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LA HORA FINAL

Ramiro y Hernán emprendieron el camino de Castilla una fresca mañana de aquella primavera del año 842. El primero, embriagado por la idea de recoger a una reina para entrar con ella, triunfal, en Oviedo. El segundo, desasosegado por la pérdida de tiempo que aquello suponía: sus instrucciones, dictadas por el rey Alfonso en su lecho de muerte, eran conducir al elegido a la corte. Pero Ramiro había dispuesto cubrir antes aquel trámite matrimonial en la Bardulia, y Hernán, que no podía desobedecer al rey, tampoco podía oponerse a la voluntad del heredero. Al menos —pensaba el caballero— el mensajero enviado al obispo Serrano habría prevenido a la corte de este retraso imprevisto.

A Ramiro no le costó reunir una pequeña hueste de cincuenta jinetes entre clientes, parientes y amigos. Suficiente para afrontar los peligros de un viaje que había de llevarles a través de las infinitas tierras sin dueño del sur. El forzudo Gatón acompañaría a su padre. El mayor, Ordoño, pese a sus quejas, quedó en la casa familiar, al gobierno de las tierras, junto a la ciega Aldonza.

—¿Por qué me apartas, padre? —había protestado el primogénito ante aquella decisión.

La respuesta de Ramiro fue expeditiva:

—Porque si a mí me matan en este viaje, el rey tendrás que ser tú.

Todas las familias de la comarca saludaron con alborozo la noticia de que uno de los suyos, Ramiro Bermúdez, iba a ser rey. Entre otras cosas, porque todos los clanes entre los condados de Samos y del Tambre esperaban que un monarca de aquella tierra afrontara de una vez la colonización hacia el sur, hacia el Bierzo, donde anchos campos esperaban la señal de la cruz. Para los señores de la tierra gallegos, así como para numerosos campesinos, el horizonte del Bierzo era una tierra de promisión. Unos hallarían allí nuevas vegas que enriquecerían sus despensas; otros, un pedazo de suelo propio sobre el que construir su libertad. Así había ocurrido en la marca oriental, en las Bardulias, que ahora se llamaban Castilla y donde el linaje de Hernán de Mena había echado raíces. Y lo mismo debería suceder en esta nueva frontera.

Un Ordoño cariacontecido y una Aldonza meditabunda despidieron a los viajeros. Gatón, el cíclope rubio, a lomos de un corcel negro de aspecto salvaje, encabezaba la columna portando un estandarte blanco con la cruz roja: la enseña que Alfonso el Casto había extendido por todo el reino. Sobre la silla de Gatón, una espada de considerables dimensiones; a sus espaldas, un hacha de doble filo. Algún día —pensaba el gigantón— sería él quien se lanzara al galope hacia el sur, escribiendo con sus armas hazañas dignas de ser cantadas por los poetas. Ramiro y Hernán, veteranos caballeros, marchaban tras el impetuoso joven. Y con ellos, la cincuentena de lanzas enroladas de entre lo mejor de la comarca: hijos de los nobles de Sarria y de Lemos, señores de Gundriz y Santalla y Valverde, jinetes del Incio, incluso dos sacerdotes del monasterio de Samos. Muchos fueron los lugareños que, entre vítores, acudieron a despedir a la comitiva de Ramiro Bermúdez, su nuevo rey.

Los viejos caminos de los romanos seguían abiertos y en buen estado, a pesar de los estragos del tiempo, el agua y el hielo. Ramiro, bajo los consejos de Hernán, aceptó tomar la calzada del sur, desierta de humanidad civilizada y expuesta al peligro de las patrullas enemigas, pero más rápida, y factible para una columna de media centuria de hombres armados. Tomaron vituallas para el alma y para el cuerpo en la iglesia del Cebreiro, donde una comunidad monástica se había establecido desde algunos años atrás para atender a los peregrinos de Santiago. Después, por la calzada de Lugo, llegó la comitiva a Astorga, un montón de ruinas reiteradas veces saqueadas. Ocasionalmente divisaban los jinetes grupos de pastores nómadas, unas pocas sombras con sus cabras, que huían apresuradamente al verlos llegar, temerosos de acabar cautivos y esclavos. Cada jornada a caballo, a través de llanos campos incultos, acrecentaba en los hombres la seducción de estos espacios vacíos y la ambición de dominarlos. Todos y cada uno de los caballeros del séquito, viejos o jóvenes, miraban aquellos páramos con un sentimiento parecido a la lujuria. Ninguno era ajeno al sueño de ser, algún día, señor.

La columna de Ramiro fatigó la calzada hasta León, otro montón de ruinas envuelto en las espectrales presencias de la vieja villa legionaria. Apenas un centenar de almas sobrevivía en aquella ciudad fantasma, al abrigo de los gruesos muros desmochados, ahora condecorados con las pinceladas verdes y rojizas del musgo primaveral. Unas pocas chozas destartaladas, envueltas en un hedor de heces viejas y pieles mal curtidas; unos pocos paisanos de gesto desconfiado, unos pocos huertos exhaustos, unos pocos rebaños de ovejas en los alrededores… Los hombres sabían que en este tramo del camino podían toparse con cualquiera de las patrullas bereberes que recorrían el territorio en busca de esclavos. La comitiva se detuvo lo justo para que los caballos abrevaran en el cauce del Bernesga. Nadie ignoraba que aquellas aguas se perdían más al sur, en paisajes de llanuras infinitas que un día fueron suelo de la cruz.

El horizonte sin límites, el cielo absoluto, estimulaban la ambición de Ramiro. Aquel hombre estaba empezando a sentir que el reino era suyo:

—El viejo Alfonso el primero —razonaba el del Édramo—, tío abuelo mío y bisabuelo tuyo, era muy astuto: sabía que los moros no bajarían a trabajar los campos; por eso vació estas tierras de mano de obra que les pudiera servir.

—Y salvó al reino del norte —ratificó Hernán.

—Sí, pero también condenó a estas tierras a la soledad y el abandono.

—Tierra muerta —murmuró el de Mena, taciturno.

—¡La haremos renacer! Algún día, Hernán, repoblaremos esto, con la ayuda de Dios. Te doy mi palabra. León volverá a ser cristiana.

