemigo. Apenas le separaban de él veinte pasos, pero la masa humana que se agolpaba en el camino era tan numerosa que ofrecía el aspecto de un muro impenetrable. Segó aquí un brazo, pinchó allá un cuello, evitó tres o cuatro acometidas enemigas, torpemente guiadas por la furia de la desesperación. No había manera de acercarse a aquel general que se mantenía erguido sobre su caballo blanco. Podía ver su rostro cuajado de cicatrices, su violento gesto de determinación, su ferocidad sin asomo de miedo, bajo los cabellos rojos que nimbaban aquella cabeza como un círculo de fuego. Entonces el hermano de Paterna advirtió lo que ocurría: el jefe moro estaba logrando organizar a sus guerreros. Era imperativo acabar con aquel hombre cuanto antes. Rodrigo recogió del suelo una jabalina sin amo. Apuntó. Apenas veinte pasos. Era un golpe factible. Retrocedió un poco para ganar altura. Inspiró con toda la calma que pudo. Espiró lentamente. Arrojó el proyectil como si le fuera la vida en ello. De hecho, le iba la vida en ello.
Walid sintió en el pecho un golpe atroz que empujó su cuerpo hacia atrás. El apiñamiento humano era tal que no pudo caer del caballo. Abrió mucho la boca. Con espanto vio el asta de la jabalina que le había partido el tórax. Se aferró a ella tratando inútilmente de arrancarla. Percibió con claridad que sus músculos se quedaban sin fuerzas. Una marea de sangre ascendió violentamente a su boca. La vista se le nubló. Desmadejado, cayó sobre el cuello de su montura. Con un vano esfuerzo trató de agarrase a las crines del animal. Su último pensamiento fue para el imbécil de Mohamed y para esos malditos bereberes. Después vino a su mente una estampa de altas montañas brumosas y húmedos páramos batidos por el viento, una música primitiva de entrañables acentos y rostros pelirrojos y fieros, muy parecidos a los de los hombres que le habían derribado. Así murió el general Walid, el eslavo, antes llamado Oenagan el picto.
Rodrigo Núñez exhaló un aullido de furia y victoria al ver cómo el jefe moro se desplomaba sin vida sobre su caballo. Lo que quedaba de tropa sarracena, descompuesta por la caída de su jefe, huyó precipitadamente. Fue una carnicería casi peor que la del combate: los hombres se arrollaban unos a otros, los más débiles eran aplastados por los más fuertes, muchos se despeñaban al lodazal, donde ya se amontonaban centenares de cadáveres, y una buena parte de los que conseguían escapar eran abatidos por las flechas de los arqueros apostados en el cerro. Algunos otros, los que habían permanecido en la vanguardia mora, casi todos eslavos, arrojaron sus armas al suelo en signo de rendición. Un exultante alarido de triunfo anegó las gargantas castellanas. Rodrigo Núñez había ganado aquella batalla contra un enemigo siete veces superior.
Después del grito de júbilo llegó el gran silencio. Los hombres se hallaban exhaustos. Todo el campo, hasta donde alcanzaba la mirada, era un sembrado de muerte. Abajo, en el abismo, un confuso lamento envolvía la extinción de los despeñados. Un único pensamiento se apoderó del espíritu de Rodrigo Núñez: sus guerreros. ¿Cuántas bajas? ¿Cuántos muertos? ¿Cuántos heridos? El joven interpeló a Rodrigo de Tedeja:
—¡Reúne a la hueste! ¡Junta a los prisioneros!
El de Tedeja estaba allí, junto al joven jefe, con el rostro manchado de sangre y una mueca de ferocidad sin límites en la boca crispada. Atento a la orden, corrió hacia la salida del camino, donde los hombres de la vanguardia castellana empezaban a apelotonar a los cautivos. No daba crédito a lo que veía: habría más de doscientos moros, heridos la mayor parte, desarmados, aguardando con aire resignado su hora final. Poco a poco fueron llegando también los guerreros de Castilla, antes dispersos por todo el campo, agrupados ahora en secciones de a veinte. Rodrigo Núñez los contó: había doscientos setenta hombres. ¡Solo treinta bajas! Quiso buscar a García, el veterano, el de la novia en Lapedo, pero no lo halló. Volvió los ojos al de Tedeja.
