–¿Tú tampoco puedes dormir?
La voz de Paterna sobresaltó a Hernán. El de Mena se había apuntado el primer turno de guardia, según solía. Allí, entre las grandes piedras elevadas por hombres de otro tiempo, mataba la melancolía de una noche lluviosa poniendo al raso las zozobras de su corazón.
—¿Qué haces aquí? —preguntó el caballero—. Deberías estar en la tienda, con el aya. No es seguro que salgas.
—Descuida —sonrió Paterna—. Nunca en mi vida he tenido tantos y tan fieros guardianes como los que ahora velan por mí.
Hernán miró en derredor. Sus jinetes dormían envueltos en las capas, en la negrura de la noche acuchillada por el agua, al cobijo de los dólmenes, bajo los que se había encendido una incierta hoguera.
—No parecen muy fieros ahora —bromeó el caballero.
—Quietos y casi muertos. Como estas piedras —susurró la dama, acariciando con los dedos la superficie musgosa del mineral.
La miró. Con calma. Con delectación. Como había deseado hacerlo desde el primer momento en que la vio. Embozada en un pesado abrigo de pieles apenas desbastadas, la cabeza nimbada por el pelo animal, Paterna ofrecía su rostro al beso de la lluvia. El agua dibujaba sobre su semblante surcos que, a la luz ciega de la noche, le daban un aire mágico, como de aparición sobrenatural. Hernán habría deseado ser lluvia para poder besar él también ese rostro.
—Los paisanos de estas campas dicen que fueron los dioses antiguos —explicó Paterna.
—¿Quiénes? —preguntó Hernán, desorientado.
—Los que levantaron estas piedras —aclaró la mujer—. Los dioses antiguos. Fue hace muchos, muchos años, cuando el mundo era otro y aquí aún no había llegado la cruz. Verás. Dios creó el mundo. Y las piedras que le sobraron, las arrojó aquí para sepultar a los dioses antiguos. Estos las levantaron y, obedientes, se enterraron bajo ellas para que en la tierra no hubiera más que un solo dios.
—Jamás había oído esa historia —sonrió Hernán—. Suena casi sacrílega.
—Me lo contó una anciana cierta noche de invierno, en mi niñez; una noche de nieves que se prolongó un día, y otro, y otro, y nos tuvo a todos encerrados casi una semana en el castillo de Cigüenza. Fue un duro invierno, aquel.
Paterna mantenía la vista fija en la piedra, aparentemente ajena —pero solo era apariencia— a la mirada devoradora de Hernán. Sabiéndose observada, más aún, admirada, descubrió su cabeza, acomodó la trenza de trigo sobre los hombros y prestó su perfil a la luz ambigua del fuego y la noche.
—Están enterrados aquí debajo, bajo estas piedras, pero no están muertos —prosiguió la mujer con su historia—. Siguen vivos y nos observan. Por eso de vez en cuando, en los días de viento, se escucha su llanto. ¿No lo has oído tú hoy? Yo sí.
Hernán, en efecto, había escuchado el llanto que traía el viento.
—¿Y qué dice ese llanto? —preguntó el caballero.
—A cada cual le dice lo que quiere oír. Hay quien escucha voces de seres queridos. Otros, impulsos de muerte. Aun otros, descabellados sueños de gloria y de poder.
—¿Y tú qué escuchas? —quiso saber Hernán.
La mujer calló. En sus labios de vino afloró una sonrisa de profundidad insondable. Con suavidad, apoyó la frente sobre la piedra del menhir, como si quisiera oír las voces de los dioses antiguos.
—Dime, ¿cómo es él? —preguntó al fin Paterna.
—¿Quién? ¿Ramiro?
—Sí.
—Un hombre cabal. Honrado. Valiente. Prudente —enumeró Hernán—. Tiene muchas virtudes.
—¿Y cómo soy yo? —preguntó la dama sin dejar de mirar al menhir, ahora como queriendo perforar sus secretos.
—Eres… Eres la mujer que cualquier hombre desearía para sí —tartamudeó Hernán.
La sonrisa de la castellana se ensanchó como una grieta en la roca. Pasó lentamente las dos manos sobre la gran piedra, dibujando figuras arbitrarias con los dedos. Hernán no pudo evitar el impulso de poner sus manos sobre las de ella. Paterna giró súbitamente el rostro, pero en su mirada no había turbación ni miedo.
—¿Serás capaz de vivir con un hombre al que no amas? —preguntó el caballero.
—¿Serás tú capaz de servir a un rey en el que no confías? —preguntó ella a su vez. La mujer había descubierto al genio malévolo que roía las entrañas de su custodio.
—Confíe o no en él, es mi rey —afirmó el de Mena.
—Le ame o no —respondió ella—, será mi esposo.
Hernán bajó la cabeza y apretó los puños para dominar la pasión que, frenética, se había despertado en su pecho. Ella acarició una vez más la piedra musgosa del menhir antes de mirar al caballero con una expresión que parecía, sí, dictada por los dioses antiguos y sus oscuros designios. La vio marchar lentamente, bajo la lluvia, hasta el dolmen que cobijaba su tienda. Entre sus telas blancas desapareció.