Algún día lo repoblarían, sí, pero por el momento aquellas tierras eran la casa del diablo. Los cazadores de hombres rastreaban cualquier huella de humanidad para cobrarse su botín: víveres que comer, mujeres que poseer, cuerpos que vender en los mercados de esclavos del sur.

Después el camino se extendía transparente hasta las ruinas del santuario de Facundo y Primitivo, en la vieja Camala. Nada había allí salvo piedra calcinada. Nada al sur salvo tierra yerma. Pero al norte, a muchas leguas, sabía Hernán, señor de Pamporquero, que se hallaba su hogar: los montes y campos de Brañosera, cobijados al amparo de las Fuentes Carrionas.

Fue allí, en Camala, después de la misa oficiada por un monje de Samos, bajo un cielo negro sin luna, a la luz ciega de las estrellas, en el duermevela de una noche en alerta, donde Ramiro zozobró por primera vez.

—¿No echas de menos tu hogar, Hernán? —preguntó el elegido.

—Sí, mi señor Ramiro. ¿Para qué negarlo? —contestó el caballero, arrojando un leño al fuego de campaña—. Sé que a unas cuantas leguas hacia el norte está mi casa. Mi tierra. Mi gente. Y el cuerpo tira hacia allá como un caballo tira hacia la cuadra cuando está cansado.

—¡Caballos cansados! —suspiró Ramiro—. Tú y yo somos iguales: viejos caballos de guerra cansados. Ya nos duelen los huesos cuando cambia el tiempo. Hemos vertido mucha sangre y ya nos había llegado la hora de dejar el campo para otros más jóvenes. Tú eres viudo y yo también. Nuestros hijos ya se valen por sí solos. Nos bastaba con ver crecer las cosechas en nuestros pedazos de tierra, tú en Brañosera y yo en el Édramo. Y de vez en cuando, una partida de caza y una francachela en cualquier taberna, para ahogar la vejez. Esa era nuestra vida. Y a mí no me disgustaba. Dime, ¿qué hacemos aquí, durmiendo al raso, la espada en la mano, la piel macerada por la cota de malla, temiendo que aparezca el enemigo como cuando teníamos veinte años? ¿Qué hacemos aquí, Hernán de Mena?

—¡Hacemos lo que Dios nos ha dispuesto, mi señor don Ramiro! —respondió Hernán con una carcajada. Pero la huraña reacción del elegido desconcertó al caballero.

—¡No me llames «mi señor»! Podrías ser mi hermano…

—Pero no lo soy —respondió Hernán—. Y tú, Ramiro Bermúdez, eres rey.

Ramiro clavó sus ojos del color de las castañas en el rostro de Hernán. Bajo aquel fuego, el semblante del elegido adquiría un rictus de desamparo que el caballero nunca le habría imaginado.

—Tú también podrías ser rey —masculló el señor del Édramo—. ¿No fue rey tu abuelo Mauregato?

Hernán olió peligro.

—Ni siquiera le conocí. Sí, él fue rey —contestó, firme—. Yo, solo un caballero como tantos otros.

Ramiro se recostó en el suelo, sobre el arzón de su silla de montar; un bonito objeto de factura árabe, fruto sin duda del botín de Santa Cristina. Inclinó la cabeza como si un peso insuperable se la empujara hacia las profundidades de la tierra.

—Yo soy rey porque mi padre fue rey —cavilaba Ramiro Bermúdez—. No tengo otro mérito. ¿Y qué tipo de rey fue mi padre? ¡Un monarca destronado por sus propios errores! Sin embargo, ciñó la corona. Ahora todos me juzgarán a mí por la memoria del viejo Bermudo… ¿No te pesa la sombra de tu padre, Hernán?

El de Mena no esperaba aquel giro. ¿Eso era, pues, todo lo que apesadumbraba a Ramiro? ¿La vergüenza del recuerdo de una lejana derrota? Hernán colocó las manos sobre su escudo, que yacía a su lado: un jabalí blanco en campo celeste.

—No me pesa, Ramiro. Mi padre, cuando se sintió viejo, me dio este escudo. —Esgrimió el caballero la gran rodela—. Su escudo. Así él dejaba de ser él para convertirse en mí. Y yo empezaba a ser él. En ese momento ya no hubo más Zonio ni más Hernán. Solo el Caballero del Jabalí Blanco. No me pesa su sombra, Ramiro. Yo soy mi padre.

El elegido, el heredero, tomó en sus manos su propio escudo: una cruz dorada sobre fondo rojo. Con la punta de los dedos acarició torpemente la figura, como si temiera dañarla.

—A mí me dio este escudo mi padre cuando ya había renunciado a la corona. Esta cruz fue derrotada en el Burbia.

—Lo sé —murmuró Hernán—. Mi padre estuvo allí. Derrotado también.

—Tu padre solo perdió una batalla —objetó Ramiro—. El mío perdió un reino. Ahora yo tendré que cambiar esta cruz por la otra, la de Alfonso: la Cruz de los Ángeles. Y tendré que cambiar la derrota por victoria.

Hernán intentaba penetrar en la mente de Ramiro. Tal vez tantas jornadas de marcha agotadora y sin pausa habían hecho mella en su determinación. O quizá el paso de los días le había movido a calibrar en toda su magnitud el desafío al que iba a enfrentarse desde el mismo instante en que ciñera la corona.

—Dime, Hernán, ¿cuántas heridas llevas sobre tu cuerpo?

—Seis, mi rey —contestó el de Mena.

—Yo, cinco. Tres de ellas en Anceo, contra los moros. Y todos los días me recuerdan lo viejo que estoy.

—Un rey no necesita juventud, Ramiro —objetó el del Jabalí Blanco—; necesita sabiduría. Y esa la dan los años.

El elegido hundió la frente en las manos.

—Aún no he ceñido la corona y ya me pesa sobre la cabeza como una losa insoportable.

—Lo sé. No te envidio —musitó Hernán—. Nadie podrá aliviarte ese peso, mi rey. Esa cruz es tuya. En cuanto a mí, por mi honor que prestaré mi espada para lo que sea menester.

—¡Ojalá pudiera yo decir lo mismo! —bufó el heredero—. Sería todo más sencillo. Subordinar mi brazo al destino de otro. Pero mírame ahora: camino de tierra desconocida para encontrar una mujer a la que desposar… ¡a mis años!

