–Yo conocí a vuestro esposo, Eneco de Carranza. Buen caballero. Que en paz descanse.
Era lo único que se la había ocurrido decir a Hernán en la cena con Paterna y Nuño; una forma de romper el hielo, de acortar distancias, de ganarse la benevolencia —pensaba él— de aquellos anfitriones cuyo ánimo oscilaba entre la expectativa de una corona y la frustración de ver cómo su trono se escapaba. No fue un acierto.
—Luchó con bravura y murió con honor. Descanse en paz —insistió Hernán, redundante.
Silencio. Más silencio. El recuerdo de Eneco, visiblemente, en Paterna no despertaba otra cosa que dolor. Y en Nuño la mención del difunto caballero inspiraba sentimientos enojosos, como si un incómodo obstáculo invisible se interpusiera entre su hija y la corona que ahora se acercaba a su cabeza.
Fue una cena larga. Muy larga. Y terminó haciéndose opresiva. Un intercambio de interrogaciones mudas bajo la mirada de ese lince muerto cuya cabeza presidía la estancia, y que en aquel trance se diría más vivo que los comensales. El asunto del desposorio y la demora impuesta por Paterna apenas si se despachó con cuatro frases secas. La mujer insistía en que aceptaba el matrimonio, pero si, y solo si, Ramiro era rey; es decir, si vencía al usurpador Nepociano en la guerra que inevitablemente se avecinaba. Don Nuño pondría todo de su parte, huestes incluidas, para favorecer la victoria de Ramiro, y la mujer, por su lado, aceptaba trasladarse hacia el oeste como Ramiro había pedido, pero no firmaría el contrato de esponsales hasta hallarse en presencia del novio y con ese requisito fundamental de su triunfo. Paterna explicó a su padre que solo estas condiciones garantizaban que la familia no quedara arruinada. El viejo lo entendió. Y Hernán tuvo que reconocer que, de hallarse él en pareja situación, habría exigido exactamente lo mismo.
Lo demás fue un mutismo rutinario, sin secreto alguno tras la ausencia de voz. Nuño y Paterna parecían acostumbrados a vivir en perpetuo silencio, como quienes se lo han dicho todo ya. Incluso cuando Hernán cambió de tercio y rompió a hablar de la repoblación, de los colonos, del heroísmo cotidiano de la vida en la frontera, sin otra ley que el esfuerzo diario por sobrevivir… incluso entonces, Nuño no contestó sino gruñidos que lo mismo podían significar agrado que asco, y Paterna mantuvo su mirada ausente, clavada en algún lugar por detrás de sus compañeros de mesa, como una estatua que hubiera viajado más allá de la vida. Al menos, eso sí, la cena sirvió para que Hernán abandonara el incómodo uso de la tercera persona.
Agradeció el caballero que llegara la hora del sueño, que fue inquieto y áspero, y después el alba y, con ella, el momento de partir. La hueste que escoltaba a la futura reina se había multiplicado por cuatro: a los diez jinetes con los que Hernán llegó se sumaban ahora otros treinta aportados por el viejo Nuño entre su propia gente y los caballeros de los parajes cercanos. Cuarenta guerreros. Más un fraile venido de la cercana Espinosa. Más un aya de aspecto vegetal que parecía surgida de alguna vetusta huerta y que acompañaría a la novia. Más dos mulas con la impedimenta de Paterna.
—Te confío a mi hija en una hueste formada solo por hombres —dijo solemnemente el castellano—, para que la guíes con bien hasta el trono que la espera.
—Respondo de eso con mi vida —contestó el de Mena—. Y estoy seguro de que estos caballeros, también.
Puso Nuño especial empeño en que Paterna llevara consigo la espada que Ramiro le había enviado como regalo de compromiso. Aquel arma era una suerte de salvoconducto que atestiguaba la condición regia de la dama en un viaje no exento de peligros.
Hubo más. Los treinta caballeros del lugar bastaban para la escolta, pero no eran suficientes para la batalla que inevitablemente habría de venir, de manera que el padre de la novia cursó también aviso a los castillos de la frontera: que aportaran hombres en defensa de Ramiro —les pedía— y acudieran a Galicia, donde el rey legítimo estaba formando su ejército. Así en aquellas horas empezaron a movilizarse caballeros de Salcedo, Lantarón, Añana, Frías… Y, por supuesto, de Tedeja, el legendario bastión de Zonio de Mena, el primer Caballero del Jabalí Blanco. Cuando Paterna y Hernán tomaron el camino de Asturias, toda la Bardulia vibraba ya con la voz sombría de los cuernos de guerra.
—¿Por qué un jabalí? —preguntó Paterna. Era la primera vez que abría la boca desde su salida de Cigüenza.
Cabalgaban los dos en silencio, el sol ya en lo alto, a través de las quebradas que conducían al valle de Manzanedo, al abrigo de la sierra de Tudanca, donde habrían de recuperar el camino que les llevaría al norte. En las laderas y los valles brotaban minúsculas aldeas, apenas cuatro casas en torno a una granja y un molino. Era la huella fresca de los pioneros que buscaban en estos pagos una vida libre, ser señores de sí mismos aun a riesgo de verlo todo deshecho por un enemigo siempre presente. Si estaba de Dios, sus pequeñas fundaciones se convertirían en aldeas, y luego en villas, y la mano del Señor bendeciría sus cosechas, y pronto un castillo protegería sus vidas, como había ocurrido en Mena, en Espinosa, en Valpuesta, en Cigüenza, en Brañosera y en tantos otros lugares a lo largo de la frontera. Si no, la muerte se llevaría para siempre el nombre de aquellos osados y todo su esfuerzo se volatilizaría entre las cenizas del saqueo y el humo de la desolación.
El valle era una explosión de promesas. La primavera se enseñoreaba del paisaje y una vida nueva se anunciaba en los sonidos de aquellos abigarrados bosques de robles, encinas, hayas, tejos, bojes, madroños; bajo la sombra de las águilas que, majestuosas, describían misteriosos signos en el aire, y en el inconfundible himno del urogallo en celo. Aquí y allá, como arrojados por la mano caprichosa de Dios, se erguían megalitos de edades remotas que hablaban el turbador idioma de los viejos espíritus, y en un paraje a orillas del río, aprovechando la ductilidad de la roca arenisca, a favor de una pendiente donde la piedra se derramaba como si algún día hubiera sido líquida, pías manos habían excavado una iglesia rupestre dedicada a San Pedro. Una solitaria columna sostenía el pórtico natural abierto en la montaña. En su interior, huecos excavados sobre la roca hacían la función de altares y hornacinas, y el vientre cóncavo del monte se ofrecía como bóveda vestida con pinturas de vivo color. Los viajeros se detuvieron apenas el tiempo de una breve oración.
—¿Que por qué un jabalí? —contestó Hernán, súbitamente sobresaltado por la pregunta de la dama—. Es una vieja historia familiar —explicó el de Mena—. Mi padre, siendo casi un niño, vio un jabalí blanco en los bosques de Liébana.
—¿Blanco? —se extrañó Paterna—. Nunca había oído nada igual.
—¡Pues eso no es lo más extraordinario! —rio él—. Mi padre siguió el rastro del jabalí y se vio llevado ante unos brujos que celebraban una misteriosa ceremonia.
—¡Brujos! —exclamó la dama abriendo mucho sus ojos de miel, y el caballero no sabía si aquello era un gesto de asombro o de incredulidad—. ¿Y qué fue del jabalí?
