Primero se escuchó un alarmado cuchicheo. Después, tintineo de metales y rumor de movimientos entre el jadeo ahogado de los caballos. Enseguida, sonido de pasos apresurados y roce de ramas y apagados choques de piedra y acero. En un recodo del camino de Argüeso a Cabuérniga, apenas media legua antes de que el Saja reciba las aguas del Argoza, cerca de un paraje que llaman Los Tojos, dos huestes armadas se habían descubierto la una a la otra. Los hombres de una y de otra habían desmontado rápidamente para tomar posiciones bajo la sombra de las hayas. Una mesnada enarbolaba el estandarte blanco con la cruz roja del reino cristiano del norte. La otra, también.
—¿Quién va? —se gritó desde la una.
—¿Quién va? —se gritó desde la otra.
—¡Huestes del rey! —contestó la una.
—¡Huestes del rey! —contestó la otra.
—¡Dejad paso a la espada del rey don Ramiro! —se ordenó desde la una.
—¡Dejad paso al caballero Sonna, conde de palacio! —se ordenó desde la otra.
Hernán de Mena, mientras sus hombres se desplegaban a los lados del camino, había permanecido a caballo, la espada fuera de la vaina. A su lado, otro caballero mantenía alto el estandarte. Tras ellos, a unos pasos, protegida por otros dos jinetes, Paterna continuaba igualmente en su montura. Hernán, entre mil precauciones, el escudo del jabalí blanco cubriendo el torso, avanzó lo justo para dejarse ver en el ángulo de la curva del camino.
El conde Sonna, erguido sobre su corcel, observaba el arco que sus hombres habían formado en torno al sendero. Si alguien osaba aparecer por cualquier punto, sería inmediatamente asaeteado. Sonna ordenó a su lugarteniente que mantuviera bien visible el estandarte. Desenvainó la espada. Terció el escudo con el aspa negra de San Andrés. Lentamente, en solitario, avanzó.
—¡Conde Sonna! —exclamó Hernán.
—¡Caballero Hernán de Mena! —se sorprendió Sonna.
Los dos hombres se acercaron. Ambos hicieron gestos a sus guerreros para que bajaran la guardia. De entre las sombras del espeso hayedo aparecieron varias decenas de cuerpos. Muchos de ellos, en ambos bandos, portaban las capas rojas de los fieles del rey. Cuando unos y otros se reconocieron, guardaron sus armas y rompieron a saludarse a su vez. Ahora las dos huestes parecían solo una. Pero los caudillos de una y otra no habían perdido la prudencia.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Sonna en tono conminatorio.
—Lo mismo debería preguntarte yo —respondió Hernán con semblante desconfiado.
—Hemos salido de Oviedo en busca del conde Ramiro Bermúdez —respondió Sonna—. ¿Por qué no estás con él?
—El rey don Ramiro —replicó el de Mena, subrayando la condición regia del ausente— ha partido hacia Galicia para hacer frente a un usurpador. Eres tú quien debería estar con él.
Sonna y Hernán se miraban fijamente, dos almas gemelas en una situación que tenía algo de fratricida. El conde se preguntaba qué hacía el de Mena con una hueste tan corta en el camino de Oviedo. El de Mena trataba de adivinar qué podía buscar el conde Sonna en medio de aquel hayedo, en vez de estar cubriendo sus obligaciones en palacio.
—¿Cómo has dado con nosotros? —inquirió el Caballero del Jabalí Blanco.
—Tengo destacamentos en todos los caminos que vienen de Castilla —explicó Sonna en una exhibición de autoridad—. En las Mazcuerras, en Puentenansa, en Cabezón, incluso en Liébana. Lo difícil habría sido no encontraros. A mí me ha cabido el honor —añadió el conde con un punto de sarcasmo.
En ese momento, Paterna, siempre a caballo, se aproximó.
—¿Quién es ella? —inquirió Sonna.
—Doña Paterna Núñez, hija de don Nuño de Cigüenza, prometida del rey don Ramiro —respondió Hernán, ceremonioso—. Tu futura reina.
—Una flor de las Bardulias —comentó Sonna con alguna ironía.
—Una dama de Castilla —repuso la propia Paterna, elevando el mentón y clavando en el conde unos ojos fieros. Sonna inclinó respetuoso la cabeza, como si se la hubieran herido con una flecha de rosas y azahar.
Castilla… Aún no habían pasado dos generaciones desde que aquel rincón de las Bardulias había empezado a llamarse así, Castilla, y a Sonna no dejaba de impresionarle el orgullo con el que esa gente de la frontera pronunciaba su nombre. Estaba especialmente bella Paterna esa mañana, como si el sol de la primavera temprana le hubiera transmitido su fulgor. Su cabello de trigo maduro resplandecía sobre el gesto altivo. Para sorpresa de los dos caballeros, Paterna descabalgó. Los hombres se apresuraron a imitarla. La dama caminó pausadamente hacia el conde Sonna y tomó la iniciativa.
—Mi prometido, el rey don Ramiro —explicó la mujer con una sonrisa cortés, distante—, nos ha ordenado aguardarle en lugar seguro. El caballero Hernán de Mena es responsable de mi custodia. Lo que no esperábamos —agregó— era que una cohorte de caballeros del reino viniera a nuestro encuentro.
Sonna se inclinó y besó la mano de la dama. Estaba realmente impresionado, y no tanto por el aspecto físico de Paterna como por su manera de conducirse, por su dominio de sí, por su compostura de gran señora. Hernán, neciamente, se sintió celoso y al mismo tiempo orgulloso de haber entrado en la vida de aquella mujer. Mientras tanto, los guerreros de la hueste del conde habían ido acercándose para observar a la reina. De algún lugar tras los setos surgió también el aya de Paterna, que se apresuró a situarse junto a ella, como para protegerla de las miradas de los hombres. Pero Paterna, visiblemente, no necesitaba otra protección.
—¿Qué hacéis aquí tú y esta hueste, Sonna? —volvió a preguntar Hernán—. ¿De qué lado estáis?
—¿Qué quieres decir? —repuso ofendido el conde.
—Bien lo sabes —acusó el caballero—. Oviedo debe de estar ardiendo en este momento. La palabra del rey Alfonso ha sido traicionada. Su elegido, Ramiro, se ve obligado a empuñar las armas para defender lo que es suyo. Un usurpador, Nepociano, le ha robado el trono. Va a haber guerra, si es que no ha empezado ya. ¡No me digas que ignoras todo esto! Te repito, ¿de qué lado estáis? —insistió el de Mena.
El conde Sonna escrutó el semblante de Hernán tratando de descubrir alguna mentira, alguna trampa, alguna intención oculta… Pero no, el del Jabalí Blanco era tan incapaz de albergar doblez como el propio Sonna. Honor y fidelidad: el uno y el otro estaban cortados por el mismo patrón.
—¿Estás seguro de que la decisión del rey Alfonso fue esa? ¿Fue legítima la elección de Ramiro? —preguntó una vez más Sonna, y ahora su demanda tenía acentos de súplica: aquel asunto le estaba lacerando el alma.
—Que no te quepa la menor duda —aclaró Hernán—. Él me llamó en su lecho de muerte, me confió que Ramiro era su heredero y me ordenó protegerle. Por eso salí de Oviedo. El obispo Gomelo me confirmó la decisión del rey. No necesito más. Quizá debí decírtelo cuando me preguntaste, en la puerta de la cámara del rey, y ahora lamento no haberlo hecho, pero mis instrucciones no eran esas.
—Acusan a Gomelo —opuso Sonna— de haber malinterpretado la decisión del rey. Puesto que solo el obispo custodia el documento con la designación, se le achaca que en realidad todo es cosa suya. Y por tanto la decisión de nombrar heredero a Ramiro es ilegítima.
—¡Eso es una locura, Sonna! —exclamó el de Mena—. ¿Desde cuándo el obispo Gomelo ha torcido la voluntad de nadie, y menos aún del rey? Además, está el testimonio del consejo.
—Solo Teudano y Tioda rubricaron la decisión —objetó el conde.
—¿Y por qué no les has preguntado? —exclamó Hernán.
Sonna bajó la mirada. Nada de todo aquello tenía sentido. El conde refirió al caballero los últimos acontecimientos.
—Me he enterado de que Tioda está encerrado. Y Gomelo, seguramente preso. En cuanto a Teudano, está muerto.
—¿Muerto? —bramó el de Mena.
—Lo mataron en una sesión del consejo —detalló Sonna.
—¡En el consejo! —exclamó Hernán, escandalizado—. ¿Cómo lo has consentido, desdichado?
—Yo no estaba en Oviedo en ese momento. Estaba… estaba… —al pecho de Sonna volvió el recuerdo tibio de los brazos de Gadea la molinera—, estaba en camino para localizar a Ramiro —dijo al fin sin mentir del todo—. Precisamente salí por consejo de Nepociano y su esposa, doña Jimena, y con el aval del conde Escipio. Se trataba de elucidar las circunstancias de la designación. ¿Cómo no iba a aceptar esa tarea?
Hernán de Mena se rascó pensativo la barba. Todo lo que Sonna acababa de referirle era una catástrofe. Nepociano, Jimena, Escipio… Todos estaban en la conspiración. Y Teudano, el viejo y bravo Teudano, muerto. Y Gomelo, preso. El reino, cabeza abajo.