Hernán de Mena se arrebujó en su capa roja. Hacía frío en aquella noche de naciente primavera, en el paraje desolado de Camala, junto a las ruinas del monasterio de San Facundo y San Primitivo. Hacía frío en toda aquella estepa de campos desiertos, abandonados a su suerte, fustigados por las campañas de saqueo sarracenas y por el paso inclemente de un tiempo vacío, sin Dios que le pusiera fecha. Hernán echaba de menos su hogar, sí, unas cuantas leguas hacia el norte, donde se levantaba el poblado de Brañosera. Y no, no envidiaba la suerte del nuevo rey.

Después, las estrellas violentas de aquella noche sin luna devoraron el sueño de los viejos guerreros.

—¡Serás reina, hija mía!

Don Nuño agitaba los brazos como poseído por un genio frenético. Su boca desdentada se abría en una risa sin límites. Botando de un lado a otro de la espaciosa alcoba de su hija, en la mano el mensaje de Ramiro, el anciano caballero vivía el día más feliz de su vida.

—¡El contrato de esponsales es terminante! —exclamaba el veterano colono—. ¡Ramiro te tomará por esposa! ¿Lo entiendes? ¡Serás reina!

Don Nuño de Cigüenza no era rey, solo un colono como tantos otros. Sin embargo, nadie discutiría que don Nuño reinaba en las Bardulias, que ahora se llamaban Castilla. Había llegado allí de niño, medio siglo atrás. Sus padres viajaron en las primeras caravanas que vinieron a instalarse en Espinosa, al abrigo de las presuras del abad Vítulo de Mena, el tío de Hernán. Nuño creció entre campos yermos que algún día habría que sembrar y amenazas moras a las que algún día habría que derrotar. Eso le acostumbró a mirar profundo y lejos. Cuando tuvo la edad adecuada, dejó en la aldea a una moza que esperaba, abandonó su casa y marchó a hacer presuras de tierras algo más al sur, en el paraje de Cigüenza, a orillas del Nela. Era una locura. No iba a encontrar otra cosa que ruinas de edades remotas y un molino deshecho por el tiempo. Ni siquiera existía un camino. Pero allí se extendían anchos campos llanos y, a poniente, la sombra amable de los montes ofrecía un excelente refugio si se hacía preciso huir. Él, don Nuño, vio en aquel páramo un porvenir y creó el mundo sobre esa nada.

Dos docenas de familias acudieron al reclamo de la vida naciente; venían, como todos, del norte, y buscaban, como todos, una vida más libre. En pocos años, los campos de Cigüenza produjeron tanto trigo que pudo venderlo al norte en grandes cantidades, y los pastos de la sierra y las huertas de la vega aseguraron el sustento de toda la comunidad. Con piedras de antiguas ruinas levantó don Nuño su propio castillo: medio granja y medio fortaleza, como correspondía a la naturaleza de aquel universo tan agrario como militar. Volvió a la aldea, recogió a la moza que allí había quedado esperando —Sancha, se llamaba; la siempre dulce y paciente Sancha—, la desposó y le ofreció como palacio aquel caserón fortificado sobre los ricos campos de cereal.

Sancha, la dulce y calmosa Sancha. Una mujer tranquila y fuerte. Siete hijos le había dado. Solo tres llegaron a adultos. De los cuatro muertos, uno se fue en el parto, a otro se lo llevaron unas fiebres con tres años, un tercero se llenó de pústulas y murió sin darse cuenta y al cuarto lo mató un lince cuando no era más que un bebé. Sancha insistió en cazar a aquel animal. Cuando los hombres consiguieron atraparlo, ella misma le cortó la cabeza, la mandó disecar y la colocó en lo alto de la chimenea del salón principal de su caserón. Así era Sancha. Una reina rústica e implacable para el no menos implacable rey del llano. Y como tal gobernó todos los asuntos domésticos de su casa y de las casas ajenas hasta que un enfriamiento se la llevó dos años atrás. Ese día las gentes de Cigüenza llevaron luto como si, en efecto, hubiera muerto su reina.

Porque don Nuño, sí, era de hecho un rey. Y muchas cosas más. Si había que sembrar, don Nuño sembraba. Si había que combatir, don Nuño era el primero en acudir a la cita con un puñado de lanzas de su aldea. Si había oportunidad de rapiñar cualquier cosa en los anchos llanos del sur, ya fueran caravanas de mozárabes aniquiladas por los bereberes o columnas cordobesas descalabradas en cualquier parte, allá acudía don Nuño con sus hombres para hacerse con el botín. Si había que comerciar con unos u otros, don Nuño corría con el riesgo. Si había que juzgar cualquier conflicto en el pueblo, él actuaba como juez. Como el monasterio de Espinosa tardaba en mandarle clérigos para su comunidad, él mismo levantó una iglesia con cementerio adjunto —la dedicó a San Andrés— y por su cuenta ofició los bautizos y los entierros hasta que llegó un fraile que quedó estupefacto al ver todo aquello. De manera que don Nuño era un colono, sí, y también un guerrero, y un comerciante, y un juez, y un religioso y un pirata, y lo era todo a la vez y sin ninguna contradicción, porque en aquel tiempo y en aquel país, donde no había nada, era necesario serlo todo. Y si venían los moros y arrasaban la aldea, cosa que en los primeros tiempos pasó un par de veces, don Nuño era el primero en emplear sus brazos para comenzar de nuevo, como la primavera sucede al invierno y el día a la noche y el fruto a la flor. Don Nuño no era un hombre hecho a sí mismo: era un hombre fabricado pieza a pieza por el alma de Castilla, esa naciente Castilla de gloria, hambre, ambición y fe, siempre con campos por sembrar y enemigos por derrotar, y por eso don Nuño de Cigüenza se había convertido en lo más parecido a un rey de las Bardulias, que ahora se llamaban Castilla.

—¡Reina, Paterna! —apremiaba ahora don Nuño a su hija, incapaz de mantener quieto su baqueteado cuerpo de toro contraído por la edad y el trabajo—. ¿Entiendes lo que significa eso para ti y para mí y para toda la familia? ¡Reina! ¡Reina de Asturias!

Pero la mujer, quieta, silenciosa, inmóvil sobre una silla de tosca traza, parecía muy lejos de la euforia de su padre.