—El jabalí, que había desaparecido, retornó de pronto arremetiendo contra los brujos y perdiéndose después en la noche.
—¡Fantástico…! —La trenza de trigo del cabello danzó sobre el capote rojo que cubría aquel cuerpo adorable.
—Muchos años después —prosiguió Hernán en tono rutinario; ¡había contado esa historia miles de veces!—, mi padre, nombrado caballero del rey Alfonso, hubo de elegir escudo y optó por el jabalí blanco. Desde entonces…
—Sí, del Loco del Jabalí Blanco sí he oído hablar —le interrumpió Paterna—. En la frontera todos conocemos las hazañas de tu padre. Los viejos las cuentan en las noches de invierno. Las grandes batallas en el Orón y en Pancorbo. Los asaltos a las granjas de los moros. Los rescates en la tierra de nadie, donde se pierde el Duero… —Paterna hizo una estudiada pausa—. Y cuentan también la historia de su hijo nacido en el destierro.
Hernán bajó la mirada, puerilmente avergonzado. Era incómodo saberse en boca de otros. Como estar desnudo. Paterna advirtió su azoramiento y cambió el tono de la conversación:
—Te confieso que no me gustan los jabalíes —comentó la mujer entre risas—. ¡Huelen muy mal!
—¿Incluso los blancos? —preguntó Hernán, dispuesto a seguir el juego.
—Eso lo ignoro. Nunca los he visto. Pero me gustan más los lobos. O incluso los linces.
El caballero miró a la dama con sorpresa. De repente brillaba en el gesto de Paterna, en la sonrisa de sus labios de vino, un destello de fuerza, casi de violencia, que Hernán no había advertido antes. Un lince, sí.
—Como el que tiene tu padre sobre la chimenea. ¿Es una especie de símbolo familiar?
—¡No sé qué hace ahí ese bicho! —rio ella—. Está sobre la chimenea desde que tengo memoria. Es la alimaña que mató a mi hermano Ruy cuando solo era un bebé. Mi padre lo cazó hace mucho, en nuestros primeros meses en Cigüenza. Pero, sí, seguramente es ya un símbolo familiar. ¿Te asustarás si te digo que a veces lo miro y me veo a mí misma?
—No, no me asustaré —respondió Hernán, conciliador—. Los linces nunca cazan jabalíes, que yo sepa.
—Los lobos, sí —atacó la dama.
—Hacen falta muchos lobos para acabar con un jabalí —advirtió el de Mena, entrando a la provocación—. Y ni una manada entera podría contra varios jabalíes. Todo tiene su sentido. Por otro lado, no puedes comerte un lobo. En cambio, un jabalí…
—Luego, si te lo puedes comer, ¡no será tan fiero como lo pintas! —Volvió a reír Paterna, y en aquella risa todo su cuerpo de lince bailaba con la peligrosa delicadeza de un felino dispuesto a saltar sobre su presa.
—Depende, mi señora, de la mano que lo dome —respondió el de Mena con una reverencia.
Hernán calló bruscamente, como si una mano invisible le hubiera abofeteado el rostro. Sin darse cuenta —o quizá sí—, el fluir de la conversación le había llevado a un parloteo galante completamente fuera de lugar. ¡Paterna iba a ser la mujer de otro! Hernán trató de meterse esa idea en la cabeza. Ella, por su parte, bajaba la mirada de miel en un mohín de recato desmentido por la sonrisa felina. No, aquello no estaba bien —pensaba también la dama—. Honesta viuda de un reputado caballero, prometida a un rey de Asturias… Mejor callar, sí. ¡Pero llevaba tanto tiempo sin hablar con un hombre…!
Soledad. Esa era la nube negra que ahogaba el alma de Paterna desde mucho tiempo atrás, más del que podía recordar. Se sintió sola de niña, única hija en una familia de hombres cuya madre, por otro lado, se afanaba por ser madre también de todas las familias de la comunidad, porque así era doña Sancha. Se sintió sola después, siendo ya esposa de Eneco de Carranza, porque su marido prefería la guerra y la caza a la vida de alcoba. Se sintió sola cuando murió Eneco, y más aún cuando murió el hijo que esperaba. Se sintió sola, en fin, cuando la muerte de doña Sancha la convirtió en ama de las tierras de Cigüenza y las tareas de administrar la hacienda la alejaron definitivamente de cualquier relación que no fuera contable. Soledad.
Toda su vida había añorado una presencia a su lado que le hiciera sentirse acompañada, segura. Ella no era una mujer posesiva ni absorbente; no podía serlo en un mundo como el suyo, donde lo único que legítimamente absorbía cualquier existencia era la necesidad de sobrevivir. Pero necesitaba a alguien junto a sí; alguien con quien no se sintiera sola. Y ahora, con un extraño estremecimiento, con una agria sensación de culpa, debía reconocer que se sentía bien. Desde la misma noche de la cena en el caserón familiar de Cigüenza, Paterna experimentaba la compañía de Hernán como un bálsamo que aliviaba su amargura. Apenas sabía nada de aquel hombre. Solo que había llegado a su vida enviado por otro para que la llevara ante el altar. Apenas había cruzado con él unas pocas palabras que más parecían tanteos de ciego en la oscuridad. Y sin embargo, la proximidad del veterano caballero despertaba en ella una sensación electrizante, como la que dejan los relámpagos en el aire del verano cuando hay noche de tormenta. Era un sentimiento turbador. Era un sentimiento prohibido. Pero era un sentimiento que despertaba en su interior una calidez inédita, que caldeaba su pecho de mujer con una alegría infantil y primitiva. Paterna nunca se había sentido así.
La comitiva, a buen paso, ganó el cruce de Amaya y enseguida tomó rumbo noroeste, hacia las ruinas de Vellica y el arruinado castro de monte Cildá, en un seco páramo de viento y soledades, entre muretes de piedra que algún día fueron un hogar y ahora no eran sino cadáver mineral. A su sombra se prepararon para recibir la noche. Los caballeros agruparon las monturas al cobijo de un roble extrañamente solitario. Se prendió un gran fuego. Luego dibujaron un círculo en torno a la hoguera y los guerreros se desplegaron en la circunferencia. En el centro, cerca del fuego, se improvisó una tienda para que durmieran la señora y su aya. Hernán designó los turnos de guardia. Él veló la primera hora. Una luna lechosa regaló a los centinelas su blanca luz para iluminar la vigilia. Esa noche, arrullada por la música inquietante de los sonidos nocturnos, Paterna soñó con extrañas fieras que ejecutaban danzas de muerte en las sombras de los profundos bosques de Castilla.
El eunuco Nasr Abu el-Fath salió al balcón de su cámara, en el alcázar de Córdoba, para asistir a la partida de la expedición de Mohamed. El emir, en un gesto inusual en él, había acudido en persona a la puerta del Puente para despedir al heredero. Al eunuco, diestro en el arte de interpretar los signos no escritos, no le pasó desapercibido el hecho. Recordó la conversación con Tarub: «Hay algo que se nos escapa».