Hernán de Mena se arrebujó en la capa. Hundió la cabeza en las manos. Aún permanecía en sus dedos el perfume de Paterna. Cerró los ojos y se tapó los oídos. No se sentía capaz de escuchar más voces de dioses. Ni antiguos ni nuevos.
El caballero Flaín de Castañeda pisó con paso inseguro el umbral de la torre de San Salvador de Oviedo, aquel cubo de piedra con una sola ventana que el arquitecto Tioda, bajo las órdenes del rey Alfonso, había hecho elevar junto al palacio y la catedral. Nadie permanecía insensible a la imponente imagen de su pórtico, cinco arcos sucesivos en ladrillo que subrayaban el rango de aquella casa. Cámara del tesoro, atalaya de vigilancia, torreón eclesial y torre del homenaje, todo en uno, la torre de San Salvador ofrecía al visitante la poderosa impresión de los espacios inexpugnables. Como era cosa conocida que allí se guardaba el tesoro de la corona, la mole pétrea irradiaba el fulgor que los espíritus atribuyen al oro. Y como era espacio sagrado, a la sugestión de la riqueza se sumaba la de la santidad, que siempre recordaba a los hombres la propia pequeñez. Flaín de Castañeda estaba sobrecogido.
Nepociano, regente de la corte de Oviedo, había abierto allí, en la primera planta de la torre, su mesa de tráfico de voluntades. Con frecuencia subía al piso superior, penetraba en la cámara donde se almacenaba el tesoro del reino y, pausadamente, cofre tras cofre, dejaba que su espíritu se extasiara en la contemplación de aquellas maravillas: sueldos carolingios de plata pura en tal cantidad que quebrarían el eje de un carro, joyas de orfebrería lombarda ricas en piedras y gemas, sacos de piezas de oro cuyo fulgor devolvería la vista a un ciego, coronas ornadas con zafiros y lapislázuli dignas de reyes de leyenda, lámparas votivas de edades remotas, diademas de altas señoras cuyo nombre se perdió en el tiempo, camafeos de estirpe imperial, ónices y ágatas brutos como los que Adán pudo regalar a Eva… Era el premio del poder.
El regente sabía que nadie, por orgulloso que fuera, por mucho poder que tuviera, entraba en aquel recinto sin sentir temor o zozobra. Por eso recibía allí a las voluntades que se proponía comprar. Si hay que negociar con los grandes —razonaba el magnate—, si hay que doblegar a los que se elevan, nada más apropiado que hacerlo en un escenario que los predisponga a la sumisión. El resto corría de su cuenta. Elegante y distinguido en el espacio vacío de la torre, embutido en su lujosa túnica verde bordada de oro —un regalo de Córdoba, pero ¿a quién le importaba eso?—, aparentemente frágil con sus largos cabellos grises llorando sobre los hombros y esa barba cana —la fragilidad de la vejez—, un perpetuo guiño cómplice en la mirada clara, Nepociano iba recibiendo uno a uno a los señores de la tierra y, con paciencia de padre, les explicaba por qué era imperativo que se pusieran de su lado. Por eso estaba allí Flaín de Castañeda, como otros antes que él.
—Quiero agradecerte que hayas encontrado un momento para honrarme con tu visita —saludó Nepociano, los brazos abiertos, corriendo al encuentro de Flaín—. Deseaba mucho hablar contigo.
—Soy yo el honrado, noble Nepociano —acertó a balbucir Flaín, todavía inquieto por la amenazante premura con la que Piniolo y Aldroito le habían conducido hasta allí.
—No ignoras —explicó el magnate sin otros preámbulos— que el consejo ha decidido nombrarme regente en tanto se aclara el paisaje de la sucesión a la corona. Como titular de la regencia, mi principal ocupación ahora es pacificar el reino y dar voz a los señores de estas tierras. Los nobles consejeros y yo deseamos cambiar algunas cosas con el fin de aprovechar mejor los recursos del reino, que son cuantiosos y que, en una atmósfera de paz, podrían convertir el país en un vergel. Dime, francamente, ¿cómo verías que se te aliviara de parte de los tributos que pagas a la corona?
Nepociano clavó los ojos en Flaín. No era una mirada agresiva ni amenazante la del magnate, tampoco inquisitiva. Era mucho peor: era una mirada opaca, como un portalón de hierro, como los propios muros de piedra de aquella torre, y lo que imponía en ella no era lo que se adivinaba, sino, precisamente, la imposibilidad de adivinar ninguna cosa.
—Lo vería bien —concedió Flaín, sorprendido—. Hay cargas que se hacen muy pesadas.
—¿Es mucho lo que tributas? —se interesó Nepociano, forzando el tono de la amabilidad.
—Al año, un carro de grano de cada diez que cosecho —enumeró el de Castañeda contando con los dedos—. Más una vaca de cada diez que crío. Y todas las primaveras, un hombre para el servicio de las armas de cada cinco siervos de mis dominios.
