5
BAUTISMO DE SANGRE

Cuando los últimos miembros de la comitiva fúnebre del rey Alfonso llegaron a palacio, las puertas estaban cerradas a cal y canto. No había guardias en la entrada. Tampoco rastro de la servidumbre habitual en la casa regia. Solo clausura y silencio, como si el palacio entero quisiera unirse al rey Casto en su muerte. Los nobles señores, una veintena de nombres de entre los más distinguidos del reino, se miraron desconcertados. El obispo Gomelo llamó en vano a la guardia. Fue el conde Escipio el primero en proponer algo:

—Acudamos a la puerta trasera. Tal vez esa esté abierta.

Gomelo miró a Escipio con suspicacia. Sí, quizás aquella puerta estuviera abierta, pero ¿por qué no había guardias, ni siervos ni huella alguna de humanidad? Sin embargo, los otros caballeros de la comitiva parecían tan dispuestos a seguir a Escipio que el obispo cedió. Allá marcharon Piniolo, Alvito y Aldroito, entre otros muchos. Demasiados.

El palacete que Alfonso se había hecho construir extramuros de la ciudad era una pequeña edificación que llevaba el sello inconfundible de Tioda: elegantes naves de piedra adosadas unas a otras y conectadas en su interior, cubiertas por rojos tejados a dos aguas, abiertas por airosos ventanales y, en este caso, apoyadas sobre un torreón más estético que bélico, en cuya planta alta había establecido sus habitaciones privadas el difunto rey. Alfonso había visto matar a su padre en un palacio cerrado entre unas murallas igualmente cerradas; tal vez por eso hizo edificar este alcázar lejos de los muros de la ciudad. Aquí solía reunir al consejo, aquí discutía planes de guerra y de paz y aquí recibía a sus más próximos, reservando el palacio intramuros, el contiguo a la catedral, para ceremonias de solemnidad excepcional. Gomelo conocía este palacete como si fuera su propia casa: sus corredores interiores, las salas principales, la cámara personal del rey —la misma en la que había muerto—, el largo comedor, el hermoso salón circular del trono… Alrededor del palacete, una cerca dibujaba el contorno que iba a perderse, a lo largo de la calzada mayor, hasta la iglesia de San Julián y su monasterio, y campo abajo hasta la fuente de la Foncalada y sus baños termales, donde Alfonso gustaba en otro tiempo de sumergirse para tonificar su espíritu. Todo aquello era el predio regio, el territorio privado de Alfonso el Casto. Por eso resultaba tan extraño que no hubiera ahora rastro alguno de guardia ni custodia, pese a la aparente tranquilidad del conde Escipio. El obispo de Oviedo, Gomelo, seguía renuente, oteando los alrededores en busca de algún signo que le iluminara sobre aquel misterio.

—¿Pero dónde está la guardia? —preguntó el obispo a Serrano.

Un rictus de sobrecogedora alarma se dibujó en el rostro de Serrano. Ahora el mozárabe entendía el sentido de aquella misteriosa reunión en casa de Nepociano y Jimena, y la extemporánea salida del fiel conde Sonna en busca del heredero y sus tropas. Salida a la que él mismo, imprudente, había contribuido al leer el equívoco mensaje de Ramiro.

—Han… han marchado —balbució el mozárabe—… Han marchado con Sonna.

Y fue decir esto y escabullirse Serrano por donde había venido, dejando a Gomelo solo entre los nobles del reino. Cuando el viejo obispo percibió que algo grave estaba ocurriendo, ya era demasiado tarde: una docena de hombres armados había rodeado a los nobles en el patio trasero de palacio y los guiaba hacia el interior. No era la guardia habitual. Sus rostros y sus voces eran extranjeros. No portaban otro distintivo que una túnica verde sobre la cota de malla. Con malos modos, los misteriosos guerreros empujaban a los patricios del reino. Alguno gritaba. Algún otro exigía explicaciones. Pero Escipio, Alvito, Aldroito y Piniolo instaban a la calma y pedían paciencia.

—Vayamos dentro —rogaba el conde Escipio—. Pase lo que pase, aquí estaremos seguros. Estos hombres nos protegerán.

La comitiva, tranquilizada por las palabras de Escipio, entró en palacio por la puerta trasera y a través de los corredores de servicio ganó el salón del trono. Y fue así como la solución del misterio estalló ante sus ojos.

Nepociano y Jimena estaban allí. Dentro. Esperando. En el centro del círculo que dibujaba aquel salón. Iluminados por el sol que se derramaba por los ventanales dibujados por Tioda. En pie, ante el trono que había sido de Alfonso. Ella, soberbia en un vestido dorado, los rojos cabellos sujetos en las sienes con una refulgente diadema y derramándose largos sobre el pecho, el zafiro de su madre adoptiva colgando al cuello. Él, majestuoso, ataviado con una lujosa túnica verde bordada en hilo de oro y una rica cinta domando la larga cabellera blanca. Los dos sonreían: él, obsequioso; la mujer, distante. A sus espaldas, la silla vacía de Alfonso y, sobre ella, la espada del difunto rey. Los nobles de palacio quedaron paralizados ante semejante visión. Después de unos segundos eternos, Escipio, Alvito, Aldroito y Piniolo se acercaron a la pareja entre reverencias. Los demás permanecían petrificados. Gomelo sintió como si un sacrilegio se estuviera perpetrando ante sus mismas narices. Llevado de la indignación, no percibió que la mesnada en armas había entrado tras ellos y tomaba ahora posiciones rodeando a la asamblea.

—¡Nepociano! —rugió el anciano obispo, que recordaba bien al magnate y sus asechanzas—. ¿Qué demonio te ha traído hasta aquí?

—¡Habla, traidor! —gritó también el viejo Teudano, cuya garganta llevaba largo tiempo sin emitir sonido alguno.

Un rumor de cotas de malla y espadas fuera de su vaina llenó el salón del trono con su premonición de sangre. Nepociano, autoritario, levantó las manos.

—¡Alto! —gritó a los hombres—. ¡No haya sangre amiga en este lugar sagrado! Soy Nepociano, sí. Muchos me conocéis. Ella es mi esposa, Jimena, prima del difunto rey Alfonso, como atestigua la gema que reposa sobre su pecho.

A Gomelo le pareció que se le licuaban los huesos cuando escuchó el nombre de la mujer; el último gran secreto que el rey Alfonso le reveló concernía precisamente a esa dama de porte arbóreo y rojos cabellos que ahora mostraba la joya de su colgante. Teatralmente, Nepociano tomó en sus manos la espada que descansaba en el trono vacío. Mostró el pomo y lo acercó al colgante de Jimena. Eran los zafiros gemelos de la reina doña Munia.

—En nombre de nuestro parentesco con el rey don Alfonso, que en paz descanse —declamó el magnate—, y en nombre de la noble sangre de los caballeros aquí presentes, os invito a todos a deliberar sobre el procedimiento de la sucesión. Una sucesión arbitraria e ilegal que pone en peligro la paz del reino.

Una barahúnda de voces airadas colmó la estancia hasta la bóveda. Nepociano y Jimena permanecían inmóviles, en pie, las miradas perdidas en la turbamulta. Mientras tanto, sus partidarios forcejeaban con el resto de los caballeros, que no sabían a qué carta quedarse.

