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TRIGO EN EL CABELLO

La ruta que conducía de Amaya a Cigüenza era un esquivo laberinto donde se entrecruzaban los viejos caminos romanos con las sendas de los pastores y las trochas labradas por las bestias. Había que vadear el Ebro en sus Hoces y atravesar después una agotadora sucesión de lomas, cerros y páramos, entre moles de piedra toba —como esa que el arquitecto Tioda había hecho llevar a Oviedo en grandes cantidades, por su ligereza— y cursos de agua tan caprichosos y efímeros como el amor de una doncella. Aquí, en este paraje severo de tierra indómita, la primavera todavía no había dicho su nombre. Ralos matorrales y oscuros bosques de dura vegetación delataban la inclemencia de los inviernos en estos pagos. Sobre el cielo, el vuelo majestuoso de los buitres pregonaba las mil tragedias que todos los días escribían los linces, los lobos y los osos en sus sangrientas batallas por la supervivencia.

Hernán y su hueste, reducida ahora a diez jinetes, franquearon fosas y ríos en un sepulcral silencio solo roto por el jadeo de los caballos. Para quien nunca hubiera cruzado los espacios vacíos de la tierra sin dueño, la atmósfera debía de resultar semejante a la que rodeará a nuestras almas cuando emprendan su último viaje ante el juicio de Dios. El de Mena advertía en los rostros de sus compañeros, guerreros de Asturias acostumbrados a la vida con el prójimo y al combate con el enemigo, el sobrecogimiento que se apodera de quien súbitamente ha de enfrentarse al sonido de la nada. Pero Hernán, hijo de colono, criado en un castillo al borde mismo de los confines del reino, había aprendido a escuchar las voces del vacío y a ver en aquella nada un universo de promesas por realizar.

El horizonte cambiaba al pasar las sierras, a favor de los barrancos que vierten sus aguas en el Nela. Aquí la aspereza del paisaje amainaba y en su lugar aparecían suaves laderas y verdes llanos que reclamaban la mano tierna del hombre. El rumor lejano de los cencerros de las reses anunciaba vida civilizada. Y un poco más adelante, apenas un par de leguas, empezaba a verse la huella de la repoblación: campos limpios y ordenados, cercas y setos, agrestes chozos de pastor, alguna columna de humo y, al fin, la breve silueta, chaparra y ancha, de una rústica iglesia. Habían llegado a Cigüenza.

Aquí era donde el viejo Nuño había plantado su castillo. En torno a él, prados y huertas regados por las aguas del Nela y pastos que ofrecían al ganado alimento inagotable. El castillo de Nuño era una rudimentaria torre apenas almenada, un montón de piedras elevadas a favor de un risco natural y, adosada a él, una espaciosa casa con gruesas vigas de madera. Fosos bien dispuestos y grandes rocas a modo de dientes de dragón convertían aquello en una fortaleza digna de ese nombre. De todos los castillos que Hernán había visto en la frontera, aquel era probablemente el menos guerrero. Pero en verdad aquel lugar necesitaba poca defensa: las montañas que la hueste acababa de atravesar regalaban a los lugareños refugio seguro en caso de aceifa musulmana. Al sur y al este, la sierra de la Tesla y los montes Obarenes encerraban el valle del Nela en un espacio inexpugnable. Y al fondo del valle, en la puerta natural del desfiladero de la Horadada, un castillo cubría la entrada: el castillo de Tedeja, la fortaleza a la que un caballero de Asturias, treinta años atrás, había consagrado su vida; el castillo levantado por Zonio de Mena, el padre de Hernán.

Un vigía en servicio de anubda corrió hacia la aldea. Los hombres de Hernán le vieron surgir de entre la espesura y partir a toda velocidad. Al poco salió al encuentro de los recién llegados un grupo de jinetes. Venían armados. La casa de Nuño no estaba, pues, tan desprotegida como parecía a primera vista. Hernán dio orden de descabalgar. Recibiría a los anfitriones pie a tierra, para demostrar sus intenciones pacíficas. Los de Cigüenza, apenas una docena de hombres de visible aspecto campesino, se mantuvieron en sus monturas y rodearon a la hueste. Traían toscas azagayas, hachas de talar, espadas de pobre factura… Lo suficiente, sin embargo, para hacer daño. El más joven de ellos, un mocetón pecoso de revueltos cabellos negros, interpeló a Hernán en tono amenazante:

—¿Quiénes sois? ¿Qué os trae por aquí?

—Me llamo Hernán de Mena, fiel del rey. Venimos a ver a tu padre, don Nuño de Cigüenza.

—¿Cómo sabes que es mi padre? —repuso el muchacho, desconcertado.

—Cuando en un grupo habla el más joven, es porque otro le da autoridad —contestó Hernán—. Venimos de Galicia, en nombre del rey don Ramiro. Buscamos a tu padre y a tu hermana Paterna.

—Os esperábamos, pero… ¿no viene el rey? —preguntó el mocetón, visiblemente contrariado.

—Venía con nosotros, pero a la altura de Amaya se vio obligado a volver a Galicia. Llévanos ante tu padre y os lo explicaré todo.

El joven quedó pensativo unos segundos. Se rascó la nuca. Luego tendió una mano firme.

—Soy Rodrigo Núñez. El primogénito varón de don Nuño. Paterna es mi hermana mayor. Montad y seguidnos.

La comitiva atravesó los suaves campos de Cigüenza, tendidos sobre amables lomas que iban a recostarse en las aguas del Nela. Aún duraba el sueño del invierno, pero muy pronto el calor y la lluvia iban a despertar a las simientes dormidas bajo la tierra. El viejo Nuño y sus colonos habían construido aquí un auténtico vergel. Apenas habría dos docenas de casas, casi todas agrupadas cerca del río, pero aquella poca gente se las había arreglado para organizar su subsistencia en condiciones envidiables. Hernán no podía dejar de pensar que, pocas leguas más al sur, el Nela recibía las aguas del Trueba, donde tantas veces se había bañado cuando niño, y que en sus ondas corría la memoria de sus antepasados. Y tampoco podía apartar de su corazón la estampa de sus campos de Brañosera, su pequeño señorío serrano, con sus bosques y sus pastos. Al corazón le venía la voz aún juvenil de su hijo Zonio, que llevaba el nombre de su abuelo y que ahora debía de estar explorando algún punto del cauce del Pisuerga. Y cuando estas ideas le asaltaban, zozobraba ante la duda. ¿Y si Ramiro tuviera razón? ¿Y si en verdad ellos, el rey y él, estaban ya demasiado viejos para estas aventuras?

Don Nuño recibió a la comitiva en el portalón de la exigua empalizada que protegía su casa. Junto a él se hallaba el mensajero que Ramiro, días atrás, había enviado para anunciar su llegada. Los ojos de Nuño, pequeños y vivos, bailaban tratando de buscar algo; se preguntaban dónde estaba el rey. Pronto el baile se convirtió en ceñuda decepción. Hernán descabalgó, solemne.

—Mi señor don Nuño, me llamo Hernán de Mena —dijo el caballero en una sobria reverencia—. El rey don Ramiro, en cuyo nombre vengo, me pide que te presente sus más dolidas disculpas. Asuntos de extraordinaria gravedad le han obligado a regresar a Galicia cuando ya habíamos llegado hasta la Peña Amaya. Y a mí me ha ordenado que recoja a doña Paterna y la proteja en su viaje hasta la capital.