—Es que yo no quiero ser reina, padre —se atrevió a musitar—. Es más, ni siquiera deseo casarme otra vez.

—¡Paparruchas, hija! ¡Malos pensamientos! —gritaba Nuño, mesándose las blancas barbas—. No siempre podemos hacer lo que queremos ni seguir nuestros deseos. Con frecuencia hemos de hacer aquello a lo que nos obliga nuestro linaje. ¡Y mírate! ¿Cuántas mujeres no desearían que su obligación fuera precisamente esta? ¡Ser reina! —Nuño, sin cesar en su agitación, tomó un grueso paquete enrollado en trapos que desenvolvió con mimo—. Mira: esto lo manda Ramiro para ti. Venía con el documento del contrato de esponsales. Es su regalo de presentación.

El viejo castellano desnudó el obsequio. Era una espada. Una larga espada de hoja bien bruñida, con adornos geométricos en la empuñadura y una hermosa gema en el pomo. Con la espada venía un trozo de pergamino escrito. Nuño lo leyó:

—«Ofrezco esta espada a mi dama doña Paterna Núñez y a su padre don Nuño como símbolo de mi compromiso».

Paterna lanzó sobre su padre una larga mirada entre desconsolada y piadosa. Sí, para el viejo Nuño era la culminación de su vida: entregar la mano de su hija a un rey. Bien sabía Paterna que no cabía mayor dicha en el corazón del anciano. Sus dos hermanos, ambos menores que ella, pero ambos varones, habían encontrado el camino habitual: el primogénito, Rodrigo, heredaría las tierras del clan; el otro ya había profesado como novicio en un monasterio de Galicia. ¿Y ella? A ella, en su día —parecía mil años atrás—, se le había procurado un buen matrimonio con el noble Eneco de Carranza. «Serás la esposa de un caballero rico en tierras y honores», le dijo su padre. Y ella, sumisa, lo fue. Hasta que Eneco murió en aquel trágico lance de Santa Cristina. Paterna recordaba bien el funesto día en que llegó la noticia a su casa de Carranza: un mensajero traía el casco, el escudo y la espada del caballero. «Cuatro flechas sarracenas por la espalda. Murió invocando el nombre de Cristo. Le dieron cristiana sepultura en el mismo lugar de su muerte». Eso le dijeron. Y aquel día se hundió el mundo.

—¡Ni siquiera conozco a ese hombre, a ese tal Ramiro! —protestaba Paterna, frunciendo obstinadamente el limpio entrecejo.

—¿Desde cuándo es eso un problema? —gruñía Nuño—. ¡Tampoco conocías a Eneco y bien feliz que fuiste con él, y buenas tierras que te dejó!

Ah, claro: las tierras. Varias yugadas de buena tierra de labor en Carranza y un monte de pastos frescos. Para Nuño, después de todo, la muerte de Eneco fue un buen negocio. Para ella, por el contrario, fue una tragedia sin límites. Había aprendido a amar a aquel hombre, sí. Que era algo primario, un tanto hosco, no especialmente amable, pero que a cambio era varón de una lealtad sin fisuras y que, en su viril torpeza, trataba de complacer a su esposa como Dios le daba a entender. Cuando marchó a la batalla de Santa Cristina, en busca del traidor Mahamud, Paterna estaba encinta. Cuando recibió la noticia de su muerte, el trauma le hizo perder al niño. A punto estuvo de morir ella también en una brutal hemorragia. Cuando recobró el conocimiento, varios días después, lo único que tenía alrededor era soledad… y aquellas yugadas de tierra en Carranza. Ahora, cada vez que cruzaba las manos sobre el vientre, sentía el vacío del hijo que murió. Su único hijo.

—¡Yo sí conozco a Ramiro! —proclamaba Nuño a grandes voces—. Y puedo decirte que si no es un hermoso muchacho, porque eso no lo es, sin embargo es un hombre de virtudes elevadísimas. Y además, ¡qué demonios! ¡Va a ser el rey!

—Tendré que yacer con él y darle hijos… —rezongaba la mujer.

—Pues claro, hijita mía —ironizaba el viejo—. En eso consiste el matrimonio, bien lo sabes. Y por yacer en su lecho tendrás sirvientes y riquezas, y todas las gentes del reino se inclinarán ante ti.

—Tiene ya hijos mayores —porfiaba Paterna—. Alguno casi de mi edad. ¿No querías tú casarme con el primogénito, ese Ordoño? ¿Qué pensará él ahora? ¡Y Ramiro es viudo! Es decir, que ha habido otra mujer en su vida. Todo cuanto yo haga o diga será comparado con la sombra de la que me precedió. Él me verá y me tocará, y en mí añorará a su primera dama. Y por si eso fuera poco, sus hijos me verán como a la mujer que ha usurpado el puesto de su madre. ¿Crees que eso es plato de gusto? Mis hijos, si los hay, no heredarán el trono. Ramiro tiene otros hijos…

—Eso nunca se sabe —rezongaba don Nuño—. En cualquier caso, ocuparán un lugar decisivo en la corte. Habrá castellanos en la corte.

—Sometidos a otros…

—Paterna, ¡piénsalo bien! Contigo llegará Castilla al trono. Y eso salvará a nuestras aldeas y a nuestra gente. ¿No recuerdas lo que pasó hace cuatro años, cuando los moros decapitaron a miles de paisanos en Álava? Los de Cigüenza y Villarcayo y Mena y Espinosa y Valpuesta necesitamos un castellano en el trono. Esta es nuestra oportunidad.

—Hay otras damas en Castilla —insistía la mujer—. Más jóvenes y mejor dispuestas. Y sin estrenar.

—Sí, hay otras. Pero yo quiero que seas tú. Quiero que ese honor recaiga en nuestro linaje.

Nuño, conmovido —pero solo levemente—, se acercó a su hija y acarició sus largos cabellos del color del trigo maduro.

—Aparta esos pensamientos, Paterna. Entiendo que el precio te parezca alto, pero mira la recompensa: ¡una corona!

Paterna, jugueteando con las anchas mangas de su modesta túnica, gris como el estado de su alma, miró a su padre con algo que deseaba ser una sonrisa.