—¡Usurpador! —gritó encolerizado el obispo Gomelo—. ¡Bien sabes que el rey Alfonso designó en sus últimos días como sucesor a Ramiro, hijo del rey Bermudo! ¡Y que ese designio fue ratificado por el consejo! ¡Aquí estamos Teudano, Tioda y yo para confirmarlo! ¡Y tú, Escipio! —gritó el obispo al conde—. ¡Tú sabes sobradamente que esto fue así!

Nuevas voces llenaron el salón del trono. Ahora Nepociano mantenía en sus manos la espada de Alfonso y la esgrimía con desgana, como quien sostiene un bastón. Habló despacio, silabeando.

—Eso es precisamente lo que ponemos en duda —sentenció—. Mi esposa y yo, y también muchos de los nobles caballeros aquí reunidos.

—¡Reunidos a la fuerza! —gritó uno de los aristócratas.

Nuevos forcejeos siguieron a estas palabras. Se multiplicaron los gritos y los empujones. Los nobles se acosaban con bastones y dagas. Incluso Gomelo tuvo que usar su báculo. De pronto, todo se precipitó. El anciano Teudano, sangre guerrera hasta el final, se encaró con uno de los guardias y trató de arrebatarle la lanza de la mano.

—¡Entrega ese arma a quien ha sido tu general! —rugió con voz cavernosa.

Pero aquel pobre diablo no había tenido jamás por general a Teudano. De hecho, no era asturiano ni gallego, ni cristiano ni moro, ni nada que se le pareciera. Nepociano había tenido buen cuidado de reclutar a su hueste mercenaria en nidos muy lejanos al que ahora pretendía ocupar. El mercenario, descompuesto, empujó al anciano, que cayó al suelo. Apoyándose en su bastón, el héroe decrépito se incorporó y descargó un golpe seco en el rostro del guardia. Entonces otro mercenario enarboló su lanza y atravesó el costado de Teudano, que se desplomó con un terrible estertor. En pocos segundos la sangre cubrió su cuerpo menudo, envuelto en la capa roja de los fieles del rey. Enseguida dejó de respirar. Al fin el viejo general moría defendiendo el trono, como siempre quiso. La asamblea quedó atónita.

—¡Esto no tiene que pasar! —gritó Jimena.

Todos volvieron la vista hacia la mujer. Jimena se había subido al trono, en pie, y desde allí ordenaba sumisión a los nobles del reino.

—¡Llevaos el cuerpo de ese hombre! —mandó Nepociano a sus guardias.

Gomelo se inclinó sobre Teudano, leal compañero de tantos años de afanes, y esbozó apresuradamente sobre su rostro la señal de la cruz.

—¡Y a este otro encerradlo en una mazmorra hasta que se tranquilice! —gritó Nepociano, señalando a Gomelo, ante la estupefacción del obispo.

Los misteriosos soldados sin nombre arrastraron el cuerpo de Teudano hasta el exterior del salón. Una larga mancha de sangre selló su paso. El viejo Gomelo, derrumbado, apenas opuso resistencia a los brazos que ahora le expulsaban de la asamblea. Tioda quiso decir algo, pero el anciano arquitecto sintió en sus riñones la presión de un objeto punzante que le retuvo: era la daga de Piniolo, que amenazaba con perforar su piel. Los demás caballeros, amedrentados por la visión de la sangre, quedaron mudos. Nepociano hizo una seña a Escipio: era su turno.

—Todos me conocéis. Soy Escipio de Pravia y mi fidelidad a este trono no ofrece duda alguna —proclamó el conde de palacio—. Yo he sabido, como vosotros, que según dice el obispo Gomelo el rey designó heredero a Ramiro. Pero yo os digo que semejante decisión no cabe en cabeza sana. El rey estaba agonizando. Gomelo, todos lo habéis visto, es un anciano al borde de la demencia. Y en cuanto a Ramiro, ¿quién de vosotros le conoce bien? ¿Quién puede decir que su frente sea realmente digna de ceñir la corona? ¿No será más razonable que nosotros, los primeros nombres del reino, decidamos aquí y ahora nuestro futuro? ¡Como siempre ha sido en este reino!

Los nobles caballeros volvieron a mirarse entre sí, náufragos en el desconcierto. Piniolo, Alvito y Aldroito rompieron el silencio con vítores y aclamaciones.

—Escipio ha hablado bien —dijo entonces Nepociano—. Henos aquí a los nombres más importantes del reino. Hablemos, pues, de lo que nos concierne. Y si mi esposa Jimena, prima del rey, y yo hemos venido hoy ante este trono, es porque tenemos algo que proponeros.

—¡Que hable Nepociano! ¡Que hable! —gritaron a coro Piniolo, Alvito y Aldroito.

Nepociano miró intensamente a Jimena. Durante muchos años había preparado este momento: el momento de conquistar el cetro de Asturias. Con ademán delicado, volvió a depositar en el trono vacío la espada de Alfonso. Se acarició la blanca barba. Dulcificó cuanto pudo su expresión. Carraspeó con cierta solemnidad. Elevó las manos.

—Todos sois hombres nobles. Todos, cumplidos caballeros. Todos, patricios de fortuna. La suma de vuestras tierras bastaría para sostener a un reino en paz durante largos años. Pero todos habéis sufrido las inclemencias de la guerra. Todos habéis perdido hijos y hermanos en el campo de batalla. Algunos incluso habéis visto cómo se llevaban esclavos a vuestros siervos. Y yo os digo, ¿para qué? —Nepociano paseó la mirada por los aristócratas, que le escuchaban sin atreverse a hacer el menor movimiento—. Es noble enfrentarse al enemigo, pero es de idiotas persistir en ello cuando no se puede ganar —sonrió el magnate—. Es pío defender la cruz, pero es demencial convertir esa defensa en el único horizonte de la vida y, sobre todo, es cruel y diabólico esconderse tras la cruz para colmar la propia ambición. Sé que a alguno le escandalizarán mis palabras. Pero mirad dentro de vosotros y decidme si no habéis sentido alguna vez, incluso muchas veces, que así son las cosas. No temáis reconocerlo. Porque esa voz que os habla en vuestro interior no es la palabra torpe del miedo, sino al contrario, la palabra certera de la luz. Yo os pido ahora que escuchéis a vuestra conciencia…

Nepociano se detuvo. Volvió a mirar a Jimena. La dama mantenía una perfecta quietud, y en su brillo de ropas doradas y cabellos rojos parecía una llamarada que se hubiera hecho carne.

—… Por el contrario, la decisión de Alfonso, si realmente fue tal, no es palabra guiada por la luz, sino por la oscuridad. ¿Quién es Ramiro Bermúdez? ¿Qué quiere hacer con el reino? ¿Quién de vosotros cree verdaderamente protegidos sus bienes, sus tierras, sus siervos, con ese hombre en el trono? ¿Qué hará? ¿Lanzarse de nuevo a la guerra contra Córdoba para vengar la derrota de su padre en el Burbia? ¿Qué puede traer Ramiro a este reino sino incertidumbre y sospecha? ¿Sabéis qué está haciendo ahora Ramiro? ¡Se dirige hacia aquí con una hueste armada! ¡Y trae una esposa castellana! ¿Qué significa eso sino que viene dispuesto a doblaros la espalda?

Ahora las palabras de Nepociano se vieron saludadas por las exclamaciones de aprobación de sus fieles. Y algunos otros que dudaban empezaron a pensar que tal vez aquel hombre tuviera razón.

—Nadie con mejores títulos que nosotros puede recusar la decisión delirante del rey que agonizaba —agregó Nepociano—. No se trata de tomar el trono para nosotros. Se trata de que nuestra voz sea escuchada y la corona responda al interés real del reino.