El anciano Nuño de Cigüenza escuchó el parlamento de Hernán plantado en jarras, la mirada ofendida y la boca crispada en un rictus de extraordinaria desazón. Guardó silencio unos segundos sin dulcificar aquel semblante de hombre burlado.

—Esto… Esto… ¡Esto es completamente irregular! —protestó al fin—. Si no fueras hijo de quien eres, pensaría que todo esto es una broma.

—Si me permites unos segundos a solas —se excusó Hernán, que agradeció la alusión a su linaje—, te confiaré los trascendentales sucesos que han forzado la marcha del rey. Nadie merece más que tú conocerlos. Entonces lo comprenderás todo.

Nuño condujo a Hernán hasta el interior del caserón. El joven Rodrigo quiso acompañarles, pero un imperativo ademán de su padre le mantuvo en el umbral, provocando un sonoro bufido por parte del muchacho. Los dos hombres se acomodaron en una sala ancha y oscura, apenas iluminada por un fuego mortecino. Sobre la chimenea, la cabeza sin vida de un lince mostraba sus colmillos en una amenaza superior a la muerte.

Fue así como el de Mena refirió a su huésped el largo viaje desde Galicia, la muerte del rey Alfonso, la turbia maniobra que había llevado al poder al usurpador Nepociano y el obligado retorno de Ramiro, en son de guerra, a sus posesiones gallegas. Nuño musitó una oración y, bajando la cabeza como un hombre derrotado, suspiró:

—Es decir, que ahora soy suegro de un rey sin corona ni corte. Y he empeñado toda mi fortuna en dotar un matrimonio que quizá nos lleve a la tumba a mi hija y a mí, antes incluso de haberse celebrado. ¡Maldita sea mi suerte!

—No está todo perdido —le tranquilizó Hernán—. Ramiro es hombre de recursos. Su designación ha sido legal y la razón le asiste. Los mejores nombres del reino están con nosotros. Daremos la batalla. Él será rey. Y tu hija, reina.

—¿Cuántos hombres hacen falta? —preguntó súbitamente el viejo.

—¿Cuántos…? ¿Para qué? —repuso Hernán, confundido.

—¡Para qué va a ser! —exclamó Nuño, irritado—. ¡Para sumarlos a la hueste de Ramiro y aniquilar al usurpador! ¡Nadie va a quitar a mi hija la corona de Oviedo!

—Ya hablaremos de eso —rio Hernán, reconfortado por la determinación del anciano colono—. De momento, mis instrucciones son acompañar a Paterna hasta la tierra de Liébana y aguardar allí la llegada del rey. Y para este viaje, en efecto, no me vendría mal contar con jinetes de refuerzo. Los diez caballeros que me acompañan son buenos guerreros, pero es muy posible que tengamos que enfrentarnos a peligros imprevisibles.

—Cuenta con ello, hijo de Zonio —prometió el viejo, fijando la mirada en el lince que adornaba la estancia; el lince que le había matado a un hijo—. Bastará tu nombre para que un centenar de caballeros de los alrededores enarbole la lanza. Nadie ha olvidado aquí quién fue tu padre, Caballero del Jabalí Blanco. Y ahora, sigamos con lo dispuesto. Acompáñame. Te presentaré a mi hija.

Nuño y Hernán se perdieron por una puerta que daba acceso a un recoleto patio interior. Sus corredores, sostenidos por gruesos pilares de madera, recordaban la arquitectura de un claustro monacal. En el centro del patio había un pozo. Y junto al pozo, sentada, absorbiendo los rayos tímidos de un sol todavía tibio, estaba ella. Así conoció Hernán a Paterna. Una mujer que sería para él mucho más que una reina.

El arte de las palomas mensajeras lo aprendieron los árabes de los romanos, y estos de los griegos. Eso le contó a Nepociano el eunuco Nasr Abu el-Fath el día, ya lejano, en que le confió aquellas dos jaulas con unas cuantas palomas bravías.

—Son mucho más eficaces que los mensajeros humanos. Y más discretas —subrayó el eunuco.

El sistema permitió a Nepociano, desterrado en Aquitania, disponer de un sistema de comunicación permanente con Córdoba. Pingües negocios habían florecido en la estela del vuelo de aquellos bichos, y tanto Nasr como Nepociano habían obtenido considerables sumas vendiendo en las tierras del norte de Europa las delicias de oriente. Nasr recibía desde el sur la mercancía —sedas, especias, esclavos— y la libraba a las costas de Aquitania. Allí la acogía diligente Nepociano, que acto seguido la colocaba en las cortes de Aquisgrán, Tolosa, Fráncfort y hasta en la propia Roma, pagando puntualmente al eunuco su parte. El circuito también funcionaba en sentido inverso, y no pocas veces Nepociano había enviado su material a Córdoba; en particular esclavos de Inglaterra e Irlanda, muy cotizados en Al Ándalus por sus cabellos rojos y por su piel tan blanca, y que el magnate adquiría a muy buen precio a los navegantes normandos. No hay barreras para el hombre que sabe lo que quiere.

Ahora, inmerso en este nuevo negocio del poder, Nepociano acababa de comunicar a Córdoba, palomas mediante, la inminencia de su éxito. Hacerlo antes habría sido contraproducente: una larga experiencia en las cosas del comercio había enseñado al magnate que, cuando tienes un socio, solo hay que darle las buenas noticias, y guardar las otras para ti. Fue una buena noticia que Alfonso agonizara, fue una buena noticia que los notables del reino se sumaran a su causa y era una noticia excelente el desenlace del golpe de mano en palacio: el trono de Asturias estaba ya en el horno. ¿Cómo no referir tan buena nueva al querido Nasr Abu el-Fath? Así Nepociano había colocado un pequeño rollo de pergamino en la patita del animal. «El palacio es mío. Cuento con el consejo. Procedo ahora a vencer a Ramiro en el campo de batalla». Ese había sido el mensaje. Y no tenía duda de que le vencería, sí, con aquellas aguerridas huestes mercenarias traídas de mil campos de batalla y soberbiamente pagadas con oro de Córdoba y con su propia fortuna personal.

Cuando el animal voló hacia su destino en un aleteo de plumones y heno, Jimena entró en el improvisado palomar instalado en la torre de palacio.

—Sale una paloma y entra otra —comentó Nepociano, adulador.

—La tuya va a Córdoba, pero yo me quedo a tu lado —replicó ella, amorosa—. Dime, ¿de verdad es eunuco?

—¿Quién? ¿Nasr?

—Sí. ¿De verdad le han cortado… eso?

—En efecto. Todo —confirmó el magnate.

—¡Qué espanto! —tembló la mujer—. No sé cómo puedes tratar con esos bárbaros…

—Es cuestión de perspectiva —contemporizó Nepociano—. Nosotros, aquí, vemos a las personas de forma distinta a como ellos las ven allí, en su mundo. Para nosotros, mutilar a un tipo es algo que se hace solo como castigo por algún grave crimen. Pero para ellos, en oriente, la mutilación tiene una función… ¿cómo decir? Una función social. De hecho, este pobre Nasr, con sus… cositas puestas, jamás habría pasado de ser un simple artesano del Arrabal. Por el contrario, ahora, sin eso en su cuerpo, ahí lo tienes: el sujeto más rico de la corte de Abderramán.