Lucía imponente Mohamed, tocado con un gran turbante blanco con una pluma blanca, envuelto en una capa blanca, a lomos de un caballo blanco lujosamente enjaezado, como un jinete de luz… blanca. A su lado, el eslavo Walid, los cabellos rojos asomando bajo el yelmo, encerrado el cuerpo en una gruesa coraza de cuero y malla, observaba una solemne inmovilidad. Tras Walid, sus diez mejores capitanes enarbolaban los estandartes, siempre blancos, de los omeyas. Y junto a ellos, el alfaquí Yahya ben Yahya trataba de disimular su vejez con una pose de rígida marcialidad. El emir abrazó a Mohamed. Este, ceremonioso, se prosternó ante su padre. Abderramán le obsequió con una espada de hermosa empuñadura.
—Es mi deseo que veas en ella la espada de Alá —dijo ceremonioso el emir—. Empúñala como Alí empuñó la legendaria Zulfiqar de punta bífida. Que su espíritu te haga invencible.
Mohamed besó la punta de la espada. El joven vibraba de emoción. Acto seguido la brillante comitiva partió hacia la puerta de Hierro —«del Salvador», la llamaban los cristianos de la ciudad—, donde se uniría a la cohorte de jinetes eslavos, medio millar finalmente, que habría de escoltar al príncipe. De aquella puerta salía el camino que, atravesando el arroyo Piedras, conducía a Toledo.
Una cohorte a caballo, a buen paso y sin castigar a las bestias, puede cubrir cómodamente la distancia entre Córdoba y Toledo en cuatro días. Los ejércitos del emir lo habían hecho muchas veces. «Camino del Armillat», llamaban a esta ruta. El camino se encrespa al llegar a las montañas, pero, después, la tierra se amansa y los grandes llanos abren amables la vía hacia el norte. Para que la marcha fuera más ligera, el eunuco Nasr Abu el-Fath, buen logístico, había tomado la providencia de que la columna del príncipe Mohamed partiera prácticamente sin impedimenta. Las guarniciones de Adamuz, primero, y Almagro después, convenientemente alertadas de antemano, se harían cargo de su avituallamiento sobre la marcha. Muy poco equipaje llevaba consigo la comitiva. Y todo lo había seleccionado cuidadosamente el eunuco Nasr Abu el-Fath.
Una vez en Toledo, la columna recibiría la incorporación de las huestes bereberes: desde la rica Talabira, a orillas del Tajo, hasta la pequeña fortaleza de Ocaña, centenares de jinetes y peones se sumarían a la expedición. Dueños de la tierra y profesionales del pillaje, aquellos bereberes llevaban allí más de cuatro generaciones, desde los primeros tiempos de la conquista. Los árabes les dejaron los despojos: para la aristocracia de Arabia, del Yemen o de Siria, ellos, los bereberes, no eran más que una molesta masa de maniobra; útil para vencer, pero ni mucho menos apta para gobernar. Por eso los bereberes se rebelaron —hacía ya un siglo de aquello— y abandonaron las posiciones ganadas al norte del Duero, deserción que el viejo rey Alfonso el Católico se apresuró a explotar en beneficio de la cristiandad. Los árabes comprendieron que, si querían mantener bajo su bota aquel tesoro que era Al Ándalus, no tenían otra opción que aplicar una poco sutil combinación de generosidad y mano dura. Así hubo clanes bereberes decapitados por miles, pero otros muchos se vieron favorecidos con anchas extensiones de tierra en los valles del Tajo y del Guadiana y al otro lado de las grandes sierras, donde la línea de la frontera se borraba en los inabarcables llanos de la meseta.
Aquellos pastores del norte de África —ellos se llamaban a sí mismos imazighen, que quiere decir «hombres libres»—, trasplantados a la vieja Hispania, llevaron consigo sus inveteradas divisiones tribales: matgaras, miknaníes, nafzíes, hawaríes, zenatas… Para Córdoba fue un auténtico quebradero de cabeza tratar de mantenerlos en orden. Hasta que, simplemente, se renunció a intentarlo. Eso presentaba sus inconvenientes a la hora de pelear, porque era frecuente que, en plena campaña, las distintas tribus entraran en lucha entre sí, cuando no se aliaban todas para pelearse con los árabes o con los andalusíes. Por eso Abderramán II decidió no formar contingentes homogéneos de bereberes, sino encuadrarlos en unidades de composición diversa y, normalmente, con jefes ajenos a sus propios clanes. Ahora, para esta aceifa del príncipe Mohamed, tres cuartas partes de bereberes de distintos clanes y una cuarta parte de eslavos se integrarían en tres columnas con un jefe bereber y dos eslavos, respectivamente, con el implacable Walid supervisando la amalgama. Si no se mataban entre sí, podría funcionar.
El eunuco Nasr Abu el-Fath odiaba a los bereberes, como odiaba a casi todo el mundo. Le molestaban sobremanera su primitivismo y su irracionalidad, y también su incapacidad para organizar el gobierno de sus propias tierras. Orgullosos como eran, no permitían que los árabes metieran la nariz en sus asuntos. Pero como tampoco sentían la menor inclinación hacia la administración de las tierras que dominaban, ponían el gobierno en manos de muladíes, hispanos conversos al islam, o de judíos o, aún peor, de mozárabes, cristianos que aprovechaban el privilegio para suavizar las condiciones de vida de sus hermanos de fe. Así —pensaba el eunuco— era imposible hacer nada serio, y a saber cuántas riquezas había perdido el tesoro cordobés por la torpeza de esa gente.
A cambio, los bereberes resultaban muy eficientes en el combate, sobre todo cuando se trataba de arrasar las campiñas de los cristianos del norte. Ese negocio sí lo entendían: llegar, saquear, matar y marcharse con el botín. El general Walid tenía razón cuando censuraba a los imazighen por su nulo sentido de la disciplina y por su incapacidad para retirarse en orden, pero esa eventualidad era bastante poco frecuente: desde hacía muchos años las ofensivas cordobesas sobre el norte consistían en simples aceifas de pillaje sin enfrentamientos armados dignos de ese nombre, de manera que el refinamiento táctico era un recurso superfluo. Esta campaña de Mohamed no iba a ser otra cosa; no podía ser otra cosa.
Nasr lo había calculado todo, como en él era costumbre. No solo los puntos de avituallamiento antes y después de Toledo, sino también detalles como el carruaje ligero que habría de transportar a Yahya el alfaquí, demasiado viejo para cabalgar durante tanto tiempo. Puso especial cuidado el eunuco en satisfacer los deseos más nimios del príncipe Mohamed. El heredero no había pedido mujeres en el equipaje —cosa que Nasr agradeció vivamente—, pero, a cambio, no resultó nada fácil satisfacer sus exigencias en materia de alimentación. El príncipe había heredado el gusto de su padre por las viandas refinadas y exóticas, manjares que no suelen formar parte de las avaras raciones del soldado. Carne de carnero en salazón, abundante garum para sazonar, pan de jengibre, jarabe de membrillo para enriquecer el agua, el inevitable ziryabi de habas, la tafaya —otro invento del poeta Ziryab—, dátiles envueltos en miel… Caprichos del «chiquitín», como motejaba Walid al heredero.
El eunuco supo aprovechar estas exigencias para desplegar su propio talento. Ordenó confeccionar unas cestas de mimbre y forrar su interior con lienzos de lino. Allí dentro, bien acolchados, dispuso personalmente los alimentos que componían la dieta del príncipe. Así, ahora partía la comitiva con una cuerda de monturas suplementaria: la que transportaba en grandes alforjas la comida del príncipe. Para evitar accidentes, las mulas con las cestas de Mohamed irían uncidas al carruaje ligero de Yahya. El alfaquí quedaba convertido en custodio no solo de la fe, sino también de las digestiones del heredero. El carro serviría asimismo para transportar la jaula con las palomas mensajeras que iban a permitir a Nasr saber en todo momento dónde se hallaba la expedición. Cuatro esclavos negros del Níger, a lomos de sendas mulas, responderían con su vida de que viandas, palomas y alfaquí, por este orden, superaran el periplo sin novedad.
