10
CAMINOS

Paterna se sentía reina. Por primera vez desde su salida de Cigüenza, tantos días atrás, la hija de don Nuño empezaba a verse como soberana de hombres y destinos. El juramento de los caballeros le había impresionado vivamente. Más que la espléndida espada enviada por Ramiro como regalo de compromiso, más que la fabulosa dote reunida por su padre, más incluso que la nutrida comitiva de lanzas y espadas que hasta entonces había acompañado sus pasos, lo que realmente le había hecho sentirse reina eran los rostros de aquellos hombres: Hernán, Laín, García, Froilán, Gonzalo, arrodillados ante ella, recibiendo con mansedumbre la bendición de sus manos, anudando con orgullo en sus lanzas aquel simple trapo blanco, un girón de una modesta toca, transmutado mágicamente en bandera de victoria por el solo hecho de haber salido de sus dedos. Ver entregada a sus pies la voluntad de aquellos caballeros, hombres de combate, tipos hechos al sufrimiento y a la muerte —a darla y a recibirla—; comprobar que aquellos guerreros, de los que cualquier mujer huiría, estaban dispuestos a verter su sangre por el nombre de Paterna era algo que insuflaba en el alma de la castellana una extraordinaria sensación de autoridad y poder.

Caminaban ahora entre los hayedos eternos que entrelazan los valles del Saja y del Nansa, como si aquellos dos ríos hubieran querido celebrar su matrimonio en un lecho de bosques interminables. La incipiente primavera anunciaba ya su llegada en las hojas que empezaban a recubrir las ramas hasta poco antes desnudas. Sonaban a primavera los trinos de los pájaros, los aullidos de los lobos, el rumor vehemente de los arroyos que lloraban el deshielo de las cumbres. Era un grito de victoria que surcaba la floresta hasta donde se perdía la vista, y en sus ecos escuchaba Paterna las voces que la invitaban a cumplir, también ella, la misión: sortear a las fuerzas de Nepociano, llegar a las líneas de Ramiro, vencer en el campo de batalla y, como recompensa de la victoria implacable, entrar en Oviedo en condición de reina. Por primera vez Paterna se sentía reina, sí, y ahora además entendía, igualmente por primera vez, por qué con la llegada de la primavera los hombres porfiaban por salir a luchar.

Tres jinetes. Un caballero. Ella. Los tres jinetes eran los castellanos escogidos por Hernán de Mena: tres tipos adustos y callados, sufridos como la tierra de la nueva frontera, templada en la forja de los veranos severos y los inviernos inclementes; tres rostros en cuyos surcos se leía un linaje guerrero y una existencia a la intemperie, hecha al mismo tiempo de combates con los moros y de pugnas por arrancar a la tierra sus frutos. Telmo, Tello y Mendo se llamaban. De sus bocas apenas había salido otra cosa que sus nombres. Paterna no los conocía, pero habían brotado del mismo suelo que ella y eso bastaba para que los considerara sus hermanos. Hernán de Mena, el caballero, los gobernaba prácticamente sin gestos ni palabras, como un jinete veterano monta a un caballo experimentado. Hay un cierto tipo de autoridad que no se impone, sino que llueve e impregna las almas de los hombres. Y ella, en fin, la reina, se sabía en la cúspide o, mejor, en el centro de todos los afanes de aquellos valientes. Como la tierra en torno a la cual giran los astros, según enseñó a Paterna el viejo abad Beltrán de Mijangos.

Además estaba el amor. O lo que debía ser tal. Una confusa sensación que embriagaba a todas horas el pecho de Paterna y que se mezclaba de manera explosiva con la certidumbre del poder. Un amor prohibido. Un amor sin sentido. Un amor sin esperanza. Ella nunca había amado realmente a nadie. Ahora lo sabía. Hubo un tiempo, muchos años atrás, en que creyó amar a Eneco, pero su difunto marido jamás le había inspirado esa especie de sordo vacío doloroso que ahora Paterna sentía cuando se hallaba cerca de Hernán. Con Eneco aprendió el amor de la costumbre, de la obligación convertida en devoción por un acto de la voluntad. Lo de ahora era completamente distinto. Esa necesidad enfermiza de la presencia del otro, del amado, veneno y antídoto a la vez; esa búsqueda permanente de su mirada, de su sonrisa; ese miedo sin nombre que atenazaba su corazón cada vez que Hernán se alejaba para explorar el camino o buscar alguna pieza de caza… Todos esos sentimientos jamás habían anidado antes en el espíritu de la castellana.

Hablaban de amor las comadres. Hablaban de amor las doncellas. Sí, ella sabía todas esas cosas. También ella había hablado de amor. Pero esto que ahora quemaba sus entrañas se parecía muy poco a esa mema excitación que arrancaba rubores en las mejillas adolescentes y risas bobaliconas en los cuerpos en agraz. La otra noche, entre los menhires del Campoo, ella había deseado que él la tomara. Cuando colocó sus manos sobre la piedra, nada le habría satisfecho más que ver las manos de Hernán apoderándose de las suyas. Cuando notó el agua de la lluvia correr sobre su rostro, nada la habría saciado más que la boca de Hernán bebiendo aquellas gotas. Bajo la luz ciega del cielo sin estrellas había sentido todo su cuerpo húmedo y tenso, como una loba esperando al macho. Nunca se había hallado tan hembra. Nunca le había palpitado el corazón de la manera en que ahora lo hacía. Semejante tempestad interior, ella era muy consciente, debía de ser pecado. Pero también descubría que ni siquiera la conciencia del pecado aplacaba el calor que la devoraba. Eso anegaba su alma en un profundo terror y, a la vez, en una pasión abrasiva.