Jimena no parecía muy convencida. Atrajo a su marido hacia la mesa de su alcoba, improvisada en una de las plantas altas de palacio. El matrimonio de conspiradores se había instalado en el palacio real intramuros; no habían considerado de buen tono ocupar las dependencias de Alfonso fuera de la ciudad, que, por otra parte, a Jimena le causaron espanto en cuanto puso el pie en ellas. Alfonso se había construido en torno a su palacete una singular corte de guerreros y monjes inevitablemente viril, marcial, austera, un poco desaliñada, con una severidad que rayaba en la pobreza. Por el contrario, la casa de gobierno del interior de las murallas, de traza sólida y señorial, adornada con un suntuoso solario sobre austeros soportales, enfrente de San Salvador y con la torre del tesoro a su lado, ofrecía un aspecto mucho más acorde con lo que Jimena entendía por ser rey. Ella misma, siendo muy niña, había vivido allí, cuando fue entregada al rey Fruela. La dama apenas recordaba nada de aquel tiempo, pero el retorno a la regia casa despertaba en su ánimo una intensa sensación de triunfo, de victoria, y también de círculo que se cierra, de vida extraviada que finalmente encuentra su justo camino. Nepociano no pudo estar más de acuerdo en la elección. Bajo ningún concepto quería estar demasiado lejos de las murallas y de las catedrales, basílicas y monasterios que en su interior se alzaban, y donde el viejo magnate, ahora regente del reino, veía un turbio nido de potenciales conspiradores.

La dama de rojos cabellos y ojos como de mar en invierno se colgó del brazo de su esposo y lo condujo hasta el triclinio improvisado junto a su cámara. Les esperaba un singular desayuno a base de confitura de grosellas negras, infusiones de plantas medicinales, hongos de misterioso cultivo y otras delicias de herboristería con las que Jimena exploraba el secreto de la eterna juventud.

—He estado pensando —comentó Nepociano mientras atacaba una suerte de paté con aceite y ajo—. Ha sido una lástima lo de Teudano y Fáfila. No tenían por qué morir. Pero ya te advertí de los riesgos.

—Fue lamentable, sí —confirmó Jimena con aire luctuoso—. Y es un pésimo augurio. La sangre solo puede lavarse con sangre.

—¿Podemos hacer algo? —preguntó el magnate con aire desamparado.

—Lo hecho, hecho está —sentenció la mujer—. Me preocupa mucho más el obispo Gomelo. Los muertos no pueden hablar, pero ese obispo… ¿Dónde lo has metido?

—En el monasterio de Ablaña, un pequeño cenobio algunas leguas al sur.

—Ah, sí —deslizó ella, con fastidio—. Las viejas posesiones de tu antigua esposa.

Nepociano y Jimena llevaban juntos más de veinte años, pero ella seguía evocando con amargura la pretérita existencia de otra mujer. Nepociano prefirió eludir el obstáculo.

—Allí está en lugar seguro. Ni él puede salir ni nadie puede entrar —garantizó el magnate—. También Tioda está neutralizado, confinado en su casa y con una feroz escolta de mis guerreros de túnica verde. Y el buen Escipio ha colocado guardia doble en las puertas de las murallas de Oviedo: la Rutilante, la de Sansón y la de Santa María, y también en las salidas de la Noceda y la Viña. No hay de qué preocuparse.

—Bien. Ahora tenemos otro problema —planteó la dama—. Aquel patricio que habló en la sesión de la otra tarde tenía razón: no hay hombres de Iglesia en tu séquito. Y necesitamos uno.

—Estás en lo cierto —aceptó el regente—. Había pensado en el obispo Serrano, ese amigo de Ramiro que compareció en nuestra casa para leernos aquel mensaje provocador. Le he hecho buscar por todas partes, pero no está. Es como si se lo hubiera tragado la tierra.

—¡El pobre debe de estar escondido en algún agujero, muerto de miedo y esperando lo peor! —río Jimena—. ¿Crees que es de fiar?

—Al menos parecía lo suficientemente seducido por el poder como para comparecer ante nosotros —retrató Nepociano—. ¿Tú viste en él otra cosa?

—Vi mucha ambición en su mirada —completó la mujer—. Es el tipo de hombre que se siente llamado a altos destinos y transigirá con lo que sea para alcanzarlos.

—Si es cuestión de dinero… —apuntó el magnate.

—No, no —refutó ella—. Si fuera simplemente por sed de oro, Serrano se habría quedado en Segovia dejándose mimar por los gobernadores del emir y traicionando a sus fieles, como han hecho tantos otros. No, este hombre quiere otra cosa; este quiere una mitra y un báculo, y sentarse junto al trono para estar más cerca de Dios. ¿Por qué no le haces obispo de Oviedo? Él te deberá un favor y tú tendrás a tu lado al hombre de Iglesia que necesitas.

Nepociano acarició con una mano tímida los pómulos altos y huesudos de su amada. Jimena tenía siempre las soluciones más simples para los problemas más complejos.

—¿Y si rehúsa? —preguntó él, dubitativo.

—Bastará con recordarle la suerte de Fáfila y Teudano —respondió la dama, despiadada—. Ahora eres tú quien tiene la sartén por el mango. No puede haber tregua.

—¡A propósito de eso! ¿Te importaría —sugirió el magnate— acompañarme mientras paso revista a las tropas? El buen Escipio ha preparado un pequeño espectáculo para la nobleza local: una exhibición de poder en una campa cercana, camino de la Foncalada. El ejército de Jimena y Nepociano, más fuerte y numeroso que el de ningún rey anterior. Creo que será bueno que los patricios de la ciudad te vean en todo tu esplendor, con tus mejores galas y la gema regia sobre tu pecho. Que se vea que estamos juntos en esto.

—En esto y en todo, mi bien —silabeó despaciosamente la dama.

—Así sea.

Y juntos salieron de palacio para, flanqueados por regia escolta, cabalgar hasta los campos de la Foncalada.

Lo que Escipio había preparado tenía todo el aspecto de un alarde al mejor estilo romano. Nunca se había visto en Asturias nada igual: más de un millar de hombres con la misma túnica verde bajo bruñidas corazas y, en la mano, lanzas cuyo brillo parecía de plata. El conde Escipio dispuso a la hueste en cuadro, con una geometría compacta que admiraba y al mismo tiempo causaba temor. Grandes pendones y estandartes de vivo color verde ondeaban al viento sobre las cabezas de la tropa. Alrededor del cuadro, una abigarrada muchedumbre de paisanos se congregaba atraída por el colorido de la función. Cuando Jimena y Nepociano aparecieron, a caballo, frente a la masa armada, todas aquellas lanzas resplandecientes y todos aquellos pendones y estandartes se agitaron con un movimiento violento y único, mientras las gargantas de la mesnada proferían vivas al hombre que les llenaba la bolsa. Nepociano, majestuoso en un caballo blanco como la nieve, se paseaba altanero ante la primera línea y levantaba la mano derecha con un ademán más abacial que guerrero.

