–¿Estás seguro de lo que dices?
Ramiro se doblaba sobre sí mismo como si todas las montañas de Asturias y Galicia hubieran caído en sus espaldas.
—Completamente —rubricó Hernán—. El rey en persona me lo trasladó así.
La sala del castillo del Édramo era fría y oscura, piedra gallega con un áspero olor a ceniza húmeda. El propio Ramiro, nervioso, iba encendiendo candiles aquí y allá, y la luz hacía surgir una cabeza de venado sobre la chimenea, una panoplia de escudos y espadas en la pared principal, un liso tapiz de sucio verde en este otro lado, una tosca mesa de anchas dimensiones, un arcón desvencijado…
—Disculpa el aspecto de todo esto —murmuró una excusa—. No utilizamos mucho estas dependencias. Desde que murió mi esposa… De hecho, nunca viene nadie por aquí. ¡Sancho! —gritó al criado de servicio—. ¿Por qué está la chimenea apagada? ¡Enciéndela de inmediato, por vida de…! ¡Y llama a mis hijos! ¡Ordoño, Gatón, Aldonza…! ¡Que vengan todos!
Hernán posó la mirada sobre el elegido. Tan pronto se agitaba inquieto de un lado a otro como se sentaba, hundido, la barba entre las manos. El de Mena solo sintió compasión: no debía de ser fácil encajar la noticia de que te han nombrado rey. Al fin Ramiro se detuvo. El tal Sancho, el criado, entró en la sala, musitó unas apresuradas disculpas, encendió el fuego de la chimenea y abrió los postigos de las ventanas. A un gesto de su señor abandonó de inmediato la estancia. Ahora la luz del atardecer, filtrada a través de tensas vejigas, dibujaba en el rostro de Ramiro surcos que a Hernán le sugirieron dolor.
—¿Hay testigos de la designación? —preguntó el elegido.
—El obispo Gomelo y el noble Teudano —respondió el caballero.
—Hace años que el noble Teudano no pronuncia palabra —objetó Ramiro.
—Cierto, pero puede testificar por escrito. Por otro lado, el obispo Gomelo…
—Sí, el testimonio de Gomelo es suficiente. Pero es solo un hombre. Otro hombre podría decir lo contrario.
—Gomelo me aseguró que es decisión del consejo del rey. Y que así ha quedado escrito —ratificó firme Hernán.
—Supongo que eso hace inapelable la decisión.
—Así lo creo.
Ramiro levantó la cabeza. Miró al techo. Bufó. Clavó una mirada fiera en los ojos de Hernán.
—¿Y por qué yo? —preguntó el elegido, y había en su tono conminatorio un punto de desesperación.
—Solo soy un mensajero, Ramiro —eludió Hernán la cuestión—. No tengo respuesta para esa pregunta.
—Pero tendrás tus propias ideas sobre este asunto —insistió el hijo del rey Bermudo.
—Sí —aceptó Hernán.
—Habla —ordenó el conde—. Con la verdad.
Hernán de Mena se tomó su tiempo. Quería encontrar las palabras exactas.
—Tú te criaste en la corte, con el rey Alfonso —apuntó el caballero.
—Como muchos otros hijos de la nobleza —objetó Ramiro.
—Tú aprendiste del rey los secretos del gobierno —añadió el de Mena.
—Tampoco fui el único —precisó el señor del Édramo.
—Y te envió a Galicia como conde para que representaras a la corona en su propio nombre —añadió Hernán.
—Sí, y en cuanto pude abandoné las fatuas intrigas de los cortesanos —protestó Ramiro— y me vine aquí, a la frontera. Nada de todo eso que dices explica que Alfonso me haya elegido a mí.
El Caballero del Jabalí Blanco no pudo evitar una intensa corriente de afecto hacia aquel hombre; una corriente hecha a la vez de simpatía y de misericordia. Él mismo, el propio Hernán, se había retirado de la corte y sus mezquindades para abrazar la vida libre de la frontera.
—Creo que Alfonso —dijo Hernán al fin— te ha escogido para cerrar la herida que sigue lacerando al reino. Él tomó la corona cuando abdicó Bermudo, tu padre. Ahora él muere y cede la corona al legítimo heredero de Bermudo, es decir, a ti.