No podía ser. Era imposible. Ella no iba a ser reina. Ella iba a ser la esposa del rey. Cosas distintas. Todo lo que ahora estaba viviendo no tenía otro origen: un hombre designado como rey la había escogido a ella como esposa. A ese hombre debía respeto, fidelidad y obediencia. Era ese hombre, Ramiro, quien la había elevado a la condición más alta. «¿Serás capaz de vivir con un hombre al que no amas?», le había preguntado Hernán bajo el cobijo feroz de los dólmenes. ¡Cuánto más habría preferido ella que, en vez de preguntar, la hubiera tomado en sus brazos para fundir sus bocas, sin palabras ni remordimientos! «¿Serás tú capaz de servir a un rey en el que no confías?», había preguntado ella a su vez. Ahora se arrepentía de haberlo dicho. No porque no fuera verdad, sino porque aquello había abierto súbitamente una fosa entre dos cuerpos que se acercaban el uno al otro sin que sus conciencias fueran capaces de mantener el control. «Le ame o no, será mi esposo», había contestado Paterna a la pregunta de Hernán. Y bien, no le amaba. De hecho, ni siquiera le conocía. Al que amaba era a Hernán. Y un fatídico ardor se apoderaba de su cabeza, de su pecho, de su vientre, cada vez que aquellas palabras venían a su mente: le amaba.

¡Tanto tiempo sin un hombre al que poder llamar suyo! ¿Y él, Hernán? ¿Cuánto tiempo sin una mujer a la que poder decir suya? Y después de todo, ¿qué era Ramiro para ella? ¿Hasta qué punto estaban realmente comprometidos? Él había hecho sus regalos y el viejo Nuño había librado la dote, cierto, pero ella no había dicho sí, ella no había aceptado nada, más aún, ella ni siquiera había visto al que debía ser su marido, ni siquiera había firmado el compromiso. ¿Era eso realmente un compromiso, una palabra que tuviera que respetar? Aún no, se decía Paterna. Aún era libre, se repetía. Y cuando se decía y repetía estas cosas, sabía que eran subterfugios artificiales, excusas para escapar a su obligación, pero le daba igual, y eso también lo sabía. Con estos pensamientos su corazón y su vientre construían un castillo donde ella y Hernán pudieran refugiarse, siquiera unos pocos días, antes de que el destino la convirtiera en esposa de un rey. Pero enseguida otros pensamientos venían a derruir el castillo de su amor, porque todo aquello —se decía— solo eran ensoñaciones pecaminosas para ceder a la pasión, aún peor, para justificar una traición. Por eso sufría Paterna.

La dama miró al de Mena. Iba delante, solo, cabalgando en tensión, la vista alerta, el oído despierto, oteando el cerrado horizonte que permitían las luces y las sombras del bosque. A su espalda llevaba el escudo con el jabalí, ese bicho, bailando sobre la capa roja. Era lo único que delataba su condición. Hernán había insistido en disimular lo más posible cualquier atisbo guerrero en la corta comitiva. Él había sustituido su túnica blanca por un tosco sayal que casi ocultaba la cota de malla. Los tres castellanos habían prescindido del casco y en su lugar se cubrían con caperuzas campesinas. La propia Paterna ocultaba el lujo de sus ropas bajo un mantón que la tapaba hasta el punto de que nadie podría decir si aquella figura que cabalgaba era hombre o mujer. Los ojos de Paterna seguían fijos en Hernán de Mena. He ahí a un hombre que daría la vida por su rey, de eso no cabía duda. Y sin embargo, ese hombre, ella lo sabía, también la amaba. Y no precisamente como se ama a una reina.

No fue hasta cerca de Astorga cuando el príncipe Mohamed se dignó confiar al general Walid su punto de destino.

—Habrás visto que no nos dirigimos hacia la frontera oriental. Eso es obvio. Te estarás preguntando cuál es el destino real de nuestra marcha —peroraba el heredero con suficiencia, dejando que las palabras hirvieran en los oídos del eslavo—. Yo te lo explicaré. Siguiendo órdenes directas de mi padre, el emir Abderramán, al que Alá guarde muchos años, nos encaminamos hacia el corazón del reino de Oviedo. No iremos a Galicia. Tampoco saquearemos los montes del Bierzo. Entraremos en terreno enemigo por la calzada de la Mesa y nos aproximaremos lo más posible a la mismísima capital.

El príncipe Mohamed, sí, había decidido actuar por su propia cuenta. No era penetrar en el reino de Oviedo lo que su padre le había ordenado; sus instrucciones prescribían no entrar, sino aguardar a que hubiera noticias de la batalla final entre Nepociano y Ramiro. Solo entonces, con el campo seguro, debería avanzar el heredero de Córdoba al frente de sus huestes para llegar a la capital y plantar sus banderas. Pero Mohamed quería combate. Mohamed quería victoria. Mohamed quería gloria. Mohamed quería vengarse con una campaña triunfal de los menosprecios y las murmuraciones de quienes le consideraban simplemente un chiquillo. Mohamed quería lavar en sangre la traición de quien había colocado una cobra en su comida. Mohamed quería hacer honor a las sabias enseñanzas del alfaquí Yahya ben Yahya y su predicación de la guerra santa. Sin darse cuenta de que en este empeño, como le ocurrió a su abuelo, olvidaba librar antes la batalla contra sí mismo.