—Mmm… Es más de lo que pagan otros —mintió Nepociano.
—Lo ignoraba —respondió Flaín, visiblemente molesto. Le costaba mucho esfuerzo mantener ese señorío y, al mismo tiempo, aspirar a una vida de alto estilo. Tanto le costaba que incluso había acariciado la idea de vender todo a un monasterio cercano y dedicarse a vivir de las rentas.
—Es normal. Bien —prosiguió Nepociano—, el hecho es que tan pesadas cargas son exigencia de la perpetua guerra que vivimos, pero, si eso cambiara, las cargas disminuirían. ¿Me sigues?
—Por supuesto —contestó el de Castañeda, expectante.
—Podríamos perfectamente —continuó el magnate— ir hacia una situación en la que los tributos disminuyeran a, en tu caso, un carro de grano de cada veinte y una vaca de cada treinta.
—¡Eso sería excelente! —exclamó el terrateniente, sin poder ocultar su entusiasmo.
Nepociano se tomó unos segundos para cartografiar el semblante de Flaín: un ya no joven señor rural como tantos otros, de buena planta, con un rostro atezado de agradables facciones y, sin embargo, una mirada que denotaba ciertos lamentables vicios. Muchos años de negocios habían enseñado al magnate a descubrir los secretos más íntimos de los hombres con solo estudiar su fisonomía.
—En cuanto al tributo de mozos para el servicio de las armas y la construcción de los castillos… Dime —continuó el regente—, ¿a cuántos siervos has recuperado después de acabada esa labor? ¿Cuántos han vuelto a tus tierras?
—La verdad es que muy pocos —se dolió el de Castañeda—. Los que no mueren o quedan lisiados en la batalla aprovechan para marcharse a otros lugares, sobre todo los jóvenes. ¡Sabe Dios cuántos, en lugar de volver al predio, se han fugado a esas tierras que llaman Castilla!
—Es una sangría de hombres intolerable —confirmó Nepociano, satisfecho. Había tocado el punto más sensible—. Pero en una situación de paz con Córdoba, no habría que perder ni a un siervo. Ni uno. Salvo los que tú mismo escojas cuando te corresponda aportar alguno en prenda de paz, cosa que ni mucho menos será todos los años.
¿Prenda de paz? Flaín miró al magnate con ojos de asombro.
—¿Estás pensando en pagar tributo a los musulmanes? ¿Y qué será de… de la defensa de la cristiandad? —preguntó, repitiendo una fórmula que en su boca sonaba inverosímil.
—¡Oh, bueno, esto no tiene nada que ver con la cristiandad! —respondió Nepociano moviendo las manos, como quien se desprende de una carga menor—. Y por supuesto, tampoco vamos a tolerar una invasión. Pero si el precio de la paz fuera un tributo sensato y ventajoso, ¿no sería más beneficioso para todos?
El regente de Oviedo posó sobre su invitado una sonrisa beatífica y comprensiva, como la del padre que enseña a su hijo los secretos elementales de la vida.
—Eso —farfulló Flaín—… Eso es ¡vasallaje, como en los tiempos de Aurelio!
—¡No, de ninguna manera! —exclamó Nepociano, fingiendo indignación—. El rey Aurelio era un mentecato que no supo entender lo que querían los musulmanes. Lo nuestro no es vasallaje; es comercio, que es cosa distinta. Todos ganamos.
—¿Habrá que entregar esclavos? —planteó el de Castañeda.
—¿Esclavos? No me gusta esa palabra —objetó el regente—. Digamos, más bien, que podemos permitirnos que la mano de obra cambie de dueño. Y en esa transacción, por cierto, las muchachas tendrían más valor que los mozos. Tus campos no quedarán desatendidos.
—¿Muchachas? ¿Para los moros? —preguntó bobamente Flaín, abriendo mucho los ojos.
—Alguna vez será preciso, sin duda —concedió Nepociano, encogiéndose de hombros, con el aire de quien se resigna al mal menor por el bien de la comunidad.
—No será fácil explicar eso al pueblo —masculló el terrateniente.
Nepociano miró fijamente a Flaín. Hacía tiempo, sí, que el viejo magnate había aprendido a leer en el corazón de los hombres, y la lectura se le mostraba tanto más transparente cuanto más negra fuera la tinta en la que venían escritos sus secretos.
—No tienes que explicar nada —le tranquilizó el regente—. Al revés, todo el mundo entenderá que es por el bien de todos. Por otro lado… En fin… Eso también te dará oportunidad de… ¿cómo decirlo?… Sí, de conocer en profundidad a las muchachas de tus tierras antes de entregarlas en prenda de paz —soltó Nepociano, manteniendo el semblante imperturbable; casi podía escuchar el efecto de sus palabras en el alma torcida de Flaín.
—No parece mal negocio —respondió el de Castañeda, disimulando apenas un brillo de lascivia en los ojos—. Y dime, noble Nepociano, ¿qué esperas exactamente de mí? ¿Solo mi respaldo?