—¡Dirás a tu interés, traidor! —exclamó de repente Fáfila de Lugo, uno de los nobles allí reunidos—. ¡Eso que tú llamas paz es simplemente rendición!

—¡Sí! —gritó otro de los patricios—. ¿Dónde está el conde Sonna?

—¡De nuestro lado! —mintió Jimena.

—¿Por qué no hay aquí ningún hombre de Iglesia? —bramó un tercero.

Era verdad. ¿Dónde se había metido el obispo Serrano, a quien Nepociano creía haber atraído a su causa? Fáfila volvió a la carga.

—¡Eso que tú llamas paz solo es humillación! Tendrás la paz con Córdoba, sí, ¡pero a cambio de la guerra en nuestra propia casa! ¿O qué crees que harán estos nobles señores cuando sean sus siervos los que haya que entregar como esclavos? ¡O sus mujeres! —subrayó el noble gallego—. ¿Es que nos quieres devolver a los infames tiempos de Aurelio?

Nuevamente las voces y los empellones se adueñaron de la asamblea. Pero esta vez ya no habría más palabras. Piniolo sacó su daga, la que había apretado los riñones de Tioda, y de un rápido y certero golpe cortó la garganta de Fáfila. El gallego ahogó su último hálito en un borbotón de sangre y cayó desplomado. Sus ojos sin vida, desorbitados, parecían exigir una respuesta. Piniolo se la dio.

—¡Basta de chácharas y componendas! —gritó el asesino—. ¡Nepociano es el rey! ¡Nepociano es el rey por el poder de esta asamblea! ¿Quién no está de acuerdo?

Ante las miradas aterradas de Jimena y Escipio, que no habían previsto un desenlace tan sangriento, el resto de los nobles agachó la cabeza. La mujer intercambió un rápido gesto de alarma y reproche con su esposo. A Nepociano le dolió. Sin embargo, las cosas marchaban bien. Alvito y Aldroito, espada en mano, izaron sus armas al grito de «¡Nepociano es el rey!». Los demás, abochornados, se limitaban a callar mientras miraban de reojo las amenazadoras lanzas y los rostros sin nombre de los guardias. El cadáver de Fáfila, aún arrojado en el suelo, se desangraba lentamente hasta manchar los pies de sus compañeros. Finalmente, Escipio, que como conde de palacio era la mayor autoridad presente, resolvió dar un toque de formalidad a la conjura.

—Propongo —dijo el conde, atusándose las guías de sus largos bigotes blancos— que la presente asamblea, constituida como consejo regio, designe a Nepociano regente del reino hasta que se aclare el trámite de la designación de Ramiro, y se elucide si fue una decisión consciente del rey o más bien vino motivada por la demencia de un moribundo. ¿Quién se opone?

Nadie se opuso.

—Propongo asimismo —continuó Escipio— que, puesto que la mayor parte de la guardia del rey ha marchado con el conde Sonna, se forme de inmediato una hueste con las fuerzas de los señores aquí presentes para mantener la paz en el reino mientras dure la regencia. Yo mismo prestaré a mis propios hombres para ese menester. ¿Quién se opone?

Nadie se opuso.

—Propongo que, en este trance, se faculte al caballero Nepociano, aquí presente, para que forme consejo y actúe en todo y a todos los efectos como soberano de la corona de Oviedo, en la guerra y en la paz. ¿Quién se opone?

Una vez más, nadie se opuso.

—Gracias, queridos amigos —susurró Nepociano—. Piniolo, Alvito y Aldroito serán mis consejeros en tanto dure este interregno. Escipio, me complace confirmarte como conde de palacio con funciones de jefe de nuestros ejércitos. En cuanto a los demás…

Nepociano trazó un breve giro. Tomó la mano de Jimena, que permanecía inmóvil, pálida, impresionada por las muertes de Teudano y Fáfila. Suavemente condujo a la mujer hasta el trono, la silla de Alfonso, y la sentó.

—… En cuanto a los demás, sé que cuento con vuestra fidelidad como nobles hijos de vuestros linajes. Y ahora, id y decidlo por todas partes. En Oviedo hay un nuevo poder que a todos traerá paz y beneficio. Es la palabra de Nepociano.

El conde Sonna había salido de Oviedo con una docena de fieles del rey y medio centenar de hombres de la guardia de palacio. No necesitaba más para una misión como aquella. ¿Se trataba de encontrar a Ramiro y pedirle explicaciones? Bien, él lo haría. Conocía a Ramiro Bermúdez. Había combatido junto a él en Santa Cristina. No le resultaba especialmente simpático, pero era un hombre de honor. Si de verdad pretendía entrar en Oviedo con una hueste armada, como quien penetra en territorio hostil, tendría que darle las preceptivas explicaciones. A él. A Sonna. No en vano el caballero Sonna era conde de palacio, nombrado por Alfonso el Casto en persona como recompensa a sus muchos y muy notables servicios de armas. Y entonces, cuando Ramiro hablara, se aclararía el misterio. No habían contado con él a la hora de arbitrar la sucesión, cosa que había herido su amor propio y seguía sin aceptar, pero ahora la palabra del conde Sonna sería tan decisiva como la sentencia de un juez.

Sonna venía de una vieja familia de guerreros. Sus antepasados estuvieron con el duque Pedro de Cantabria en la fracasada defensa de Amaya contra los sarracenos, y después formaron en las huestes que aniquilaron a los moros cuando la retirada de Covadonga. No era la suya una familia de gobernantes ni de cortesanos, ni de terratenientes con peso junto al trono; él era el primero de su nombre que ocupaba un puesto palaciego. Pero siempre hubo un hombre de su linaje en los grandes hechos de armas del reino, ya fuera en la derrota del Burbia o en las victorias de Lisboa y del Orón. Él mismo había combatido sin tregua. Unas veces, defendiendo el suelo cristiano frente a las aceifas moras; otras, atacando sin piedad los asentamientos bereberes que aún sobrevivían en la frontera. Y cuando no ardía la guerra en el reino, Sonna había prestado su brazo, siempre en nombre de su rey, para empuñar la espada en Pamplona o donde hiciera falta. Su escudo, un aspa negra de San Andrés sobre fondo amarillo, era célebre en todas partes. No era un hombre con estudios ni un fino político, pero había ofrecido su vida al reino y a la cruz, y pocos podían blasonar de mejores hazañas que él. Ramiro cedería. Ramiro lo entendería. Estaba seguro. Y Sonna le acompañaría al mismísimo salón del trono para hablar ante el consejo. Así había que hacer las cosas.

De momento, lo prioritario era encontrar a la hueste de Ramiro antes de que llegara cerca de Oviedo. Venía de Castilla, le habían dicho; de buscar esposa. Bien: pues él acudiría a los caminos que desde Castilla entran en las Asturias de Santillana. Era improbable que el señor del Édramo se aventurara a aparecer en las ciudades de la costa, si realmente traía intenciones torcidas. Lo más verosímil sería que escogiera las rutas interiores. Así la hueste del conde Sonna enfiló el camino de Infiesto y Cangas para seguir luego por el cauce del Cares hasta Peñamellera y, desde ahí, controlar los caminos que venían de las Bardulias. Ramiro no se le podía escapar.