Ahora el príncipe miraba a Walid con gesto rapaz, como esperando que el ánimo del veterano general flaqueara ante el anuncio de su objetivo. Pero el ánimo de Walid estaba curtido en situaciones mucho más rudas que aquella.

—No es un camino exento de peligros —se limitó a observar el eslavo—. En tiempos de tu bisabuelo, cuando los saqueos de Oviedo, se usó alguna vez esa ruta. He oído de labios de supervivientes de aquello que las vueltas y revueltas de la calzada se prestan a emboscadas de todo género. En ese tipo de terreno, ni la superioridad numérica ni el arte militar son bazas que uno tenga en su mano, porque ahí solo manda, precisamente, el terreno. ¿Eres consciente de ello, mi príncipe?

—¿Tienes miedo? —preguntó a su vez Mohamed.

Walid miró al heredero con insolencia. Estaba acostumbrado a las impertinencias del «chiquitín», pero el eslavo se sorprendió al constatar que los ojos de aquel muchacho ya no eran los del presuntuoso petimetre de hace unas pocas semanas, sino que ahora había en ellos un fulgor extraño, maléfico, un brillo violento y asesino. El muchacho había cambiado. ¿Quizá bajo los efectos de las charlas del alfaquí? ¿Quizá impresionado por la muerte de Yahya? ¿Quizá, simplemente, por la dureza del camino? Sea como fuere, Walid no tenía miedo.

—Yo no temo más que a Alá y al emir, mi príncipe. Los cristianos y sus riscos no me hacen temblar. Pero mi deber es decirte lo que veo.

Los cristianos y sus riscos… Le gustaban aquellos riscos a Walid. Le recordaban su propio suelo natal, aquellas altas montañas y aquellos páramos siempre batidos por el viento y la lluvia. ¡Tanto tiempo ya…! Hacía muchos años que su vida era otra. Aquel joven guerrero picto había muerto para metamorfosearse en el eslavo Walid. Pero el veterano general soñaba con un retiro en algún paraje de este mismo aliento, entre montes y bosques. Quién sabe… Quizá la gobernación de una fortaleza al pie de los Pirineos o bajo la sombra del Moncayo, un lugar en el que descansar los huesos fatigados por las marchas y tostar al sol y al viento las cicatrices de tantos años de combate; un buen sitio para dejar pasar los últimos años de servicio en sencillas rutinas de cuartel, revistando tropas y hablando con comerciantes y hacendados, sin vecinos bereberes, solo tropa y campesinos, entre los cuidados de cuatro esposas complacientes, y esperar allí la llegada siempre infalible de la muerte. «Me estoy haciendo viejo», pensaba a veces Walid. Y esa sensación de vejez prematura se acentuaba ahora en presencia del joven chacal, el príncipe Mohamed, aupado en toda la petulancia de sus veinte años.

—No hay de qué preocuparse, general —contestaba el príncipe con una mueca peligrosa—. Los cristianos están enfrascados en su propia guerra interior. Nuestra ruta, según las indicaciones de mi padre, será la calzada de la Mesa, que transcurre por las alturas, lejos de gargantas y angosturas. Tendremos el camino libre.

Una mueca peligrosa, sí. Por inconsciente. Habría guerra allí en Oviedo, sería verdad si Mohamed lo decía, pero eso no significaba que el camino estuviera expedito. Ni siquiera la calzada de la Mesa estaba libre de amenazas. Un desfiladero, un recodo sin visibilidad, un barranco, aunque solo sea uno, siempre es una tentación para cualquier cuadrilla de bandoleros. Bastan unos pocos hombres para sembrar el infierno sin más armas que las piedras lanzadas por las pendientes. Además, Mohamed tenía que ser consciente de que la posición de su ejército ya no era la de unas semanas atrás. Cuando salieron de Toledo, la hueste superaba los tres mil hombres —así calculaba Walid pese a su renuencia a considerar hombres a los bereberes—, bien armados y con la moral alta, dispuestos a saquear toda tierra cristiana que hallaran a su paso. Pero ahora la cifra había descendido por la deserción de no menos de quinientos jinetes, la moral de la soldadesca estaba por los suelos y una especie de atmósfera de maldición se había desplomado sobre los corazones de los hombres.

Todo había empezado con la muerte del alfaquí. Yahya no era un espejo de virtud, pero a ojos de los bereberes, gentes simples y sugestionables, no dejaba de ser un hombre santo en su condición de doctor de la ley. Que una serpiente lo matara bajo la tienda del mismísimo príncipe había sido, para ellos, algo más que una desgracia; había sido un aviso, una advertencia… un augurio. Los bereberes creen en misteriosas energías negativas, en espíritus y en genios, en demonios que viven en las aguas o en las piedras, en el mal de ojo, en la magia, en fuerzas oscuras que se desatan cuando los hombres bajan la guardia. Para una gente tan supersticiosa, la muerte de Yahya ben Yahya no podía ser otra cosa que una señal.