Corsarios de las costas de Berbería, desertores de las armas carolingias, vikingos fugados de algún barco normando, salvajes pastores del Pirineo, facinerosos en busca de dinero fácil o fugitivos de cualquier parte de Al Ándalus. Con ese material había construido Nepociano su propio ejército. Lotario de Fráncfort, Alí Husein, Gautier de Carcasona, Ragnar Haraldson, Sancho Jimeno… Los nombres de sus capitanes cantaban a los cuatro vientos la heteróclita composición de la hueste mercenaria. Ni siquiera faltaba un capellán: Vidal de Lombardía, un abad relapso, obeso y borrachín, que había encontrado en esta caótica asamblea una grey digna de su magisterio. Toda aquella gente se entendía en un latín degenerado que apestaba a vinazo rancio y a casa de lenocinio, pero que bastaba para que las órdenes se cumplieran. El noble Escipio, conde de palacio, terrateniente acomodado, carecía de experiencia militar, pero, a cambio, conocía bien todos los secretos del arte de la ganadería. Y así, como a ganado bien alimentado, pastoreaba desde algunas semanas atrás a la aguerrida hueste que Nepociano había puesto en sus manos.

Más grueso de lo conveniente sobre un caballo más rústico de lo deseable, Escipio avanzó hacia su señor.

—Helos aquí, noble Nepociano: tu ejército —saludó solemne.

—El ejército de la regencia de Oviedo —rectificó Nepociano—. El ejército que traerá la paz al reino. Bravo, buen Escipio. Dan miedo, que es de lo que se trata. Pero ¿dónde están los demás? Aquí solo hay una pequeña parte de la tropa. ¿Y dónde paran las huestes de los señores locales?

—Cumpliendo otras funciones —respondió afanoso el improvisado general—. Tengo una mesnada cerca de Ablaña, en el camino del sur. Tengo otra hacia Gozón, cubriendo el oeste. Una tercera está en el camino de Santillana. Y otra la he repartido en las casas de los miembros del consejo. Para asegurar su protección, naturalmente.

Nepociano intercambió una sonrisa cómplice con su lugarteniente. Aparecieron entonces Piniolo, Alvito y Aldroito, espada en mano, la túnica verde bajo los petos de cuero, a modo de tribunos de aquella estrafalaria legión.

—Te saludamos, Nepociano, nuestro señor —jadeó Piniolo—. Nosotros y nuestras huestes estamos a tus órdenes.

—Gracias, noble amigo. Alarguemos un poco más este momento —secreteó el magnate con sus fieles—. Que las gentes de Oviedo perciban sin género alguno de duda el poder de nuestras armas. Después, tocará hablar con los miembros del consejo para escribir el acto final.

—¿Quieres que vayamos a buscarlos? —preguntó diligente el noble Alvito.

—No, no —negó Nepociano—. Nada de asambleas. Los veré uno a uno. Con los condes y con los obispos pasa como con los relámpagos: uno a uno son admirables y hasta hermosos, pero todos juntos solo traen calamidad. ¿Dices, Escipio, que están bien custodiados en sus casas?

—Así es, mi señor.

—Bien. No se sentirán presos —razonó el magnate—. O sí. Pero en realidad no son presos de nuestra hueste, sino de su propia presencia en la muerte de Fáfila y Teudano. Que vengan uno detrás de otro. Que una cuadrilla de los nuestros escolte a cada cual desde su casa a palacio y luego de vuelta a su casa. Ya solo falta…

Nepociano miró a Jimena, que permanecía detrás, a prudente distancia, hermosa como un hada que cabalgara un unicornio. Era urgente resolver ese asunto del obispo.

—¿Alguien sabe dónde está el obispo Serrano?

El séquito del magnate cruzó miradas de incertidumbre.

—¡Escondido en algún agujero! —rio Piniolo, secundado a coro por los demás.

—¡Encontrádmelo! ¡Quiero verle! —ordenó Nepociano, insensible a las chirigotas.

Y levantando una vez más las manos ante su devoto ejército, y repitiendo después el gesto ante el pueblo que, pasmado, miraba el espectáculo, el regente tomó el camino de regreso a palacio. A aquella partida le quedaban muchos movimientos por jugar.

El eunuco Nasr Abu el-Fath recibió al general Walid con una cortés inclinación de su cabeza redonda y calva. El general devolvió la reverencia llevándose la mano al pecho, pero no dobló la espalda.

—Te saludo, eunuco —habló Walid, desabrido—. Me has mandado llamar y aquí estoy.

Nasr miró largamente en silencio a su invitado. No era frecuente que el general pisara las dependencias privadas del alcázar. Pero el eunuco había querido recibirle aquí, en su despacho del palacio, para dejar claro que él, Nasr, estaba por encima de su invitado. Todo político sabe que a los militares conviene dejarles muy claras las jerarquías. Incluso si el soldado era un antiguo esclavo, como en este caso.

Walid era lo que en Córdoba se llamaba un «eslavo», es decir, uno de esos guerreros francos, sajones, normandos, germanos o propiamente eslavos que habían pagado con la esclavitud el error de no morir en el combate. Como los emires de Al Ándalus no se fiaban de sus aliados bereberes, de sus mercenarios magrebíes ni de sus paisanos árabes, y menos aún de la población local, pronto decidieron formar su guardia personal con guerreros traídos de muy lejos, ya se tratara de mamelucos egipcios o de esclavos europeos. Abderramán II había mostrado una patente inclinación a comprar eslavos para este cometido, porque ofrecían una ventaja suplementaria: sus lenguas eran incomprensibles, de manera que jamás podrían intimar con las gentes de Córdoba.

Así había llegado Walid al emirato: un guerrero picto de Escocia atrapado por los vikingos veinte años atrás, cuando apenas había dejado de ser un niño, y vendido como esclavo en los mercados del sur de Francia. Un mercader judío lo adquirió, lo cebó y, cuando estuvo recuperado, lo vendió a su vez —y fue un buen negocio— a los esclavistas musulmanes que buscaban reclutas para los ejércitos del emir. Lo metieron en la sentina de una galera junto a otro centenar de desdichados y, al cabo de unas semanas de pesadilla en la mar, apareció en Algeciras. La cuerda de cautivos fue llevada a un rústico cuartel donde cada cual, bajo los golpes del látigo y al ritmo de unas voces que ninguno entendía, debía demostrar su aptitud para las armas. Otra semana de tormento, sed, hambre, sangre y dolor. Algunos murieron. Cuando concluyó aquel suplicio, la cuerda de esclavos, siempre encadenada, fue conducida a Córdoba. Aquí comenzó su nueva vida. Le quitaron las cadenas, le dieron buenas ropas y buenas armas, y lo enviaron a luchar.

Walid estuvo en la guerra del emir Abderramán contra su tío Abdalá. Brilló después en la campaña de la kora de Tudmir: luchó en la batalla de Lorca y en la destrucción de Eio, aquella carnicería, y en la fundación de Murcia. Aquí dejó de ser Oenagan, que tal era su nombre de pila, para convertirse en Walid, que significa «recién nacido». Aprendió el árabe y se convirtió al islam. Vinieron más campañas y más ascensos: Osona, Barcelona, Gerona… Por méritos de guerra pudo comprar su libertad. Tras quince años de combates, él era el único superviviente de aquella cuerda de cautivos que un lejano día llegó de Francia. El emir le hizo general. Ahora era el jefe de la guardia eslava de Abderramán.

—Te he mandado llamar porque necesito estudiar contigo los detalles de la expedición del príncipe Mohamed —explicó el eunuco Nasr—. Es una operación delicada que requiere mucha atención.