—¿No te das cuenta, Sonna? —reprochó el de Mena—. Te han alejado de Oviedo para poder perpetrar su traición. Y tú te has dejado engañar como un niño.
Sonna iba a musitar algo parecido a «yo no lo sabía», pero su sentido del honor le vetaba el recurso a excusa alguna. Estaba claro que había cometido un error gravísimo. Pero, aun así, necesitaba más información para reconstruir el paisaje.
—¿Dónde está ahora Ramiro? —preguntó.
—Lo ignoro —respondió Hernán, sin reparar en el ceño desconfiado de su interlocutor—. Imagino que en algún lugar entre Galicia y Asturias, organizando a su ejército y dispuesto a aniquilar al usurpador.
—¿No ha pasado por Alles? —aventuró Sonna, aún bajo el efecto de la matanza de la casa de don Alvar.
—Difícil lo veo —dijo el de Mena, ajeno a la tragedia—. Eso queda muy lejos de su camino.
—¿Cuántos hombres tiene Ramiro? —volvió a interrogar el conde.
—¿Para qué quieres saberlo? —repuso a su vez Hernán, y ahora la desconfianza afloraba a su rostro como una máscara de hierro.
—¡No es lo que estás pensando! —se apresuró a excusarse Sonna—. Pero ocurre que Nepociano ha traído consigo una tropa mercenaria de dimensiones considerables. No será fácil acabar con esa gente. Todo eso sin contar con las huestes que Escipio y otros como él hayan podido movilizar en su favor.
La mente de Hernán voló hacia las mesnadas que a estas mismas horas, desde todos los puntos de Castilla, se movilizaban para acudir a la batalla. Alguna incluso habría llegado ya a su destino. Imploró a Santiago que ninguna hueste enemiga se interpusiera en el camino de aquellos valientes. En esas mesnadas marchaba, entre otros, el joven Rodrigo Núñez, el hermano de Paterna.
—¡Ven con nosotros! —sugirió de repente Paterna—. Únete a nuestra hueste y marchemos juntos hacia el campamento de Ramiro.
—No puedo —objetó Sonna, depositando en la dama una mirada entre admirativa y desconsolada—. He comprometido mi palabra con Escipio y los otros caballeros. Debo volver con ellos.
Hernán miró a su alrededor. Las huestes de uno y otro lado del camino, enmudecidas las armas, formaban ya una piña que se intercambiaba risas, historias, trozos de pan, pellejos de agua, incluso juegos de dados y, por supuesto, comentarios entusiastas sobre la nueva reina, esa castellana de trenza de trigo y gesto orgulloso que domaba a los jefes guerreros con un solo movimiento de sus manos. No cabía escenario menos apropiado para imaginar una guerra civil en el reino. Era preciso encontrar una salida a este embrollo. El de Mena asió a Paterna por un brazo e hizo una seña al conde Sonna. Ante la mirada recriminatoria del aya, los tres se alejaron un trecho. A instancias de Hernán, tomaron asiento en un claro del hayedo, bajo la sombra de un árbol cuyas ramas lucían ya las primeras hojas nuevas.
—¿Qué podemos hacer ahora? —preguntó al viento el conde Sonna.
Paterna, Hernán y el conde cruzaron sus miradas buscando una solución a su angustia. El de Mena iba a decir algo, pero entonces la castellana habló:
—Creo que sé lo que podemos hacer —musitó Paterna—. Y tal vez sea la mejor salida para todos.
—¿Cuántas horas llevas apedreando pajarillos?
—No estoy apedreando pajarillos.
Ordoño estaba, en efecto, apedreando pajarillos. Subido en un carro de siega varado, los pies colgando, el gesto aburrido, como un niño contrariado, combatía su frustración con aquel bobo ejercicio. A su alrededor, el patio vacío del castillo, despejado ya de guerreros y caballos y promesas de combate. Frente a sí, un paisaje infinito: desde el cercano castro de Formigueiros hasta el poblado de la Castiñeira se extendían las diminutas manchas de las aldeas que señalaban la frontera de la repoblación.
—Es un hombre extraño, nuestro padre —murmuró Ordoño—. Cuando estuvo en la corte con el rey Alfonso, declinó ser conde de palacio y pidió serlo en Galicia. Y cuando obtuvo el nombramiento en Galicia, no se instaló en ningún lujoso palacio ni en ningún castillo de fama, sino que vino aquí, a la frontera, a esta sierra en medio de ningún lugar…
—Quizá porque siempre ha querido construir algo por sí mismo —apuntó Aldonza—. ¡Y deja ya de apedrear pajarillos!
—No estoy apedreando pajarillos.
—No me engañes —sonrió Aldonza—. No puedes.
—¿Y cómo sabes lo que estoy haciendo si eres ciega? —espetó Ordoño a su hermana.
—No me hace falta verte para saber lo que estás haciendo. —La muchacha dirigía su sonrisa triste hacia algún lugar del gran patio del castillo, como si hablara con las piedras.
—¿Tienes un ojo oculto en algún lado? —provocó Ordoño.
—¡No seas idiota! —rio la hija de Ramiro—. Sé lo que estás haciendo porque eres mi hermano y te conozco. Además, hacías lo mismo cuando eras niño y algo te contrariaba. Y yo entonces veía. Lo recuerdo muy bien.
Ordoño miró largamente a su hermana. Tan bonita. Tan frágil. Con esos ojos tan hermosos… tan ciegos. El primogénito de Ramiro no podía evitar que una ola de compasión invadiera su pecho cada vez que miraba a su hermana Aldonza. A pesar de los muchos años transcurridos, no podía acostumbrarse a la idea de que su hermana ya no vería nunca más.
—¿Qué recuerdas, Aldonza? —preguntó Ordoño—. ¿Qué imágenes tienes? Quiero decir… ¿Me ves a mí con el aspecto que tenía cuando perdiste la vista? ¿Me ves como a un niño?
—Es difícil explicarlo —respondió la muchacha—. No, no te veo como un niño. Guardo tu imagen de entonces, sí, pero tengo que esforzarme mucho para llevarla a la mente. Lo que ahora veo son otras cosas: olores, sonidos, tactos… También el espíritu.
—¡El espíritu! —exclamó el joven.
—Sí. Yo lo llamo así. ¡No quiero decir que vea tu alma! —rio Aldonza—. Llamo espíritu a lo que siento de la gente cuando la tengo cerca. Como a ti ahora. Y siento con toda claridad que estás muy enfadado.
—¡Cómo no estarlo! —bufó Ordoño—. Primero, padre me apartó del viaje para buscar a Paterna. Me dejó aquí y tuve que encargarme del trabajo más tedioso: formar un ejército y convencer a todos esos señorones de que valía la pena correr el riesgo. Y ahora, cuando llega la hora de la batalla, la hora de la gloria, vuelve a dejarme aquí. Se lleva consigo a Gatón como si fuera un perrito faldero, y a mí me deja con los viejos y las mujeres. ¡Cómo no voy a estar enfadado!
Aldonza sonrió suavemente. Su inseparable aya la ayudó a sentarse junto a su hermano en el viejo carro que aguardaba, año tras año desde que la muchacha tenía memoria, el día de la siega. Solo ese día aquel carro dejaba de ser un armatoste inútil y se convertía en regia carroza vestida con granos de oro.
—Padre tiene razón —sentenció al fin la muchacha.
—Eso dices siempre —murmuró Ordoño con tono de enojo.
—No, no lo digo siempre porque no siempre tiene razón —repuso ella, firme—. Pero en este caso, sí. Tú tienes que permanecer aquí.
—Ya, ya sé: porque si pasa algo malo, yo seré el rey, ¿no? ¿Y qué rey voy a ser si aún no he sacado la espada de la vaina? ¡El rey de los viejos y las mujeres!
—Es más complicado que todo eso, y tú lo sabes. —Aldonza paseaba suavemente los dedos sobre el rostro de su hermano: lo había sentido cambiar año tras año, y ahora ese rostro era ya el de un hombre—. La batalla puede salir bien, y entonces todos iremos a Oviedo, o puede salir mal, y en ese caso caben muchas posibilidades. Una batalla en tablas exige que alguien tenga mano libre para reunir nuevas huestes: tú. Una derrota con retirada necesita que alguien tenga cubierta la retaguardia: tú. Una derrota con cautividad requiere que alguien esté en condiciones de negociar un rescate decente: tú. Tú y solo tú. Esas cosas no las puede hacer Gatón, que es muy bueno y muy fuerte, ¡pero muy bruto! —volvió a reír Aldonza—, ni puedo hacerlas yo, que no soy más que una damisela ciega. Tiene que hacerlas alguien inteligente y con carácter. O sea…
Ordoño apretó la mano de Aldonza entre las suyas, la besó con suavidad y la apartó de su rostro. Lanzó otra piedra a los pajarillos que se aventuraban a descender sobre el patio en busca de cualquier migaja, los restos del paso del ejército de Ramiro.
—¡Me dejas estupefacto! —exclamó el joven, burlón—. ¿Es que estuviste oyendo anoche a padre?