La tropa hablaba en corrillos de estas cosas; los hombres se intercambiaban amuletos o aprovechaban la soledad de las guardias para entregarse a extraños rituales con el objeto de conjurar el mal. Poco a poco, las filas empezaron a clarear. Una noche desertaron diez bereberes de golpe. La siguiente, tres. Después, otros siete. Y así, noche tras noche, en un goteo insoportable. Muchos seguían en la columna porque la ambición del saqueo podía más que el miedo a los malos espíritus, y otros permanecían allí por puro pavor a las represalias, pero el hecho era que aquel ejército se había convertido en una masa imprevisible, atenazada por oscuras potencias. Y al general Walid le irritaban sobremanera tanto la imprevisión como la oscuridad.

La columna sarracena, obediente a las órdenes del príncipe Mohamed, cruzó los últimos llanos después de Astorga y se encaminó hacia el norte buscando los muros derruidos de la vieja ciudad de León. A partir de ahí, un rosario de montes y valles les conduciría hasta la ruta ansiada: el camino de la Mesa, la llave que por el sur abría las puertas de Oviedo. Mohamed sabía que, al otro lado, le aguardaba la victoria. Entonces se acabarían todas las suspicacias de los bereberes, incluso los temores del demasiado viejo Walid. El príncipe se ocupó de que todos los hombres de la hueste conocieran su objetivo. Eso les daría ánimos y estimularía su ambición. Derramarse sobre el reino de los politeístas como una marea de furia vengadora. Capturar esclavos y rico botín. Sembrar en los vientres cristianos la semilla de hijos musulmanes. Entrevistarse con el amigo Nepociano. Y después, como el emir le había indicado, cobrarse la pieza: el reino cristiano del norte. Pero solo después. Antes, Mohamed quería la gloria.

Volvería a Córdoba con carros colmados de cabezas enemigas. Aún más, entraría en el alcázar con las llaves del palacio real de Oviedo y la cabeza de Ramiro en una de aquellas cestas del eunuco Nasr Abu el-Fath. El pueblo entero le aclamaría. El emirato se rendiría a sus pies. Su buen padre no solo no le recriminaría su desobediencia, sino que, sin duda, le asociaría al trono. Tiempo habría entonces para indagar sobre el extraño asunto de la cobra asesina. Rodarían cabezas en Córdoba o dondequiera se hallara el culpable. El camino del poder absoluto se abriría ante su triunfal figura. Ese era el sueño del joven príncipe Mohamed.

Rodrigo Núñez no daba crédito. El primogénito varón de don Nuño de Cigüenza, el hermano de la reina Paterna, al frente de la mesnada con la que acudía a la gran batalla por la corona, se había extraviado.

Habían cabalgado a buen paso hasta León. Trescientos hombres de lo más aguerrido de las Bardulias. Lanzas y espadas que ya habían medido su acero con los musulmanes en la última aceifa mora. Todos ellos querían pelear. Todos deseaban vengar la cruel suerte de los paisanos alaveses. Todos habían visto las granjas incendiadas, los campos devastados, los cadáveres decapitados. Todos habían escuchado los lamentos desgarrados de las mujeres violadas y de las viudas ante cuyos propios ojos se había degollado a sus maridos o sus hijos. Todos ardían en deseos de venganza. Ahora llegaba la hora. Ahora era posible combatir a un usurpador sobre el que volcar toda la furia acumulada. Ahora era posible, además, poner en el trono a una de las suyas, a una mujer de la frontera, a Paterna, y empujar al rey Ramiro para lanzarse sobre las líneas moras. Ojo por ojo y diente por diente. Con un nuevo rey más joven y enérgico, y una reina de la tierra, las lanzas de Castilla caerían sobre las granjas moras como los sarracenos habían caído sobre la tierra cristiana: a sangre y fuego. Ahora era el momento de demostrar cuánto valía una lanza de la frontera. Pero ahora… se habían extraviado.

El camino era claro: la vieja calzada hasta León, después la ruta que conduce hacia las montañas para llegar a la antigua Lucus Asturum, buscando el puerto de Ventana y, tras él, el largo descenso hasta San Martín. Allí sería fácil localizar el emplazamiento del ejército del rey Ramiro. Las indicaciones que Rodrigo había recibido eran muy concretas sobre accidentes naturales y puntos de referencia. Pero lo que el hermano de Paterna había anotado en su cabeza tenía muy poco que ver con lo que ahora aparecía ante sus ojos. El camino iba hacia el norte, sí. Y allí había montañas, sí, y ríos como los que se le había indicado, pero la frecuencia de los jalones del recorrido no era la que tenía que ser. Por otro lado, la ruta parecía huir por sí sola hacia el oeste, y eso no era lo previsto. Rodrigo Núñez estaba en un serio aprieto.

—Más hacia el oeste o menos, lo mismo da. Por aquí llegaremos con toda seguridad a Oviedo —le decían los hombres de la mesnada tratando de tranquilizarle. Pero nada parecía capaz de disminuir el ostensible nerviosismo del heredero de don Nuño de Cigüenza.