No era una ruta ajena al gusto del conde Sonna. El rey Alfonso le había concedido ciertos jugosos terrenos entre Cangas de Onís y Arriondas, en las amables lomas de Parres, en un acusado meandro del río Piloña. Además de buenos pastos y huertas primorosas, el conde de palacio había encontrado en aquel rincón dos tesoros que cultivaba con ahínco casi fanático: los caballos asturcones y las caderas de Gadea la molinera. No le pareció a Sonna que la misión de buscar a Ramiro Bermúdez fuera a resentirse gravemente si, aprovechando el viaje, su espíritu cansado hallaba una jornada de reposo en los brazos amorosos de Gadea. La cual, por su parte, sin duda agradecería este inesperado solaz en el yermo páramo de su temprana viudez.

A Sonna le querían mucho en el pueblo, y no solo Gadea. Era un triunfador. Y como era de natural franco y generoso, le gustaba compartir con los demás los frutos de su triunfo. Un triunfador, sí. Apenas había pasado la raya de los treinta años y ya tenía detrás una carrera espectacular en las armas y, después, en palacio. Tenía nombre. Tenía honores. Tenía tierras. Tenía oro, porque la fortuna siempre le había sonreído en los saqueos en campo musulmán. Ahora pensaba que algún día, quizá muy pronto, se vería obligado a sentar la cabeza y casarse conforme corresponde a un caballero de su rango, pero una aplastante pereza se apoderaba de él cada vez que contemplaba esa perspectiva. Las damiselas de Oviedo, las doncellas de la corte, las hijas de los grandes señores no le inspiraban más que hastío o repulsión. Se sentía mucho más a gusto envuelto en la sonrisa descarada y la espontaneidad casi animal de Gadea la molinera, en sus cabellos negros y su piel de nata cuajada. Tan a gusto se sentía que Sonna jamás recibió el mensaje que alguien le había enviado desde Oviedo informándole de los últimos acontecimientos: cuando el conde salió de la acogedora alcoba de Gadea, ignoraba que Alfonso había muerto y que ahora en Oviedo mandaban Nepociano y Jimena.

Cumplido el imprescindible descanso en las tierras de Parres, la hueste del conde cabalgó largos días por la encrespada ruta de las montañas de oriente, excavada por el tiempo y los hombres entre sierras y prados que todos los guerreros del reino del norte habían cruzado más de una vez. El camino era relativamente fácil hasta la sierra del Cuera, donde las montañas levantan una muralla frente al mar. Entre desfiladeros y quebradas, ríos generosos y bosques imponentes, la mesnada del conde Sonna llegó sin novedad a la comarca que llaman Peñamellera. Ni rastro de Ramiro ni de nada que se le pareciera. Pero allí, en Peñamellera, a la altura de la aldea de Alles, algo llamó la atención de la hueste. Primero fue una leve columna de humo. Después, un inusual silencio. El conde resolvió explorar el sitio y envió a dos jinetes. Al poco volvieron ambos con el rostro desencajado y el alma en vilo.

El paraje era una antesala del infierno. Los prados parecían haber sufrido el paso de una manada de toros salvajes. El torreón que dominaba el campo se hallaba enteramente ennegrecido por el fuego. Cerca de él, una pequeña iglesia agonizaba con el techo desplomado; aún salía humo de alguna de sus ventanas. A medida que se acercaron al lugar, los jinetes descubrieron más y más terribles cosas. El ganado había sido sacrificado por puro afán de hacer daño: allí había una vaca con las tripas abiertas y las entrañas pudriéndose al sol, allá un cerdo decapitado, en aquel otro rincón un caballo que boqueaba con las patas rotas. Pero aún no habían visto lo peor: de las ramas de un frondoso castaño colgaban por los pies varios cadáveres. Sonna los descubrió alertado por el vuelo de los cuervos. El conde se aproximó al horror. Los cadáveres estaban semicalcinados de abajo arriba y en el suelo permanecían las señales del fuego; sin duda habían sido torturados de esa brutal manera hasta la muerte. Eran visiblemente dos hombres, una mujer y dos niños. Imposible reconocer sus rostros. Sonna ordenó bajarlos de aquel potro de tormento y darles cristiana sepultura. Aún encontrarían más cadáveres entre el castaño y el torreón: hombres, mujeres y niños, hasta una docena en total, degollados sobre el terreno y abandonados a las alimañas. El conde sintió que todo su cuerpo hervía bajo la cota de malla.

—¡Hijos del demonio! —exclamó en una maldición que venía a ahogar un sollozo—. ¡Maldito Ramiro!

Porque a Sonna no le cabía duda: esta atrocidad era obra de las huestes de Ramiro, que marchaban sobre Oviedo desde Castilla arrasándolo todo a su paso. El conde, como cualquier guerrero, había matado, robado, esclavizado a los vencidos y quemado pueblos enteros, pero siempre había hecho esas cosas en el marco de la guerra, donde la vida solo vale lo que uno esté dispuesto a arriesgar para conservarla, lo cual normalmente exige acabar con la vida del prójimo. Sin embargo, esta locura de crueldad y muerte no era producto de la guerra: solo podía deberse a la mano de un diabólico demente.

Los hombres de la hueste entraron en el maltratado torreón. Aún humeaban las vigas en su interior. De una de ellas colgaba un perro destripado; otra exhibición de crueldad premeditada. No había signo alguno de vida. Tampoco enseres de valor que pudieran dar alguna pista: todo había sido saqueado a conciencia. En un rincón, cubiertas de cenizas y escombros, yacían algunas armas de muy rústica factura: a aquellos desdichados ni siquiera se les había permitido defenderse.

—¿Qué criatura de Satanás puede haber hecho algo así? —se desesperaba Sonna, fuera ya el yelmo, las manos hundidas en los rubios cabellos.

En ese momento se escuchó un ruido apagado en una de las habitaciones contiguas. Dos hombres se precipitaron hacia el lugar. Movieron un viejo arcón. Tras él apareció un muchacho sucio y andrajoso, las ropas hechas jirones, la cara cubierta de ceniza y la angustia pintada en el rostro.

—¡No me matéis! —gritaba como un poseso—. ¡No me matéis!

Los soldados del conde tuvieron que emplear toda su fuerza para reducir al chiquillo, que seguía agitándose, gritando y lanzando dentelladas. Era el vivo retrato del espanto.

—¡Dejadle! —ordenó Sonna—. No temas, muchacho —habló con voz tranquila, acercándose al pequeño—. Somos hombres del rey.

—¡Ellos también eran hombres del rey! —aulló el chico en un estertor de puro pánico.

—¡Ramiro no es rey! —exclamó Sonna, rojo de ira—. ¡Es un asesino que mata a su propio pueblo!

El muchacho calló súbitamente. Se había hecho un ovillo en el suelo, en un rincón, como si intentara desaparecer. Sus ojos parecían querer escapar de las órbitas. Le temblaban los labios, le temblaba el cuerpo frágil bajo las ropas destrozadas, le temblaba el alma.

—No se llamaba Ramiro —acertó al fin a decir en un susurro.

Sonna se detuvo en seco. Se aproximó aún más al chiquillo. Se sentó en cuclillas, junto a él.

—¿Quién ha hecho esto, rapaz? —preguntó—. ¿Quiénes son los muertos que están ahí fuera?

—¡Dadme agua! —suplicó el muchacho por toda respuesta.

Sonna hizo que se le acercara un pellejo de agua mezclada con vino. El chico bebió como si sus tripas fueran el fondo del océano. Tomó aire. Rompió a sollozar en un llanto convulso y desesperado, derramando todas las lágrimas que hasta entonces había reprimido. Sonna le puso un brazo sobre el hombro y le dejó llorar durante largo rato. Cuando le creyó tranquilizado, volvió a preguntar:

—¿Quién eres? ¿Quién ha hecho esto? ¿Quiénes son los muertos de ahí fuera?