—¡Buena jugada has hecho, padre! —bromeó—. Fuiste a Galicia buscando un esposo para tu hija viuda, y al cabo te viene la mano en forma de rey. A tus tierras de las Bardulias y a las que Eneco nos dejó en Carranza, añadirás ahora lo que el rey tenga a bien darnos como arras, que será mucho sin duda. Dime, padre, ¿ha sido muy alta la dote?

Nuño sonrió con una mueca atravesada. Su hija Paterna siempre le había parecido demasiado lista para ser mujer.

—No se te escapa nada, ¿verdad? Pues sí, ha sido alta. Y no está de más que tú lo sepas. Mil sueldos de plata. —Nuño vio cómo los ojos de miel de Paterna se abrían hasta parecer soles—. Una pequeña fortuna, sí. El tesoro de los saqueos de muchos años en tierra de moros. Y además, como presentación, una hueste de ciento cincuenta jinetes, caballeros de esta tierra, que le servirán durante un mes. Que os servirán a los dos.

—¡Es mucho…! —ponderó Paterna, pensativa.

—Pero es mucho más lo que tú y yo obtenemos a cambio. ¡Vamos, mírate! —empujaba el anciano colono—. Hace solo dos días eras una joven viuda sin otra expectativa en la vida que tejer lienzos y administrar estas tierras viendo cómo la vejez te consume. Ahora, sin embargo…

—Sí, ya sé —interrumpió la mujer con aire irritado—. Seré reina.

Paterna se levantó de su tosca silla frente a la ventana; la misma silla en la que, pocos años atrás, había esperado, sol tras sol, el retorno de Eneco. Él nunca volvió. Ahora, en esa misma silla, llegaba a sus brazos otro hombre al que, como a Eneco, tendría que aprender a amar. Si su vientre aún era fértil, nuevos hijos nacerían de esa matriz un día arrasada por la desgracia. Todo volvería a comenzar de nuevo, como la primavera sucede al invierno y el día a la noche y el fruto a la flor.

Paterna estaba dispuesta.

Mohamed estaba enfadado. Muy enfadado. En pie, rígido, los brazos cruzados, las piernas abiertas, el ceño y los labios fruncidos en un ademán que solo dejaba de ser infantil cuando se reparaba en el vello que cubría ya bigote y mentón, y en el brillo despiadado de aquellos ojos verdes que no, ya no eran los de un niño. Alguien, de alguna manera, había hecho llegar al príncipe Mohamed, heredero del trono de Córdoba, el rumor de que su propio padre había vetado su presencia en una aceifa contra tierra de infieles. Y eso Mohamed, el pequeño Mohamed, no lo podía tolerar.

—¡A tus otros hijos, Al Mundir o Al Hakam, no tienes reparo en enviarlos a asolar tierra de cristianos! —protestaba el príncipe aferrando con los puños crispados las mangas de su túnica negra—. Vuelven cargados de botín y de gloria con los que cimentar su fama. Pero a mí, ¡me hurtas tanto la gloria como el botín! ¿Por qué?

—Porque de todos mis hijos —explicaba calmoso el emir— tú eres el único, por nacimiento, que va a heredar este trono. Y por tanto te necesito vivo. Aún no has cumplido veinte años, hijo mío. Es más difícil formar a un gobernante que formar a un general. Tiempo tendrás de encabezar huestes victoriosas y volver a Córdoba cubierto de gloria. Pero ahora, ¿qué sería del emirato si por cualquier azar retornaras sin vida? ¿O aún peor, mutilado o inútil, para recordarme todos los días mi error?

—¿Y qué será de mí —porfiaba Mohamed— si cuando llegue al trono no soy capaz de exhibir ni una sola victoria en el campo de batalla? ¿Quién creerá que el brazo de Mohamed puede empuñar la espada en la guerra santa? ¿Quién me tomará en serio? ¡Ni siquiera mis hermanos!

Mohamed sabía bien lo que decía. Desde mucho tiempo atrás era frecuente que la numerosa parentela de los emires disputara el trono al elegido. El propio Abderramán había tenido que lidiar con ese tipo de conjuras: aquel enojoso asunto de su tío Abdalá, hace tantos años… Y aunque la actitud de Mohamed, tan altanera, le causaba un profundo malestar, el emir ya era lo suficientemente viejo como para mirar las cosas con objetividad al margen de pasiones y sentimientos. Sí, Mohamed no dejaba de tener razón. La fama guerrera no garantizaba la victoria, pero podía disuadir a los eventuales adversarios y siempre era un poderoso aval ante los ojos del pueblo. Algo habría que buscarle al pequeño.

—Hijo, no te faltan razones —aceptó Abderramán con gesto severo y tono paciente—, pero ten presente una cosa: la fama se cimenta sobre las victorias, no sobre las derrotas. ¿Deseas campañas? Tendrás campañas. Pero no seré yo quien te envíe a una aceifa de la que puedas volver derrotado.

—¿Es que no confías en mi talento militar? —se desesperaba Mohamed.

—No es eso. Es que yo sí conozco la guerra de verdad. —Colocó Abderramán las manos sobre los hombros de su hijo—. Ya sé que en los harenes y en los patios y en las mezquitas la gente cuenta hermosas historias de brillantes aceifas en tierra infiel, donde las armas de Córdoba aniquilan sin desmayo a unos politeístas estúpidos, semisalvajes y cobardes. Pero la realidad es muy distinta. Hace mucho tiempo que los cristianos del norte han aprendido a defenderse. Hace mucho tiempo que sus armas son tan buenas como las nuestras. Y si aún no son capaces de reunir huestes que nos igualen en número, en cambio saben utilizar sus desfiladeros y sus montes como un feroz aliado.

—¡Podría enumerarte las campañas victoriosas de los últimos años y me faltarían dedos en las manos y los pies! —insistió el heredero.

—Es verdad. Pero yo podría enumerarte a nuestros generales vencidos, desaparecidos o muertos en ese mismo periodo —rebatió el emir—, y también me faltarían dedos. Mi querido muchacho, gobernar es algo más que vencer una, dos o tres veces en el campo de batalla. Gobernar es obrar de modo que ganes también en las ocasiones sucesivas, o aún mejor, que ni siquiera sea preciso dar la batalla porque sabes que el enemigo de antemano va a caer rendido a tus pies.