La mera hipótesis de faltar a la cita le producía sudores fríos. ¿Qué iba a pensar su padre? ¿Qué iba a pensar Paterna? ¿Qué iban a pensar sus hombres? Era la primera vez que se le confiaba el mando de una mesnada tan numerosa, una hueste de guerra. No podía fallar. Sobre todo, su prestigio como heredero del sitio de Cigüenza quedaría irreversiblemente arruinado si fracasaba en esta primera empresa. Rodrigo Núñez, alto y fuerte, el rostro pecoso bajo el cabello negro, se sentía sobradamente capacitado para mandar pese a sus pocos años. Ya otras veces había cabalgado la frontera hasta la mismísima Astorga; ya otras veces había tenido que pelear contra las patrullas bereberes que buscaban esclavos y presas fáciles; ya otras veces había sentido el horror de la muerte y el fuego de la venganza, como tres veranos atrás, cuando la aceifa mora sobre Álava. Pero siempre había hecho todo eso en nombre de su padre y bajo sus órdenes directas. «Cuando en un grupo habla el más joven, es porque otro le ha dado autoridad». Eso le había dicho el tal Hernán de Mena. ¡Qué impertinente! Por muy hijo de Zonio que fuera, aquel tipo del Jabalí Blanco se daba unos aires realmente irritantes. Rodrigo llevaba años mandando a los hombres de su tierra. Ahora era la primera vez que lo hacía en su propio nombre. Y todo estaba a punto de irse al traste.

—Creo que sé lo que ocurre —aventuró el más viejo de la hueste, un veterano llamado García cuyo cuerpo parecía construido con haces de sarmientos—. Siempre he oído que para llegar desde aquí a Oviedo hay dos caminos: el de la Mesa y el de Ventana. Nosotros deberíamos haber cogido el de Ventana. Pero sospecho que estamos en el de Mesa.

Rodrigo se sintió como el náufrago desesperado que de repente recibe un madero al que aferrarse. Sí, solo podía ser eso: estaban cabalgando por un camino paralelo.

—El de la Mesa y el de Ventana van a parar al mismo sitio —dijo Rodrigo queriendo aparentar conocimiento, y enseguida se arrepintió de sus palabras.

—Sí y no —contestó el viejo García—. Por los dos se va a Oviedo, pero hay ramales que te conducen a distintos puntos. Por el de la Mesa podemos acabar demasiado a poniente, en un sitio que llaman Lapedo.

—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Rodrigo.

—Tuve una moza ahí —respondió el veterano, despertando las carcajadas de la hueste.

Ahora la cuestión era qué hacer. Rodrigo Núñez no tenía miedo a pelear, pero le daba pavor verse perdido en un camino desconocido, sin meta reconocible y con víveres limitados. Hacía frío en estas alturas. Había aún mucha nieve en varios tramos de la ruta. A los caballos les costaba encontrar alimento. En tres días se habrían terminado las provisiones de la hueste. Era imperativo llegar a destino antes de esa fecha.

—Tenemos dos opciones —expuso Rodrigo con ademán autoritario—. Una, seguir adelante y confiar en nuestra intuición. La otra, dar media vuelta y tratar de encontrar el camino de Ventana.

El joven Núñez miró a sus hombres. Constató que les era del todo indiferente una cosa o la otra. Cualquiera de ellos podía sobrevivir por sí solo en cualquier parte, con nieve o sin ella. Lo único que querían era pelear. Tal determinación alivió al hijo de don Nuño: facilitaba las cosas.

—Os diré lo que haremos —resolvió al fin el hermano de Paterna—. Que dos hombres cabalguen tres o cuatro leguas, no más, hacia el punto del que venimos. Vosotros lo haréis —se dirigió el joven a dos jinetes escogidos al azar—. Reconoced el terreno por si encontráis el camino de Ventana. Si es así, lo tomaremos. Si no, seguiremos por esta calzada de la Mesa. Nosotros, mientras tanto, tratemos de encontrar comida y demos descanso a los caballos.

Los dos castellanos designados por el dedo de Rodrigo Núñez partieron al trote. De su pericia y suerte dependía ahora que la hueste escogiera la vía correcta. El hermano de Paterna, hecho un manojo de nervios, se dedicó a revisar armas y bagajes. El tiempo corría en su contra. Una insufrible sensación de angustia le atenazaba el pecho. Tenía miedo. No a los moros, sino al fracaso. Rodrigo estaba a punto de explotar.

Ocurrió porque ella así lo quiso.

La mejor hora para cazar venados es el amanecer, cuando el animal busca agua para refrescarse. La mejor hora para el jabalí es algo más tarde, con el sol ya alto, porque es cuando el puerco, cansado, se retira para el encame. Eso al menos decía el amigo Telmo, uno de los adustos castellanos de la pequeña hueste. Los otros dos, Tello y Mendo, siguiendo sus instrucciones, marcharon tras él aquella mañana, antes del alba, husmeando el rastro de un venado junto al arroyo o la improvisada madriguera de algún jabalí poco avisado. Pero lo que en verdad iban a encontrar —así lo vaticinaba Telmo— era algún conejo y unos pocos pichones, y con eso bastaría, porque tampoco iban a echar raíces en aquel paraje.

Hernán y Paterna quedaron solos junto a los caballos. No era difícil alimentar a las bestias en aquellos bosques ricos en hierbas de todos los tamaños y colores. Habían dejado atrás las brañas de Sejos, con sus grandes piedras que un día, según las gentes del lugar, sirvieron de montura al diablo. Desde allí la ruta descendía rápidamente hacia el valle bajo del Nansa y las hayas cedían su lugar a las encinas a medida que el caminante se alejaba de las sombras de Peña Sagra. La comitiva eludió las minúsculas aldeas levantadas donde el Vendul vierte en el Nansa: no quería Hernán dejar demasiados testigos de sus pasos. Y así habían acampado en aquel claro a orillas del gran río, retirados del camino que lleva a Camijanes, alejados también de las herrerías que desde poco tiempo atrás habían empezado a instalarse en el cauce para aprovechar la fuerza del agua como motor de sus fraguas. La noche había sido templada. Las cumbres ya quedaban lejos. Se sentía la proximidad del mar. Abril empujaba. Solo tres días más de viaje y habrían llegado a su destino.