—O sea que no me hacen rey por lo que soy —suspiró Ramiro—, sino por lo que fue mi padre.
—No —objetó Hernán—. Te hacen rey por ser lo que eres: hijo de tu padre. Es distinto.
Ramiro torció el gesto. Una bandada de cuervos se estaba agitando en su interior.
—¿Cómo sé que me puedo fiar de ti? ¿Cómo sé que, según salgamos por esta puerta, tus hombres no van a degollarme y después saquearéis todo cuanto tengo para que vaya a otro la corona? ¡No sería la primera vez!
Hernán no esperaba semejante salida de tono. Se irguió como si le hubieran herido en lo más íntimo de su honor. Con un rápido gesto sacó su espada de la vaina y la blandió en alto. Enseguida, con idéntica rapidez, tomó la larga hoja en sus dos manos y la tendió a Ramiro al mismo tiempo que se arrodillaba e inclinaba la cabeza.
—Aquí tienes mi espada. Decapítame si quieres.
Ramiro respingó, sobresaltado. Tomó a Hernán por los hombros.
—¡Levántate, por amor de Dios! ¡Y perdona mi desconfianza! Ponte en mi lugar —imploró—. Llevo aquí retirado incontables años, sin otro horizonte que el cuidado de mis tierras y de mis hijos. Desde que falleció mi mujer, ni siquiera tengo el consuelo de un cuerpo caliente en mi casa. Señor del Édramo, me llaman. Que es lo mismo que decir señor de ninguna parte. Y ahora vienes tú a contarme que me han hecho rey, nada menos. Todo esto es una locura.
—Y sin embargo es la verdad de lo que está sucediendo. Ramiro, amigo: vas a ser rey —zanjó el del Jabalí Blanco.
Hernán tomó asiento junto al fuego. El principio de la primavera siempre era frío y húmedo en estas tierras. Ramiro seguía deambulando por la sala, ahora en un tono más pausado. Hablaba dirigiéndose al de Mena, pero en realidad dialogaba consigo mismo:
—¡Rey! ¡Que todos los santos me asistan! Debo contárselo a mis hijos. Ellos han de ser los primeros en saberlo. Y tendré que encontrar esposa, claro. ¡Un rey necesita una reina!
Hernán giró la cabeza, sobresaltado. Eso no estaba en el programa. Y no obstante, Ramiro tenía razón.
—El reino es muy grande —cavilaba el elegido—. Hay gallegos, hay astures, están los cántabros de Trasmiera, hay vascones, están también los mozárabes que vienen fugitivos del sur y además tenemos ahora a los colonos de esa tierra que llamáis Castilla. Alfonso unió todo eso porque llevaba la sangre de Pelayo y no había otro mejor, pero mi situación es diferente. Yo solo soy un señor de la tierra en un rincón de Galicia, hijo de un rey destronado. Si he de unir el país, un matrimonio será lo mejor.
—Razonas con tino, Ramiro —reconoció Hernán—. ¿Y has pensado en alguien a quien desposar?
—A veces la Providencia habla con voz muy clara —rio Ramiro, dando una palmada sobre sus duros muslos de cazador—. Hace apenas unos meses vino a visitarme un noble de las Bardulias, un tal Nuño. A él no le recordarás, pero sí a su yerno: Eneco de Carranza.
Hernán no pudo evitar un gesto de asombro.
—¡Eneco! Por supuesto, el que murió en el asedio de Santa Cristina contra el felón Mohamed. ¡Cómo no recordarlo! Fue una de las pocas bajas que tuvimos en aquel lance.
—Ese es, sí señor —confirmó Ramiro, dejando caer ruidosamente la mano sobre la mesa—. Y Eneco, amigo mío, dejó una joven viuda: Paterna, se llama. Hermosa. Sin hijos. El viejo Nuño vino a ofrecerme la mano de la mujer para mi hijo Ordoño, pero Paterna es demasiado mayor para él. Por el contrario, para un hombre de más edad…
—¿Estás pensando en desposar a Paterna?
—Es lo que ha de ser —confirmó el señor del Édramo—. Es castellana. Hija de un noble de las Bardulias y viuda de un caballero cántabro. Yo soy fuerte en Galicia. La familia de Paterna me dará la fuerza en el oriente del reino. Por otro lado, es una mujer irreprochable y, además, sin parentescos en la corte que me puedan incordiar.