El regente posó una mano sobre el hombro del terrateniente. Bajo la apariencia del gesto paternal se adivinaba la satisfacción del depredador que ha cazado a su presa.
—Sí, tu respaldo de palabra y de obra. De palabra, porque preciso que te sumes a los nobles señores que están defendiendo nuestra bandera en el consejo. Y de obra, porque nada de esto se conseguirá sin esfuerzo. Voy a contarte algo —susurró el regente— que debes mantener en secreto. ¿Cuento contigo?
Flaín afirmó mecánicamente con la cabeza.
—Un emisario de la corte —explicó Nepociano, bajando mucho la voz—, el conde Sonna, al que sin duda conocerás, ha partido al encuentro de Ramiro Bermúdez para pedirle que se someta al voto de los nobles en el consejo. Por toda respuesta, Ramiro ha huido a Galicia y está levantando un ejército para… ¡marchar sobre Oviedo! —Golpeó el regente sus manos con un ademán teatral.
—Es… Es muy grave eso que dices —tembló Flaín.
—Por eso necesito tu respaldo. Como el de tantos otros que, desde Gozón hasta Santillana, están uniéndose a nuestra causa con su lanza y sus hombres. Dime —instó el regente a su invitado—, ¿cuento contigo?
Flaín de Castañeda asintió dócilmente. Nepociano, solemne, le besó en las mejillas.
—No olvidaré esta conversación —dijo el magnate a modo de despedida—. Tus justas reclamaciones serán satisfechas. Y ahora, ve en buena hora. Sé que con brazos como el tuyo la justicia está salvada.
Flaín se marchó del salón con la misma torpeza con la que había entrado. Descendió medroso las escaleras de la torre sin poder reprimir una mirada a la cámara donde, según se decía, descansaba el tesoro del reino. Fuera le esperaban Piniolo y Aldroito. Con ellos aguardaba otro caballero que igualmente iba a someterse a la persuasión de Nepociano. Como Osorio de Amieva. Como Suero de Tineo. Como Flaín de Castañeda. Uno más en el nuevo consejo del reino.
Después de un par de días cabalgando al vivo ritmo de la caballería eslava, después de un par de noches durmiendo en la jubilosa compañía de las canciones de los soldados y las estrellas del cielo manchego, el príncipe Mohamed terminó recibiendo la visita doctrinal de Yahya el alfaquí. El heredero sabía que, tarde o temprano, el viejo acudiría a su jaima. El emir se lo había impuesto como carabina, y aquel saco de huesos resecos —bastante deteriorado por el viaje, por cierto— no podía sino aparecer. La noche había caído con la contundencia del abril de la estepa, cuando el calor del sol se apaga de repente para dejar paso a un frío medular e implacable, como si de nuevo despertaran las voces del invierno con su acento de hielo. El príncipe, solo en su tienda, satisfecho después de una larga jornada de sudor y polvo, se disponía a dar cuenta de una de las cestas que con tanto primor había preparado el eunuco Nasr Abu el-Fath. Y entonces la cabeza arrugada del alfaquí asomó por la puerta.
—Mi príncipe…
—¡Mi querido Yahya ben Yahya! —exclamó Mohamed con una sonrisa resignada, ahogando como pudo la contrariedad que le producía la inoportuna presencia del alfaquí—. Pasa, pasa. Te esperaba. Toma asiento, por favor.
El alfaquí se sentó trabajosamente en los cojines que mullían la alfombra de la tienda del príncipe. Rígido, clavó sus ojos pequeños, dos alfileres al rojo vivo, en el rostro de Mohamed. Al joven heredero le sorprendió la intensidad de esa mirada. No había en ella ni rastro del habitual aspecto lacayuno del viejo. Al contrario, se diría que quien allí estaba sentado era uno de aquellos imponentes profetas del desierto que solo se alimentaban con dátiles y leche de cabra y cuya palabra cautivaba la voluntad de los hombres.
—¿Tú quién eres? —espetó Yahya ben Yahya.
—¿Has perdido el juicio, viejo? —El príncipe no daba crédito—. ¿Quién voy a ser? ¡Mohamed, bien lo sabes!
—¿Tú quién eres? —repitió el alfaquí, y ahora su rostro entero parecía irradiar el fuego de las arenas de Arabia.
—El príncipe Mohamed —repuso el joven con orgullo—, hijo del emir Abderramán, de los Omeyas de Córdoba.
—No —objetó el anciano—. Tú eres un servidor de Alá. Y después, todo lo demás.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Mohamed, desorientado.
—¿Quiénes son los Omeyas? —preguntó Yahya por toda respuesta.
—¡Mi linaje! —contestó el príncipe, sin perder el ademán orgulloso—. Los descendientes de Uzmán ibn Affan, esposo de Rukaya y Umm Kulthum, hijas del profeta; los constructores del califato; la dinastía legítima. Los creadores del emirato independiente de Al Ándalus.