Paterna emergió de entre los mantones que envolvían su cuerpo. Hernán le había construido un precario cobertizo a base de ramas tiernas; lo suficiente para proteger a la dama de la humedad. La castellana asomó la cabeza desgreñada por el hueco de la improvisada techumbre. El cabello del color del trigo maduro cubría su rostro como una cascada vegetal. El sol temprano despertaba destellos de oro en su melena. Hernán la miró. Con deseo. Ella se desperezó sin remilgos. Clavó la vista en el caballero y sonrió. Lentamente se puso en pie y acomodó con coquetería sus ropas revueltas.

—¿Dónde están todos? —preguntó Paterna.

—Han marchado a buscar algo de caza —respondió Hernán, atizando el fuego de la hoguera que había velado durante la noche—. ¿Quieres desayunar? Tenemos harina, agua y longanizas secas.

—No. Quizá más tarde —declinó la mujer con un gracioso movimiento de cabeza—. Ahora querría lavarme un poco. ¿El río…?

—¡El agua estará helada! —objetó el de Mena.

—¡Vosotros, los hombres, siempre buscando excusas para no tocar el agua! —rio Paterna—. Vuelvo enseguida. Tú, vigila.

La dama se alejó unos pasos, hasta el cauce de un crecido arroyo sin nombre que vertía en el Nansa. Hernán la siguió con la mirada. Giró luego la vista en derredor. Nadie. Nada. Solo el trino de los pájaros. Y el latido de su corazón, que se le desbocaba en el pecho. Fue ese corazón quien tomó el mando. El caballero abandonó el fuego y siguió la estela de Paterna. En cada paso, su razón decía «no»; en cada paso, su corazón decía «sí». Vio cómo la mujer se desprendía de dos capas de túnicas hasta quedarse con una suave prenda de lino. Para asombro de Hernán, la dama sumergió los pies en el arroyo, sobre las heladas cuchillas de aquellas aguas torrenciales, hijas del deshielo de las cumbres. La castellana se inclinó sobre el agua y se lavó el rostro, los brazos, el cuello. Hernán la imitó. Se desprendió de sus botas. Entró a su vez en el arroyo.

Paterna lo vio. Miró al hombre con una expresión preñada de misterio en sus ojos de miel. No hizo el menor gesto de desagrado. Él se acercó. Fascinado, examinó el cuerpo de la mujer. El beso del agua helada había dibujado con explosiva nitidez sus volúmenes bajo la camisa de lino. El agua estaba fría. Muy fría. Pero ni siquiera el frío que mordía sus pies podía atemperar el fuego que ardía en su interior. La tomó en sus brazos. La besó. O ella le besó. Permanecieron allí abrazados, en pie sobre el agua gélida del arroyo, durante unos segundos. El contacto de los cuerpos despedía un calor salvífico en medio de la corriente helada. Así eran sus vidas —pensó Paterna—, un fugaz momento de calor en medio de una existencia de hielo. Juntos, cogidos de la mano, abandonaron el arroyo. Se sentaron junto a la hoguera.

Ella acercó las manos. Hernán no pudo sino tomarlas. Ella acercó el rostro. Hernán no pudo sino acariciarlo. Ella acercó la boca. Hernán no pudo sino besarla. Fundieron sus cuerpos en el abrazo desesperado de quienes se aman sin esperanza.

Los exploradores de la hueste de Rodrigo regresaron a galope tendido, arriesgándose a terminar en el fondo de cualquiera de los barrancos que la calzada abría en sus peligrosas curvas. Venían sofocados y excitados, agitando mucho los brazos y gritando algo que el hermano de Paterna no entendió. Únicamente cuando estuvieron a un centenar de pasos pudo el joven descifrar sus apresuradas palabras.

—¡Los moros! ¡Vienen los moros!

Rodrigo Núñez sintió que un escalofrío le recorría toda la columna vertebral mientras sus piernas dominaban malamente un inoportuno temblor. Agarró a uno de los exploradores por los hombros y lo agitó como si fuera una sábana.

—¡Explícate! ¿Qué moros? ¿Cuántos son? ¿Dónde están?

Rodrigo hablaba aún más atropelladamente que el explorador, el cual, por su parte, apenas si lograba recuperar el resuello.

—¡Unos dos mil! —dijo el hombre—. ¡Por la calzada! ¡Como a tres leguas de aquí! ¡Traen caballos y mucha gente!

—¿Llevan banderas o estandartes o algún distintivo? —preguntó el hermano de Paterna.

—Sí —respondió el otro explorador, más tranquilo que su compañero—. Estandartes blancos.

—¡Omeyas! —aulló Rodrigo.

Cuando un personaje de la familia del emir salía en campaña, siempre los estandartes blancos de los omeyas acompañaban sus pasos. Rodrigo Núñez había aprendido eso en sus largas charlas con veteranos, en las noches invernales, junto al fuego del caserón de Cigüenza. Había aprendido también que en las huestes sarracenas combatían gentes de muy diverso pelaje, y no era lo mismo habérselas con la guardia eslava del emir que con los saqueadores bereberes o la tropa de leva andalusí.