El muchacho miró a Sonna con una desconfianza animal. El miedo aún le atenazaba el espíritu.

—No tienes nada que temer —insistió el conde—. ¿Quién ha hecho esto? ¿Y quién eres tú?

—Me llamo Guma —dijo al fin el mozo—. Soy criado en esta casa. Esta era la torre del señor don Alvar, dueño de estas tierras de Alles. Él es quien está colgado ahí fuera. Él, su mujer doña Gotina, sus hijos Telmo e Ilduara, y el viejo don Telmo, padre de don Alvar. A mis padres también los mataron. A ellos y a toda la clientela de la casa. Yo pude escapar…

El chico rompió a llorar de nuevo. Sonna volvió a acercarle el pellejo de agua y vino y le tendió un trozo de pan duro de su propia bolsa. El pequeño Guma se abalanzó sobre él como una fiera hambrienta. A juzgar por el estado de los cadáveres, la hacienda había sido destruida dos o tres días atrás. El muchacho no había comido nada desde entonces.

—Vinieron unos hombres —continuó Guma su relato, la boca aún llena de migas—. Hombres armados. Entraron a caballo, en tropel, sin avisar.

—¿Castellanos? —preguntó Sonna.

—¡No! —desmintió el chico—. Hablaban lenguas incomprensibles y tenían un aspecto muy extraño.

—¿Cómo vestían? ¿Cómo musulmanes? —inquirió el conde.

—No. Como vosotros, con cotas de malla. Pero no llevaban capas rojas. Tenían túnicas verdes.

Sonna frunció el ceño y sintió que algo se descomponía dentro de su cabeza. Verdes eran las túnicas que portaban las tropas mercenarias de Nepociano; las había visto alrededor del caserón del magnate. Claro que cualquiera podía haberse vestido así. O incluso podía tratarse de un simple saqueo de esos guerreros sin honor.

—¿Por qué hicieron esto?

—No lo sé —contestó Guma—. Yo estaba lejos, en la braña, con las ovejas. ¡Se han perdido todas!

—No te preocupes por eso ahora —le tranquilizó Sonna—. Cuéntame lo que viste y vengaremos a tus padres.

Guma apuró el pedazo de pan duro y pidió más agua. Luego continuó:

—Vi a los hombres entrar a caballo. Se dirigieron al torreón. Enseguida salieron con don Alvar y doña Gotina. Los llevaban atados. Gritaban en una lengua que yo no entiendo. Pero uno de ellos sí hablaba lengua de cristianos. Empezó a amenazar a los señores mientras los abofeteaba. A los dos.

—¿Qué les decía? —insistió Sonna.

—Les decía: ¿aceptáis como rey a Nepo… a Nenciano…? No sé, un nombre extraño.

—¿Quizá Nepociano? —preguntó Sonna con un estremecimiento.

—¡Ese es! —exclamó Guma—. ¡Nepociano! ¡Aceptad como rey a Nepociano! ¡Eso les decía!

Al conde Sonna se le cayó el mundo encima en ese momento. Se sentía casi tan confundido como el propio Guma. ¿Qué sentido tenía semejante atrocidad?

—¿Quién gritaba eso? —preguntó una vez más—. ¿Cómo era ese hombre?

—Un tipo grande, con la barba muy negra —respondió el chico—. Iba con siete mozos más jóvenes que no se separaban de su lado.

—Hay mucha gente así en este reino —bufó el conde—. ¿Tenía algo especial? ¿Un gesto, una cicatriz…?

—Solo vi que movía mucho la capa, una capa negra, como haciéndola bailar.

¡La capa! Por la descripción y el gesto, podía tratarse de Piniolo. Pero Sonna seguía sin encontrar sentido a esa historia: Nepociano gozaba de amplio respaldo en el consejo; no necesitaba recurrir a salvajadas como la perpetrada en Alles. Por otra parte, el tal Alvar no tenía la menor importancia en las cosas del gobierno. ¿Y qué pintaba aquí Piniolo con sus siete hijos?

—¿Qué pasó después? —volvió el conde a su interrogatorio.

—Los señores dijeron que no —relató Guma—. Entonces los hombres de verde se lanzaron sobre la clientela, que estaba toda mirando lo que pasaba, y empezaron a degollar a todo el mundo. Salieron corriendo, pero no pudo ser. Mis padres cayeron allí. ¡Yo vi cómo los mataban! Quise llegar hasta ellos, pero tuve miedo y… ¡me escondí! —volvió a sollozar el chico.

—¡Pobre muchacho! —se compadeció Sonna—. ¡Los vengaremos! Continúa…

—El de la barba negra seguía gritando que el rey era ese… Nepociano, y dijo además que tenían que entregarle sus tierras. Los señores se desesperaban diciendo que no, que esta tierra es suya, y entonces los hombres de verde cabalgaron hasta la iglesia, sacaron de allí a dos frailes, atados con cuerdas, y los decapitaron. Luego cogieron a los hijos de los señores y los mataron también. ¡Delante de ellos! Después, al abuelo don Telmo. Y por fin cogieron a los señores, los colgaron del castaño por los pies, y al mismo tiempo iban colgando a los niños y al viejo, y prendieron fuego debajo. Allí murieron mis señores.

Guma rompió a llorar sin consuelo posible. Sonna no le interrumpió; también a él le costaba mantener la entereza. Ordenó a sus hombres cavar fosas. Él mismo se puso al trabajo. No volvió a llamar a Guma hasta el momento en que los fieles del rey comenzaban a inhumar los cadáveres, para que el chico reconociera a los muertos y pudiera escribirse su nombre en una cruz. Cuando terminaron ya era noche cerrada, pero el conde no quería permanecer en aquel lugar ni un minuto más.

La hueste volvió al camino del Cares y allí, al abrigo de una choza de pastores, se dispuso a pernoctar. Guma marchó con ellos. Al chico le habían roto la vida y ya no tenía dónde ir. El muchacho les ofreció uno de sus corderos. Era de lo poco que se había salvado en aquel monstruoso episodio. Los jinetes de la guardia y los fieles del rey mantenían un silencio como el que precede a los cataclismos. Miraban al conde insistentemente. Necesitaban una respuesta, algo que explicara lo que habían visto con sus propios ojos, algo que diera sentido al horror. Pero Sonna era incapaz de abrir la boca.

El espíritu del conde Sonna voló al amable caserón donde había conocido a Nepociano y Jimena. Trató de rememorar segundo a segundo la conversación con aquellas nobles personas que tan excelente impresión le habían causado, intentando encontrar un resquicio, solo uno, que pudiera iluminarle sobre la atrocidad que acababa de presenciar. No lo halló. Pero si esto había sucedido en Alles, tal vez podía haber ocurrido en otros lugares. O quizá, durante su ausencia de Oviedo, nuevos acontecimientos habían transformado el paisaje. Pero ¿por qué? No podía apartar de su alma la imagen de Alvar, su esposa, su padre y sus hijos, colgados del siniestro castaño. El tal Alvar de Alles no tenía relevancia política alguna; no era más que un pequeño señor rural como tantos otros. ¿Para qué exigirle que reconociera como rey a alguien a quien probablemente ni siquiera conocía? Salvo que todo fuera una treta para hacer creer que Nepociano estaba detrás. Y aun así, ¡qué absurdo y cruel laberinto!