Mohamed fijó la mirada en la tierra del jardín. La primavera pugnaba por estallar en Córdoba y ya había insectos merodeando por el suelo en busca de sustento para el próximo invierno. La contrariedad aguijoneaba el pecho del heredero con la insistencia de un tábano. Le humillaba verse privado de victorias guerreras. Y le humillaba también verse objeto de aquellos sermones de su padre, siempre tan político, siempre tan prudente, siempre tan… irritante.

—De todas maneras —contemporizó el emir—, quizá haya algo que podamos hacer por ti.

—¿Una campaña? —despertó Mohamed con un súbito rayo de luz en los ojos.

—Sí. El buen Nasr me ha hecho llegar el último mensaje de nuestro amigo Nepociano. La paloma llegó esta mañana. Desde Oviedo. Nepociano avanza rápidamente en su propósito de conquistar el poder. Ha hecho grandes progresos. Numerosos nobles se han unido a su causa. De donde deduzco que no tardará en tomar las armas contra Ramiro, el rey elegido por los politeístas.

—Eso… —balbució Mohamed—. Eso es… ¡estupendo!

—Escucha lo que haremos —ordenó Abderramán, mirando fijamente a los ojos de su heredero—. Te dirigirás con un ejército al norte, hacia Asturias, y aguardarás en esa tierra que llaman León, antes de las montañas, en la entrada de una calzada que lleva por nombre la Mesa.

—¿Ayudaremos a Nepociano en la batalla? —preguntó entusiasmado Mohamed.

—¡No! —refutó el emir—. Aprende esto: nunca metas a un ejército en un terreno de donde no sabes si podrás salir. Y en esas montañas ya nos ha pasado más de una vez. No, no: aguardarás a que Nepociano derrote a Ramiro. Las tropas que nuestro buen amigo ha contratado con mi oro deberían bastar para eso.

—¿Y entonces… qué hacemos nosotros? —inquirió el desconcertado heredero.

—Una vez Nepociano haya aniquilado a su rival, entonces sí, entraremos en Oviedo —explicó Abderramán.

Mohamed parecía desilusionado.

—¿Y qué haremos allí, si ya no hay guerra que librar?

—No hay guerra, pero habrá victoria. Lo que haremos será someter a Nepociano —afirmó fríamente el emir.

La perplejidad nublaba por completo el rostro del muchacho.

—Creí que Nepociano era nuestro aliado.

—Sí, lo es —sonrió el soberano de Córdoba, y en aquella sonrisa había un eco displicente, como el de quien ha penetrado en el secreto de las cosas—. Pero aprende esto otro: en los asuntos del poder, siempre es mejor tener un siervo que tener un aliado. Fíjate en esos Banu Qasi del Ebro. Con el cuento de que son nuestros hermanos de fe, se dedican a pactar a nuestras espaldas con los cristianos navarros. ¡Cuánto más nos habría valido aplastarles en su día! No, no. Oviedo se rendirá a nuestros pies y será Nepociano quien entregue la pieza.

—¿Él lo sabe? —Mohamed había bajado enteramente los brazos y se limitaba a absorber todo aquello como quien está descubriendo la nuez del mundo—. Quiero decir, ¿conoce el desenlace de esta aventura? ¿Sabe lo que tú esperas de él?

—Debe saberlo. Y si no lo sabe —precisó Abderramán—, es que es menos inteligente de lo que yo creía.

El enojo inicial de Mohamed, que se había transformado en entusiasmo al conocer su misión, había dejado lugar a una estupefacción creciente.

—¿Hará falta combatir? —preguntó el joven.

—Es posible. Pero para entonces —apuntó Abderramán con su índice al heredero— tendrás a tu lado no solo al ejército que lleves contigo, sino también a las huestes del propio Nepociano. Saben bien de dónde sale el oro que paga sus soldadas.

—Una cosa más padre —añadió Mohamed, dubitativo—. ¿Alguien más conoce estos planes?

—Tercera lección, hijo mío —sonrió el emir—: hay ciertos planes que no debes confiar ni a tus mejores generales, ni a tus más íntimos consejeros, ni siquiera a tus amantes. No. Solo yo conozco el plan. Y ahora, también tú. Es mucha la confianza que deposito en ti y espero que lo sepas apreciar. Sé que obrarás en consecuencia. —El emir abrazó a su hijo con un gesto viril, antes de completar sus instrucciones—: Has de empezar a movilizar ya a tus tropas. Te bastarán tres mil hombres entre peones y jinetes. El buen Nasr te ayudará en la tarea. —No percibió Abderramán el rictus de fastidio de su hijo al escuchar ese nombre—. Poca impedimenta. Víveres, los justos. Llegar, esperar, golpear y volver con la pieza cobrada. Esa es la misión. Sé que lo harás bien.

Y el emir Abderramán II, soberano de Al Ándalus, se dio la vuelta y dejó a su hijo Mohamed allí plantado, quieto y trémulo en el jardín del alcázar, como uno de esos árboles que, todavía tímidos, empezaban a reverdecer al calor tibio de la incipiente primavera.

Al fin llegó el inevitable desenlace. El obispo Gomelo, sin poder contener las lágrimas, cerró los ojos del rey Alfonso. Cuatro monjes del monasterio de San Vicente amortajaron el cuerpo aún caliente del monarca. A los pies del lecho, un quinto monje sahumaba incienso. En cada esquina de la cama brillaba un largo cirio votivo. En un rincón de la cámara, lejos de la luminosidad degollada por el parteluz de la ventana, otro grupo de clérigos entonaba cánticos fúnebres. Contaron luego los vecinos de Oviedo que a esa misma hora, cerca del mediodía, una bandada de pájaros cruzó el cielo de la capital del reino. «¡Se llevan el alma del rey!», gritaron las gentes. Nadie dudó de que era verdad.

Fue una muerte largamente preparada, cuidada hasta el último detalle, como le gustaba al rey hacer las cosas. Atrás quedaban las penosas semanas de agonía. La tarde anterior al óbito, un fuerte pinchazo en el pecho le anunció a Alfonso la llegada inminente de la hora final. El soberano de Asturias convocó de inmediato a la corte, a los obispos y a los abades. El obispo Gomelo encabezaba la comitiva. No hubo nada que explicar: todos sabían para qué les había convocado el rey. Iba a ser la última ceremonia de su vida y Alfonso se aseguró de que nada fallara en la liturgia.