—Correcto —concedió el alfaquí—. Pero sin Alá y su palabra, recibida por Mahoma, no seríais nada más que una tribu de pequeños y mezquinos comerciantes en las arenas de La Meca.
Mohamed miró al alfaquí con sorpresa. Nadie se había atrevido nunca a hablarle en tales términos. ¿Quién se había creído ese viejo fanático que era? Pero el anciano que allí se sentaba, hierático y solemne, no parecía el Yahya de siempre.
—Has de entender algo importante —continuó el alfaquí—. Tú no serías nada sin la palabra del profeta. Ni tú, ni tu padre Abderramán ni tu abuelo Alhakán. Ni ninguno de nosotros. Sin la palabra de Mahoma, no seríamos más que tribus miserables en desiertos sin esperanza. ¿Qué éramos antes de la Hégira? Una miríada de clanes que se desangraba en guerras necias por un camello, un oasis, una mujer o un pedazo de tierra arenosa, mientras adorábamos a las piedras y a las fuentes y hacíamos sacrificios a fantasmas sin sentido. El profeta cambió todo eso. Hoy somos el pueblo de la única verdad. «Coged la cuerda de Dios, el islam y no os separéis», dice el Libro santo. «Recordad el bien de Dios que bajó sobre vosotros cuando erais enemigos y reunió vuestros corazones: con su bien os transformasteis en hermanos». Así fue.
Mohamed estaba intimidado. Por primera vez bajó la mirada. Sus ojos verdes fueron a posarse en las babuchas de Yahya, dos despojos más ajados que las míticas babuchas de Abu Kassim. Aquella visión cómica le permitió recuperar los ánimos. Pero el alfaquí no había terminado.
—¿Qué sabes de Alá? —preguntó Yahya, como quien lanza una acusación.
—Que no hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta —respondió mecánicamente Mohamed.
—Correcto —asintió el alfaquí—. ¿Y eso qué significa?
El príncipe heredero zozobró. Nunca se había hecho esa pregunta. Se tomó unos segundos para reflexionar, frunciendo los labios como si las palabras se le estuvieran apelotonando en el interior de la boca.
—Significa —dijo al fin Mohamed— que todos los demás dioses y todos los demás profetas son falsos, productos del engaño y del mal, y por tanto deben ser extirpados de la faz de la tierra.
—Bien —aprobó el alfaquí—. De algo han servido las lecciones que has recibido. En el mundo, joven príncipe, hay dos grandes continentes. Uno es el de la fe y la sumisión: Dar al-Islam, donde reinan la palabra del profeta y la voluntad de Alá. El otro es la casa de la guerra: Dar al-Harb, donde gobierna la blasfemia. Nuestra misión es redimir Dar al-Harb para convertirlo en Dar al-Islam y llevar la sumisión a los infieles. «¡Combatid a quienes no creen en Dios ni en el último día —dice el Corán— ni prohíben lo que Dios y su enviado prohíben, a quienes no practican la religión de la verdad entre aquellos a quienes fue dado el Libro! Combatidlos hasta que paguen la capitación personalmente y ellos estén humillados». Así hemos de conducirnos. ¿Qué es la sumisión?
—El islam es la sumisión —respondió el heredero.
—¿Y cómo se manifiesta?
—¿Obedeciendo la ley? —aventuró Mohamed.
—En parte —concedió Yahya—. Pero hay mucho más. Hay cinco pilares que sostienen el islam. ¿Cuáles son los cinco pilares?
—¡Lo sé! —exclamó jubiloso el príncipe, como el alumno en apuros que se ve agraciado con una pregunta asequible—. Creer en Alá y la revelación de Mahoma, orar, dar limosna, ayunar en el Ramadán y peregrinar a La Meca.
—Bien —aplaudió el alfaquí—. Y todo eso, ¿qué quiere decir?
Mohamed no pudo evitar que se le escapara un gesto de infinito desconsuelo. Le habían enseñado a responder preguntas, pero nunca a hacerse nuevas preguntas sobre las respuestas. Miró al vacío como buscando una inspiración. Pero el examen de Yahya era retórico.
—Mi joven príncipe, tú serás algún día emir. —El vaticinio del alfaquí sonaba más a maldición que a buenaventura—. Eso te convierte en intérprete aventajado de las enseñanzas del profeta, como lo es hoy tu padre. Después de Mahoma ha habido otros hombres santos, pero ninguno hay ni habrá con palabra de profeta. La de Mahoma fue la palabra definitiva. A ti te corresponderá mantener encendida la luz. Tendrás que ser sabio y prudente para aplicar el Corán y la sunna, la verdad revelada y las enseñanzas de Mahoma. No te fíes de los otros libros —advertía Yahya, levantando un índice tieso como la primera palmera de Córdoba—: la Torá de los judíos o el Evangelio de los cristianos, porque estos infieles, en su torpeza, han alterado sus textos, sordos a la verdad. ¿Cómo creer a esos blasfemos que deforman al espíritu del desierto, al dios de la ira, y lo travisten como a un muñeco con sus santos y sus fiestas? El Corán es la última y definitiva palabra de Alá.