El eunuco Nasr Abu el-Fath, discretamente asomado al balcón de su suntuoso despacho en el alcázar de Córdoba, vio con ojos melancólicos cómo se alejaba la triunfal comitiva del príncipe Mohamed, el general Walid, Yahya el alfaquí y los capitanes de la tropa eslava. Ahora el tiempo haría el resto. «A veces —razonaba el eunuco—, la solución a los problemas más enrevesados está en los procedimientos más sencillos».
Sonna llegó a su destino. El sitio de Panes, donde el Cares va a perderse en el Deva, al pie de la imponente Peña Mellera que da nombre a la comarca, era una humilde aldea de una docena de casas en torno a la iglesia de San Vicente, y esta era una no menos humilde construcción de traza muy primitiva, piedra y madera en estado de agonía, donde, sin embargo, había florecido una notable comunidad.
Medio siglo atrás, la corona había dado tierras a los monjes en este valle; us presencia atrajo a unas cuantas familias de los alrededores y así pudo surgir un oasis de orden y prosperidad en medio de los grandes bosques y empinadas gargantas de aquel rincón del reino. El autor del prodigio era el padre Fructuoso, un sacerdote de Cangas cuya edad ya nadie estaba en condiciones de numerar y que había encontrado aquí, en Panes, la misión de su vida. Junto a él, unos pocos frailes consagraban sus días a venerar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, a la santa madre de Dios y a San Vicente de León, benedictino, abad de San Claudio, que dio su vida por defender la divinidad de Cristo.
—Fue en tiempos de los suevos de Galicia —narraba el padre Fructuoso a todo visitante que por allí caía—. Los suevos eran arrianos, como los primeros visigodos, y negaban que Jesucristo fuera persona divina; igual que los musulmanes, por cierto. Los suevos invadieron el reino godo al mando de un feroz caudillo llamado Reciano. Con sus estandartes del dragón verde llegaron por sorpresa a León y asaltaron el monasterio de San Claudio, donde Vicente era abad. Le apresaron y torturaron a fin de que abjurara de la divinidad de Cristo Jesús. San Vicente se mantuvo firme. Finalmente le mataron con un tajo de espada en la cabeza. Mataron también al prior, el buen San Ramiro, y a doce monjes más. Apenas treinta años después, el rey visigodo Leovigildo derrotaba a los suevos. Los cuerpos de San Vicente y San Ramiro fueron recuperados. No hace mucho que el rey Alfonso el Casto mandó llevarlos a Oviedo. Hoy aquí veneramos la memoria del santo abad.
El conde Sonna conocía muy bien a Fructuoso. Desde un día en que, por puro azar, el guerrero pidió posada en esta iglesia, el monje se había convertido para él en una singular mezcla de consejero, confesor y padre, todo al mismo tiempo. De eso hacía ya diez años. A Sonna, hombre de armas, incapaz de llevar una vida que no tuviera por eje la espada, le impresionaba la elección de estos clérigos que voluntariamente renunciaban a la guerra, a la paternidad, al sexo y a la riqueza, y se recluían en lugares como este de Panes a orar y trabajar. Porque los monjes de San Vicente trabajaban: la docena de familias del lugar que habían acudido al cobijo del cenobio pastoreaban a las vacas, cuidaban los prados y atendían las huertas, pero el molino y la fragua eran competencia de la comunidad. El conde, muy de cuando en cuando, se dejaba caer por Panes. Convivía unos cuantos días con los monjes, hablaba largamente con el padre Fructuoso y, una vez aliviado su espíritu, se volvía a marchar sin fecha fija de retorno. Fructuoso le regalaba invariablemente lo mismo como obsequio de despedida: un queso y un tarro de miel. «Nuestro viático para el viaje a la Tierra Prometida», decía el monje.
Sonna siempre había sospechado que algo debió de contribuir el padre Fructuoso a su nombramiento como conde de palacio. Aquel prior de un convento diminuto en una esquina recóndita del reino desplegaba su influencia por caminos tan invisibles como implacables. Sonna —al conde le constaba— no era el único notable que acudía a Panes a buscar consejo e iluminación. Fructuoso nunca regateaba ni lo uno ni lo otro. Y jamás pedía nada a cambio. Ahora, trastornado hasta el borde de la locura por el horrible hallazgo de la matanza de Alles, el conde Sonna necesitaba más que nunca que la palabra de Fructuoso le arrojara luz.
El prior de San Vicente recibió al conde en un chozo que no formaba parte de la iglesia, sino de las dependencias de trabajo de la comunidad: una suerte de desvencijada alacena donde se amontonaban cántaros de distintos tamaños y formas, todos ellos con algún tipo de vianda en su interior:
—¡Hermano Sonna! —le dijo al recibirle, entre efluvios de ajo, manteca de cerdo y un festival de hierbas aromáticas—. Pasa, pasa dentro. Estoy terminando de preparar el adobo para conservar la matanza. Una labor delicada…
El conde de palacio penetró en la humilde estancia con paso apresurado. Con la misma precipitación besó la mano —embadurnada de adobo— del padre prior. Y este enseguida vio que algo anormal ocurría.
—¡Mal aspecto tienes, por vida de María Santísima! —exclamó, dejando a un lado su tarea—. ¿Vienes de la guerra?
—Peor que eso, padre —bufó el conde—. ¡Vengo del infierno!
Fructuoso miró a Sonna con expresión lastimera. El tiempo había nimbado el cuerpo pequeño y enjuto de aquel fraile con una orla blanca de cabello que confería un aspecto leonino al rostro anguloso y consumido. El prior se limpió cuidadosamente las manos. Luego hizo un gesto al conde.
—Has de contarme eso —ordenó—. Sígueme.
El guerrero y el monje salieron a un pequeño jardín de flores silvestres primorosamente criadas; el principio de la primavera parecía allí un estado eterno. Fructuoso se sentó en un modesto banco de piedra e invitó a Sonna a hacer lo mismo.
—Padre —comenzó el conde—, tú sabes que he visto y vivido cosas terribles, atrocidades sin cuento, todas las formas posibles del mal…
—Es un continente que nunca se explora del todo —corrigió el prior—. Pero sí, has visto mucho mal. Sigue.
—Ha sucedido aquí al lado, en Alles. Ayer mismo. Mis hombres y yo estamos atravesando estas tierras en busca del conde Ramiro, que según nuestras noticias se dirige a Oviedo al frente de una hueste para hacerse con la corona. Pues bien…
—He sabido, sí —interrumpió Fructuoso—, que Ramiro ha sido designado heredero por el difunto rey Alfonso.
—¿Difunto? —exclamó el conde, abriendo la barba rubia en un abismo de sorpresa—. ¡Cuando salimos de Oviedo estaba vivo!
—Nadie os ha informado, pues, del fatal desenlace —observó el prior—. Debió de ser a las pocas horas de vuestra marcha. Pero continúa, hijo.
—Bien. A la altura de Alles hemos descubierto una matanza atroz. El señor del lugar, un tal Alvar…
—Lo conozco, sí —confirmó el fraile—. Y a su encantadora esposa, Gotina.