A pesar de sus lujosas ropas de general, Walid olía a caballo o, más bien, a cuadra. Su rostro era un paisaje calcinado de arrugas y cicatrices. Los cabellos rojos, ralos ya en las sienes y la frente, salían disparados como llamaradas sobre las orejas, y la barba desmañada presentaba el aspecto de un campo en barbecho. El eslavo abrió una boca enferma, bien visibles los huecos de tres dientes fugitivos, y escupió:

—El emir en persona me ha confiado la seguridad del heredero y también la de Yahya el alfaquí. No sé qué tengo que hablar contigo, eunuco —espetó el guerrero con la jactancia de quien ha perdido el miedo a la muerte, de tanto intimar con ella.

Nasr respiró profundamente. No soportaba bien las impertinencias. Sin embargo, necesitaba ganarse la confianza de Walid.

—Tienes que hablar conmigo —razonó pausadamente el eunuco— porque Mohamed es un jovencito inexperto y mi buen amigo Yahya no tiene la menor idea de campañas militares. Si tú tienes instrucciones directas del emir, yo también las tengo. Y a mí se me ha ordenado que controle hasta el último detalle de una expedición que, por si te interesa saberlo, yo mismo he desaconsejado.

Walid observó al eunuco con una mueca atravesada, tal vez una sonrisa. Era probablemente la única persona en Córdoba que no temía a Nasr. Ni a él, ni a nadie más que al emir. Pero el eunuco tenía razón.

—Me interesa, sí —contestó el general—. Y por si te interesa a ti, has de saber que yo también he desaconsejado esa campaña.

—¿Cuáles son tus razones? —preguntó Nasr en tono neutro, como el escriba que se limita a tomar nota.

—No me fío de Mohamed. Es demasiado… joven —explicó Walid—. Tampoco me fío de Yahya. Esos alfaquíes sueñan todos los días con la guerra santa, pero los que sangran son otros, nunca ellos. No me fío de los bereberes que han de unirse a nosotros en Toledo. Esos chacales mauritanos solo valen para la violación y el saqueo; son tan implacables en la victoria como ingobernables en la retirada, y aún no les he visto ni una sola vez moverse con cabeza cuando las cosas vienen mal dadas. Y para terminar, no me fío tampoco de los cristianos del norte.

—Pero los cristianos están en guerra civil —opuso Nasr con una mirada ambigua—. Tendrán sus tropas empeñadas en sus propias querellas, ¿no crees?

—Ese es el problema —refutó el eslavo—. Todo el reino cristiano del norte debe de ser en este momento una turbamulta de huestes armadas que van de un lado para otro. Nada más fácil que toparse con una de ellas en cuanto pongamos el pie en la frontera. Y no es eso lo que quiere el emir.

El eunuco obsequió al general con una sonrisa distante. Todo lo que había dicho era verdad. Y sin embargo, la campaña debía hacerse.

—Mohamed me insiste en preparar las cosas de tal manera —reveló el eunuco— que cualquiera diría que se propone entrar en territorio cristiano por las montañas del Bierzo. A mí me parece que eso es una auténtica locura.

—Yo creo lo mismo —confirmó Walid—. Una campaña de ese género necesitaría más hombres de los que llevamos.

—General, con sinceridad —rogó Nasr—. ¿Qué intenciones crees que alberga el príncipe?

El eslavo miró al eunuco con desconfianza. Sus largos años de servicio en Córdoba le habían enseñado a temer a quienes piden sinceridad. Pero, por otro lado, la supervivencia de la expedición dependía del eunuco, que como intendente debía autorizar y revisar armamentos y víveres. Más valía hablar con la verdad.

—No es la primera vez que me encuentro en una campaña con un objetivo determinado, y sobre la marcha el jefe cambia de objetivo según un plan secreto concebido de antemano.

Nasr se acarició la calva cabeza. No se le había ocurrido ese giro. «Hay algo que se nos escapa», le había dicho él mismo a la bella Tarub. ¿Era ese el misterio? ¿Abderramán había confiado a Mohamed una misión secreta, tan reservada que ni siquiera él, el eunuco, el propio intendente de la campaña, podía conocer su naturaleza?

—Eso explicaría por qué el emir nos hace creer una cosa y Mohamed, sin embargo, se comporta como si fuera a hacer otra distinta —propuso el eunuco.

—El viejo quiere enseñar bien al chiquitín —comentó Walid con cierto aire de desprecio—. Nosotros somos alfiles y peones. Ellos se quedan la parte del rey. Así es la vida. Siempre.

La mente del eunuco Nasr Abu el-Fath, acostumbrada a desentrañar a toda velocidad las más enrevesadas combinaciones, trataba de hallar una solución para aquel misterio. No podía confiar en Walid, pero le necesitaba para hacer su propio juego. El contenido exacto de la misión de Mohamed —se repetía una y otra vez el eunuco, para mantener claro el norte— era lo de menos; el verdadero objetivo era buscar la forma más eficaz de desprestigiar al heredero. Nasr decidió explorar un poco más los sentimientos de su interlocutor.

—Pensemos —invitó el eunuco al general—. Tú, Walid, has dirigido ya muchas campañas. Y conoces bien las peticiones de Mohamed, que son desorbitadas —agregó Nasr mostrando un pergamino lleno de anotaciones—. Con toda esta comanda de víveres y pertrechos, ¿qué tipo de campaña podrías acometer?

Walid miró detenidamente la lista. Sus ojos claros iban abriéndose cada vez más a medida que leía las peticiones de Mohamed: eran todavía más cuantiosas de lo que el propio heredero le había confiado. Se rascó ruidosamente la barba. Chasqueó la lengua un par de veces en la boca desdentada.

—Con todo esto que hay aquí —dijo al fin—, y con los hombres que nos han asignado para esta aceifa, yo podría marchar hasta Galicia, demorarme un mes y volver sin haber consumido todos los víveres. ¿De verdad el pequeñín te ha pedido todo esto? ¡Inepto! —escupió el eslavo.

Nasr volvió el rostro hacia el general con una expresión de asombro infinito. Nunca había oído a nadie insultar al heredero con semejante desenvoltura. Si los planes de Tarub y el eunuco salían adelante y Mohamed quedaba a los pies de los caballos, el general Walid no sería de los que derramaran lágrimas por el joven príncipe. Pero había que ser prudente. «Saberlo todo de todos y que nadie sepa qué pasa por tu corazón», se repetía el eunuco. Convenía mostrar indignación por la osadía del general.

—¡Eslavo! —amonestó Nasr—. Cuida tu lengua. ¡No serías el primer general al que Abderramán hace crucificar cabeza abajo!

Walid abrió mucho la boca sin dientes, y esta vez sí que era una sonrisa lo que se dibujaba en aquel páramo requemado por el sol y la sangre.

—¡No, bien lo sé! —rio el eslavo—. La diferencia es que esos señores temían morir, mientras que yo ya he muerto dos veces. Murió el pequeño muchacho picto que yo era cuando me trajeron a estas tierras, y murió el guerrero esclavo cuando compré mi libertad. Si ahora he de morir una tercera vez, y si esta ha de ser la definitiva, déjame elegir el cómo y el cuándo, eunuco. Y no me apetece hacerlo por la imprevisión o por la ambición de un muchacho sin conocimiento.

Nasr volvió a mirar al general, impresionado por su desparpajo.

—Tú misión es proteger a Mohamed —insistió el eunuco.