El conde Sonna necesitaba una iluminación. Y creía saber dónde encontrarla: no lejos de allí, por el mismo camino, estaba la aldea de Panes, y en ella una iglesia dedicada a San Vicente, cuyos monjes eran célebres por su sabiduría y piedad. Sonna los conocía bien. Muy bien. Tal vez ellos estuvieran al corriente de los últimos sucesos y pudieran explicarle por qué en el reino del norte se había desatado el mal.

El eunuco Nasr Abu el-Fath apuraba con pulcra sutileza la infusión que la bella Tarub le había preparado. La favorita sabía dar a sus hierbas un delicado equilibrio que siempre cautivaba el gusto. Eso, más los exquisitos movimientos de sus manos y de su cuerpo todo al servir el brebaje conferían al momento una belleza sublime, como si uno se hallara en presencia de las huríes, las vírgenes danzarinas del paraíso.

—Y así están las cosas, mi querida amiga —expuso el eunuco—. El emir Abderramán ha decidido que, finalmente, el pequeño Mohamed encabece una aceifa en tierra de cristianos. Tanto le insistió el muchacho, y con tales argumentos, que el soberano se ha visto obligado a ceder. Y a mí me ha ordenado que le ayude a preparar la campaña.

Tarub depositó suavemente las copas de cristal en la mesita de refinada madera labrada. El poeta Ziryab había impuesto el uso del cristal, como se estilaba en Bagdad, en vez de los tradicionales vasos de oro y plata. La favorita, con todo su rostro en tensión, clavó en el eunuco sus ojos incandescentes.

—¿Qué tipo de aceifa? ¿Larga o corta?

—Corta —confirmó Nasr—. Dos semanas a lo sumo. Llegar, golpear y volver.

—¿Y dónde? ¿En la frontera oriental? ¿En Galicia? —Tarub preguntaba fríamente, con una expresión neutra que enmascaraba tempestades en su corazón.

—He aquí lo más notable —expuso el eunuco levantando las manos—. El emir me ha dejado entender que se trata de castigar la frágil frontera que llaman Castilla, pero sospecho que Mohamed pretende encaminarse hacia el ombligo del reino infiel. Claro que el emir también me ha ordenado que aporte fondos y vituallas para una aceifa corta, pero Mohamed la quiere larga. Y yo, sinceramente, no sé a quién satisfacer.

—Es en verdad extraño —comentó la bella favorita.

—De momento —continuó Nasr—, mis órdenes son disponer de inmediato una fuerza de tres mil hombres.

—No son muchos —evaluó Tarub, pensativa.

—No. Lo cual deja pensar que la campaña será rápida y el objetivo, asequible —interpretó el eunuco.

—¿De dónde? ¿Soldados de Córdoba?

—Para nada. Bereberes del valle del Tajo.

—Es normal —concedió la favorita—. Abderramán no se fía de nadie. Por tanto, no va a prescindir de sus tropas en la capital. Y dime, mi buen guardián: ¿esos bereberes vendrán a Córdoba?

—Al contrario. Mohamed partirá hacia Toledo con una escolta de un escuadrón de eslavos, esos fulanos rubios cuya lengua nadie entiende, y se reunirá allí con los bereberes. Después, el ejército tomará el camino del norte.

—¿Y nada más? —preguntó Tarub, extrañada.

—Ahí terminan mis instrucciones. Nada más conozco de los planes del emir. Ni de lo que Mohamed guarda en su interior.

Tarub derramó una vez más delicadeza al servir una nueva taza de aquel delicioso brebaje que nadie más que ella sabía preparar. Las especias que Ziryab había hecho importar de oriente daban al shay un aroma que superaba con mucho la vulgaridad del agua de rosas o de naranja. La favorita no solo empleaba la hierbabuena como toque final de las infusiones, sino que además había incorporado otras misteriosas plantas cuya combinación solo ella conocía y, por supuesto, a nadie iba a revelar. Nasr Abu el-Fath se abandonó a la fragancia de su vaso —¿cardamomo, quizá?— antes de preguntar a su vez:

—¿Tú no has podido averiguar nada, querida amiga?

—Absolutamente nada —negó Tarub—. Con frecuencia Abderramán me confía algún detalle de los asuntos que le ocupan, pero en este caso no es así. Últimamente solo está interesado en… ¡los espárragos! —exclamó la favorita.

—¿Espárragos? —preguntó asombrado Nasr, enarcando las cejas sobre la superficie calva de su frente.

—Sí, espárragos. Es la última extravagancia de ese Ziryab, el poeta. Los ha hecho plantar por todas partes. Y el emir los adora. ¡He tenido que aprender a cocinarlos! —suspiró Tarub con la pesadumbre de quien soporta una onerosa carga.

Nasr rio de buena gana. De todas las horas de sus largos días en palacio, de todos los días de sus largos años en el alcázar, los únicos que podía decir realmente dichosos eran estos minutos que de vez en cuando dedicaba a Tarub. Un tiempo efímero que, sin embargo, dejaba en su alma la huella de sentirse no solo respetado, sino incluso amado.

—Hay algo más —apuntó el eunuco—. Quizá no sea importante, pero…

—Habla. Nada de lo que tú percibes es irrelevante.

—Se trata del viejo Yahya —expuso Nasr, dejando suavemente el vaso sobre la alfombra que mullía su cuerpo grande y adiposo.

—¿El alfaquí? —interrogó la favorita—. Creí que estaba con nosotros…

—Oh, sí, y eso es precisamente lo interesante. El emir —susurró el eunuco acercando la cabeza a la de su anfitriona— le ha ordenado que acompañe a Mohamed.

—¿Ese anciano en campaña? —contestó Tarub, echándose hacia atrás, como quien desea mantener la distancia—. ¡Sorprendente! ¿Y para qué?

—Según me ha referido el propio Yahya, que vino a contármelo presa de una vivísima agitación —sonrió el eunuco—, Abderramán está preocupado por el, digamos, escaso fervor religioso de su heredero.

—¿Y pretende que Yahya le adoctrine en la fe del profeta? —preguntó la bella sin poder disimular un gesto de asombro.

—Exactamente. Yahya acompañará a Mohamed en esta campaña con el único objetivo de dotar al heredero de una religiosidad más… acabada.

Tarub, silenciosa, concentrada, acarició su vaso como si, al contacto de su mano, fuera a aparecer un genio que le revelara la entraña de este nuevo misterio.

—No sé cómo acogerá semejante idea el heredero… —musitó al fin la mujer.

—Yo sí —palmoteó Nasr Abu el-Fath—. Él mismo me lo dijo, entre quejas por el poco dinero que su padre ha dispuesto para la campaña, imprecaciones contra los bereberes del Tajo y chistes obscenos sobre los eslavos que han de darle escolta.

—Imagino que se subiría por las paredes con la perspectiva de verse acompañado por Yahya —rio la bella.

—Pues, curiosamente, no —desmintió el eunuco—. Me habló del asunto con buenas palabras, ciertamente sin entusiasmo, pero no parecía que le molestara especialmente.

Tarub volvió a acariciar su vaso, esta vez con un transparente ceño de preocupación sobre sus ojos incandescentes.

—Me alegro por el viejo alfaquí, pero convendrás conmigo, querido amigo, en que este nuevo movimiento no nos beneficia. Me quedaría más tranquila si fueras tú quien acompañara a Mohamed en la aceifa —galanteó la favorita.

—¡Oh, no creas que no se lo propuse así al emir! ¿Y sabes lo que me contestó? Se echó a reír y me dijo: «Mi querido Nasr, tú y yo no estamos hechos para la vida de campaña. Lo nuestro son los libros y los jardines de palacio». Y me dejó plantado con la palabra en la boca. A veces pienso que nuestro amado emir se está haciendo viejo.