—Parece una jugada muy clara —aceptó el de Mena—. ¿Y nadie pondrá inconvenientes?
—Nadie se negará a dar una reina al rey, y menos ese bribón de Nuño. Desposaré a Paterna, Hernán. La haré mi mujer. Y así me casaré con Castilla. Deberías alegrarte; es tu tierra, ¿no?
Hernán calló. Estaba más preocupado por llevar a Ramiro a la corte de Oviedo. Porque esas eran las instrucciones del agonizante Alfonso: llevar a Ramiro a la capital, a ser posible antes de la muerte del rey. Y la muerte rondaba muy cerca.
—Se hará como ordenes —zanjó Hernán—. Pero antes hay que ir a Oviedo.
—No, no iremos a Oviedo —negó Ramiro—. Primero iremos a por la mujer. A Oviedo, después.
—Mis órdenes… —empezó a objetar Hernán, pero el elegido había hecho sus planes y no iba a cambiarlos.
—Tus órdenes son las de un rey que muere —se impuso Ramiro—. Si ahora yo he de ser el rey, haré las cosas a mi modo. No quiero llegar a Oviedo como un simple ganadero gallego agraciado por el dedo regio. ¿Qué dirán? ¿«Ahí viene el señor del Édramo»? ¡No, no! Quiero entrar en la corte con mi hueste, mi esposa y mi casa entera. Quiero entrar como rey.
Hernán iba a decir algo, pero un confuso ruido de voces le interrumpió. Eran los hijos de Ramiro, que acudían a la gran sala convocados por Sancho, el criado remolón.
—¡Venid, hijos míos! —gritaba Ramiro con grandes voces—. ¡Este caballero tiene algo muy importante que contaros!
Hernán miró al elegido con sorpresa. ¿Por qué había de ser él quien diera la noticia y no el propio Ramiro? En todo caso, allí estaban ya, expectantes, los hijos del hombre que iba a ceñir la corona. Ordoño, el mayor, un joven de sonrisa franca y facciones hermosas, el rostro afeitado, con los largos cabellos castaños recogidos por una humilde cinta de cuero. Gatón, el segundo, un cíclope rubio de ojos ceñudos con una barba adolescente sobre el montañoso mentón. Aldonza, la menor, la lánguida belleza rubia que Hernán había divisado en el balcón de la casona, encerrada en aquel mundo que se ocultaba tras sus bellos y ciegos ojos azules. Hernán de Mena miró pausadamente a la familia Ramírez. El mayor tenía trazas de príncipe. Gatón, el segundo, estaba visiblemente hecho para la guerra. Y la casi niña Aldonza, escondida tras su hermosura sin esperanza, irradiaba un singular magnetismo. El caballero pensó en sus propios hijos: ellos, los Hernández de Mena, como estos Ramírez de Lugo, iban a heredar el mundo que ahora Alfonso y Ramiro construyeran en aquel relevo trascendental para la cristiandad.
—He venido —declamó Hernán con toda la solemnidad que pudo— a notificar a vuestro padre la última voluntad del rey Alfonso. Es deseo del rey Casto que Ramiro Bermúdez, vuestro padre, hijo del rey Bermudo, herede la corona de Oviedo. Así lo ha decidido el rey y así lo ha ratificado el consejo privado. Ramiro será rey de Asturias.
Ordoño y Gatón cruzaron gestos de asombro. Apenas un segundo, porque enseguida prorrumpieron en ruidosas exclamaciones de júbilo. Solo la pequeña Aldonza, los labios trémulos, mantenía la ciega impasibilidad de su rostro. Los hijos se abalanzaron sobre su padre con votos de enhorabuena. Ramiro, emocionado, contestaba revolviendo el cabello de Ordoño y golpeando las inmensas espaldas de Gatón. Pero Hernán reparó de inmediato en la aparente frialdad de Aldonza. Y el propio Ramiro, superado el instante de la celebración, también lo hizo.
—¡Hija mía! —exclamó Ramiro, acariciando los largos cabellos rubios de la muchacha—. ¿No te alegras? ¡Seré rey! Y vosotros, mis herederos, con la ayuda de Dios.
Aldonza esbozó algo semejante a una sonrisa, pero el leve temblor de sus hombros, como una flor mecida por el viento, denotaba una profunda inquietud.