—No —corrigió el eslavo—. Mi misión es que el ejército, Mohamed incluido, regrese a Córdoba con el menor número posible de bajas y con el mayor botín que podamos recoger. Y eso es muy difícil cuando uno no sabe qué terreno va a pisar. ¡Entenderás que este asunto me incomode!

—¿Y la misión de Mohamed? —deslizó sibilinamente el eunuco.

—Eso es lo que me gustaría saber, porque te aseguro —apuntilló el general— que aquí alguien nos está engañando.

El eunuco y el general permanecían en pie, inmóviles sobre los mármoles que vestían el suntuoso despacho. Nasr rompió la escena caminando lentamente hacia su silla. Sabía que así daba la espalda al eslavo; sabía que así le incomodaría. Se dejó caer en el asiento ahogando un bufido. Miró al eslavo con insistencia; un brillo violento bailaba en los ojos del eunuco. Ni siquiera un tipo tan rocoso como Walid pudo evitar un estremecimiento de alarma.

—Te diré lo que haremos —habló al fin Nasr, y sus palabras no eran consejos, sino órdenes—. Acompañarás a Mohamed y a Yahya según lo previsto. No harás más preguntas. Llevarás contigo una jaula de palomas mensajeras que yo mismo incluiré en la impedimenta, aunque el príncipe no la ha pedido. Cada novedad que consideres significativa, me la comunicarás por ese medio. De esta manera yo sabré en todo instante dónde está la expedición y qué se propone Mohamed. Y si algo ocurriera que hiciera preciso enviar ayuda, la tendrás al instante. Tú tendrás éxito en la misión de escoltar a Mohamed. Yo tendré éxito en la misión de que esta campaña salga con bien. Y todos contentos. ¿Estás de acuerdo?

Walid se tomó unos segundos antes de contestar. Miraba al eunuco como tratando de descubrir alguna trampa. No la halló.

—Estoy de acuerdo. Te informaré de todo y tú podrás controlar desde aquí nuestros movimientos. Me parece un buen plan.

El eslavo no dijo más. Volvió a llevarse la mano al pecho, dio media vuelta y se marchó por donde había venido. Nasr no pudo evitar una sensación de simpatía hacia aquel hombre que, como Tarub o como el propio eunuco, había sabido salir del estercolero de la vida para auparse a lo más alto. Y Walid tampoco podía evitar un sentimiento de admiración hacia ese sujeto que sin pene ni testículos, sin vigor físico y sin saber manejar la espada, podía sin embargo dar forma a las fuerzas subterráneas que mueven a los hombres y a sus ejércitos.

Trigo en el cabello, miel en los ojos, vino en los labios, leche en la piel. Una extraña cuerda ya olvidada vibró en el interior de Hernán cuando le fue presentada aquella mujer.

Hacía mucho tiempo que el veterano caballero no experimentaba nada semejante al amor. Quedaban muy atrás los años de su matrimonio con Atilia, la dama tolosana que, en su mocedad, le había sido entregada como esposa en recompensa por sus servicios a la corona. Atilia venía de las tierras de los francos. Las nupcias de la dama y el caballero no fueron sino uno más de los numerosos lazos que en aquel tiempo vincularon al reino de Asturias con el imperio carolingio, como las propias nupcias del rey Alfonso con Bertinalda. Matrimonios de estado. Pero Atilia era una mujer dulce y hermosa, y Hernán estaba dispuesto a ser un marido devoto, de manera que aquella unión fructificó en un amor sincero del que brotaron tres hijos. Después Atilia murió. El caballero quedó viudo. Hernán se propuso firmemente no amar a ninguna otra mujer y había sido fiel a su palabra durante diez largos años. Después, todo fue guerra. Llegó un momento en el que Hernán, buscando siempre el combate para huir de sus propios recuerdos, ya solo encontraba paz en la vida de campaña, en las noches al raso, en la espada hundida en vientres enemigos, en las largas cabalgadas por estepas vacías o en las agotadoras marchas por riscos de hielos perpetuos. El dolor de la guerra había ayudado a enterrar el aliento del amor. Por eso, algo igualmente doloroso se despertaba ahora en sus entrañas ante la visión de la mujer más hermosa que Dios había puesto nunca ante sus ojos.

¿Hermosa? En fin… Paterna no era exactamente una mujer hermosa. Tampoco era fea, pero su rostro no entraba en el molde que los hombres dibujan en sus sueños. Tenía la nariz un poco demasiado larga. La boca un poco demasiado grande. Los pómulos un poco demasiado altos. La mandíbula un poco demasiado recia. Las cejas, finas y rectas como dos dagas. El dibujo de los ojos, un poco demasiado inclinado, como si una especie de fuerza telúrica empujara hacia la tierra el pliegue sobre los párpados. La arquitectura de su rostro era más militar que doméstica. Se sostenía sobre un cuerpo alto y esbelto y flexible, como el de un ciervo, impresión subrayada por la larga túnica parda bien ceñida al talle. Pero, sobre todo, miraba como si todos los secretos del universo se hallaran ocultos tras aquellos ojos… del color de la miel.

«No parece un guerrero. —Es lo que pensó Paterna cuando ese tipo entró en el patio de la casa, acompañado por el viejo don Nuño—. Demasiado aseado. Tampoco parece un rey. Pero no es feo».

—¿Mi señor don Ramiro? —preguntó Paterna, inclinándose levemente y dejando que su trenza, trigo en el cabello, acariciara el suelo. El caballero se apresuró a sacarla de su error.

—No. Hernán de Mena, señor de Pamporquero, en Brañosera, para serviros —declamó, poniendo en el trance toda la ceremonia de la que fue capaz—. Vengo en nombre del rey don Ramiro, vuestro prometido, para protegeros y llevaros a lugar seguro hasta que se calmen las cosas en el reino.

—¿Y el rey? —dudó la dama, decepcionada por la ausencia.

—En guerra, mi señora. Vuestro padre sabe, porque así se lo he referido, que estábamos ya en Amaya cuando ha tenido que volver a Galicia. Graves sucesos ocurren en el reino.

Paterna miró a Hernán de arriba abajo. «Curioso escudo, ese del jabalí. ¡Un jabalí! Ya no es un niño, este caballero. Peina canas. Dentro de poco parecerá mi padre. ¡Y esos modales! ¿Dónde los habrá aprendido?».

—Mis instrucciones, mi señora —continuó Hernán—, son llevaros hasta un monasterio amigo cuya identidad aún no os puedo revelar. Nos escoltarán los diez hombres que traigo, todos caballeros de confianza plena, así como las lanzas que vuestro noble padre tendrá a bien añadir.

«Decididamente relamido —pensó Paterna—. Pero, claro, está hablado con una reina. ¿A partir de ahora todo el mundo me tratará así?».

—Ignoro si habíais preparado equipaje para el trayecto —prosiguió el de Mena—. Si es así, tened en cuenta que ahora las circunstancias cambian y tal vez haya que pensar en viajar con la mayor ligereza posible.

Paterna miró al caballero una vez más. Hasta el momento, Hernán apenas había osado levantar los ojos. Cuando lo hizo, fue para perderse en la trenza de trigo que coronaba el cuerpo atlético de aquella dama. Paterna reparó en el extraño azul de los ojos de Hernán, casi violetas, un detalle sorprendente en un señor de… ¿Pamporquero? «Curioso nombre —pensó la mujer—. Tan curioso como el jabalí que lleva en el pecho».