—Los dos están muertos. Torturados en circunstancias horribles y muertos. Y su hacienda, arrasada.
—¡No puedo creer lo que me estás contando! —respingó Fructuoso—. ¿Y el viejo don Telmo? ¿Y los niños?
—Asesinados también.
—¡Por amor de la Virgen María! ¿Y la iglesia?
—Destruida. Y los frailes que allí hubiera, muertos. Y toda la clientela que allí servía —añadió Sonna— igualmente degollada. Solo ha habido un superviviente. Un muchacho. Por cierto…
—Sí, sí, descuida —adivinó el padre Fructuoso—, nosotros nos encargamos de él. Pero… ¡Es terrible esto que me cuentas! ¿Quién ha podido hacer una cosa así? —se santiguó el fraile.
—¿Sabes algo de un tal Piniolo? —apuntó el conde, liberando la sombra de una sospecha.
—Claro que sí —confirmó el prior—. Tiene muchas tierras en esta comarca de Peñamellera. Un tipo híspido. Peligroso. Vive con sus siete hijos, que son hechura de su padre.
¡Los siete hijos de Piniolo! Guma le había contado que el asesino de Alles iba con siete mozos que no se separaban de su lado. Cada vez estaba más claro que Piniolo era el responsable de aquella atrocidad.
—¿Y te suena de algo el nombre de Nepociano? —inquirió Sonna, tratando de desenredar el ovillo.
Fructuoso se llevó el índice y el pulgar al entrecejo y cerró los ojos en un gesto de cansancio. Suspiró con aire fatigado. Luego acarició su larga barba blanca.
—Claro que me suena. Mira —dijo, llevándose las manos a los bolsillos de su escapulario—, lee esto que he recibido esta misma mañana desde Oviedo.
Fructuoso sacó un trozo de pergamino. Sobre él, escrito en trazos apresurados, figuraba un texto que Sonna leyó en voz alta:
—«Es justo que el príncipe obedezca a sus leyes. Y debe pensar que entonces todos guardarán las leyes, cuando él mismo les preste acatamiento. Los príncipes están obligados a sus leyes y no pueden quebrantar consigo las leyes que imponen a los súbditos. Porque la autoridad de su voz es justa, si lo que prohíben a sus pueblos no se lo permiten a sí mismos».
—Así ha de ser —rubricó el prior.
—Pero… ¿qué es esto? —se sorprendió Sonna.
—Son palabras del santo varón Isidoro de Sevilla —aclaró Fructuoso—. Parece ser que están recorriendo el reino de un monasterio a otro. Y tienen mucho que ver con lo que está pasando ahora en Oviedo y con ese Nepociano del que me hablas.
—Sinceramente… No veo lo que…
—Escucha —atajó el prior antes de que Sonna pidiera más explicaciones—. Alfonso el Casto, al que Dios tenga en su gloria, ha muerto. Su último designio fue elegir a Ramiro Bermúdez como heredero del trono. Pero el tal Nepociano, cuyo turbio historial nadie desconoce, ha sido nombrado regente por un consejo de nobles.
El conde miró al monje con sorpresa infinita. ¿Regente, Nepociano? Cuando él dejó Oviedo nadie había planteado cosa semejante.
—¿Regente del reino? —preguntó Sonna—. ¿Estás seguro?
—Absolutamente. Más aún —agregó Fructuoso—, ese hombre se hizo con el poder en una turbulenta sesión en la que acabaron muertos el viejo general Teudano y el noble Fáfila de Lugo. Incluso el obispo Gomelo ha desaparecido.
—¡Muertos Teudano y Fáfila!
—A manos de los hombres de Nepociano —rubricó el monje—. Pero… ¿cómo es que ignoras todo esto? ¿Dónde has andado metido?
Sonna evocó con algún remordimiento el amable regazo de Gadea la molinera. ¡Aquella jornada perdida en Parres…! Se veía a sí mismo como un náufrago en medio del infierno. Y se sentía culpable por haber abandonado Oviedo en circunstancias tan dramáticas.
—¿Estás seguro de que la elección de Ramiro no ha sido fraudulenta? —preguntó el conde con gesto suspicaz, como buscando un último madero al que asirse en su naufragio.
—Lo ignoro por completo —concedió el fraile—. Pero sí sé que a Nepociano no lo ha elegido nadie más que sus propias intrigas. Y ahora tú me cuentas esa atrocidad de Alles… ¡Que Dios haya acogido a esos inocentes en su seno!
—La matanza se cometió en su nombre, sí, aunque él no estaba allí.
—Eso no le exonera —sentenció Fructuoso—. Es el príncipe que invoca en su provecho la ley al mismo tiempo que la viola. Exactamente el tipo de hombre contra el que nos prevenía el venerable Isidoro. Como dice ese pergamino…
Sonna hundió la cabeza entre las manos. Los mechones rubios se enredaban en sus dedos como si quisieran reproducir el laberinto interior que apresaba al conde. Se sentía desarmado.
—¿Por qué Dios permite esto? —suspiró el caballero.
—No culpes a Dios de los males de los hombres —le reconvino el prior.
—Pero él es omnipotente —contraatacó Sonna—. Eso decís los curas.
—Lo es —afirmó Fructuoso—. Tanto que puede incluso permitirse dotar a los hombres de libertad, aun si la usan para el mal.
—Yo confiaba en Nepociano —confesó el conde—. Su esposa es una prima del rey. Jimena, se llama. —Sonna no percibió el respingo de Fructuoso al escuchar el nombre de la dama. Prosiguió—: Escipio estaba con ellos. Todo parecía tan… ¡razonable! De hecho, si estoy aquí es por encargo suyo, y para verificar las intenciones de Ramiro. Y ahora…
El prior de San Vicente de Panes veía cómo Sonna zozobraba, pero se sentía incapaz de sacarle del remolino. Puso una mano huesuda y pesada sobre el hombro del caballero. El conde percibió que aún olía a adobo.
—Hijo mío —expuso el fraile—, yo no puedo decirte si la elección de Ramiro Bermúdez es legal. Tampoco puedo decirte si la matanza de Alles ha sido obra premeditada de Nepociano o más bien alguna salvajada de sus hombres. Pero sí debo decirte unas cuantas cosas. Ante todo, yo no me fiaría de Nepociano ni de esa serpiente que tiene por esposa. Sí —subrayó el prior ante el gesto incrédulo de Sonna—, una serpiente. Tengo la impresión de que muy pronto puede empezar a correr la sangre de los inocentes sobre el suelo de este reino bendecido por Dios, el pueblo que el Señor ha escogido como su heredad. Sería una profanación terrible. Tú eres un hombre justo y cabal. Ve a buscar a ese Ramiro Bermúdez y averigua sus intenciones. Hazlo, si a ello te has comprometido. Pero no le juzgues antes de escucharle. Porque es posible que las circunstancias te hayan situado en el bando erróneo.
—Uno tiene que saber dónde está el bien y dónde el mal —susurró Sonna.
—Exactamente. Aunque a veces no es fácil orientarse, sobre todo cuando uno vive en palacio —advirtió Fructuoso—. Con frecuencia es preciso quemarse los dedos con las llamas de la Gehena para encontrar el camino del bien.