—Ahora tendrás que casarte de nuevo —susurró la joven.
Todos se miraron desconcertados. Ramiro sonrió con ternura.
—Mi dulce niña, tú siempre sabes lo que va a pasar antes de que suceda. En efecto, sí, ahora me habré de casar. Es deber de rey. Los tres sabéis cuánto he amado a vuestra madre mientras vivió, y con qué celo he guardado su memoria —se excusó el del Édramo como mirando al cielo—. Pero ahora Dios ha cambiado el curso de las cosas. Sí, ahora tendréis una nueva madre. Y os puedo anunciar ya de quién se trata.
—¡Habla, padre! —instó Gatón—. ¿En quién has pensado?
—En Paterna, la hija del viejo Nuño de la Bardulia. Ese que estuvo hace poco en esta casa.
—Esa mujer es muy joven para ti —protestó fríamente Ordoño.
—¡Bah! No tanto —se irritó Ramiro—. Yo acabo de cumplir cincuenta años. Ella ronda los treinta según me dijo su propio padre. Pero no os preocupéis. No tenéis que verla como a vuestra madre, sino como a la mujer que acompañará a vuestro padre en el trono.
Un silencio visiblemente incómodo se adueñó de la gran sala. Lo rompió Aldonza.
—Seguro que será una buena elección —musitó la niña ciega—. Esas mujeres castellanas tienen fama de sufridas y leales. Y en todo caso, padre…
—¿Qué, mi niña?
—Que tú ahora eres el rey. Y nosotros, tus hijos, te obedeceremos como hemos hecho siempre. Como padre. Y ahora, además, como nuestro señor.
Un rugido de satisfacción brotó del cuello taurino de Gatón. Su hermano Ordoño lo aplaudió con estridencia. Los tres hijos se abrazaron al ancho torso de Ramiro Bermúdez. Hernán se fijó en la dulce Aldonza, casi desaparecida entre la humanidad de los tres varones. Y el de Mena no pudo desprenderse de la impresión de que la joven ciega había presentido algo doloroso; algo que quizá transmutara aquella estampa de felicidad familiar en un infierno de tormento y desventura.
—¡Vamos, rápido! —exclamó súbitamente Ramiro—. ¡Hay muchas cosas por hacer! ¡Hernán! ¡Partiremos mañana con el alba! Iremos a las Bardulias, a buscar a Paterna. Enseguida te traeré el contrato de esponsales. Servirá el mismo borrador que redacté para mi hijo Ordoño. Pero ahora, además, podré subir el valor de las arras. En cuanto esté listo el documento, enviarás de avanzada a uno de tus caballeros —ordenó el elegido—. Que galope hasta el castillo del viejo Nuño y le traslade la buena nueva. Que lleve mi mejor espada y se la entregue a la dulce Paterna como prenda de compromiso. Llevará también mis condiciones sobre la dote y otros asuntos menores. ¡Y otra cosa! ¡Necesito un obispo junto a mí! Que otro de tus caballeros, Hernán, retorne a Oviedo y busque al obispo Serrano. Le conozco hace tiempo y sé que le gustará estar a mi lado cuando haga mi solemne entrada en la corte. ¡Apresuraos! ¡No hay tiempo que perder!
Aquella noche se cenó cabrito asado en el sobrio castillo de Ramiro Bermúdez, señor del Édramo.
Nepociano acomodó suavemente los largos cabellos grises detrás de las orejas y acarició su barba cana en ademán pensativo.
—Conde Sonna —habló despacioso el magnate—, un viejo caballero de Asturias como yo jamás pondrá en duda la palabra de un hombre cabal como tú lo eres, pero te ruego que reflexiones sobre este punto. ¿Qué sentido tiene nombrar sucesor a Ramiro?
Nepociano miró largamente al conde de palacio. Sonna llevaba muchos años en el séquito de Alfonso. Sonna estaba en la puerta de la cámara donde el rey agonizaba. Sonna se cruzó con el caballero Hernán de Mena cuando este abandonó palacio y, ante sus preguntas, le respondió con aquel enigmático «nada que yo pueda revelar». Sonna, en fin, había oído de labios del obispo Gomelo que Ramiro Bermúdez había sido designado heredero por el rey en su lecho de muerte. Si a alguien era preciso convencer de que la decisión podía resultar ilegítima, ese era el conde Sonna.