—No, no escuché.
—¿Entonces todo eso se te ha ocurrido a ti sola?
—Sí. ¡Y deja ya de apedrear pajarillos! —ordenó Aldonza.
La partida del ejército de su padre, después de tantos días de intensos preparativos, había dejado dentro de Ordoño una suerte de vacío que no sabía cómo llenar. Se sentía postergado, relegado a un papel secundario. Pero además tenía la impresión de que algo no estaba funcionando bien, como si alguna circunstancia se le hubiera escapado, y eso le laceraba el alma con un escozor de angustia.
—¿Qué más ves, Aldonza? ¿Qué sientes?
—Miedo —confesó la muchacha de inmediato—. Tengo miedo por padre. Y por Gatón y por ti. Tengo miedo de que esa Paterna sea una mujer ambiciosa que solo busque honores para su familia. O aún peor, que engañe a padre con ese Hernán del Jabalí Loco, o como se llame, o con cualquier otro.
—¡Aldonza! —se escandalizó Ordoño—. ¡Paterna es una mujer decente!
—Sí, pero padre está viejo y esa mujer podría ser tu hermana mayor.
—¡Las mujeres siempre pensando en lo mismo! —rio el joven.
—En lo mismo que pensáis los hombres, sí. ¿O me vas a negar que Paterna es hermosa? —acusó la muchacha con el tono de quien ha sorprendido a alguien en una falta.
—Solo la vi una vez —protestó el primogénito—, y de lejos. Y me pareció muy mayor. De todas maneras, creo que ves fantasmas. Paterna es honesta y Hernán es amigo de padre. Fantasmas, sí. Eso es lo que ves. O esos espíritus que dices que sientes. ¿Qué te dijo el espíritu de Hernán? —preguntó Ordoño sin abandonar el tono burlón.
Aldonza suspiró. Nada de lo que estaba ocurriendo le inspiraba el menor apetito de broma. Porque eso que ella llamaba «los espíritus» le estaba hablando, sí. También el de Hernán.
—Me dijo que es un hombre leal, fuerte y severo —certificó Aldonza—. Y cansado.
—¿Cansado? —se extrañó el joven.
—Cansado de pelear. Cansado de su lealtad. Me dio esa impresión. Es la misma que me da padre muchas veces.
—Pues yo —bromeó Ordoño— no vi a padre nada cansado esta mañana, cuando marchó al frente de la hueste. ¡Parecía un paladín de Carlomagno en sus años mozos!
—Que no te engañe la euforia del combate. Padre está cansado —sentenció la muchacha—. Lo sé. Lo siento. Y por eso también tengo miedo. Temo que, llegado el momento crucial, reaccione con torpeza.
—¿En la batalla?
—La batalla —corrigió Aldonza— es lo que menos me preocupa. No es la primera vez que padre pelea. Eso lo sabe hacer. No, me refiero a lo que haya de venir después.
—¿Después? Tú mandas y los demás obedecen. Eso es ser rey, ¿no? —frivolizó el joven—. No veo dónde está la dificultad.
—La dificultad, Ordoño, está en que padre, y tú y todos vamos a tener que enfrentarnos a batallas mucho más peligrosas; batallas contra otras personas que aspiran a tener lo que nosotros tendremos, y que no darán la cara en un combate, sino que moverán sus dagas a traición y en la oscuridad de palacio.
Ordoño volvió a fijar la vista en el rostro de su hermana. Era como si Aldonza estuviera reviviendo vidas pasadas, tragedias de existencias anteriores, pesadillas de generaciones que ya no circulaban por el mundo de los vivos. Quiso quitarle importancia.
—Me parece que tu aya te ha contado demasiadas cosas de los viejos tiempos —bromeó, dando un impertinente codazo al aya, que asistía a la conversación en perfecta mudez.
—¡No son de los viejos tiempos! —repuso Aldonza, casi indignada—. ¿Es que no has visto lo que está pasando ahora, tú que tienes ojos capaces de ver? Ese Nepociano ya ha matado a varios nobles del consejo. Y más que matará si hace falta. Y después de Nepociano vendrán otros. Y…
—¡Me dirás que prefieres ver tus días apagarse aquí, en esta sierra que no puedes ver, en unos campos cuyos colores te resultan invisibles, en una vida aburrida y monótona, sin… sin…! —Ordoño no sabía qué decir.
—Sin riesgos. Sin muertes. Sin ambiciones —asintió la muchacha.
—Aldonza… ¡Eso no es vida! —protestó Ordoño, jovial.
—Así habla un rey guerrero —sonrió la niña ciega.
—Mi pequeña…
Ordoño abrazó a su hermana y acarició su larga cabellera rubia. Las ondinas de los ríos debían de ser así, como Aldonza, medio niña y medio mujer, cuando abandonaban las profundidades de los lagos y emergían a la orilla para contar a los hombres historias de hechizos y embrujos y secretos de tesoros escondidos en grandes pozas olvidadas de Dios. La muchacha reclinó su cabeza sobre el pecho de Ordoño. Era ya un pecho de hombre, ancho y duro. Lo había sentido crecer día tras día, año tras año, y ahora su hermano ya no era un niño; era un hombre que algún día iba a ser rey. Y ese día —temía Aldonza— perdería a su hermano Ordoño para siempre jamás.
Para grave disgusto del general Walid, que desconfiaba de Mohamed y despreciaba a Yahya, la intimidad entre el maestro y su pupilo había crecido de manera ostensible a medida que la columna marchaba hacia el norte. El alfaquí Yahya ben Yahya aprendió pronto a apreciar la exquisita confección de las viandas que el príncipe Mohamed guardaba en aquellas cestas preparadas por el buen eunuco Nasr Abu el-Fath. El alfaquí hacía frecuente exhibición de austeridad y ascetismo, e incluso había quien decía que solo se alimentaba de pistachos y leche cuajada, pero no por ello desdeñaba los placeres de una buena mesa. Las cestas del eunuco, aviadas según las inflexibles órdenes del heredero, guardaban tesoros gastronómicos que resultaban aún más valiosos en aquel áspero caminar del ejército de Córdoba hacia el reino cristiano del norte. Yahya, noche tras noche, acudía a la tienda de Mohamed para instruirle en la recta doctrina del islam. Y Mohamed, alumno agradecido, adornaba las lecciones abriendo al azar alguna de aquellas cestas y obsequiando el reseco paladar del alfaquí con inesperados deleites. De manera que el anciano, al cabo de unas pocas sesiones, había empezado a sentirse como aquel muchacho de la vieja leyenda de Bagdad, que quedó encerrado en una cueva llena de tesoros y pasó años descubriendo maravillas cofre tras cofre.
Todo eso —pensaba el eslavo— solo podía traer malas consecuencias. Ya era bastante difícil gobernar a aquel rebaño de bereberes como para que, además, el heredero dedicara tantas horas a instruirse en la fe. ¿Es que iba a tener que hacerlo todo él solo? Aunque, bien mirado, quizá fuera mejor así: que Mohamed metiera las narices en la organización de la tropa no podía ser más que un estorbo. Pero con todo y con eso, el general habría agradecido que el príncipe hiciera algún gesto de interés por el avituallamiento de las tropas, por el estado de las armas, por la salud de los caballos, por la moral de los combatientes… Al menos, alguna indicación orientativa sobre el destino final del viaje. Porque desde que salieron de Toledo se había hecho patente que no marchaban a la frontera de Álava, sino hacia poniente y enseguida al norte. Iban, pues, al habitual camino que seguían las aceifas sobre tierras gallegas. Nada definitivo, sin embargo, había salido de la boca de Mohamed.
Las palomas mensajeras del convoy permitieron a Walid comunicar a Nasr el cambio de rumbo. Esto era importante: si había algún sobresalto, cualquier revés en el camino, Córdoba podría enviar refuerzos en pocos días. Pero al general tal garantía solo le tranquilizaba a medias. Entre la recepción del mensaje y la llegada del auxilio podía correr mucha sangre. Bien, se pelearía: para eso estaban allí, después de todo, y Walid volvería a demostrar que no había en Al Ándalus mejor guerrero que él. Por lo demás, el veterano eslavo se sentía como un aya obligada a responder del comportamiento de un chiquillo imprevisible. Lo cual aumentaba su resquemor hacia Mohamed, Yahya, los bereberes y el universo mundo en general. «Tomamos el camino que lleva a Astorga», decía el último mensaje que había enviado al eunuco. A Nasr le correspondía ahora obrar en consecuencia.
Se lo había temido desde el principio, al ver la exorbitada lista de demandas del heredero: una aceifa larga y a lugar lejano. Nada de una excursión campestre a las mal defendidas tierras de la frontera oriental. Y al mismo tiempo, demasiada poca hueste para una gran campaña en el noroeste. ¿Cuál era el verdadero juego? Solo Mohamed sabía realmente adónde se dirigían y para qué. No es que esto fuera nuevo para Walid. Su vida consistía en obedecer órdenes sin hacer más preguntas que las precisas. Pero eso significaba que, si algo le ocurría al heredero, aquel ejército quedaría varado sin rumbo en medio de la planicie infinita del valle del Duero. Tarde o temprano, Mohamed tendría que confiar a su general el destino final del viaje, el verdadero objetivo de la expedición. Pero los días pasaban, el camino se hacía largo, las montañas del Bierzo ya estaban a pocas jornadas y el heredero seguía sin proporcionarle el menor detalle sobre la auténtica naturaleza de su misión. Mohamed solamente parecía tener oídos para aquel viejo alfaquí con el que compartía largas veladas de charla y no menos largas sesiones de solaz con el contenido de sus malditas cestas.