—¿Cómo son? ¿Qué aspecto tienen? —urgió el joven Núñez a su interlocutor.

—Hay huestes de dos tipos, me ha parecido ver —respondió minuciosamente el explorador tranquilo—. Unos visten ropas muy semejantes, de cierto lujo, con buenas corazas, y por su cara no parecen moros. Los otros, que son los más, van envueltos en túnicas y turbantes oscuros, casi todos de color negro, y yo diría que son como los bereberes que vimos hace cuatro años en Álava.

Rodrigo miró fijamente a este segundo explorador: un tipo pequeño y cuadrado, ya no joven, de ojos marrones en un rostro curtido de hielo y de sol, con rasgos que, desde la nariz al mentón, parecían esculpidos a puñetazos. Lo conocía, sí, pero ¿cuál era su nombre? Le costaba recordarlo.

—¿Cómo te llamas?

—Como tú, joven señor: Rodrigo. De Tedeja.

—Escúchame, Rodrigo de Tedeja. Es importante esto que te voy a decir. ¿Estás seguro de que son bereberes?

—Por la traza, lo parecen —respondió flemático el explorador.

—Y los otros serán, sin duda, eslavos de la guardia del emir —observó el hermano de Paterna hablando para sí.

Un confuso rumor se había adueñado de la hueste. ¡Moros! Era lo último que esperaban encontrar. Aquellos hombres habían partido para tratar de hallar el camino perdido, y ahora la hueste, trescientos jinetes de Castilla, se topaba de bruces con un pequeño ejército enemigo.

—¡Vamos a por ellos! —bramó de repente uno de la mesnada, y el grito se convirtió en un clamor saludado por todos los demás.

Rodrigo Núñez meneó la cabeza. Tenía tantas ganas como sus hombres de mojar su acero en sangre sarracena, pero ellos eran solo trescientos frente a dos mil moros, estaban en un territorio que no conocían y, además, su misión no era entrar en combate con las huestes de Córdoba, sino acudir a la cita con el rey Ramiro. Difícil tesitura. La cabeza del joven Núñez maquinaba a toda velocidad. Necesitaba una solución. Reparó entonces en el veterano García, el de la novia en el sitio de Lapedo.

—García —llamó Rodrigo, dirigiéndose al veterano—, ¿tú conoces este camino?

—Solo el final, joven señor —respondió el hombre.

—¿Podemos galopar desde aquí hasta ese punto a buena velocidad?

—No —negó García sin dudar—. La calzada es estrecha, ya has visto que hay nieve en algunos tramos y, además, en demasiados puntos se abren barrancos peligrosos para las bestias.

—Luego no podemos eludir el choque huyendo —concluyó Rodrigo—. Habrá que pensar otra cosa. Tedeja —interpeló el joven Núñez al explorador—, ¿dices que están a tres leguas de aquí y que vienen a caballo?

—Más o menos —respondió el otro.

—Es decir que en dos horas habrán llegado hasta el punto donde ahora nos encontramos —dedujo el hermano de Paterna—. Por supuesto, doy por hecho que no os han visto…

—Puedes estar seguro, Rodrigo Núñez —contestó el explorador—. Es más, venían muy tranquilos, como si no esperaran encontrar a nadie.

—Seguramente saben que el reino arde en guerra —aventuró el joven caudillo—. ¿Traían exploradores en cabeza?

—Sí —afirmó el de Tedeja—. Cuatro. Cuatro bereberes. Como a media legua de distancia del grueso de la tropa.

Rodrigo Núñez clavó la vista en el suelo, pero miraba a sus hombres por el rabillo del ojo. Todos le observaban inquietos; todos estaban deseando medirse con el enemigo. Era una locura, pero habían salido de su casa para hacer la guerra y ahora la Providencia les había dado una inesperada oportunidad. Y sin embargo, ¿cómo dar la batalla de manera que hubiera al menos una esperanza de victoria? Ellos, los moros, eran muchos más. Por confiados que vinieran, si se les atacaba por sorpresa no tardarían en rehacerse. Y la hipótesis de una emboscada, en un camino como el de la Mesa, era impracticable. Precisamente la calzada de la Mesa es una ruta que transcurre casi enteramente por cumbres y lugares altos, lejos de desfiladeros y hondonadas. Un rumor de cuchicheos se levantaba desde la hueste, cada vez más alto, como un coro de palabras que no quieren ser entendidas. Y entonces Rodrigo tuvo una iluminación.

—García, Rodrigo de Tedeja —dijo, dirigiéndose a los dos veteranos—, vosotros sois los más viejos de la hueste. Escuchad. Hace algunos años oí contar a un viejo guerrero que aquí, en este mismo camino, hace muchos años, el rey Alfonso venció a los sarracenos. Aquel guerrero hablaba de un barranco junto a un río. ¿Os suena esta historia?

—A mí sí —respondió García, visiblemente satisfecho de poder contar algo más que sus amoríos en Lapedo—. Mi propio padre estuvo allí. Fue poco antes de que yo naciera. O sea, hace casi cincuenta años. Los moros venían de saquear Oviedo. Mi padre estaba en la mesnada del rey. Cuando la morisma volvía de la capital, cargados de botín, Alfonso los esperó en el único punto peligroso de este camino: el paraje de Lutos.