—Lo entiendo —contestó Mohamed con un movimiento de cabeza.
—Entiende también que tu posición te exige saber de qué hablas. Has de comprender el alcance de la creación del mundo por Alá. Has de comprender por qué hay ángeles y por qué no son semidioses, como parecen creer esos politeístas cristianos con sus santos y sus serafines. Has de aceptar que Alá ha marcado tu camino, tu destino, y que la sumisión a sus designios te garantizará la entrada en la Yanna, la vida después de la vida.
—Lo entiendo —repitió Mohamed.
—Entiende asimismo —prescribió Yahya— que nada de eso se consigue sin un esfuerzo interior. La guerra santa, la yihad, se libra al mismo tiempo dentro y fuera de ti. Es imprescindible que hable la espada. El arcángel Gabriel dio al mismísimo Mahoma la espada Zulfiqar de punta bífida, la misma con la que su yerno Alí derrotó al dragón. Por eso, como dice el Corán, «no hay ciudad a la que nosotros no aniquilemos o atormentemos con terrible aflicción antes del día de la resurrección».
—¡Yo ardo en deseos de empuñar la espada! —aulló Mohamed.
—Lo sé —atajó el alfaquí—. Pero también en esto hay normas que deben gobernar tu conducta. ¿Contra quién es lícito empuñar la espada?
—¿Contra los enemigos de la fe? —apuntó el joven.
—Más precisamente: infieles, apóstatas, rebeldes, ladrones, sediciosos que rechazan la autoridad del islam —enumeró calmosamente el anciano—. Todos ellos deben pasar bajo la espada. Tendrás que saber también que no todo está permitido. La guerra santa ha de ser librada por hombres, y es bueno que sea cada año, pero solo contra hombres podrás dirigirla. Salvo que debas hacer frente a enemigos declarados del islam o rebeldes que se niegan a pagar la capitación. En ese caso, todos, también ancianos, mujeres y niños, podrán ser objeto de tu ira santa.
—Juro ser fiel a esos preceptos —afirmó orgulloso Mohamed.
—Bien —aplaudió al alfaquí—, pero hay más, porque existe otro tipo de guerra santa en la que también deberás vencer.
—Te escucho —musitó el príncipe, dispuesto a beber todo cuanto saliera de la boca de aquel hombre.
—No se trata solo de hacer la guerra al infiel —precisó Yahya ben Yahya—. Además, hay que saber vencer al enemigo que vive dentro de cada uno de nosotros. Tu padre Abderramán siempre lo ha entendido. Por eso goza de autoridad y el pueblo le ama y le teme. Tu abuelo Alhakán, por el contrario, únicamente era capaz de ver la guerra exterior; nunca se venció a sí mismo, y así fue borracho y jugador, para escándalo del pueblo. Debes aprender de los aciertos y los errores de tus antepasados —sentenció el viejo doctor de la ley ante la atónita mirada del príncipe, que por primera vez escuchaba a alguien cantarle las verdades sobre su linaje.
Siguió un gran silencio en el que el rostro de Yahya fue poco a poco dulcificándose. Los ojos del anciano, hasta ahora radiantes como bolas ígneas, empezaron a plegarse bajo los párpados como si una persiana se cerrara. Las arrugas del rostro dejaron de parecer los secos barrancos de Tabernas y cobraron la ductilidad de grietas en el barro. Su misma voz, antes tonante, fue recuperando la opacidad cascada de la vejez. A Mohamed le pareció que incluso el cuerpo del alfaquí se reducía a su primitiva dimensión después de haber ocupado toda la jaima como si fuera Iblís, el señor de los genios.
—Esto es lo que quería decirte por hoy —susurró Yahya ben Yahya—. Mañana, si quieres, seguiremos.
Mohamed miró asombrado al alfaquí. Si alguna vez se había preguntado por qué aquel saco de huesos calcinados gozaba de tanta influencia ante su padre, ahora había encontrado la respuesta. El príncipe heredero escanció un vaso de agua de rosas que ofreció al anciano. Después tomó una de las cestas con viandas que había preparado el eunuco Nasr Abu el-Fath. La abrió con delicadeza. Eran dátiles. Sirvió un puñado a su maestro. Porque Yahya ben Yahya, el alfaquí, ya era su maestro. Afuera, una intempestiva escarcha de abril sepultaba las voces de la noche. Mañana, cuando la columna retomara la marcha, el príncipe Mohamed, diecinueve años, tendría un objetivo más ancho en su vida.
A Ramiro se le llenó el corazón de gozo cuando divisó, por el camino de Samos, su cerro de la sierra del Édramo y, sobre él, la silueta de su hogar. Después de las asperezas de la meseta, aquel festival de colores verdes le resultó tan entrañable como el sonido de las gaitas, como la risa inmoderada de las aldeanas, como la carne blanda y tibia de Gontroda.