El anciano rey ordenó que se le trajera la Cruz de los Ángeles, la preciada joya que cantaba la gloria de su reinado. Alfonso se hizo vestir con el manto regio. Las manos temblorosas de Gomelo depositaron en su cabeza la corona. Más de medio siglo había estado allí. Así ataviado, con todos los signos de la realeza bien visibles, el monarca dispuso se le llevara a la iglesia de San Tirso, dentro de las murallas de la ciudad episcopal. Siempre había profesado un cariño especial a ese templo, el primero de los que se alzaron bajo su cetro: una asombrosa acumulación de volúmenes de piedra, reforzados con contrafuertes, donde el arquitecto Tioda había experimentado todo tipo de combinaciones. Fue el mismo Alfonso quien solicitó la advocación de San Tirso, aquel mártir de Frigia condenado a ser cortado en dos, pero cuya piel no hubo sierra capaz de cortar. Así —pensaba el rey Casto— debía ser el alma de Asturias: una piel tan dura que no hubiera poder capaz de doblegar su resistencia.

Impedido como estaba, fue preciso trasladar a Alfonso en parihuelas desde su palacio de las afueras. Consigo portaba el rey, recogido en su regazo, un objeto cargado de simbolismo: aquella especie de basta lata cilíndrica que se puso en sus manos el día de su coronación y que en su interior guardaba tierra de sepultura. «La tierra de sepultura que guarda este objeto te recordará que el destino de todo hombre es morir y que solo Dios es omnipotente», le dijo el abad Fromistano en la ceremonia de unción regia, tanto tiempo atrás. Ahora se verificaba el vaticinio. Alfonso confesó sabiendo que sería la última vez. Oyó misa sabiendo que sería la última vez. Comulgó sabiendo que sería la última vez.

Después de la eucaristía, cuando ya la noche invadía el cielo, Alfonso fue trasladado al oratorio de los monjes. Sus voces entonaban uno de los himnos más amados por el monarca: el O Dei Verbum de Beato de Liébana, dedicado al apóstol Santiago: «Oh, apóstol dignísimo y santísimo, cabeza refulgente y dorada de España, defensor poderoso y patrono nuestro. Asiste piadoso a la grey que te ha sido encomendada; sé dulce pastor para el rey, para el clero y para el pueblo; aleja la peste, cura la enfermedad, las llagas y el pecado a fin de que, por ti ayudados, nos libremos del infierno y lleguemos al goce de la gloria en el reino de los cielos». Alfonso pasó la noche con los monjes, rezando por su alma.

Al amanecer, la corte, los obispos y los abades volvieron a San Tirso. El rey les esperaba para la ceremonia final. Parecía un esqueleto, pero en la determinación de su semblante sobrevivía el vigor del guerrero. Temblando de fatiga, pronunció la vieja fórmula goda de San Isidoro de Sevilla:

—Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él. Dios es mi protector, no temeré lo que puedan hacerme los hombres.

Después, con un último esfuerzo de majestad, se despojó del lujoso manto que envolvía su cuerpo quebrado y enflaquecido. Ciñó a su propio cuello una misérrima soga. Se tendió en el suelo, boca abajo, los brazos extendidos. El obispo Gomelo aplicó la ceniza ritual sobre la cabeza del rey. Alfonso musitó:

—Tuyo es el poder, tuyo es el reino, Señor. Encima estás de todos los reyes y a ti se entregan todos los reinos del cielo y la tierra. Y de ese modo, el reino que de ti recibí y goberné por el tiempo que Tú por tu libre voluntad quisiste, te lo reintegro ahora. Te pido que acojas mi alma, que sale de la vorágine de este mundo, y que la acojas con paz.

Concluida la oración, el rey ordenó que se le condujera de nuevo a su cámara. Ya solo restaba morir.

Cuatro fieles con sus capas rojas guardaron las esquinas del lecho regio. A los pies del monarca permanecían el obispo Gomelo, el caballero Teudano y el arquitecto Tioda; tres ancianos que en sus cuerpos encorvados representaban la gloria de un reinado simpar en el espíritu, la guerra y el arte. Alfonso el Casto perdió la conciencia a media mañana. Poco antes del mediodía, su corazón dejó de latir. «Tras haber llevado por cincuenta y dos años casta, sobria, inmaculada, piadosa y gloriosamente el gobierno del reino», según escribió Gomelo. Con el sol en su cénit, todas las campanas de Oviedo comenzaron a tocar a muerto. El lúgubre tañido proclamaba el salto del rey a la vida eterna.

Vinieron luego los días de luto, que de Oviedo se extendieron a todo el reino. El mundo quedó detenido durante tres largas jornadas. Finalmente, velado por sus fieles, arropado por las oraciones de los monjes, el cadáver de Alfonso fue trasladado al panteón de la iglesia de Nuestra Señora, contigua a la catedral de San Salvador. Así lo había dispuesto el propio rey: que la basílica episcopal consagrada a la Virgen, la segunda catedral de Oviedo, fuera el lugar de su último descanso. El séquito fúnebre llegó hasta el alto pórtico de la basílica, una sólida construcción de tres naves, la central con recio techo de madera a dos aguas y tejado de un agua las laterales, coronado todo ello en la cabecera con bóvedas de cañón elevadas en piedra toba, aquel prodigioso ingenio de Tioda el arquitecto. Ante la última escolta de Alfonso se abrió el espacio santo de la nave central, flanqueado por seis esbeltos arcos de medio punto primorosamente policromados. A un lado y otro de la nave, una contrita muchedumbre observaba un silencio absoluto, infinito. Incluso las campanas habían enmudecido. El obispo Gomelo musitó unas oraciones. Él mismo se sentía morir. Ni siquiera en el denso silencio de la basílica era posible escuchar su voz.