—¡Lutos, eso es! —exclamó el otro veterano, el de Tedeja—. Un pasillo entre dos cerros a orillas del río Pigüeña. Lo llaman así, Lutos, por el lodazal que cubre una hoya junto al río. Allí se ahogaron los sarracenos.

¡Lutos! Ahora Rodrigo Núñez recordaba los detalles de aquella historia. Una curva en el camino. Al oeste, una cresta. Al este, una prolongada pendiente que va a dar en la hoya de lodo. Los guerreros de Alfonso se dispersaron por las sendas que salen de la calzada en todas direcciones. Aguardaron en la cresta. Siendo muy inferiores en número, sacaron el máximo partido al terreno: cuando los moros llegaron al recodo del camino, de la nada surgió un grupo ante ellos, otro por detrás y, por fin, un tercero sobre la cresta. Este último lanzó una tormenta de piedras, dardos y troncos justo sobre el centro de la columna mahometana. Los que intentaban huir hacia delante o hacia atrás se topaban con los guerreros cristianos que cerraban el camino. Así se destruyó el ejército que mandaba… ¿Cuál era su nombre? Sí, Abd al-Malik. Y ahora Rodrigo recordaba, además, cómo se llamaba el guerrero que mató a Abd al-Malik: Zonio de Mena, el padre de Hernán.

Rodrigo volvió la vista a sus hombres. Todos aguardaban en pie, tensos, expectantes. El hermano de Paterna bramó:

—¡Repetiremos la hazaña de Lutos! ¡Aniquilaremos a los asesinos de nuestros hermanos de Álava!

Un alarido de júbilo recorrió la hueste. El paraje de Lutos quedaba a unas pocas leguas hacia el norte. Si se daban prisa, podrían llegar al lugar con tiempo suficiente para preparar a esos sarracenos y a su caudillo omeya una sorpresa que tardarían en olvidar.

—Deberíamos dejarlo todo y huir a alguna parte. Juntos. Solos. Tú y yo.

Hernán perdía la vista en el fuego. Paterna permanecía junto a él, hombro con hombro, cuerpo con cuerpo, sentada frente a la hoguera. Habían secado su piel. Habían retomado sus ropas. Ahora el alivio del deseo satisfecho se mezclaba de manera dolorosa con el sentimiento de la culpa.

—Sabes que eso no puede ser —musitó Paterna—. Lo sabes tú y lo sé yo. Igual que sé que me amas. Igual que sé que te amo.

Ella acarició las manos del caballero. Las cogió entre las suyas. Apretó como si fuera una despedida. Después volvió a hilar los cabellos de su trenza.

—He traicionado a mi rey —suspiró Hernán.

—Aún no soy su esposa —objetó Paterna—. No he firmado. Ni siquiera me lo han presentado.

—Eso te salva a ti —concedió el de Mena—, pero no a mí. Y sin embargo…

Paterna miró al caballero con dulzura. Se sentía dichosa, después de todo. Su piel aún se erizaba al evocar el abrazo sobre las aguas heladas del arroyo. Había añorado muchos años el cuerpo de un hombre que la amara. Ahora iba a ser entregada a otro hombre al que ni siquiera conocía. No podía sentirse culpable: había sido amada por el hombre que ella había elegido y en el momento que ella había decidido. Ahora sabía qué era el amor. Y sabía también que no podría olvidarlo.

—¡Eres tan hermosa…! —susurró Hernán—. Pero el deber…

—Tu deber es entregarme a Ramiro —dijo la mujer suavemente—. El mío es desposarle. Tú me vas a entregar. Yo le voy a desposar. Así serán las cosas. Lo sabías antes de pisar el río. Yo también.

—No sé si este dolor que siento es por mi palabra quebrantada o por la furia que me produce el mero pensamiento de entregarte a él.

—Y yo no sé —agregó la dama— si este vértigo que ahora nubla mi vista es por haber faltado al compromiso de mi padre o por saber que te voy a perder para siempre.

—Para siempre… —repitió pensativo Hernán—. No, no será para siempre. Jamás podré olvidar tu calor.

La dama había terminado la confección de su trenza. Se puso en pie. Abrió su cuerpo a las llamas de la hoguera.

—Nuestra felicidad se quema en este fuego como un leño generoso. —Los ojos de miel se habían empañado con algunas impertinentes lágrimas—. Pero te miro y soy incapaz de verme pecadora.

—Yo, por el contrario, tendré que fundirme en esas brasas para perdonarme. No por ti —aclaró Hernán—, sino por él.

—Él jamás lo sabrá —afirmó Paterna.

—Y yo nunca lo olvidaré. Nunca te olvidaré.

Hernán de Mena se puso en pie. Asió a Paterna por la cintura. Acarició su piel de leche. Delicadamente depositó en los labios de vino un largo beso. El último beso.

Pronto se escuchó el rumor de los tres hombres que volvían. Tello, Telmo, Mendo. La mejor hora para cazar el venado es el amanecer, y para el jabalí, algo más tarde, cuando el sol ya está alto. Pero los tres castellanos, como el sabio Telmo había predicho, apenas habían capturado otra cosa que un conejo y algunos palomos. Lo suficiente, en todo caso, para completar la provisión de víveres hasta su destino. Tres días. Tres días y habrían alcanzado las líneas del rey Ramiro. Tres días y los caminos de Paterna y Hernán se separarían para siempre. Entre ellos quedaría el recuerdo del amor y el peso de la culpa.