—¡Mi buen Nasr! —rio Tarub—. Te aseguro que Abderramán no tiene la menor impresión de estar envejeciendo. Al revés, en los últimos días lo he notado muy animado. Y eso me da que pensar —agregó la bella, entornando los ojos bajo el abanico negro de sus pestañas.

Nasr se masajeó la calva cabeza con las dos manos. Adoraba estar con Tarub, pero le fastidiaba tener que pensar. ¡Sería tan grato limitarse a mirarla tal y como estaba ahora, el rostro descubierto, el cuerpo envuelto en aquella pudorosa túnica del color del azafrán…!

—Veamos lo que tenemos ante los ojos —razonó el eunuco—. Una aceifa de pequeña dimensión, puesta en manos de Mohamed con el evidente propósito de complacerle, y con Yahya como tutor para que el heredero profundice en su fe. La verdad es que todo parece de lo más razonable.

—Y sin embargo… —musitó la favorita.

—Sí, yo también tengo la impresión de que hay algo que se nos escapa.

Nasr apuró un nuevo vaso de aquel exquisito brebaje de Tarub. No, no era cardamomo. Tampoco, desde luego, nuez moscada o anís.

—Dejémoslo ahí —resopló el eunuco—. Cada vez que trato de penetrar en las fuerzas que mueven la mente del emir, huelo el peligro. De todas maneras…

—Sí —atajó Tarub—. Debemos pensar en el modo de sacar algún provecho de todo esto.

—De momento, tenemos a Mohamed en campaña. ¿No era exactamente eso —recordó Nasr— lo que tú propusiste al emir?

—Sí. A veces el destino teje con hilos caprichosos.

—Bien. Eso nos da una oportunidad. Porque el joven Mohamed, en campaña, y aun rodeado por los mejores generales, no deja de quedar expuesto a cualquier peligro —sonrió el eunuco.

—¿No estarás pensando en…? —preguntó Tarub, sobresaltada—. ¡Habrá centenares de hombres protegiendo su vida en todo instante!

—¡No, no, querida! ¡No estamos en condiciones de llegar tan lejos! —exclamó Nasr, subrayando el plural—. Pensaba en algo mucho más sencillo. Un revés, un contratiempo, cualquier cosa que obligue a ese gallo a volver a Córdoba cabizbajo y desplumado y…

—¡Y deshonrado a ojos de su padre!

—Me lees el pensamiento, mi bella Tarub.

—Eso le restaría bazas en el camino a la sucesión…

—Y reforzaría las posibilidades de tu hijo Abdalá, sí.

—Pero no es fácil muñir semejante enredo —advirtió la reina del harén—. Estamos moviéndonos en el filo de la navaja.

La palabra «navaja» siempre despertaba en Nasr sensaciones muy desagradables. Trató de borrarlas con un nuevo sorbo del delicado shay de Tarub.

—Déjalo de mi cuenta —zanjó el eunuco—. Haré que Mohamed muerda el polvo.

—¿Y qué puedo hacer yo? —preguntó la bella.

—Tú encárgate de que todo el mundo sepa que Mohamed parte en aceifa contra los infieles. Que lo canten las mujeres en el serrallo y los poetas en los baños públicos. Que todo el mundo aguarde el retorno de Mohamed cargado de gloria y botín. Cuanto más alto se ponga hoy al heredero a ojos del pueblo, más duro parecerá el golpe mañana, cuando se despeñe. Y ahora, querida…

Ahora Nasr Abu el-Fath, secretario personal del emir, administrador del tesoro del alcázar, guardián mayor del harén y jefe de los espías de Córdoba, además de supervisor de las obras de ampliación de la mezquita, debía abandonar la grata compañía de Tarub para sumergirse en sus nuevas ocupaciones, porque el eunuco, por si fuera poco todo eso, tenía que hacerse cargo de la intendencia general de la primera campaña en solitario del príncipe Mohamed.

Tarub despidió al eunuco con una larga y maternal sonrisa. Tan maternal que no pudo evitar —pero nunca podía evitarlo— que su corazón evocara al pequeño Abdalá, el hijo varón que su vientre había ofrecido al emir. ¿Cuánto tiempo llevaba sin verlo? ¿Cinco meses? ¿Seis? En el alcázar era costumbre que los muchachos de la vasta progenie del emir, antes de cumplir los doce años, abandonaran las faldas de sus madres y pasaran a criarse en la corte, entre varones, limitando las visitas a sus madres a unas pocas y breves ocasiones bajo la austera y ceñuda vigilancia de los alfaquíes. La última vez que le vio ya apuntaba el bozo en su bigote. Un muchacho hermoso, de piel atezada como su padre, pero con los rasgos de su madre inscritos en el rostro y con un carácter vivo y alegre. Algún día él sería el emir. Tenía tanto derecho como cualquier otro; incluso tanto como Mohamed. Y Tarub estaba dispuesta a cualquier cosa para conseguirlo. A cualquier cosa.

El segundo mensajero alcanzó a la columna de Ramiro cuando esta tocaba ya los pies de la Peña Amaya, a escasas leguas de su destino. Y esta vez el extenuado jinete no venía de Galicia, sino de la mismísima Oviedo.

La fortaleza natural de Amaya se erguía sobre un escarpado roquedal que brotaba del suelo como un monstruo surgido de las profundidades. En su inexpugnable cresta habían hallado los hombres refugio y defensa desde la noche de los tiempos, también cuando los musulmanes echaron a pique el viejo reino godo. Hoy Amaya no era más que piedra desmantelada, pero aquí se hizo fuerte el duque Pedro de Cantabria, suegro de don Pelayo, y aquí el primer rey Alfonso, el Católico, hijo de Pedro y yerno de Pelayo, quiso adelantar la línea de la frontera. Al sur de la Peña se extienden los campos que descienden hasta la gran llanura, y hacia el norte parten los caminos que conducen al mar. El viejo sendero que lleva al Campoo y a Bárcena de Pie de Concha penetra en las montañas cantábricas y con sus bosques y riscos confunde al extranjero. Algún día pasarían nuevamente por aquí caravanas de colonos dispuestos a fundar el mundo sobre la nada, pero, por el momento, el paraje de Amaya solo era un desierto más en el largo camino de vacíos y soledades que cruzaba el espacio entre el Ebro naciente y el inabarcable valle del lejano Duero. Tierra de reconquista.

—¡Cuánto suelo por repoblar! ¡Cuánto trabajo por hacer! —había exclamado Ramiro al volcar sus ojos sobre tantos espacios infinitos.

La mente de Hernán voló a aquel lejano día en que, siendo niño, fue presentado a su padre en el castillo que este gobernaba en Tedeja, al sur de Espinosa. Entonces todo aquello era tierra abierta al peligro, un vigía mudo en el vacío, como hoy esta otra tierra de Amaya. Pero ahora, casi treinta años después, allá las manchas blancas y ocres y grises de las casas campesinas vestían el paisaje como flores heroicas en un inesperado jardín. Del mismo modo —pensaba el de Mena—, estos páramos conocerían pronto la dulzura de las campanas de las iglesias, los cantos de las mujeres en la siega, los mugidos de las reses y las risas de los niños. Y conocerían también, sin duda, los alaridos del dolor y las amarguras de la guerra, como sucede en toda tierra fronteriza, pero una y otra vez los hijos del reino cristiano del norte volverían a plantar sus simientes en los campos arrasados por el fuego. Tal era el designio divino que aquellos hombres obedecían sin desmayo.