—Nepociano, todos conocemos tu historia —acusó el conde—. Ya traicionaste al rey una vez. ¿Qué buscas ahora?
—¡Bah, no me vengas con viejas querellas! —respondió desdeñoso el anciano caballero—. ¡Hace mucho tiempo de eso! ¡Tú ni siquiera habías nacido! Después vino el matrimonio con Jimena y el perdón regio. ¿Preguntas qué busco? Te lo diré con toda claridad. Defender los derechos de mi esposa, prima del rey, para la que sin duda habrá un renglón en su testamento, y de paso, si es posible, recuperar mis tierras de Pravia ahora que ha muerto el juez que me sancionó, no sea que vayan a caer en manos de cualquier acólito del nuevo monarca. No puedo ser más sincero contigo —rubricó, ambiguo, Nepociano. Y luego atacó—: ¿O acaso tú no temes que, en el vacío de poder, venga alguien con menos títulos a robarte lo que es tuyo?
Sonna cabeceó levemente, incomodado por aquel reto a su sentido del honor. Mientras el rey siguiera vivo, él continuaba siendo conde de palacio. No podía ni contemplar la posibilidad de verse en otra posición que no fuera esa.
—Pero Gomelo lo ha dicho, Nepociano —insistía Sonna—. Es Ramiro el elegido.
—Yo no discuto que Gomelo te haya referido semejante disparate. Pero piénsalo fríamente. ¿Cuánto tiempo lleva Gomelo en vela, en la cámara del rey, sin apenas comer ni dormir? ¿Dos días? ¿Tres? No está en las mejores condiciones para interpretar el delgado hilo de voz de un moribundo. Por otro lado, todos sabemos que la cabeza de un moribundo, en sus horas finales, suele girar de manera asombrosa y traspasar el umbral de la demencia. Solo eso explicaría que un hombre inteligente y sabio como Alfonso haya dado en tamaño desafuero.
—¡Pero el obispo Gomelo asegura que se trata de una decisión del rey ratificada por su consejo privado, y por escrito! —protestó una vez más el conde Sonna.
—¡Ya! —objetó Nepociano—. ¿Y quién tiene ese escrito?
Sonna vaciló antes de contestar:
—El propio Gomelo.
Nepociano chasqueó la lengua, dio una palmada y miró a Sonna con un claro gesto de complicidad. No dijo más. El viejo caballero se levantó y comenzó a pasear de arriba abajo, junto al fuego, con zancadas largas, pero tranquilas. Sonna, desorientado, fue a posar su mirada desamparada en Jimena, que asistía silenciosa a la conversación. La dama escrutaba con interés los evidentes rasgos godos del conde: la cabellera rubia, ya con vetas grises en la barba, los ojos claros sobre una nariz recta y fina, la serena expresión del rostro… Un bello ejemplar, el conde Sonna. Pero Jimena sabía eludir esos peligros. Y sabía también que la forma más audaz de eludirlos era, precisamente, simular que se caía en ellos.
—Sonna, querido amigo —cantó la dama con su voz metálica, fingiendo un eco de coquetería y haciendo bailar entre los dedos la gema regia que adornaba su pecho—. Hemos de pensar muy bien las cosas. Es mucho lo que está en juego. El reino de Asturias es muy grande, mucho. Lo es gracias al esfuerzo de Alfonso, mi primo. Y precisamente por fidelidad a él, a su obra, no podemos precipitarnos en un paso que parece más bien el contubernio de cualquier camarilla de palacio.
A Sonna le habría gustado oponer un argumento sólido ante las consideraciones de la dama, pero no podía. Ganado por la sugestión de aquellos ojos profundos como el mar en invierno, de aquellos cabellos rojos como el fuego, de aquella belleza añeja como de flor congelada en el tiempo, apenas si pudo esbozar una protesta.
—Yo creo a Gomelo.
—¡Y yo también! —respondió rápida la mujer—. Pero dudo que el obispo haya interpretado correctamente las palabras del rey, mi primo. —Y Jimena subrayó su parentesco con un nuevo movimiento de la joya, que empezaba a surtir efectos hipnóticos en el conde.
—Comprendo lo que dices y acepto que son fuertes razones —claudicó Sonna—. Pero no puedo pensar que Gomelo esté intrigando con camarilla alguna.