—Buscad a nuestras bajas. Hay que tratar de salvar a los heridos.
El veterano hizo una señal a cuatro hombres. El grupo se aplicó a la penosa tarea de revolver cadáveres. La mayor parte de los caídos cristianos había sucumbido en la salida del camino, en su combate contra la vanguardia mora. Poco a poco fueron conduciendo los cuerpos hasta la cuneta de la calzada, al pie del cerro. Había uno inconsciente. Había seis heridos. Los demás, muertos. Mientras el de Tedeja y sus ayudantes se ocupaban en este menester, el hermano de Paterna se había aproximado al corro de los cautivos, sentados en el suelo, rodeados por una ceñuda cohorte de lanzas castellanas. Rodrigo contempló a los prisioneros. Les miró a los ojos, cruel, saboreando el miedo que ahogaba sus corazones, como un lobo paladea la sangre de su presa. De súbito, sin decir nada, giró sobre sus talones y, chapoteando entre los muertos, llegó hasta donde había caído el jefe enemigo. Se inclinó sobre el cadáver. Le quitó el yelmo. Contempló detenidamente su rostro. «Un hombre valiente», se dijo. Agarrándole por las tiras de la coraza, lo incorporó.
—¿Quién es? —gritó Rodrigo, dirigiéndose a la cuerda de cautivos—. ¿Es que nadie habla mi lengua? ¡Quién es!
Uno de los presos se levantó lentamente. Traía el peto de cuero hecho jirones y la manga de un brazo negra de sangre seca.
—Yo hablo tu lengua —dijo el hombre en un latín que a los castellanos les sonó extrañamente familiar.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el hermano de Paterna.
—Me llamo Cernín. De Pamplona. Esclavo de Abderramán desde hace cinco años.
—¿Esclavo? ¡Pero bien que nos has combatido, traidor! —le escupió Rodrigo.
El navarro bajó la cabeza. Se llevó el brazo sano a la manga ensangrentada ahogando una mueca de dolor.
—Casi todos los que tienes ante ti pueden contar la misma historia —siguió Cernín—: son francos o pictos o germanos o normandos; eslavos, nos llaman a todos. Apresados y convertidos en soldados del emir. Los otros, los de negro, son bereberes.
Rodrigo miró a la doliente cuerda de cautivos. Sus rostros eran los de quienes han sido derrotados más de una vez.
—¿Quién es él? —volvió a preguntar el joven Núñez, señalando el cadáver del jefe enemigo.
—Es Walid, nuestro general —respondió el navarro—. El jefe de la guardia eslava del emir Abderramán.
—¿Mandaba él la hueste? —Rodrigo trataba de no aparentar emoción alguna, pero su interior vibraba ante la noticia de que había acabado nada menos que con un general de Córdoba.
—No —contestó Cernín—. La mandaba el príncipe Mohamed, hijo del emir.
Rodrigo Núñez, sobresaltado, miró a su alrededor, como buscando al tal Mohamed. ¡Un hijo del emir! ¡Si pudiera llevar esa cabeza a Oviedo…! Pero el cautivo navarro le disolvió cualquier esperanza.
—Huyó antes de la derrota. No le encontrarás.
El hermano de Paterna asintió lentamente, resignado a conformarse con Walid. Ya era suficiente premio un general. Pero aún quería saber más.
—¿Qué hacíais aquí? ¿Cuál era vuestro objetivo?
—Oviedo —confirmó Cernín—. Al parecer, vuestro reino está en guerra civil. No sé mucho, pero me pareció entender que el objetivo era llegar a Oviedo y combatir junto a uno de vuestros bandos. Ignoro cuál.