—Mi equipaje siempre es ligero —habló al fin Paterna. Tenía una voz fina, pero endurecida por un timbre decidido—. No os causará problema alguno. Y si la voluntad del rey, mi señor, es que aguardemos en lugar seguro, no cabe sino acatarla de buen grado. Ahora bien, la ausencia del rey me alarma y me desconcierta —objetó enseguida la dama—. Tanto vos como vuestro señor don Ramiro debéis ser conscientes de que mi predisposición a este matrimonio queda afectada por un suceso tan… irregular.

—¿Cómo de afectada? —preguntó Hernán, perplejo, después de unos segundos de asombrado silencio.

—No firmaré el contrato de esponsales hasta hallarme en presencia de don Ramiro. Y solo lo haré si efectivamente es rey —declaró firme la mujer.

—¡Paterna! —exclamó don Nuño, estupefacto.

—Padre —interrumpió Paterna con palabras serenas—, soy una mujer adulta, señora de mis propias tierras, legadas por mi difunto esposo, y por tanto con patrimonio personal. No arriesgaré ese patrimonio en un lance de resultado incierto. He aceptado el matrimonio con Ramiro Bermúdez bajo la condición de que será rey. Lo hago por ti, padre, y por nuestras tierras y por el reino. Pero si Ramiro no es rey…

No hizo falta que Paterna dijera más. Don Nuño miró a su hija como si algún demonio le estuviera arrancando el estómago a mordiscos. Hernán tuvo que hacer un esfuerzo para enterrar la sonrisa de admiración que afloraba a sus labios. Paterna permanecía inmóvil, altanera, el mentón elevado y las manos serenamente recogidas sobre el regazo.

«No es un lacayo —pensaba la dama—. Si lo fuera, habría reaccionado de otra manera a estas palabras. ¡Y mi pobre padre…! ¡Qué disgusto! Pero si piensan que me van a convertir en reina viuda antes de casarme, se equivocan. No habrá más remedio que partir en busca de ese rey loco, pero será con mis condiciones».

—Estoy seguro —rompió Hernán el hielo— de que podremos debatir todas estas cosas con calma hasta encontrar una solución satisfactoria.

—Yo también estoy segura —confirmó Paterna, aún glacial.

Hernán respondió con una reverencia. Don Nuño, pasado el susto, miró a su hija con un eco admirativo. Sería una gran reina, estaba convencido.

—Esta noche cenaremos en familia. Don Hernán —dijo Nuño al de Mena—, por supuesto que estáis invitado.

—Es un honor que no merezco —respondió el caballero, solemne.

—Y mañana partiréis —sentenció el viejo.

—… Si todo queda conforme —matizó la mujer.

Paterna abandonó el patio con una breve reverencia y tras ella iba dejando una estela de majestad. Trigo en el cabello, miel en los ojos, vino en los labios, leche en la piel.

Dos monjes de humilde figura cruzaron con pasos quedos el umbral del monasterio de Ablaña, casi cuatro leguas al sur de Oviedo, a orillas del río Caudal. La noche empezaba a caer entre un manto de bruma que asperjaba gotas de agua en las duras hojas de los setos. Junto al cenobio, adosado a sus muros, se alzaba, o quizá se hundía, una destartalada chabola de gastada madera con trazas de cuadra o almacén. Los monjes, oculto el rostro bajo las caperuzas, abrieron un desvencijado portalón. A la mortuoria luz de un candil penetraron en el interior. Tres, cuatro, cinco, seis pasos. Allí, en el suelo, una trampilla, y sobre la trampilla una argolla. Uno de los monjes iluminaba; el otro tiraba de la gruesa anilla manchada de orín. La trampilla, al abrirse, dejó escapar un rayo de luz que anunciaba vida subterránea. Una voz resonó en el sótano:

—¿Quién va? ¿Traéis el libro que os he pedido?

El obispo Gomelo se había acomodado, mal que bien, entre un catre de heno, un banco corrido, una mesa precaria y un taburete cojo. Junto a las paredes negras de moho se amontonaban caóticamente libros y legajos de toda condición. Los ratones patrullaban impertérritos por el suelo húmedo de la estancia.

—¡Bajad! ¡Bajad! —seguía voceando el obispo preso—. Si no fuera por la falta de sol y por la humedad, este antro sería el paraíso de un anacoreta.

Los dos monjes descendieron por la frágil escalera que conducía a la bodega.

—El Señor esté contigo —musitó uno de ellos con un timbre que a Gomelo le resultó extrañamente familiar.

—Y con tu espíritu —respondió Gomelo, intrigado.

Los monjes se desprendieron de la capucha que ocultaba su rostro. Bajo una de ellas apareció la nariz grande y aplastada del obispo Serrano.

—¡Serrano! —exclamó Gomelo—. ¡Por todos los santos! ¡Te creía fugado! ¡O aún peor: muerto!

—¡Gomelo, maestro, amigo mío! —se precipitó Serrano en los brazos de su protector—. ¡Gracias a Dios!

—Dime, ¿cómo has llegado hasta aquí? ¿Qué está pasando ahí fuera? Sabrás lo de Nepociano, supongo… ¡La desgracia se ha abatido sobre el reino!

Serrano y el otro monje tomaron asiento en el banco adosado a la pared. El obispo mozárabe miraba al suelo, como buscando las palabras entre los ratones que correteaban por el heno.

—Hay algo que debo confesarte —dijo al fin Serrano—. Fui yo quien puso a Nepociano sobre aviso de los movimientos de Ramiro.

—¡Tú! —exclamó Gomelo—. ¿Has perdido el juicio?

—Fue involuntariamente, por supuesto —puntualizó Serrano—. El conde Escipio me condujo ante ese caballero y yo ignoraba entonces de quién se trataba. Por otro lado, no creí que aquella reunión fuera tan importante. El hecho es que allí referí detalles sobre el mensaje que el propio Ramiro me envió. Y así Nepociano supo cuándo debía actuar.

—¡Por vida de todos los santos!

—Lo peor es que Ramiro, como sabes, es amigo mío. Me protegió en Samos como tú lo has hecho en Oviedo. De manera que ahora debo encontrar un modo de rectificar mi torpeza.

—Incalificable torpeza, añadiría yo…

—Incalificable, sí —reconoció Serrano.

—¿Y cuándo te diste cuenta de lo que estaba pasando? —inquirió Gomelo, suspicaz.

—Cuando Escipio nos condujo a todos al palacio. La ausencia de la guardia me alarmó. Y entonces entendí que aquello era una encerrona.

—Y huiste dejándome solo… —reprochó el viejo obispo de Oviedo.

—Como Pedro a Jesús ante el sanedrín, sí —confirmó Serrano—. Mea culpa. Incalificable…

—¿Sabes que de aquel encuentro salieron muertos el venerable Teudano y el noble Fáfila?

—¡Jesús, María y José! No, no lo sabía.

—Al menos has llegado ahora hasta aquí. Y dime, ¿por qué sabías que estaba en Ablaña? ¿Te lo dijeron tus amigos Escipio y Nepociano? —preguntó Gomelo, con la sospecha aún viva en sus ojos cansados.

—¡No, Gomelo, por Dios! De hecho, no he vuelto a ver a esos señores desde aquel infausto día. ¡Me andan buscando, ignoro para qué!

—¿Entonces…?