Fue entonces cuando ocurrió. Cierta noche fresca de aquel abril estepario en una llanura sin nombre, a orillas de un río que los bereberes conocían como Zapardiel, después de una larga y tediosa jornada de marcha. Walid acababa de pasar revista a la guardia y se había sentado junto al fuego, fuera el yelmo, fuera también la coraza, para comer un poco y calentarse los huesos antes de rendirse al sueño. En ese momento un espeluznante alarido de dolor surgió de la tienda del heredero. Enseguida vino otro grito, este de puro terror. Walid, como impulsado por un resorte, saltó espada en mano hacia la jaima de Mohamed. Arrolló a los cuatro esclavos nigerianos que se agolpaban ante la puerta. Y allí lo vio. Vio a Mohamed con la boca abierta en un gesto de espanto supremo. Vio a Yahya tirado en el suelo, retorciéndose de dolor, los largos dedos huesudos aferrados al rostro. Y vio a la serpiente.
La cobra egipcia es un animal muy hermoso: largo como un hombre, fuerte, con bandas de vivo color negro cerca de la cabeza, que se abre en forma de capucha al atacar. Algunos ejemplares son incluso enteramente negros, lo cual aumenta el miedo que inspiran. Es fama que su veneno resulta mortal. Ningún bereber ignora que conviene mantenerse alejado de su siseo, precedente infalible del ataque. Ahora aquel bicho estaba allí, en un rincón de la jaima de Mohamed, levantada la cabeza y la boca abierta, hinchado el cuello y tembloroso el cuerpo, casi como un espejo del propio Mohamed y de los esclavos nigerianos, todos paralizados por el pánico. Walid, sin titubear, decapitó al animal de un solo tajo. La cabeza fue a caer sobre las viejas babuchas de Yahya ben Yahya, que agonizaba sin remedio en un aterrado estertor.
—¡Salió…! ¡Salió de la cesta! —balbuceaba histérico el heredero, el semblante pálido como el de un muerto—. ¡De la cesta!
Yahya el alfaquí dejó de respirar casi al instante. La cobra le había mordido una primera vez en el cuello y luego otra en la cara; esta segunda mordedura había sido más prolongada, a juzgar por los orificios sanguinolentos que el anciano mostraba en el rostro. La muerte llegó en pocos minutos.
—¡Yo le acerqué la cesta! —sollozaba Mohamed—. ¡La serpiente estaba dentro!
En sus sesiones gastronómicas, Mohamed había adoptado la costumbre de ofrecer al alfaquí las cestas de viandas al tiempo que abría su tapa. El alfaquí, ceremonioso, acercaba la cabeza y cantaba el contenido: dátiles, olivas, ziryabi, tafaya… ¡cobras! Así ocurrió. El viejo no tuvo tiempo de reaccionar. Apenas había asomado el rostro a la canasta entreabierta cuando el reptil salió disparado sobre su cuello. Enseguida, en fracciones de segundo, el animal se aferró a su rostro. Ese fue el alarido que había alertado a Walid. Después el ofidio trató de protegerse en un rincón. Aquella serpiente no era de las que uno encuentra en las estepas hispanas. Era una cobra de Egipto, típica del norte de África. Tampoco podía haber entrado en la cesta por accidente. Alguien tuvo que colocarla allí. Había soportado casi una semana de marcha sin alimento ni agua. Cuando se abrió la tapa, saltó con la furia de la desesperación. Ahora su cuerpo se enroscaba lánguido en un rincón de la jaima del príncipe Mohamed, heredero del emirato de Córdoba, mientras su cabeza permanecía muerta entre las babuchas del alfaquí.
—Esto es un mal augurio —observó en voz baja uno de los numerosos bereberes que habían acudido al lugar.
Walid miró al bereber de arriba abajo.
—No es un augurio. Es una serpiente, imbécil. Nada más —zanjó el general.
Pero las secas palabras del eslavo no bastaron para disuadir a los bereberes de que aquello, en efecto, era un mal augurio, una sombra que a partir de ahora iba a proyectarse sobre la expedición de Mohamed envolviéndola en aciagos presagios.
Mohamed tardó horas en rehacerse. Cuando lo logró, dispuso personalmente los detalles para el entierro del alfaquí. El cadáver del anciano doctor de la ley fue lavado con agua del Zapardiel y amortajado con los preceptivos sudarios. Como no había lienzos para hacer los tres que manda la tradición profética, se usaron solo dos. Con tablones del carromato que transportaba a Yahya se confeccionó un precario féretro. El propio Mohamed se encargó de recitar las takbiras y la taslima, las plegarias fúnebres. Después los esclavos del Níger cavaron un hoyo profundo con buen cuidado de que quedara orientado en sentido perpendicular a la dirección de La Meca.
Bismillahi Rahmáni Rahím. Alhamdulillahi Rabbil ‘Alamín. En el nombre de Dios, Clemente, Misericordioso. Alabado sea Dios, Creador del Universo. El príncipe Mohamed no podía apartar de su cabeza la idea de que aquella serpiente iba dirigida a él. Que él tenía que haber sido la víctima del ataque. Del atentado. Porque era un atentado, de eso no le cabía duda. Un atentado contra el heredero del emirato. ¿Pero quién era el criminal? ¿Quién había metido la cobra en la cesta? ¿Un bereber? ¿Un eslavo? ¿Uno de los esclavos negros? ¿Quizás alguien en Córdoba? ¿Y qué tendría que decir de todo esto el eunuco Nasr Abu el-Fath?
La columna de Mohamed se puso en marcha dejando atrás la improvisada sepultura del alfaquí Yahya ben Yahya. Poco antes de partir, el general Walid mandó una nueva paloma a Nasr:
Yahya ben Yahya ha muerto. Le mordió una serpiente. Ha sido enterrado conforme al ritual. Seguimos camino.
Ya nada iba a ser igual en el alma del príncipe Mohamed.
Melusina, hija del hada Presina y de Elinas, rey de Escocia. Por faltar al amor filial la condenó su madre a convertirse todos los sábados en serpiente de cintura para abajo, para volver a ser mujer normal el resto de la semana. El hombre que la desposara se vería bendecido por la fortuna y por una abundante progenie. Pero si el marido llegara a descubrir su secreto, entonces Melusina quedaría maldita para siempre y nunca más volvería a ser enteramente mujer. He aquí que Melusina desposó a un príncipe de la Aquitania, el cual se comprometió a nunca buscarla en sábado. La mujer serpiente concibió diez hijos y construyó numerosos castillos. Grande fue la dicha del príncipe y Melusina. Hasta que el marido, un sábado, no pudo resistir la curiosidad e hizo un agujero en la puerta tras la que se ocultaba su esposa. Y allí vio a Melusina bañarse en una gran cuba de mármol, mujer de cintura para arriba, serpiente de cintura para abajo. La mujer serpiente se vio obligada a huir. Nadie volvió a verla nunca más con forma enteramente humana.
Nepociano cerró cuidadosamente el libro que el abate Vidal le había hecho traer desde Poitiers: Legendarium era su nombre. Los monjes de San Hilario el Grande lo habían transcrito, por encargo expreso del muy docto abad Mellebaude, a partir de una antigua copia del santo varón Venancio Fortunato, que fue obispo de aquella ciudad. El misterio era cómo aquella joya había ido a parar a las manos del abate borrachín, pero Nepociano conocía a Vidal lo suficiente como para saber que era hombre de recursos inagotables.
Era sábado, y Jimena, como todos los sábados, se demoraba atendiendo a su cuidado personal: largos baños en vapores de esencias y delicados masajes con exóticos aceites. No, no era Melusina. Él la había podido ver muchas veces, en manos de sus sirvientas, desnuda de la cabeza a los pies, prestando su piel y sus músculos y sus huesos a la oculta sabiduría de aquellos dedos que la hacían rejuvenecer cada vez que aplicaban su energía sobre el cuerpo de su amada. Y sin embargo —razonaba el regente—, probablemente era una mujer como Jimena la que había inspirado originalmente la leyenda.
Nepociano se veía triunfador. Lo controlaba todo. O casi todo. El consejo del reino estaba dominado. Nadie en Oviedo se oponía a su regencia. El buen Escipio había trabajado bien, siempre bajo la convicción de que la designación de Ramiro había sido fraudulenta. Tarde o temprano se enteraría de la verdad, pero, para entonces —pensaba el magnate—, Escipio estaría ya tan atrapado en la red del poder que no podría salir de ella. Solo una cosa inquietaba a Nepociano: que alguien más supiera la verdad, que alguien más estuviera en condiciones de atestiguar que el difunto Alfonso, plenamente lúcido, había designado a Ramiro heredero de la corona. No le preocupaba el acta del consejo: esta la tenía Gomelo, pero el viejo obispo se hallaba encerrado y alejado del mundo. Ahora bien, le desasosegaba no saber nada del otro obispo, el joven, ese Serrano de nariz grande y aplastada que había desaparecido como si se lo hubiera tragado la tierra. Y tampoco le resultaba tranquilizador el hecho de que el conde Sonna no hubiera dado señales de vida desde su marcha en busca de la comitiva del gallego. Todos esos eran cabos sueltos que había que atar.