El joven castellano quedó como aturdido por aquella explicación. ¿Ayudar a uno de los dos bandos? ¿A cuál? Rodrigo no se imaginaba al rey Ramiro pactando con los moros una ayuda militar. Si así fuera… ¡él, sin saberlo, acababa de desmantelar al ejército auxiliar de su cuñado! Pero no, no podía ser. Precisamente lo que estaba en juego ahora en Oviedo era la prolongación de la resistencia. Si a alguien iban a ayudar aquellos sarracenos, era sin duda al otro bando; el de Nepociano, el usurpador.
—¿Te dice algo el nombre de Nepociano? —interrogó Rodrigo al cautivo.
—Jamás lo había oído antes —negó el navarro, y el joven Núñez vio en sus ojos que decía la verdad—. ¿Qué vas a hacer con nosotros? —preguntó Cernín; en su mirada no había rastro de súplica ni de esperanza.
El hermano de Paterna no sabía qué iba a hacer con ellos. No había previsto esa contingencia. Y aún más lejos de sus previsiones estaba el contar con nada menos que doscientos prisioneros. No podía llevar consigo a semejante multitud. Su propia fuerza se limitaba ahora a doscientos setenta castellanos. Era absurdo dirigir una hueste con casi tantos cautivos como guardianes. Tampoco se le pasó por la cabeza la idea de matarlos a todos. Su primer impulso fue quedarse con una cuerda de cincuenta presos, algo que poder llevar ante Ramiro como testimonio de su triunfo, y liberar a los demás. Sin embargo, las miradas de sus hombres estaban pidiendo otra cosa. Querían sangre. Rodrigo Núñez volvió a sentir miedo. Esta vez no era miedo al fracaso, ni tampoco al enemigo vencido, sino miedo a la fiera que estaba despertándose en el interior de sus guerreros, en los ojos brillantes de furia, en las bocas crispadas por el deseo de venganza. Uno gritó:
—¡A muerte! ¡A muerte!
De inmediato los demás, esgrimiendo sus lanzas y sus espadas, sus hachas y sus azagayas, corearon la sentencia:
—¡A muerte! ¡A muerte! ¡A muerte!
Un sudor frío se apoderó del hermano de Paterna. Él había visto, como los demás, los centenares de cadáveres sin cabeza de la llanada de Álava pudriéndose al sol, pasto de las alimañas. Él había visto, como los demás, los pueblos arrasados, las mujeres violadas y asesinadas, los niños raptados como esclavos, las iglesias calcinadas, los frailes degollados. Y sin embargo, él no sentía deseos de venganza. No ahora, cuando acababa de mandar al infierno a un millar de sarracenos. Rodrigo trató de mantener la mente fría en medio del coro de muerte que le rodeaba. No pudo evitar que su mirada fuera a posarse en Cernín, el cautivo navarro, obligado a servir en aquel ejército de esclavos. Tampoco pudo dejar de pensar que, si las cosas hubieran sido de otra manera, él mismo, Rodrigo Núñez, podía haber caído cautivo de los moros y verse obligado a servir como soldado para escapar de la muerte. Pero no era el momento de la piedad. Un gesto suyo bastaría para que aquella gente fuera degollada en masa. Otro gesto contrario, tal vez, le valdría la enemistad de sus hombres, enardecidos hasta el paroxismo por la fiebre de la venganza, que jamás entenderían un acto de clemencia cuando tenían al enemigo en sus manos. Era la decisión más difícil que había tenido que tomar en sus veinte años de vida. Optó por lo que le pareció la solución menos cruel.
—¡Silencio! ¡Nosotros no somos salvajes! —ordenó Rodrigo Núñez, tratando de desmentir con la fuerza de su voz la lividez de su rostro—. ¡Cernín! —gritó al navarro—. Tú elegirás a los que van a vivir. Escoge a cincuenta hombres. Vendréis con nosotros a Oviedo como cautivos. A los demás, ¡pasadlos por las armas!