El habitáculo reservado a panteón se cerraba sobre uno de los extremos de la nave central, el orientado a poniente. El propio Alfonso había hecho construir ese espacio para sí y para su esposa. Bertinalda ya estaba allí. Ahora entraría él. Se trataba de una cámara angosta y oscura, fría como el beso de la muerte, sin más objetos que los sarcófagos regios. Desde el piso del panteón, una breve escalera conducía al coro alto. Allí subieron los monjes de San Vicente, sin dejar de cantar fúnebres salmodias, mientras se preparaba adecuadamente la tumba del rey. La cámara desnuda del panteón no tenía otras salidas que una pequeña portezuela y una angosta ventana, ambas cerradas con gruesas barras de hierro; no cabía mejor representación material de una tumba. Al lado de la portezuela, elevado medio metro sobre el suelo, se abría el sepulcro que el propio rey había escogido: piedra lisa y fría sin adorno ni leyenda. A la luz de unos hachones, los guerreros depositaron el cuerpo de Alfonso en el interior del sarcófago. Gomelo, en alto la Cruz de los Ángeles, musitó un último «descanse en paz». Después, los mismos fieles de capas rojas, ayudados de cuerdas y poleas, cerraron el sepulcro con una gran piedra acofrada de una sola pieza; una vez más, sin adornos ni leyendas. Cuando la piedra cayó sobre la piedra, con el golpe seco de la muerte, Gomelo trazó la señal de la cruz.

El séquito fúnebre salió de la cripta, abandonó la basílica mariana y ganó el atrio del viejo palacio de Fruela y Alfonso, el centro del poder político de Asturias, al otro lado de la catedral de San Salvador y bajo la sombra de la torre que custodiaba el tesoro regio. Allí se formó de nuevo la comitiva para retornar al palacete extramuros. Flanqueado por interminables multitudes de paisanos, el séquito dobló San Salvador y pasó por San Tirso antes de llegar a la puerta Rutilante, cuyo rojo fulgor parecía aún más visible en la despedida del monarca. A su alrededor, los poderosos muros de Oviedo habían adquirido el aspecto adusto y triste de la piedra de cementerio, como si la ciudad entera fuera un sepulcro. Todos estaban allí, en la triste procesión: obispos y condes, caballeros y abades, escribanos y servidumbre. Todos. Todos menos dos.

Solo Serrano, inquieto, osó preguntar al oído de Gomelo:

—¿Dónde está Ramiro?

—Lo ignoro —respondió el prelado, todavía como ausente—. Quizá no le haya dado tiempo a llegar. Por cierto —reaccionó Gomelo, súbitamente despierto, con un brillo alarmado en la mirada—, ¿dónde está el conde Sonna?

Por la cabeza del obispo Serrano cruzaron sombríos pensamientos. Contestó con timidez:

—Creo que ha ido a buscar a Ramiro. Precisamente.

La luctuosa comitiva siguió avanzando lentamente, deshilachándose a medida que cruzaba las calles de Oviedo: las mujeres marchaban a sus hogares, los monjes a sus conventos, los caballeros a sus predios, los menestrales al taller o a la taberna. Y pronto, fuera ya de las murallas, del último séquito del rey Alfonso no quedaron más que algunos nobles y abades, los consejeros y los grandes patricios, que encaminaron sus pasos hacia el palacete del rey difunto con la sorda fijeza del sonámbulo que regresa al lecho.

El rey había muerto. Y aún no había nuevo rey al que aclamar.

Apenas habían abandonado la vieja calzada romana para coger el camino que asciende hasta Amaya, entre bosques torturados y montes ralos, cuando un jinete al galope ganó la vanguardia de la columna de Ramiro.

—¡Mensajero! ¡Mensajero! ¡Traigo un mensaje para don Ramiro!

Las voces del hombre, sudoroso bajo un peto grueso de cuero, alertaron a la mesnada. La columna se detuvo. Ramiro, erguido sobre el piafar de su corcel, se acercó al jinete.

—Yo soy Ramiro. Habla.

El hombre descendió del caballo y trazó una profunda reverencia. Luego, sin abrir la boca más que para tomar aire, abrió un zurrón y extrajo de él, con cuidado casi cómico, un pergamino de becerro. Hernán, rápido, se interpuso, la mano en la espada. Desconfiado, miró al hombre. Cuando estuvo seguro de que no había peligro, recogió el pergamino y, sin abrirlo, lo entregó al heredero. Este lo desplegó con calma. Leyó en silencio. Bajó la cabeza.

—El rey Alfonso Froilaz, Alfonso el Casto, ha muerto —musitó.

Hernán de Mena sintió como si alguien le hubiera golpeado en el pecho. Había fallado en su misión: no había podido llevar a Ramiro a la corte antes del fallecimiento del rey. La culpa era del propio Ramiro, cierto, pero eso, a la luz de sus principios de caballero, no disminuía su propia responsabilidad. El del Jabalí Blanco chasqueó la lengua.

—Deberíamos haber estado allí. Esto traerá consecuencias.

Ramiro le miró, enojado.

—Lo hecho, hecho está. No hay por qué lamentarse. Más bien deberías alegrarte —espetó con gesto suspicaz—. Yo soy ahora el rey.

Hernán observó largamente al heredero. De momento solo era el elegido; aún era preciso coronarle. Y cuanto más iba descubriendo en el hombre llamado a ceñir la corona, peores eran los augurios de su corazón. No obstante, era verdad: ahora él era el rey. Hernán, calmoso, subió a su caballo. Ante la mirada expectante de la hueste, el de Mena levantó la espada y gritó:

—¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey!

Un alarido de júbilo recorrió la columna. Todos los jinetes formaron círculo en torno a Ramiro Bermúdez, conde en Galicia y señor del Édramo. Gatón fue el primero en hincar la rodilla ante su padre. Luego lo hicieron, uno a uno, los demás. También Hernán. El nuevo rey se situó en medio de su hueste y enarboló el estandarte blanco con la cruz roja.

—¡Caballeros cristianos! —aulló—. ¡Viva siempre el rey Alfonso! ¡Viva el trono de Oviedo! ¡Cuantos entréis conmigo en la capital, tendréis siempre un asiento a mi lado! Y ahora, ¡en marcha! ¡Una reina nos espera!

El elegido, el rey Ramiro, picó su caballo y al trote vivo tomó la cabeza de la columna. Hernán le vio alejarse con una extraña mezcla de duda y satisfacción. Aún había que llegar a las Bardulias, recoger a Paterna, marchar a Oviedo y organizar la coronación. ¡Mientras no fuera demasiado tarde…!