El conde Sonna abandonó la iglesia de San Vicente de Panes, no sin recibir su preceptivo queso con el consabido tarro de miel, inveterados obsequios de Fructuoso. Al recoger su caballo posó la mirada sobre los labriegos que aquí y allá atendían los campos. Labriegos como los que había enterrado unas pocas leguas al oeste, en el infierno de Alles. «Con frecuencia es preciso quemarse los dedos con las llamas del infierno», decía el padre prior. Sonna se había quemado en Alles no solo los dedos, sino toda el alma. Ahora tenía que escoger el camino correcto. Pero ¿cuál era?
Estaba atardeciendo en los montes de Pedrafita y una pertinaz llovizna anegaba las pallozas campesinas y embarraba los precarios senderos de los pastores. Una sucesión de lomas boscosas emergía sobre la niebla como crestas de dragón. Ramiro despachó a la mayor parte de su escolta unas pocas leguas antes de llegar a casa del Édramo.
—Id y anunciad a mis hijos que apareceré mañana por la mañana —ordenó el rey sin corona—. Decidles que antes deseo visitar el sepulcro de San Eufrasio, en el convento de Santa María del Mao. Pasaré la noche con los monjes. Al amanecer estaré en casa.
San Eufrasio, todos los sabían, fue uno de los siete varones apostólicos, discípulos de Santiago, ordenados en Roma por San Pedro y San Pablo, que evangelizaron España. Cuando llegaron los moros, unos monjes que huían de Andújar trajeron consigo el cuerpo del santo. Fue un acontecimiento en toda la comarca. Los padres de Samos decidieron instalar el sepulcro en Santa María del Mao, en el pueblo del Incio, y desde entonces eran muchos los que acudían allí buscando orientación y consuelo.
—¡Vosotros os venís conmigo! —ordenó Ramiro a dos de su hueste—. Los demás, aseguraos de que mi hijo Ordoño lo tiene todo preparado a mi llegada. ¡Gatón! —se dirigió el rey a su otro hijo varón—, explícale a Ordoño cómo están las cosas según nos ha informado el buen obispo Serrano. Y ahora, ¡cabalgad!
El rey no reparó en la mirada suspicaz de Gatón. O quizá sí, pero no le dio la menor importancia. El grueso de la mesnada partió en dirección al castillo del Édramo. Ramiro y sus dos escoltas tomaron el camino del oeste. Llegaron, en efecto, a Santa María del Mao. Respetuosos, penetraron en el templo. Guiados por los pocos monjes del minúsculo cenobio, se postraron ante el sepulcro de San Eufrasio. Oraron en silencio. Después de unos minutos, se levantaron, salieron y retomaron sus caballos.
—Vamos al camino de Godral —ordenó Ramiro con una mirada equívoca—. Debo solucionar un asunto.
No hacían falta más explicaciones porque los dos caballeros de escolta conocían sobradamente el verdadero destino del viaje. Bajo un ocaso de lluvia tenaz, los tres jinetes cabalgaron hasta un ancho y lujoso caserón con aspecto de fortaleza. Descabalgaron ante los muros de piedra enfoscada. El propio Ramiro golpeó con fuerza el portalón de madera y clavos.
—¿Quién va? —contestó al poco una voz cascada.
—¡Ramiro Bermúdez! —respondió el rey.
La puerta se abrió. Un viejo sirviente sostenía un fanal de tripa de borrego entre la lluvia que se había hecho ya aguacero y se derramaba como una cascada sobre el suelo de pizarra. Todos pasaron a una suerte de garita junto al portalón.
—Mi señor… —musitó el criado.
—¿Está tu señora? —preguntó Ramiro con la familiaridad de quien conoce la casa.
—Está —respondió lacónicamente el otro.
—Avísale de que he llegado. Y atiende a estos dos caballeros como merecen —ordenó, señalando a sus escoltas—, que venimos empapados y hambrientos.
El sirviente desapareció con los jinetes en el interior. Después de unos minutos, regresó.
—La señora os recibirá ahora.
Ramiro cruzó el patio. Conocía hasta el último adoquín de aquel piso encharcado. Despidió al siervo y entró solo en la pieza principal de la casa. Y allí estaba ella.
—¡Creí que no vendrías nunca a contármelo! —exclamó una mujer con voz cantarina—. ¡He tenido que enterarme por boca de otros de que te han hecho rey!
Ramiro se precipitó a abrazar a la mujer.
—¡Gontroda! ¡Eres la hogaza de pan blanco que uno encuentra en casa cuando vuelve fatigado del camino! ¡Perdóname, mi bien! —se excusó entre torpes risas—. Vengo empapado… Rey, sí. Y tú, tan bella como siempre.
Gontroda se deshizo como pudo del abrazo fluvial de Ramiro y, sacudiéndose las gotas que el hombre había dejado sobre su cuerpo, tomó asiento frente al fuego. La sala parecía un pequeño palacio de mármoles y objetos preciosos. Mármol en el suelo, mármol en las paredes, mármol en los pilares de la gran estancia, mármol en el cuerpo de la chimenea. El mármol del Incio era materia cotizadísima desde muchos siglos atrás y la viuda Gontroda, que heredó el negocio de su difunto marido, gobernaba aquel universo de piedra con la magnificencia de la reina de Saba. Ramiro paseó una vez más los ojos por las vetas azuladas del mineral: siempre perdía la mirada y, tras ella, los sueños en esas líneas absurdas como caminos que no llevan a ninguna parte.
El señor del Édramo no se cansaba de admirar las formas caprichosas de aquellas piedras. Había bloques de mármol pulimentado y puro como el hielo de la montaña. Otros mostraban vetas rojas que labraban dibujos inquietantes. Aún otros exhibían una superficie rugosa y frágil de arenisca, y en ellas el mármol apenas se manifestaba como un delgado hilo de color azul en la superficie blanquecina. Los que más le gustaban, los que le hacían soñar, eran aquellos en los que el dibujo blanco de las vetas trazaba rumbos misteriosos en la piedra azul, laberintos como aquellos que de vez en cuando se encontraban esculpidos en las lajas de pizarra de los cercanos castros del Édramo y que los niños de la aldea aprovechaban para pintar sobre ellos el mundo de sus juegos. La vida entera era un laberinto dibujado en el azul mármol del Incio.
—Vas a enfermar con esas ropas mojadas —dijo solícita la reina del mármol mientras envolvía en unas mantas los pies ateridos de Ramiro.
—El fuego me secará —la tranquilizó el rey despojándose de la túnica y la cota de malla—. ¿Cómo estás? ¡Hace tanto que no te veo!
—Tres meses y dos semanas, exactamente —apuntó Gontroda, arrugando los carnosos labios en un mohín de reproche.
—Has de disculparme. Han sido meses complicados —se excusó el hombre—. Nada me habría gustado más que ahogar mis penas en tus brazos, como tantas otras veces.
—¡Palabras! —replicó Gontroda con un gesto de disgusto.
Ramiro observó largamente a la mujer: su cuerpo generoso hasta lo exuberante, los largos cabellos negros que caían ondulados sobre los hombros redondos y el pecho lleno, la blanca cara de luna con dos ojos oscuros que bailaban al mirar. El tiempo había dibujado líneas blancas en la cabellera y finas arrugas en el cuello y bajo los ojos, pero ¿acaso hay algún primor que el tiempo respete?
—Te he echado de menos, mi señora —zollipaba Ramiro, buscando una caricia de aquellas manos regordetas y dulces como golosinas.
—¡Siempre dices lo mismo! —rio Gontroda—. Pero luego…
—Luego me voy, pero mi alma queda aquí contigo, y tú permaneces siempre en mi pensamiento.