—Entonces —explicó Serrano— recordé aquella historia que me contaste sobre el día, tantos años atrás, en que un magnate secuestró al rey Alfonso. Recordé que ese magnate se llamaba… ¡Nepociano! Y recordé, según tus propias palabras, que el traidor encerró al rey en el monasterio de Ablaña. No era difícil conjeturar que contigo haría lo mismo. Al menos, había una posibilidad. Resulta que precisamente a estos muros había venido a parar uno de mis hermanos de Segovia, este buen fray Martín que aquí me acompaña. El resto fue tirar del hilo.

El tal fray Martín compuso una humilde sonrisa mientras bajaba la mirada, como azorado por su participación en el lance.

—Y has encontrado la madeja, querido amigo Serrano.

—Te he encontrado a ti, que era lo que realmente me preocupaba. No hubo problemas con los guardias —aclaró Serrano—. No les extrañó que dos monjes entraran en el convento. Pero otra cosa será salir. Mucho me temo que vas a pasar varios días entre estos muros.

—Pues es una contrariedad —comentó Gomelo, flemático—. Es urgente advertir a Ramiro. Y es urgente deshacer el bloque que Nepociano ha compuesto en torno a sí. ¿Qué ha sido de los miembros del consejo?

—Están encerrados en sus casas, custodiados por esos mercenarios que Nepociano ha traído de Aquitania. Les ha dicho que es por su seguridad.

—Presos, pues. Pero, a decir verdad, presos de sí mismos —acusó Gomelo—, de su ambición y de su cobardía. Nepociano ha movido siempre mucho oro. Sobre todo oro de Córdoba. Puedes tener la seguridad de que ese oro está lubricando en este preciso instante muchas voluntades en Oviedo y en otras ciudades del reino. ¡Hay que detener a ese hombre!

—¿Pero cómo piensas derrotar a Nepociano? —preguntó el mozárabe, incrédulo—. Del viejo consejo solo quedáis vivos tú, aquí encerrado, y el arquitecto Tioda, que debe de estar preso en su casa. El usurpador ha convencido a numerosos nobles de Asturias y Trasmiera. Con su oro, en efecto, ha comprado la voluntad de muchos señores de la tierra. Tiene un ejército numeroso. Y al rey legítimo, Ramiro, no se le ve por ninguna parte. ¿Dudas realmente de la victoria total de Nepociano?

Gomelo miró a su protegido con un gesto entre triste y misericordioso. Se tomó su tiempo antes de contestar.

—Mi querido Serrano —explicó el obispo de Oviedo—, has de intentar entender la fuerza que mueve el espíritu de este reino. Vosotros, los mozárabes, venís de un mundo donde la huella del Dios verdadero ha sido borrada por un invasor cruel que ha traído su religión extranjera. Algún día reconquistaremos para la cruz toda esa España perdida, como siempre soñó el rey Alfonso, pero, en tanto eso ocurra, vuestra condición allá es la de peregrinos en tierra hostil, como el pueblo de Moisés en Egipto. Aquí, por el contrario, hemos construido la tierra de promisión, la casa de Dios, y su ley ha de prevalecer por encima de todo. «Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad», dice el salmista. No caben componendas ni medias tintas. Todo el mundo sabe eso en Asturias. Y quienes coquetean con el enemigo son perfectamente conscientes de que están violando algo más que la fidelidad a un juramento humano. Por eso te digo que Nepociano, finalmente, saldrá derrotado. Tarde o temprano, los que se han sumado a él abandonarán su partido. Bastará con recordarles quiénes son y a qué han consagrado su vida.

—No siempre estarás tú para guiar a los señores del reino, hermano Gomelo —refutó Serrano.

—No, eso es verdad. ¿Pero qué importo yo, pobre siervo de Dios? —rio Gomelo—. Si por mí fuera, con gusto abandonaría púrpuras y dignidades y me recluiría aquí, o en cualesquiera otros muros como estos, para dedicarme a orar. Créeme, esa es mi más secreta ambición. Siempre habrá pastores que tomen mi lugar, como a mi vez yo tomé el del viejo Adulfo, y este el del abad Fromistano. Nosotros no importamos. Cuando Beato de Liébana y Eterio de Osma se rebelaron contra Elipando, el obispo hereje de Toledo, no lo hicieron por ambición de poder, sino para recordar a los fieles dónde está el camino de la verdad. Nuestra voz no es nuestra. Solo repetimos el eco de Nuestro Señor. A nada más debemos aspirar. Pero precisamente por eso los señores de la tierra nos escuchan.

—Mucho fías en el sentido del deber de nuestros condes —rebatió Serrano, desengañado.

—Tal vez. Pero sé que, en el fondo de sí, ninguno es insensible a las leyes del honor. Por cierto —improvisó Gomelo, revolviendo unos legajos en la pila que yacía en el sótano—, me vas a permitir que te lea dos sentencias muy ingeniosas que por azar he encontrado aquí. Son del santo varón Isidoro de Sevilla. Una dice así: «Es justo que el príncipe obedezca a sus leyes. Y debe pensar que entonces todos guardarán las leyes, cuando él mismo les preste acatamiento». ¿Lo entiendes? Y la otra, que en realidad es la misma idea: «Los príncipes están obligados a sus leyes y no pueden quebrantar consigo las leyes que imponen a los súbditos. Porque la autoridad de su voz es justa si lo que prohíben a sus pueblos no se lo permiten a sí mismos».

—¿Y bien…? —preguntó Serrano, confuso.

—¡Pues que es exactamente lo que ahora está pasando en el reino! —bramó Gomelo—. Un hombre viola la ley en nombre de la ley, y exige a los demás que la acaten… una ley que en realidad es solo suya. ¿Pero cómo obedecer a alguien que no cumple las leyes? Con su violencia sobre el consejo, Nepociano se ha convertido en el príncipe injusto por antonomasia.

—Y entonces la rebeldía contra el príncipe queda justificada —apuró Serrano el razonamiento de su protector.

—Exacto.

—De todas formas —huyó Serrano—, creo que te haces una idea equivocada si crees que los señores de la tierra van a conmoverse por lo que venga escrito en la ley.

—Quizá no por la ley escrita en los códigos —rebatió el obispo de Oviedo—, pero sí por la ley inscrita en su corazón. Y esa, amigo mío, la ha escrito el propio Dios, que es quien nos insufló la idea de lo justo y de lo bueno.

Serrano miró a Gomelo con un enigmático semblante que no se sabía si denotaba compasión o admiración. O quizás ambas cosas a la vez.

—¿Qué propones que hagamos? —preguntó al fin el mozárabe.

—Tú debes ante todo llegar al lado de Ramiro —ordenó el de Oviedo—. Que sepa que la Iglesia de Dios está con él. Nuestros amigos, los monjes de esta casa de Ablaña, nos harían además un favor suplementario si aceptaran enviar a los grandes señores del reino un pequeño mensaje con estas frases de Isidoro de Sevilla que acabo de leerte, para moverles a reflexión. Tratándose de simples monjes, con perdón, hermano Martín, ni siquiera esas bestias armadas que ha traído Nepociano os molestarán.

—Así se hará, padre Gomelo —asintió fray Martín, que había asistido a la charla entre la fascinación y el asombro.

—Y una última cosa —agregó el viejo obispo.

—Tú dirás…

—¿Sería demasiado pedir que el prior de esta santa casa me cambie de agujero? Cualquier celda bastará. La más humilde. Prometo no escaparme. ¡Pero la humedad de este sótano me está matando…!