Ahora, en todo caso, lo prioritario era acabar con Ramiro y su partido. En Oviedo el horizonte estaba despejado: todos los nobles, unos por dinero y otros por miedo, habían aceptado la situación. Los que no se fiaban de Nepociano se acogían a la acrisolada lealtad de Escipio. Los señoríos cercanos, amedrentados por las exhibiciones del ejército mercenario del magnate, se habían avenido igualmente a doblar la cerviz. Tan asustados estaban que ni siquiera protestaban por las continuas aportaciones de víveres que se veían obligados a prestar para mantener a la soldadesca. Quedaban por amansar los ariscos castellanos y los salvajes vascones, pero de estos ya se encargarían las huestes de Abderramán en cuanto Nepociano les abriera la puerta. Así pues, la única batalla que de verdad importaba era la de Galicia: marchar sobre el oeste, entablar combate con las gentes de Ramiro, derrotarlas sin paliativos y clavar en una pica las cabezas del heredero y sus hijos. Y entonces, sí, el reino del norte sería suyo.
Escipio había traído informaciones preciosas sobre el ejército del gallego: no llegaba a los cinco mil hombres. Salvo los caballeros hechos a la guerra en la frontera, que eran pocos, la gran mayoría de las fuerzas de Ramiro era tropa de fonsado, paisanos comunes que tomaban las armas por obligación hacia la corona. Pan comido para un ejército como el de Nepociano, cuyos hombres mataban por profesión.
—¿Qué nuevas tenemos del granjero gallego y su becerrilla castellana? —La voz de Jimena, metálica, siempre bien templada, sacó a Nepociano de sus cavilaciones.
—Estás esplendorosa, querida —contestó el magnate. Y realmente lo estaba con aquella tez reluciente, ruborizada en las mejillas, la cabellera roja derramándose sobre su cuerpo juncal, como las hojas de un sauce en otoño.
—Gracias, mi bien —correspondió la mujer—. Siempre tan gentil. Algún día deberías acompañarme en mis baños.
—Prefiero dejar esos misterios a la intimidad de Melusina —musitó el magnate con aire soñador.
—¿Perdón…? —preguntó Jimena, confundida.
—No, nada. Viejas historias. —Se abanicó Nepociano con las manos como invocando un cambio de atmósfera—. Me preguntas por el granjero y su… ¿cómo la has llamado? ¿Becerrilla?
—Becerrilla —confirmó la mujer—. Becerrilla castellana.
—¡Es un mote digno de un genio! —rio el hombre a grandes carcajadas—. ¡Me encargaré de que todo el mundo, a partir de ahora, los llame así!
—Me alegra que te agrade. —Acarició suavemente la mujer las barbas grises de su esposo—. Pero ahora, dime, ¿qué sabemos de ellos?
—Que siguen separados —respondió Nepociano—. La becerrilla, en algún lugar entre las Bardulias y la Liébana. Esperemos que el conde Sonna la encuentre pronto. Y en cuanto a Ramiro, que ha tenido que renunciar a su… becerrilla, sabemos que intenta poner en pie algo que se parezca a un ejército. Con poca fortuna, añadiré.
Jimena avanzó suavemente, cogió a su marido de la mano y lo condujo hasta el balcón de su alcoba en palacio. Todo cuanto podía verse alrededor transpiraba orden y paz. Los campos, cultivados, preparados para recibir el sol de la primavera. Las calles, limpias. Las catedrales, silenciosas. Los soldados, bien repartidos por la capital hasta donde se perdía la vista.
—Lo estamos consiguiendo —susurró Jimena, y en la caricia de su voz jugueteaba con la gema regia que brillaba en su pecho.
—Esto no es más que el principio —precisó el magnate—. Enseguida habrá que nombrar cargos en el consejo, dibujar de nueva mano las fronteras del reino, entablar nuevas paces con Córdoba, revisar los acuerdos con Navarra y con los francos, abrir nuevas vías al comercio…
—¡Despacio, despacio! —rio Jimena—. Cada cosa a su tiempo.
—Sí —rio a su vez Nepociano—. Y ahora es tiempo de batallas. A no tardar habrá que ir a buscar al ejército de Ramiro… con o sin becerrilla.
—¿Están las gentes dispuestas? —preguntó la mujer.
—Escipio asegura que sí. Solo falta que vuelva Sonna.
Jimena apretó fuertemente la mano de su marido.
—No te ocultaré que me preocupa esa batalla —confesó con un hilo de voz—. Tú nunca has conducido ejércitos. Ramiro, por el contrario…
—¡Por favor! —atajó Nepociano, irritado—. Ramiro solo es un granjero. Y sus capitanes, terratenientes que se doblegarán primero en el campo de batalla y después en el salón del trono.
—Todos ellos han librado otras batallas antes —apuntó Jimena.
—Menos batallas que los caudillos que conducirán a mi ejército —protestó el regente, levemente zaherido—. Además, querida, las batallas no se ganan en el campo de la sangre, sino antes, con la mente, y después, con la voluntad.
—Y ni mente ni voluntad te faltan —concedió la mujer.
—Ni a ti —requebró Nepociano.
—Dime —inquirió la dama—, ¿te fías de la gente que te rodea?
—Con sinceridad, de mis hombres me fío. Están conmigo por dinero y nadie aquí puede darles más oro del que yo les doy. Me inquietan algo más —agregó Nepociano, entornando los párpados— los terratenientes del país. No dejan de ser labriegos ennoblecidos, con esa mezquindad sorda del campesino. Ya sabes a qué me refiero…
Jimena perdió los ojos, esos ojos del color de la mar en invierno, en algún lugar del monte Naranco. Tantos años esperando volver aquí, a este palacio, a estos montes, y ahora que al fin lo conseguía se sentía una extraña. ¿Qué tenía que ver ella con todo esto? Fue arrancada de esta tierra por una tragedia de sangre y odio; de su niñez no recordaba más que a aquella mujer, Munia, su madre adoptiva, entregándola en el remoto convento de San Miguel del Pedroso. Se escapó de allí en cuanto pudo y desde entonces su vida había transcurrido en la Aquitania. Ahora retornaba a su solar natal guiada por aquella gema que descansaba sobre su pecho, pero, en realidad, ¿para qué?
—… Por eso hemos de marchar cuanto antes sobre Galicia —continuó Nepociano—. Cuanto más tiempo tengan estos labriegos para pensar lo que están haciendo, peor. La acción, por el contrario, les marcará una ruta y no podrán volverse atrás.
La acción, sí —pensó Jimena—, estaba marcando su propia ruta y ya no cabía vuelta atrás. Ella misma había empujado a su marido a cumplir su destino, fuera cual fuere el final de esta historia. Mañana las huestes formarían para marchar en busca de su sino. Y a partir de ese momento, las manos que hubieran de tejer la tela ya no serían humanas.
Amanecía cubierto en la Mariña de Lugo. Ramiro había levantado su cuartel general en los alrededores de Mondoñedo: una plaza bien comunicada y con anchas campas que pudieran acoger a las huestes que de todo el reino venían a ponerse a sus órdenes. Tal y como Ordoño anunció, en torno a seiscientos jinetes y unos cuatro mil peones se concentraban ya bajo la bandera del rey legítimo. La cruz roja sobre fondo blanco, bordada por Aldonza y su aya, flameaba frente a la tienda del gallego. Y este, muy consciente de su nuevo papel, había recompuesto su aspecto, habitualmente destartalado, para ponerlo a tono con lo que la gente espera de un rey: no solo se había recortado la barba, que ahora ya no presentaba su característico aspecto selvático, sino que además se había enfundado una elaborada cota de malla bajo la inmaculada túnica blanca, y a vestir sus pies había destinado un par de lujosas botas musulmanas, de cuero repujado, que guardaba en el arcón desde los días de Santa Cristina, junto a otras piezas del botín. Por consejo de su hijo Gatón, sobre la cabellera cobriza exhibía un trabajado yelmo con adornos de gemas, que no era una corona pero podía parecerlo. Y de semejante guisa se paseaba Ramiro de tienda en tienda, de caballero en caballero, entre sones de gaitas, tambores y caramillos, dando ánimos y prometiendo victorias con la cordial convicción con que solo podía hacerlo un rey.
En esas estaba Ramiro, dispuesto ya a marchar sobre Oviedo, cuando su hijo Gatón apareció rojo de sofoco y resoplando como un toro.
—¡Padre! ¡Padre! ¡Está aquí! —bramaba el cíclope rubio.
—¿Quién está aquí? —preguntó el rey.
—¡Serrano! ¡El obispo Serrano!