—¡Nunca te había visto tan poético! —rio nuevamente la mujer.
—Quizá porque nunca habían sido tan graves las cosas que me han pasado como estas que ahora me atribulan —respondió el rey con aire ceñudo.
Gontroda dejó pasar un largo silencio. Solo el crepitar de la hoguera y los resoplidos de Ramiro llenaban el vacío. Y en ese vacío cantaba el eco del corazón de Gontroda, como siempre que aquel hombre aparecía a su lado.
—¿Tan serio es? —preguntó ella al fin.
—Sí —respondió seco el rey—. Un usurpador en Oviedo y una guerra en ciernes.
—¿Tu nueva esposa…? —dejó Gontroda la pregunta en el aire.
—Tienes que entenderlo, mi bien —se excusó Ramiro antes de que se le imputara la acusación.
—Oh, claro que lo entiendo —frivolizó la dama—. Un rey tiene que elegir esposa… políticamente. Y una castellana… Porque es castellana, ¿no? Ella te dará la pata que te falta para apoyar bien el reino. Y yo…
—Tú eres la mujer más deliciosa que he conocido jamás —protestó precipitadamente el rey sin corona.
—Pero no para desposarme —se dolió ella—. Ni antes, ni mucho menos ahora.
—¡Hemos hablado de esto demasiadas veces! —alegó malhumorado Ramiro.
—Sí, ya sé. Yo soy una viuda que camina hacia la vejez, con hijos mayores, regente de un negocio de mármol heredado de un caballero que… No es el perfil de una reina, ¿verdad?
Gontroda bajó la cabeza en una sonrisa resignada. Las ondas de su cabellera morena, con aquellas vetas blancas que la vestían como los dibujos estriados del mármol, se derramaban en una cascada de melancolía sobre el largo vestido negro. Diez años llevaba ya luto por su marido, el difunto don Suero del Incio. La casaron cuando apenas había dejado de ser una niña. Le dio seis hijos; cuatro vivieron. El negocio del mármol le había ofrecido una posición pudiente. Don Suero no fue mal esposo. Pero en el mismo funeral de su marido conoció a Ramiro, conde de la corona en Galicia. Ella nunca había amado de verdad a nadie. Hasta ese momento. Y ahora, esta noche de agua y fuego, Gontroda veía claramente que el amor se le terminaba.
—Siempre has sabido que esto tenía que pasar —musitó el rey.
—Siempre —concedió ella.
—Mi corazón nunca dejará de estar contigo —volvió a susurrar Ramiro.
—Nunca.
—Gontroda… —suplicó el hombre.
—No volveremos a vernos, ¿verdad? —preguntó ella.
—No lo sé —respondió Ramiro.
Gontroda, lánguida, se levantó, asió a Ramiro de la mano y le condujo a la alcoba. Entre mármoles, se amaron en la convicción de que sería la última vez.
La sierra de Híjar dibujaba al oeste su perfil de afilados cuchillos. Un persistente viento azotaba los rostros y a Hernán le parecía escuchar, entre los vagidos del aire, llantos familiares que le llamaban desde muchas leguas más allá. Justo ahí debajo, al pie de aquella sierra, estaba Brañosera, su casa. Y los lamentos que el viento traía eran como la voz de su tierra, que le reclamaba con la insistencia de una esposa abandonada.
—Allí está mi pueblo —suspiró Hernán—. Brañosera.
—¿Muy lejos? —preguntó Paterna.
—Desde aquí, y a buen paso, apenas un día de marcha.
—¿Cuánto tiempo llevas viviendo ahí? —En realidad, a la dama no le importaba aquello, pero necesitaba escuchar a Hernán, necesitaba sentir la caricia de esa voz que borraba su soledad.
—Más del que recuerdo. Mi padre estuvo en la fundación del concejo y firmó en el fuero. El conde de Castilla le dio un pequeño señorío…
—Sí, Pamporquero —interrumpió Paterna—. Lo dijiste el primer día.
—Eso es. Pamporquero. Un bonito collado de bosques y pastos, al oeste del pueblo, con mucho monte y un arroyo cantarín que va a dar en el Rubagón. Cuando mi padre murió, me dejó eso en herencia.
—¿Tienes mucha gente contigo?
—Cinco familias que se ocupan de los pastos y del ganado —asintió el del Jabalí Blanco—. No necesitamos más. No es como Cigüenza: vuestra casa es rica en comparación con la mía.
—Mi padre —explicó Paterna— siempre ha visto nuestro terruño como su pequeño reino. Se quiere ocupar de todo: del grano, del ganado, de la vega, de la iglesia… ¡y hasta de con quién se tiene que casar cada cual, como hacía mi madre, Sancha!
—Un jefe nato, el viejo Nuño —concedió Hernán—. Ya me he dado cuenta.
—Él ha nacido para esto —sonrió filialmente Paterna—. Tú, sin embargo… ¿Cómo acabaste ahí? Quiero decir…
—Ya, ya sé lo que quieres decir —adivinó el de Mena—. Cómo un caballero del rey ha acabado en la frontera, tan lejos de la corte y sus oropeles, en vez de hacer carrera como conde de palacio. ¿No es eso?
—No quería herirte —se excusó la mujer, precavida.
—No lo haces. La explicación es bien sencilla: me casé, cumplí años, tuve hijos, la vida de palacio empezó a resultarme molesta y, sin renunciar a mi servicio al rey, obtuve permiso para instalarme en mi tierra. Eso fue todo. No hay ningún misterio detrás. El misterio es lo que voy a hacer a partir de ahora, cuando llegue Ramiro al trono.
Ante la vista de la comitiva se extendían los cerros, cada vez más romos, que iban a dar al Campoo. A orillas del río Camesa, preñado ahora con las aguas del deshielo, algunos colonos habían ocupado viejas ruinas romanas para dar nacimiento a las aldeas de Camesa y Rebolledo. Apenas cincuenta años atrás, aquí no había más que miedo y desolación; ahora ya se elevaban las cruces de las iglesias. La calzada se desplegaba llana hasta el sitio de Reinosa, pero el camino de la reina Paterna no iba a ser ese. «Nos encontraremos en Liébana», había ordenado Ramiro buscando un lugar seguro para su esposa. Ahora bien, llegar a Liébana sin cruzar el reino no era fácil. Las nieves del invierno todavía devoraban la piedra de las montañas y frustraban cualquier intento por hallar un camino más corto. Hernán había dedicado largas horas a trazar la ruta. No quedaba otra vía que ascender el valle del Híjar por el sitio de Argüeso, buscar la calzada de las Mazcuerras que lleva a Cabuérniga y, a la altura de Saja, cruzar los montes por la senda que pasa al valle del Nansa, a la aldea de Tudanca. Desde ahí era posible bordear por el sur la sierra de Peña Sagra para marchar dirección oeste hasta Pesaguero y la Vega de Liébana. El pequeño monasterio de Santa María, en Piasca, sería un buen refugio antes de llegar a San Martín de Turieno. Era una ruta segura, pero exigente: había por delante no menos de tres días de marcha.
Hacía frío en la gran llanura del Campoo. La noche no tardaría en caer de nuevo.
—¿Tuviste hijos? —preguntó Paterna, y en el mismo momento de hacer la pregunta sintió que lanzaba un cebo en aguas revueltas.