Una viva agitación se extendía por todo el valle. Había grupos de hombres errando aquí y allá, jinetes que iban y venían por entre las casas de piedra con techumbres de paja y los establos de madera carcomida por el agua, estrépito de herrería y fragua entre humaredas guerreras, campesinos que vendían sus cerdos o sus gallinas, mujeres que voceaban mercancías decentes e indecentes entre las tiendas que las tropas habían improvisado en los prados, monjes que confesaban al personal a campo abierto, carros de vituallas que subían y bajaban del castillo a la aldea y de la aldea al castillo… Se estaba formando un ejército.
Gatón, sobre su negro caballo de aspecto salvaje, corrió al encuentro de su padre. El cíclope rubio exultaba pensando en las batallas que ahora se abrían ante sí, lizas decisivas en las que su espada iba a decidir el futuro del reino.
—¡Ordoño ha trabajado bien! —exclamó Ramiro al verle—. ¡Como siempre!
—Sí, padre —murmuró Gatón con un cierto tono de fastidio. El joven aún no había hollado su casa desde su llegada la noche anterior, había pasado la jornada entre los herreros y en las tiendas de la tropa, y le molestaba que su padre, como siempre, tuviera solo ojos para el trabajo de Ordoño. A veces se le hacía complicado amar a su hermano.
—No es el mejor jinete del mundo, y la caza tampoco es lo suyo, pero como organizador no tiene precio —continuaba el rey.
—Sí, padre —repitió neutro Gatón.
—¡Nunca te separes de él, hijo mío!
—No, padre —salmodió una vez más el segundón.
A medida que avanzaban por entre el gentío, Ramiro y Gatón recibían el grito victorioso de los paisanos. Se diría que todos, hombres y mujeres, labriegos y caballeros, marchaban a la guerra por igual. Ordoño había tenido a todos los herreros de las fraguas del Sarria y del Mao fabricando flechas, venablos, dardos, puntas de lanza y hachas que ahora se acumulaban en grandes carros a los lados del camino. Gatón, enarbolando el pendón regio con sus brazos de oso, saludaba a la muchedumbre aullando: «¡Viva el rey!», y el gentío contestaba con vivas y salves que sonaban a gloria temprana en los oídos del elegido.
Ordoño se había plantado en el portalón del castillo. Desde allí tenía una visión completa de la aldea y del valle, y podía controlar tanto a las mesnadas que acudían a la llamada del rey como a las columnas de suministros que afluían desde todas partes. Ordoño tenía los cabellos castaños del padre, pero todo lo demás era herencia de su madre: las facciones regulares hasta la perfección, subrayadas por la ausencia de barba; la sonrisa franca, la mirada azul, un gesto de perenne inteligencia en la compostura de la boca… Al verle allí, erguido en medio de los mensajeros que iban y venían, rodeado de auxiliares que le referían los mil detalles de la campaña, Ramiro pensó una vez más que él, Ordoño, sí que sería un gran rey.
El padre descabalgó ágilmente antes de llegar al puesto de mando. Ordoño, al divisarle, se precipitó en sus brazos. Gatón, detrás, también tuvo su abrazo.
—¿Cuántos hombres tenemos? —preguntó Ramiro sin más.
—De Samos, veinte jinetes y cincuenta peones —refirió puntualmente Ordoño, mirando sus pergaminos—. De Lemos, lo mismo. De Trava y Sobrado, cien jinetes y trescientos peones. De Compostela, seis jinetes y cien peones. Del Narcea esperamos una tropa de veinte jinetes y doscientos peones. De…
—¡Basta! —interrumpió Ramiro, impaciente—. Dime el total.
—Aquí presentes, trescientos jinetes y unos dos mil peones —resumió el primogénito—. En camino, otro tanto. Llegarán entre hoy y mañana.
—¡Mucha gente! —bufó el rey sin corona—. ¿Cómo has conseguido tanto brazo?
—El abad de Samos ha hecho de mediador —explicó Ordoño con aire satisfecho—. Ninguno ha podido negarse.
—¡Excelente! ¿Podremos dar de comer a todos?
—Dos días —respondió Ordoño, escueto—. Ni uno más.
—¡No hará falta más! ¡Bravo, hijo! —Ramiro palmeó la espalda del joven—. Esperaremos a los que faltan un día más. Y al alba de pasado mañana partiremos hacia la Mariña.
—¿La Mariña? —se sorprendió Ordoño—. Yo había imaginado que citarías a los caballeros en Lugo. Es la capital, allí están el obispo Adulfo y las grandes casas de los nobles, sus murallas son seguras y…
—De ninguna manera —atajó Ramiro, tranquilo pero firme—. No quiero citarlos en Lugo. No me fío del obispo Adulfo con sus enrevesadas intrigas. Prefiero a esa gente a campo abierto, lejos de los palacios. Todos esos linajes son demasiado conscientes de su poder. Algunos de ellos ya eran dueños de sus tierras en tiempos de Roma. Llegaron los suevos y se hicieron suevos para no perderlas. Cuando los godos vencieron a los suevos, se hicieron godos. Y de buena gana se habrían hecho musulmanes si la espada de Alfonso el primero no hubiera sido más fuerte. Para esta gente, Ordoño, hijo mío, entiéndelo, ver a un tipo en el trono significa bien poca cosa: están acostumbrados a que los reyes cambien, uno detrás de otro, mientras ellos siguen ahí. Para gobernar a esos caballeros hay que inspirarles temor, no dejarles conspirar en los pasillos y, sobre todo, no darles nunca la espalda. No, no. Los quiero ver cara a cara, al aire libre y espada al cinto. Los reuniremos en la Mariña, en las campas de Mondoñedo, y que acudan con sus huestes. Que se sientan vigilados no solo por mí, sino también por sus propios hombres.