Y en efecto, Ramiro salió a la puerta del palenque y vio acercarse, a lomos de un burro, la silueta inconfundible del obispo mozárabe, con sus crespos cabellos negros vigilando la tonsura y su nariz grande y aplastada sobre el rostro cetrino. Tras él cabalgaban en poderosos rocines cuatro jinetes envueltos en capas rojas: eran fieles del rey, los restos de la guardia del difunto Alfonso. Traqueteado por el caminar del burro, Serrano iba repartiendo bendiciones aquí y allá a medida que avanzaba entre la hueste, y los hombres respondían con vítores a Ramiro y a Cristo, porque semejante aparición venía a confirmar que Dios estaba de su lado. Ramiro se precipitó sobre el obispo.
—¡Serrano! ¡Por todos los santos! ¡Te hacía muerto o encerrado en alguna mazmorra!
—Cerca hemos estado, sí, mi buen rey Ramiro —contestó manso el obispo mozárabe mientras bajaba trabajosamente de su pollino con la tranquilidad de quien acaba de concluir una jornada de pesca.
—¿Cómo has conseguido escapar? ¿Cómo están allí las cosas? —le interpeló Ramiro, ansioso.
—Veo que recibiste mis mensajes —apreció Serrano—. ¡Alabado sea Dios! Conseguí escapar de Oviedo gracias a la benevolencia de los hermanos del monasterio de Ablaña, donde Gomelo está encarcelado.
—¡Gomelo vive! —exclamó Gatón.
—Sí —confirmó el obispo—. Nepociano no se ha atrevido a matarle. Pude verle en Ablaña. Por cierto…
El mozárabe extrajo de su escapulario un rollo de pergamino que tendió al señor del Édramo. Este lo leyó con desconcertado interés.
—¿Qué rayos es esto?
—Obra de Gomelo, precisamente. Lo ha rescatado de unas viejas palabras del sabio y santo Isidoro de Sevilla. Aquellas en las que dice que el príncipe que viola la ley no puede exigir que se cumpla la ley.
—¿Y…?
—Nepociano. Es Nepociano. El príncipe injusto por antonomasia. Contra el que toda rebelión es lícita.
—¡Vaya! —exclamó el rey sin corona, satisfecho—. Veo que Gomelo no se ha estado quieto a pesar de su encierro. Y tú, ¿cómo has podido llegar hasta nuestras líneas?
—Después de Ablaña, la Providencia quiso que me tropezara con estos cuatro fieles del rey que me han acompañado hasta aquí.
—¿Qué ha sido del resto de la guardia? —preguntó Ramiro inquieto.
—Es difícil decirlo —dudó Serrano—. Unos, muertos. La mayor parte, con Sonna. Otros, huidos. Algunos, con Hernán de Mena.
—Sí, esto último lo sé. Bien —ordenó Ramiro a su hijo Gatón—, que atiendan a estos caballeros como merecen.
Los cuatro fieles del rey, silenciosos y secos, agradecieron al unísono el gesto con una reverencia. Ramiro estaba deseando quedarse a solas con Serrano. Solo él podía contarle la verdad de cuanto estaba ocurriendo en Oviedo.
—Las cosas están recias en la capital —advirtió el obispo mozárabe—. El usurpador controla todos los resortes del poder. Ha comprado la voluntad de muchos miembros del consejo. Se diría que cuenta con fondos infinitos. ¡Y además el muy canalla dispone de su propio ejército!
Ramiro asió al obispo por la manga de la cogulla y le hizo pasar al interior de su tienda. Hizo una seña a Gatón para que les acompañara. Escudos de vivos colores, exhibidos en pie, apoyados sobre los mástiles de la carpa, proclamaban la naturaleza guerrera de aquel espacio. Haces de lanzas y azagayas se amontonaban en el suelo, y solo el lecho de paja de un catre permitía intuir que allí alguien, además de guerrear, dormía.
—Vayamos por partes —ordenó Ramiro, sentando al obispo en un banco cojo y sirviéndole un vaso de vino—. La situación política la conozco. Ya nos ocuparemos de eso en su momento. Ahora lo prioritario es saber a qué nos enfrentamos.
—Sí —aprobó Gatón—. ¿Cuántos hombres tiene Nepociano?
—No sabría deciros con exactitud —vaciló Serrano, apurando de un trago el vinazo espeso de Ramiro—. Ellos hablan de diez mil, pero quizá sea una exageración.
¡Diez mil! Gatón se rascó la cabeza con aprensión. El rey se mesó la barba. En una mesa de tosca factura, bajo un crucifijo de simple latón, había desplegado un largo pergamino con nombres y líneas. Ramiro fijó la vista en el pliego de becerro.
—¿Exageración? Más nos vale que así sea. Dime la verdad, ¿se han puesto muchos señores de su lado?
—Desde el castillo de Gauzón hasta las Asturias de Santillana —contestó Serrano abriendo mucho los brazos, como si quisiera abarcar el reino—, casi todos. Parece ser que Nepociano les ha untado bien. ¡Se diría que ese hombre saca el oro de las piedras!
—Lo saca de Córdoba y de sus sucios negocios, lo cual viene a ser lo mismo —comentó Ramiro, displicente.
—¡Banda de ratas! —se indignó Gatón—. ¡Ya les llegará a todos su hora!
—Calma, hijo —le reconvino el rey—. Hay un momento para la pelea y otro para los negocios. Quieras o no, a muchos de los señores que están hoy en el otro lado tendremos que sentarlos mañana a nuestra mesa. Los asuntos de gobierno son así —explicó calmoso Ramiro, insensible a la ira que asomaba a los ojos del cíclope rubio.
—Trae consigo un ejército mercenario que da miedo —proseguía Serrano con su informe—. Tipos que ha reclutado en Aquitania y que vienen de medio mundo.
—Los mercenarios no me asustan —sonrió Ramiro—: Cuando se acaba el dinero, se marchan. Por otra parte, si es verdad que vienen de medio mundo, eso les complicará la comunicación. Le pasará a Nepociano como a Abderramán con sus eslavos, que no entienden las órdenes de sus otros jefes.
—¿Y eso es importante? —preguntó el obispo, despistado.
—Mucho —confirmó el rey sin corona—. Cuando estás en batalla, todo tiene que moverse al unísono. Si una parte del cuerpo no entiende lo que dice la otra, entonces el movimiento se descompone y el cuerpo se cae. Eso, por cierto, me da una idea —apuntó Ramiro, chasqueando los dedos—. Cuando empiece la pelea, hay que procurar dividir a sus fuerzas de manera que no puedan actuar a la vez.
—Tú sabrás, querido amigo —concedió amablemente Serrano mientras atacaba un pedazo de queso que algún alma caritativa había depositado sobre la mesa.
Ramiro trazó algunos números sobre el pergamino. Seiscientos jinetes y cuatro mil peones. Esa era la fuerza con la que contaba. Si el enemigo realmente había alineado hasta diez mil hombres, la batalla iba a ser áspera. Claro que, en las cifras del gallego, faltaba incluir bajo sus banderas a los hombres de Castilla, que en ese mismo momento debían de estar recorriendo los caminos que cruzan las montañas para prestar sus lanzas a la empresa. Ramiro dibujó un trazo desde el sur de Oviedo hasta el Campoo.
—¡Castellanos! —escupió Gatón, adivinando los pensamientos de su padre—. ¡Paletos armados con azagayas cabalgando bestias de tiro!
—No los infravalores —meneó la cabeza Ramiro—. Tú y yo no somos otra cosa que eso mismo, con la única salvedad de que mi padre, tu abuelo, fue rey. Y eso, a estos hombres de la frontera, les resulta indiferente. Esa gente —reconvino el elegido a su hijo— se juega la vida todos los días, ¿sabes para qué? ¡Para ser señores de sí mismos! Están acostumbrados a pelear. No vas a ganártelos enseñando un árbol genealógico. Su vida es sudor y sangre. Y la única manera de ganar su respeto es mostrarte dispuesto a sudar más que ellos y a sangrar más que ellos. ¿Lo entiendes?
Gatón bajó la cabeza. Un mechón de su cabellera rubia oscilaba sobre la obstinada mirada azul. ¡Se parecía tanto a su madre! Ramiro revolvió la melena de su hijo con la misma rusticidad con que lo hacía cuando era un niño que volvía a casa con un conejo en el zurrón. Gatón había nacido para pelear, sí. ¡Si su madre lo pudiera ver ahora, con aquella cota de malla corta sobre el peto de cuero, todo músculo y vigor, el hacha descomunal bailando en sus manos con la ligereza de un junco…!
—Es importante enlazar con los castellanos —concluyó Ramiro—. Gatón, ocúpate tú: que varios mensajeros vayan a los caminos de Bárcena de Pie de Concha y de las Mazcuerras, y que traten por todos los medios de trabar contacto con las mesnadas que vienen de Castilla. Que las dirijan hacia el Narcea. Intentaremos dar allí la batalla.
—Como ordenes, padre —respondió Gatón.
—Otra cosa: llama a los señores de las huestes. Que se presenten en mi tienda de inmediato. Si el paisaje está como lo pinta el buen obispo Serrano, debemos preparar bien la estrategia.
—Así lo haré —contestó el cíclope rubio saliendo de estampida.