El navarro palideció. Tembloroso, buscó entre los presos a sus amigos. Los vencidos le miraban con expresión angustiada, esperando una señal, y algunos sollozaban con gemidos de agonía, y otros se sentaban en el suelo hundiendo la cabeza porque sabían que no estarían entre los elegidos, y aún otros increpaban a Cernín con insultos en árabe que sonaban a maldición eterna. Concluida la selección, el navarro se retiró con los agraciados. Todos fueron atados de pies y manos. Así habrían de caminar hasta Oviedo. Quedaba ahora lo peor. Los hombres de la mesnada no esperaron a la orden de Rodrigo para abalanzarse sobre los demás, cortando cuellos y abriendo vientres. El joven Núñez, alejado de la escena, los puños apretados, sudando como un manantial, intentaba permanecer ajeno a los aullidos de los verdugos, «¡Por los de Lantarón!», «¡Por los de Salcedo!», «¡Por los de Valpuesta!», con los que proclamaban el crimen que justificaba la brutal sentencia. Fue cuestión de minutos. Una masacre. No sería la última.
Sobre el campo quedaba ahora un amasijo de cuerpos y multitud de objetos de todo tipo, armas pero también vituallas, esparcidos hasta donde alcanzaba la vista. Rodrigo sabía lo que tocaba hacer.
—¡Rematad a los heridos! —ordenó a sus hombres—. ¡Y apilad el botín!
Los castellanos barrieron el paisaje después de la batalla hendiendo espadas, lanzas y cuchillos en los cuerpos que aún respiraban. «Mejor una muerte rápida ahora que una muerte lenta esta noche, devorados por los buitres», pensaba el hermano de Paterna. Al mismo tiempo, los vencedores iban apilando en el centro del camino espadas, jabalinas, escudos, corazas, cascos, joyas arrancadas a los cadáveres, botas, cinturones, sillas de montar… Alguien encontró un carro; el mismo carro que había servido para transportar a Yahya ben Yahya, el alfaquí. Ahora serviría para llevar a Oviedo el botín del combate. Rodrigo curioseó en el interior del carruaje. Con sorpresa descubrió algunas cestas. Hurgó dentro. Había comida. Repartió algunos dátiles entre los hombres que tenía a su alrededor. Cuando cesaron los gritos de los moribundos, el hermano de Paterna, dominando el temblor de la voz, se dirigió a uno de sus guerreros, un tal Beltrán:
—¡Tu hacha!
Beltrán dio el hacha a Rodrigo. Este se aproximó al cadáver del general Walid. Con un golpe certero le seccionó la cabeza. La cogió en sus manos. La miró con respeto, con admiración, casi con dulzura: aquel valiente le había proporcionado su primera victoria como caudillo. Medio siglo atrás, un rey de Asturias había vencido en este mismo paraje. Ahora la victoria era para él, Rodrigo Núñez de Cigüenza, Rodrigo de Castilla. Ante los ojos atónitos de amigos y enemigos, el joven guerrero besó la frente sin cuerpo del eslavo. Meticulosamente depositó la testa en el suelo. Solemne, clavó la espada en la tierra roja de sangre. El arma se convirtió en cruz. Se arrodilló. Todos sus hombres le imitaron. También los cautivos. Rodrigo rezó:
—No sea la gloria para nosotros, Señor, sino para tu nombre. Te damos gracias por esta victoria sobre los enemigos de la cruz. Gracias por guiar nuestros brazos y nuestros espíritus en la batalla. Apiádate de las almas de los caídos. Acoge a los cristianos en tu seno y sé clemente con los infieles que ahora descubrirán la verdad. Apiádate sobre todo de este hombre, Walid, que era un hombre valiente. Y a nosotros, te lo ruego, sigue protegiéndonos para que nuestras espadas puedan cantar tu gloria por los siglos de los siglos. Amén.
Luego, con sumo cuidado, el hermano de Paterna metió la cabeza dentro de la cesta. Una de aquellas cestas primorosamente confeccionadas bajo las órdenes del eunuco Nasr Abu el-Fath. Una cesta que días antes había contenido serpientes. Una cesta que ahora serviría para portar la cabeza del general Walid.
—¡Nos vamos! —gritó Rodrigo—. ¡Un rey nos espera!