—Así se hará —aceptó Ordoño.
—Después, marcharemos sobre Oviedo. Y a propósito… —titubeó el elegido—, ¿alguien se ha negado a enviar huestes?
—Sí —confirmó el joven con un visible malestar—. Al este del Narcea, los señores dudan. Mucho me temo que Nepociano haya comprado su voluntad.
—¡Me lo temía! —se lamentó Ramiro—. ¡Se arrepentirán! Otra cosa. ¿Qué sabemos del obispo Serrano? Recibí un mensaje suyo camino de Castilla. ¿Ha llegado ya?
—Ni ha llegado ni tengo noticia de él —informó el joven—. No podemos descartar que haya sido también asesinado, como Teudano y Fáfila, o que esté encerrado como Gomelo.
—¡Cerdo traidor, ese Nepociano! —resopló Ramiro—. Acabaré con él. Y ahora, vayamos dentro. Deseo ver a mi Aldonza.
La casa de Ramiro no había quedado al margen de la agitación bélica. Los criados cruzaban sin cesar el patio acarreando armas y bruñendo escudos y corazas, o acumulando en carros grandes tinajas con carne en salazón. Solo Aldonza, aislada en su mundo sin luz, parecía guardar la cabeza en medio del frenesí. Ramiro la halló sentada frente a la chimenea, escoltada por su inseparable aya. Con su ayuda estaba bordando un pendón. Cruz roja en fondo blanco. Un pendón para Ramiro. Para su rey y padre.
—¡Hija! ¡Ya estoy aquí! —bramó Ramiro nada más entrar en la estancia.
Los ojos sin vida de la muchacha dibujaron una sonrisa azul.
—¡Padre! ¡Qué alegría! ¿Estáis bien? ¿Gatón…?
—Aquí también, pequeña —respondió el cíclope rubio.
—¿Y el caballero que os acompañaba? —interrogó Aldonza—. ¿Ese de Brañosera?
—Ha quedado en Cigüenza con Paterna, mi prometida —respondió triunfal el rey. Pero el rostro de la muchacha se descompuso en un rictus de alarma.
—¿Has dejado a tu prometida en manos de otro hombre más joven y apuesto que tú? —exclamó como quien denuncia un pecado mortal. Ramiro perdió pie.
—¿Y con quién iba a dejarla si no? —farfulló el elegido.
—¡No entiendes nada de mujeres! —le reprochó Aldonza—. ¡Eres un insensato!
—Óyeme —ordenó Ramiro, repentinamente suspicaz—, ¿y tú cómo sabes que es apuesto si no le has podido ver?
—El aya me lo dijo.
Ramiro fijó en el aya unos ojos fieros que literalmente fulminaron a la vieja criada.
—¡Bah! ¡Apuesto! Cosas de mujeres —ventiló el padre—. ¿Apuesto? Yo no entiendo de eso. Yo solo reconozco la apostura en las mujeres y en los caballos. Bueno, y en las vacas también —agregó entre grandes risotadas.
La sospecha de Aldonza, sin embargo, hizo mella en el ánimo siempre alerta de Ordoño.
—Padre, ¿ese hombre es de fiar?
—¡Qué crees! —bramó Ramiro—. ¿Que va a seducir a mi prometida?
—No, no —denegó Ordoño—. ¿Pero no has pensado que tal vez, en una situación como la que estamos viviendo, ese Hernán de Mena podría entregar a Paterna a Nepociano por su propio provecho personal? ¿Qué mejor rescate que la prometida de tu adversario…?
Ramiro se rascó la barba revuelta. No, no lo había pensado. Jamás se le había pasado por la cabeza que alguien fuera capaz de tamaña felonía. Y menos que nadie, un caballero cristiano.
—Hijos, me desconcertáis —musitó el rey en un silbido. Pero enseguida recobró la firmeza—. Conozco a Hernán de Mena desde hace muchos años. He peleado a su lado. Sé su historia. Nadie le ha podido hacer jamás el menor reproche en cuanto a sentido del honor y de la lealtad. Si en alguien puedo confiar para que cuide de Paterna, ese es Hernán. Sé que daría su vida por ella. Quiero decir —rectificó sobre la marcha—, por mí. Y ahora, cenemos algo —dijo abruptamente—. Deseo revisar a las tropas antes de que caiga la noche.
Esa tarde se cenó en silencio en la casa de Ramiro Bermúdez.