—Fíjate en esta Peña —instruía Ramiro a Hernán, señalando con su índice la roca de Amaya—. Desde su cumbre se contempla todo el valle del sur y se vigilan los caminos que entran en las montañas. El día que estemos en condiciones de repoblar este espacio y asegurar su defensa, nada nos impedirá lanzar a nuestras mesnadas hasta las mismísimas aguas del Duero. Y todos estos campos que se abren al sur, amigo mío, serán la despensa de nuestro pueblo.

Ramiro razonaba ya en términos de rey, no de colono. Y Hernán se sorprendió a sí mismo pensando, al contrario, como un campesino clavado en su terruño y no como el guerrero que era.

Entonces llegó el mensaje. Cuando Ramiro vio aparecer al jinete, compuso un banal gesto de fastidio. No deseaba que nadie le importunara en un momento como aquel, a pocas horas de conocer a la que sería su esposa y reina. Despachó a su hijo Gatón para que atendiera al recién llegado.

—¿Qué se te ofrece, mensajero? —interrogó el joven Gatón al jinete.

—Mensaje de Oviedo para el señor don Ramiro —contestó el interpelado—. ¿Eres tú?

Gatón sacó al mensajero de su error. El cíclope rubio acompañó al hombre hasta su objetivo.

—Este es Ramiro. Mi padre y nuestro rey.

El mensajero descabalgó y puso una rodilla en tierra. Sin abrir la boca, tendió un pergamino. Hernán, una vez más, se adelantó, lo tomó sin perder de vista al enviado y pasó el mensaje al rey.

—Es del obispo Serrano, mi buen amigo —murmuró Ramiro con la ligereza de quien va a leer una carta de felicitación. Pero su semblante cambió de súbito—. ¡Dios nos asista! —Hundió Ramiro las manos en la pelambre de la barba—. ¡Han ocupado el trono! ¡Un usurpador en Oviedo!

El elegido pasó el documento a su lugarteniente. Hernán, precipitado, tomó el mensaje de sus manos. Lo leyó. Cerró los ojos como quien siente que el mundo se disuelve a su alrededor.

Un usurpador ha ocupado el trono. Han matado al viejo general Teudano y al conde Fáfila. Han encarcelado al obispo Gomelo y a Tioda el arquitecto. El usurpador se llama Nepociano. Con él está su esposa Jimena, prima del rey. Muchos señores de Asturias le apoyan. Pretenden formar un ejército contra ti. Te prevengo, Ramiro, en el nombre de Dios Nuestro Señor.

¡Nepociano! ¡Otra vez él! ¡El hombre en cuya casa de Aquitania habían transcurrido los lejanos días de su propia niñez junto a su madre, Creusa de Pravia! Nepociano había sido enemigo de su padre, Zonio. Ahora lo era de él, Hernán. Con la relevante diferencia de que Hernán había comido su pan, bebido su agua, vestido las ropas que él le costeaba. Y sí, muy pronto salió de allí para ser entregado a su padre, y desde entonces hasta hoy había vivido como un guerrero cristiano de fidelidad sin tacha, pero los nuevos acontecimientos venían a enturbiar su espíritu con una mancha tan odiosa como inesperada. ¿Qué decir ahora? ¿Qué decirle a Ramiro?

—Sé quién es ese hombre —resolvió Hernán—. Un conspirador nato que aspira a un entendimiento con Córdoba.

—Ya sé que le conoces —golpeó Ramiro, suspicaz—. ¿Has seguido manteniendo relación con él?

—Puedes jurar que no —respondió el de Mena, molesto—. Estas historias, para mí, son cosas del tiempo de mi padre —zanjó Hernán, sin mentir del todo, para cambiar enseguida el centro de la atención—. Y dime, ¿quién es este obispo Serrano que tan bien te quiere? ¿Es de fiar?

—Oh, absolutamente —confirmó Ramiro—. Es un mozárabe de Segovia que huyó cuando las últimas persecuciones y encontró cobijo en Oviedo. Ya sabes que Alfonso ha convertido la capital en una especie de refugio para cuantos clérigos quieran abandonar tierra de moros. Yo le conocí en Samos, en cuyo cenobio habitó durante unos meses. Un hombre estricto, de mucha doctrina. Si él me manda una carta así, no puedo dudar de que todo es verdad. ¡Y en qué mal momento!

Las entrañas de Ramiro empezaron a partirse en dos. Por un lado, estaba a pocas leguas de encontrarse con Paterna, la que sería su reina. Por otro, era urgente volver a sus dominios gallegos y preparar un ejército con el que desalojar al usurpador. La mañana era fresca al pie de Amaya, pero Ramiro Bermúdez sudaba, y no era por el calor.

—¡Debí haberte hecho caso, marchar primero a Oviedo y dejar lo de Paterna para más tarde! —aceptó el rey destronado antes de ceñir la corona—. Pero ahora es demasiado tarde para lamentaciones.

—Lo es, sin duda —concedió Hernán—. Es urgente que vuelvas a tus tierras del Édramo y te armes. Pero ¿qué hacemos con Paterna?

Ramiro juntó las palmas de sus manos sobre los labios. Se diría que impetraba el auxilio divino. El rey sin corona podía ser un tipo irreflexivo, pero no era en absoluto un pusilánime. Un brillo de firme determinación se adueñó de sus ojos oscuros.

—¡Tú te encargarás! —ordenó como tocado por una inspiración—. ¡Sí, esto es lo que haremos! ¡Mensajero! —llamó el elegido al jinete—. Vas a volver al norte, pero no irás a Oviedo, sino a mi casa en Galicia. Yendo solo tardarás menos que nosotros. Allí entregarás a mi hijo Ordoño el mensaje que ahora te daré. Yo llegaré pocos días después con mi hijo Gatón y cuarenta de estos hombres que ahora ves aquí. Y tú, Hernán —dijo dirigiéndose al de Mena—, irás a ver a Paterna con diez de los nuestros. Explicarás al viejo Nuño cuál es la situación, recogerás a la dama y tomarás el camino del norte. No quiero que vengáis a Galicia. Nos encontraremos en un lugar seguro. Liébana, por ejemplo.

—Haré lo que ordenes —aceptó Hernán.

—En cuanto al mensaje para mi hijo… Escribe, mensajero, en el dorso de ese mismo pergamino, y grábatelo también en la cabeza; si pierdes el mensaje, al menos la cabeza no la perderás. ¿Sabes escribir? Pues apunta: «Este mensajero me precede. Un usurpador ha tomado el trono de Oviedo. Debes reunir un gran ejército para recuperar lo que es nuestro. Me pondré al frente y marcharé sobre la capital». No hay más. Y que sea lo que Dios quiera. ¡Y corre, por amor de la Virgen! ¡No hay tiempo que perder!

El mensajero salió a escape sobre su fatigado corcel. Ramiro se alejó con su hijo Gatón para explicarle las funestas noticias. No tardarían ni una hora en disponer a la hueste para desandar lo andado y volver a sus tierras del Édramo. Y la mente de Hernán, que antes había revivido sus primeros días en la Castilla de los colonos, voló ahora a los años tiernos de Aquitania, bajo el dulce abrazo de los ojos azul violeta de su madre… y también bajo la mirada nunca limpia de Nepociano. Hoy, tanto tiempo después, el de Mena tendría que vencer a los fantasmas de su propio pasado.