Serrano saludó la referencia levantando una vez más su copa. Los efectos del vino, después del largo viaje desde Ablaña, habían acentuado su cordialidad. Buena cosa para Ramiro, que necesitaba suelta la lengua del obispo.
—Dime, amigo mío —preguntó el rey con toda la dulzura que pudo—, ¿a quién tiene Nepociano a su lado? ¿Quiénes son sus lugartenientes?
—Está Escipio, conde de palacio, que es su mano derecha —apuntó Serrano.
—Le conozco —confirmó Ramiro—. No es mal hombre. Mucho tiene que haberle prometido el usurpador para que abrace su causa. ¿Y el conde Sonna?
El rostro del obispo Serrano palideció súbitamente. Sobre su conciencia pesaba el haber delatado el viaje de Ramiro a Castilla en aquella desdichada entrevista con Nepociano. Ahora trataba de enmendar el error, pero eso le obligaba a moverse en un complicado laberinto de medias verdades y medias mentiras:
—El conde Sonna también está con él, aunque menos convencido. Y me consta que Escipio y los demás le persuadieron para que fuera en tu busca a Castilla, no sé si para quitarle de en medio o con la secreta esperanza de que te matara.
Ahora fue el rostro de Ramiro el que palideció, apenas un instante.
—¡Sonna! ¡Increíble…! Le tenía por mejor caballero. Habrá que ocuparse de toda esta gente cuando entremos en Oviedo —sentenció el rey—. ¿Cuentan con hombres de Iglesia en sus filas?
—No. Salvo cierto abate Vidal, monje relapso, que forma con la hueste extranjera de Nepociano.
—Eso es buena noticia. Debe quedar claro que la Iglesia de Asturias está con nosotros. Lo primero que pienso hacer en cuanto Dios nos dé la victoria es confirmar a Gomelo como obispo de la capital.
—¡Oh, no sé si él aceptará! —deslizó Serrano, sibilino—. En Ablaña me dijo que tan solo deseaba retirarse a orar y a leer en cualquier monasterio apartado…
Ramiro miró a Serrano con suspicacia. ¿Se estaba postulando para el cargo? Algo iba a decir el rey a su amigo, pero en ese momento entró en la tienda Gatón con los jefes de la hueste.
—¡Mis queridos amigos! —exclamó Ramiro, adoptando súbitamente el tono del caudillo invencible.
Allí estaban, sí, los capitanes de las tropas del rey sin corona. Ramiro fue presentándolos uno a uno. Paio de Guitiriz, un veterano de barbas blancas sobre un rostro agrietado por la intemperie. Yago de Mondariz, el guerrero más mozo de su casa, dado a bravuconerías y pendencias. Gonzalo de Lemos, un maduro terrateniente cojitranco, cuyo vientre delataba al hombre que lleva muchos años alejado de la guerra. El obispo Ataúlfo de Iria-Compostela, joven prelado de maneras solemnes y aspecto impoluto. Ergica de Tuy, un tipo enjuto y membrudo, famoso por sus correrías en tierra de moros al sur del Miño. Arias de Pallares, majestuoso aristócrata de hermoso semblante y reluciente espada. Y con ellos, los cuatro hijos varones de Fáfila de Lugo, el terrateniente asesinado por la gente de Nepociano en el mismísimo salón del trono; un abominable ultraje que era preciso vengar.
—Señores —habló solemne el rey—, tengo el honor de presentaros al obispo Serrano, auxiliar de nuestro buen obispo Gomelo de Oviedo, encarcelado cruelmente por Nepociano el usurpador. Mi amigo Serrano ha logrado huir de la capital y me informa de que el enemigo ha reunido una numerosa y aguerrida hueste. Más de la mitad son mercenarios extranjeros, sin duda pagados con el oro de Córdoba. Señores, la hora es grave: el enemigo nos superará en número, pero nosotros estamos obligados a vencer o morir, a mayor gloria del reino y de Dios Nuestro Señor.
Un comedido murmullo de aprobación saludó las palabras de Ramiro. Serrano bendijo a los presentes y se inclinó a besar la mano de su colega de Compostela.
—El obispo está a vuestra disposición para referiros cuantos detalles deseéis sobre la situación en el reino. Lo hará gustoso, estoy seguro —dijo Ramiro en un guiño a Serrano que este no correspondió de buen grado—. Lo más importante es esto: hemos de actuar rápido. Hay que partir cuanto antes. No nos llevará menos de una semana llegar a la capital. Y cada día que tardemos en entablar combate, el número de los enemigos crecerá y el poder del usurpador se hará más fuerte. Mañana mismo tomaremos el camino de Oviedo. Preparad a vuestras huestes. La orden de marcha será al alba. Vosotros, mis capitanes, compartiréis conmigo la gloria. Y ahora, id en buena hora, amigos míos. Yo me retiraré a orar.
Los capitanes abandonaron la tienda de Ramiro envolviendo literalmente al obispo Serrano, que, asido al brazo de su colega compostelano, trataba de dar respuesta a las mil preguntas de los caballeros. El rey los vio marchar con una ancha sonrisa, como la del hombre que está seguro de su victoria. Pero en cuanto el último paladín se hubo ido, la sonrisa se le borró mecánicamente del rostro.
—Déjame, hijo —ordenó a Gatón—. Es verdad que necesito rezar un rato. Porque solo Dios puede sacarnos con bien de esta.
Gatón se marchó, obediente, y Ramiro se sentó dejándose caer a plomo frente al crucifijo. Se desembarazó de la cota de malla, que empezaba a castigarle el cuerpo, y se desabrochó los correajes. Ahora ya no era el rey Ramiro, sino Ramiro Bermúdez, el colono gallego, el señor de la sierra del Édramo, el señor de ninguna parte, empujado por el destino a luchar por una corona que él no había pedido. «Compartiréis conmigo la gloria», había dicho a sus capitanes. Sí, la gloria. Si no la de la victoria, al menos, seguramente, la gloria de la vida eterna, porque no había ni una sola razón para pensar que aquello fuera a salir bien. Su corona estaba en la cabeza de otro. El usurpador controlaba la capital, el gobierno, el tesoro regio y, para colmo, alineaba un ejército que doblaba al suyo en número. Su prometida andaba perdida en algún lugar entre las Bardulias y Liébana, en manos de un hombre en el que confiaba, sí, pero que solo era un hombre. Las tropas a su mando no eran más que una colección de huestes mal avenidas, compuestas por labradores, ganaderos y pescadores, y dirigidas por terratenientes que distaban de ser los mejores generales del mundo. Ramiro clavó en el tosco crucifijo de latón sus ojos del color de las castañas. No imploró. Simplemente le dijo a Dios que estaba resignado a aceptar su destino, aquella corona que Él había puesto en sus manos y que, como la otra, podría ser una corona de espinas. Lucharía por ella y moriría si era preciso. Pero pedía su ayuda porque únicamente un milagro podía darle el triunfo.
Comenzaba el mes de abril del año 842 de Nuestro Señor y una tibia llovizna empapaba los campos de la Mariña.
El conde Sonna y sus hombres se marcharon en dirección a Cabuérniga. Allí acamparían antes de retornar a Oviedo para ponerse a las órdenes del regente Nepociano, como era su deber. Sonna había empeñado su palabra con Escipio y los demás: volvería con noticias. Ahora tenía noticias, luego estaba obligado a regresar. Paterna y Hernán despidieron a la hueste con sentimientos encontrados.
—Es un buen guerrero —dijo Hernán—. Lástima que no esté con nosotros en este lance.
—¡Qué caprichos del destino! —comentó melancólica Paterna—. A veces la vida separa a las almas hermanas y las coloca en bandos rivales.
La columna del conde de palacio se alejó hasta perderse entre el dibujo verde del hayedo. Paterna había ofrecido una solución a los caballeros. Ahora había que ocuparse de algo más inmediato: decidir cómo continuar camino. Cuando la hueste de Sonna hubo desaparecido de la vista, Hernán expuso a Paterna su plan:
—No podemos ir a Liébana.
—¡Pero es lo que Ramiro ha ordenado! —objetó la mujer.
—Cierto —repuso el de Mena—. Pero ya has oído a Sonna: si hay tropas hostiles en todos los caminos de entrada desde Castilla, Liébana incluida, lo más posible es que alguna patrulla nos intercepte. Y no todos serán tan razonables como el conde.
—Sin embargo —porfió Paterna—, hemos de llegar al lado del rey.
—Tenemos que buscar otro método. Y creo que sé cómo hacerlo. ¿Confías en mí? —preguntó Hernán, y la expresión de sus ojos decía algo más que esas palabras.
—Confío —contestó Paterna, y en esa simple fórmula quiso decir mucho más de lo que su posición le permitía.
Hernán llamó a cuatro de sus caballeros: cuatro fidelis regis con sus capas rojas, la guardia personal del rey de Asturias. Laín, de las Bardulias; García, de Santillana; Froilán, de Lugo; Gonzalo, de Siero. Todos habían peleado junto al de Mena. Los conocía como si fueran sus hermanos. No dudaría en poner su propia vida en las manos de esos hombres.
—Hasta aquí hemos llegado cuarenta guerreros, una reina —dijo Hernán inclinando la cabeza ante Paterna—, un fraile y un aya. Ahora hemos de dividirnos.