—Tres: Zonio, Creusa y Alfonso. El primero, que lleva el nombre de mi padre —explicó Hernán—, debe de estar ahora explorando el Pisuerga o allí, en Brañosera, si es que no le han llegado ya las nuevas de tu padre don Nuño pidiendo lanzas para el rey Ramiro y la reina Paterna. —Miró el caballero a la dama con un mohín en el que Paterna quiso ver fastidio—. Creusa, que lleva el nombre de mi madre, se casó con un señor del otro lado de las montañas, en la vega del Pas. Y el tercero, que lleva el nombre del rey, profesó recientemente como novicio en un monasterio de Trasmiera. Eneco y tú no tuvisteis hijos, ¿me equivoco?
Paterna dobló mecánicamente las manos sobre su regazo, como siempre que en su vida aparecía el hijo que no tuvo.
—Cuando recibí la noticia de la muerte de Eneco, estaba encinta. El niño murió al poco. Nunca vio la luz. Iba a ser un varón. Lo esperábamos con mucha ilusión. Pero ni siquiera eso me dejó como legado; nada sobrevivió en el linaje del pobre Eneco.
—Lo siento. Un ángel sin nombre —musitó Hernán como en una jaculatoria—. Atilia y yo tuvimos dos así.
—¿Atilia?
—Era mi mujer.
La castellana, azorada, perdió sus ojos de miel en algún lugar de los cuchillos de la sierra.
—¿Cómo murió? —preguntó ella.
—Nunca lo supe. Fue un año después del parto de Alfonso. Debí haberme dado cuenta de que algo no marchaba bien: su palidez, su fragilidad, su cansancio… Pero no lo supe ver. Cuando murió, yo estaba fuera. Llegué a casa y… ¡Un horror!
—Debió de ser difícil criar a los tres hijos tú solo. ¿Nunca pensaste…?
—¿En casarme otra vez? Nunca —zanjó Hernán—. En aquel tiempo era lo último que se me podía pasar por la cabeza. Además, también mi padre me crio a mí tras la muerte de mi madre. No me resultaba un paisaje desconocido.
El viento del oeste traía el frío de las cumbres y anunciaba lluvia. Paterna escondió su cabellera de trigo maduro bajo la caperuza de su abrigo. Dominó un estremecimiento.
—¿Y tú? —preguntó a su vez Hernán—. ¿Por qué no te casaste? Eres aún joven y hermosa y… —se interrumpió, pensando haberse propasado de nuevo.
—¿De verdad viste morir a Eneco? —asaltó Paterna a bocajarro—. ¿Es verdad lo que me contaron? El asedio, las flechas… ¿todo eso?
—Sí —confirmó Hernán—. Yo estaba a pocos pasos de él. De hecho, alguna de las flechas que nos lanzaron fue a parar a mi montura y… —El caballero se detuvo, paralizado por una sensación de alarma—. ¿Realmente quieres saber cómo fue?
—Sí —respondió Paterna con un gesto que era al mismo tiempo un ruego y una exigencia y la aceptación de un tormento.
—Sea —suspiró el de Mena—. Habíamos cercado al traidor Mahamud en el castillo de Santa Cristina, cerca del Incio, en Galicia. Cuando sus hombres abrieron las puertas para salir en carga, el rey ordenó que nuestra vanguardia galopara hasta allí para entorpecer sus movimientos. En la tropa íbamos Ramiro y yo. Y Eneco. Tu marido era un buen jinete y manejaba muy bien la espada. Llegamos a tiempo. Trabamos combate con los jinetes de Mahamud apenas salieron de la fortaleza. Entonces desde el castillo dispararon una salva de flechas. Era inconcebible. —Chasqueó Hernán la lengua—. ¡Mahamud ordenaba disparar incluso sabiendo que heriría a sus propios hombres! Yo lo vi y pude protegerme con el escudo. Pero Eneco no, porque estaba de espaldas, peleando con un moro. Recibió seis heridas. Una de ellas le atravesó de parte a parte, a la altura del corazón. Cayó fulminado.
—¿Sufrió? —Más que una pregunta, el susurro de Paterna era una súplica.
—No —mintió Hernán—. Murió en el acto.
—¿Y después? —La mujer buscaba respuestas con una ansiedad que sobrecogió al caballero.
—Después fue el propio Mahamud el que, viéndolo todo perdido, salió al galope buscando una muerte heroica. Dios no se la quiso dar: apenas había recorrido unos pasos cuando su caballo tropezó y…
—No —atajó Paterna—. Me refiero a qué pasó después con el cuerpo de mi marido.
Hernán observó a Paterna con ojos dolientes. Nunca había tenido que contarle a una mujer cómo murió su esposo. Pero la angustia con la que la castellana esperaba detalles merecía quedar satisfecha.
—Cuando todo hubo terminado, recogimos a los nuestros. Con Eneco cargué yo.
—¿Cómo era su expresión? —La mujer temblaba como una hoja en la tempestad.
—Paterna, te estás haciendo daño. —La voz de Hernán sonaba como una amonestación sacerdotal.
—¡Quiero saberlo! —gritó ella con el semblante desencajado, y era la primera vez que Hernán la veía perder el dominio de sí—. ¡Siempre he querido saberlo!
—Sea —concedió Hernán—. Tenía los ojos abiertos en una expresión serena. La boca cerrada, con un rictus de cansancio. La cara estaba limpia, sin sangre. Todas las heridas las llevaba en su interior.
—¿Tú le recogiste?
—Yo le recogí —confirmó el caballero—. Y Ramiro me ayudó. Pusimos buen cuidado en que su espada y su escudo no se perdieran. Los recibirías, supongo…
—Sí. Aún los guardo —dijo Paterna, ahogando un sollozo.
—Después enterramos a todos nuestros muertos…
—¿Juntos en una fosa?
—¡No! Uno a uno, cada cual con su responso. Al pie de los muros de la iglesia de Santa Cristina. Allí están Eneco y los demás. Y una cruz con su nombre.
Paterna se santiguó en silencio. Respiró profundamente. Sin lágrimas; quizá también estas se hallaran en el interior, como las heridas de Eneco de Carranza. La castellana se estremeció dentro de su pesado abrigo de piel. El aire se enfriaba a toda velocidad a medida que el sol acariciaba el horizonte.
—Gracias por contármelo —musitó la mujer después de un silencio que a Hernán le pareció rojo de sangre—. Nunca había querido hablar de esto. Hasta hoy.
—Gracias a ti por escucharlo. Y por tu entereza —respondió Hernán, admirado—. Eneco fue un hombre afortunado por tener una esposa como tú, aunque el Señor se lo llevara antes de tiempo.
Hernán volvió a morderse la lengua: una vez más, temía haber ido demasiado lejos. También se sentía avergonzado por haber expresado un sentimiento; en el mundo de Hernán de Mena, ese tipo de efusiones eran siempre signo de debilidad. Pero Paterna, las manos dobladas sobre el regazo, no escuchó nada: se había sumergido en sus pensamientos y en sus recuerdos, en ese dolor tantos años clavado en las entrañas y del que ahora, de algún modo, se liberaba a través de ese relato que nunca antes se había atrevido a escuchar.
Acamparon en un paraje desolado, de arbustos batidos por el viento, al cobijo de dólmenes misteriosos cuyo lenguaje ya nadie entendía. La noche cayó sobre el Campoo con un himno lúgubre, donde el aullido de los lobos se entremezclaba con el triste canto de los autillos. De madrugada, comenzó a llover.