—Separados seremos más débiles —arguyó Gonzalo de Siero, un tipo enjuto y moreno, de mediana edad, con la guerra escrita a fuego en las arrugas del rostro—. No podremos pelear.
—El objetivo no es pelear —rebatió Hernán—, sino desaparecer. ¿No os dais cuenta de que nos han localizado?
—Pero Sonna nos ha dado su palabra de dejarnos pasar —protestó Laín, un mozo de tamaño colosal que parecía surgido de los megalitos del Campoo.
—No desconfío de Sonna —explicó el de Mena—, pero nada nos garantiza que alguno de sus hombres no vaya a irse de la lengua. Y si eso ocurre, todas las patrullas que Nepociano ha dispersado por la región batirán el bosque hasta encontrarnos. Será una partida de caza donde a nosotros nos tocará el papel de la presa. Y os recuerdo a todos que nuestra misión no es dar la batalla aquí, sino escoltar y proteger a la reina —concluyó Hernán, volviendo a mirar a Paterna.
—Podemos regresar a Castilla —propuso Froilán, el de Lugo, un sujeto calmoso de aspecto inmaculado y mirada transparente.
—Pero entonces alejaríamos a la reina de su rey —objetó el del Jabalí Blanco—, y eso tampoco podemos hacerlo.
—¿Qué propones entonces? —terció Paterna, que hasta ese momento había asistido a la asamblea en absoluto silencio.
—Yo os lo diré —contestó por su cuenta García de Santillana, un maduro caballero con mucha guerra a sus espaldas—. Lo que haremos es dividirnos en grupos, sembrar pistas falsas, confundir a los que nos persiguen y salir de estos bosques con bien. ¿No es eso, Hernán?
El de Mena miró a García con una ancha sonrisa. Había combatido junto a ese hombre, codo con codo, mil veces; juntos habían devastado las granjas de los bereberes, juntos habían cargado en Santa Cristina, juntos habían escapado más de una vez entre los bosques del Bierzo o en las conchas de Haro, zafándose de patrullas moras que los perseguían precisamente como a presas de caza.
—Es exactamente eso —corroboró el caballero—. Hemos de desvanecernos en el paisaje. Que nadie nos encuentre. Y si alguien lo hace, que no halle lo que busca. ¿Qué buscan los hombres de Nepociano? No a nosotros, sino a Paterna, la reina. Porque para nosotros ya es reina. —La dama agradeció la alusión con una mirada cómplice—. A ella es a quien hemos de proteger.
—¿Cómo nos dividiremos? —preguntó Laín, el mozo megalítico.
—Aprovechemos las bazas que tenemos en la mano —dijo Hernán—. Tú, Laín, conoces la frontera de Castilla. Acudirás con doce hombres a la casa de don Nuño, de donde venimos. Es posible que envíen gente hostil a buscar allí a nuestra dama. Tendrás que poner vigilancia en los caminos, defender el lugar lo mejor que puedas y…
—Y degollar al que se acerque.
—Si no hay otra opción, sí. En cuanto a ti, García, tú eres de Santillana, conoces la región y en la región te conocen. Cogerás a otros diez hombres y te dirigirás a tu casa de Santillana, de ahí a San Vicente y después hacia Gijón por el camino de la costa. Te dejarás ver bien ostensiblemente, que nadie dude de que vas a Oviedo a prestar tu brazo al regente. El tránsito de huestes por todo el reino debe de ser ahora mismo tan intenso que a nadie le extrañará.
—Entendido —aceptó el veterano—. ¿Y una vez en Gijón?
—Una vez en Gijón, tendrás que prever la manera de controlar la ciudad lo antes posible y quedarte allí, esperando. Porque si todo se tuerce, necesitaremos algún sitio para cobijar a la reina.
Paterna dirigió a Hernán una mirada alarmada. ¿Si todo se tuerce? ¿Estaba pensando en una derrota? «Cobijar a la reina», decía el de Mena. ¿Y el rey? ¿Acaso le daba ya por muerto? Al caballero no le pasó desapercibida la aprensión de la dama.
—Hay que prever todas las eventualidades —explicó Hernán—. En Gijón tenemos amigos. Es una plaza fácil de defender. Un veterano curtido como García, más diez de nuestros hombres, más los amigos que tenemos allí son más que suficientes para hacerse fuertes en la ciudad. Y hay puerto, es decir, barcos. Un lugar excelente si de lo que se trata es de poner a salvo a la reina. A la reina y al rey —añadió para tranquilizar a la mujer—. Y esperemos que no sea preciso jugar esa baza. Además…
—Conozco bien Gijón —interrumpió Gonzalo de Siero, una suerte de bloque de hierro de reducida estatura pero fuerte como un toro.
—Precisamente. Además, tú, Gonzalo —prescribió Hernán—, cogerás a otros ocho hombres y seguirás de momento el camino hacia Cabuérniga…
—¡El camino de Sonna y los suyos! —se sorprendió Gonzalo.
—Sí —corroboró el de Mena—. De esta manera podrás observar si regresan hacia aquí o si, por el contrario, marchan a Oviedo, que es lo más probable. Si regresan, vendrás corriendo a avisarnos. Si no, y ya digo que es lo más probable, seguirás la ruta del Cares hasta Siero, tu tierra, y te dirigirás a Gijón por el camino viejo de La Collada y Fano. En Gijón te reunirás con García.
—Me fastidia perderme el gran combate —refunfuñó el de Siero.
—Y a mí también —admitió Hernán—, pero nuestro papel en esta historia es otro.
—¿Qué haré yo? —preguntó Froilán de Lugo, reflexivo, mesándose las cuidadas barbas.
—A ti te toca hacer de cebo. Con el aya, el fraile y otros ocho hombres te dirigirás a Liébana, al monasterio de San Martín de Turieno.
—¡Bonita misión guerrera! —protestó Froilán.
—¡Más de lo que tú crees! —rio Hernán—. Si alguien va a correr peligro en este trance, ese vas a ser tú, porque todos creerán que llevas a la reina. En cuanto puedas, procúrate un carromato.
—En Saja los habrá.
—Perfecto —aplaudió el de Mena—. En el carromato irá el aya. Si hay patrullas, al ver el carro y la escolta pensarán que se trata de doña Paterna.
Paterna no pudo sofocar una carcajada al imaginar a la pobre aya metida en tales peripecias. A Hernán aquella risa le sonó como un golpe de agua fresca sobre el rostro en un día de calor.
—Llegarás a San Martín —prosiguió el del Jabalí Blanco— con el fraile en cabeza de la comitiva. Con los estandartes al viento y sin disimulos. Que se vea que es una mesnada del rey. Si hay combate…
—Sabremos qué hacer —completó flemático el de Lugo.
—Estoy seguro de ello —rubricó Hernán.
—¿Y nosotros qué haremos? —preguntó Paterna.
Todos los capitanes miraron a la reina. No había el menor asomo de temor en el rostro de la dama. Paterna despedía tal majestad que incluso aquella humilde piedra musgosa en la que ahora se sentaba parecía un dorado sitial. ¿Y qué harían ellos, sí? Era lo que todos se estaban preguntando.
—La reina Paterna, tres guerreros y yo seguiremos camino hacia poniente hasta completar la misión —respondió Hernán—. No os voy a revelar nuestra ruta. Es más seguro para todos que la desconozcáis. No me cabe duda de que comprendéis mis razones.
Los cuatro caballeros asintieron al unísono. Sin más palabras, Hernán hizo una señal a tres jinetes: tres de los castellanos que les habían acompañado, hombres de la tierra de Paterna, fieles a su padre don Nuño, que darían la vida por la dama. Ellos le acompañarían. Por su parte, los fideles regis, Laín, García, Froilán y Gonzalo, seleccionaron a los hombres que habrían de seguir a cada cual. No había tiempo que perder.
—Nos veremos en Oviedo. Al pie del trono de Ramiro y Paterna —se despidió Hernán de Mena.
Entonces Paterna, sin perder su actitud majestuosa, se desprendió de la modesta toca que sobre el abrigo cubría sus hombros, esgrimió un pequeño cuchillo que portaba en el cinto y rompió la tela en cuatro largas tiras. Con gesto solemne y una sonrisa que prometía el reino de los cielos, fue anudando cada una de las cintas en las lanzas de los fideles regis.
—Mis capitanes —dijo la dama—, con esta cinta quedáis unidos a una reina sin corona. Cuando volvamos a vernos, lo juro, tendréis un lugar destacado junto al trono del rey don Ramiro. Y yo nunca olvidaré que debo mi corona al valor de estos cuatro caballeros.
Laín, García, Froilán y Gonzalo, sin disimular su emoción, se arrodillaron ante Paterna y uno a uno besaron su mano. Hernán de Mena sintió que algo parecido a los celos invadía su pecho. Avergonzado por aquella reacción infantil, se arrodilló a su vez para recibir la bendición de su dama.
Los caballeros partieron hacia su destino. Lo último que escucharon Paterna y Hernán, mezclados con el fragor de los cascos de los caballos, fueron los gritos de protesta del aya, que en vano pugnaba por deshacerse de la solícita vigilancia del buen Froilán. Ahora todo estaba en las manos de Dios.