—Sin embargo, otras veces ha pasado —interrumpió Nepociano—. Yo no tengo nada contra Ramiro. Conocí a su padre, hace ya muchos años. Tampoco desdeño a Gomelo, santo varón de cualidades bien conocidas. Pero sostengo que la sucesión al trono de Asturias no puede quedar bajo la niebla de estas incertidumbres.
Sonna trató de rehacerse. En el fondo de sí estaba dolido por el hecho de que el secreto de la sucesión le hubiera sido confiado a Hernán de Mena, aquel huraño jabalí de Brañosera, y al obispo Gomelo, más dos vejestorios como Tioda y Teudano, mientras que a él, conde de palacio, le habían dejado al margen de trámite tan trascendental. Pero a pesar de su orgullo herido, sentía vértigo solo de pensar en hacer otra cosa que no fuera la voluntad expresa del rey.
—Veo que dudas aún, querido amigo —silbó Jimena—. Te diré lo que haremos. Te ruego aguardes en esta nuestra casa, que es la tuya, la llegada de otro ilustre visitante. Se trata del obispo Serrano, buen amigo de Ramiro Bermúdez. Ya ves que no tenemos nada contra Ramiro y sus gentes. Él, Serrano, viene de la cámara de Gomelo. Nos dirá qué está pasando exactamente. Y podrá darnos consejo sobre las nieblas de este extraño proceso de sucesión. ¿Lo encuentras adecuado?
Sonna no podía considerarlo más adecuado. Eso o cualquier otra cosa que le exonerara de la zozobra de la duda. Incluso si se trataba de aquel Serrano al que nadie conocía muy bien: un tipo enjuto, cetrino, de nariz grande y aplastada sobre un rostro siempre alerta. Serrano había llegado fugitivo de algún lugar de Al Ándalus. Como era hombre de excelente formación, el obispo Gomelo, siempre a la busca de talentos, le había hecho su ayudante para las cosas de palacio. Serrano era eficaz e inteligente, pero además era antipático y forastero, así que ¿qué mejor candidato para desempeñar un puesto cortesano sin temor a que se metiera en conspiraciones de pasillo? Por eso Gomelo le llevó junto a sí. Quizás ahora Serrano pudiera arrojar luz sobre el dilema que laceraba el espíritu del conde.
Pasaron un par de horas durante las que el sol llegó a su cénit para volver a declinar. Los señores y su invitado apuraron unos platos de ternero asado guarnecido con hortalizas, mientras Nepociano y Jimena, diligentes anfitriones, referían mil anécdotas galantes de la vida en Aquitania, el comercio en las tierras de los francos y las indeseables visitas de los normandos, aquellos salvajes con los que Nepociano, sin embargo, había encontrado un modo de negociar. Sonna, por su parte, refirió a sus huéspedes las pequeñas intrigas de la corte, las historias de este conde que repoblaba en Castilla o de aquel otro que intentó desposar a una noble navarra, y en el ameno intercambio llegó Sonna a la convicción de que nada tenía que temer de aquella encantadora pareja, tan sinceramente preocupada por los avatares del reino.
El eunuco Nasr Abu el-Fath penetró en las dependencias del harén. Solo un eunuco de palacio podía hacerlo y él era el más notable de todos. Con pasos seguros se dirigió a las habitaciones que gobernaba Tarub, la favorita, reina indiscutible de la vida íntima del alcázar. Se hizo anunciar por un efebo emasculado. La bella concubina le invitó a pasar. No era la primera vez.
—Mi querida Tarub, tú siempre tan bella…
Tampoco era la primera vez que Nasr se permitía esas lisonjas. De hecho, era lo que el eunuco decía siempre, desde el primer día, cada vez que ambos se encontraban. Tarub, a solas con el eunuco, apartó el velo que le cubría el rostro. Nasr se extasió —como siempre, desde el primer día— ante la composición perfecta de aquel semblante, la fina nariz mediterránea, los labios dibujados con una geometría milagrosa, el mentón suave, los altos pómulos sobre los que cabalgaban aquellos ojos hechiceros de carbón incandescente. El eunuco Nasr se consideraba dichoso por poder contemplar lo que a todos estaba vetado. Y tenía razón.
—He tenido una larga conversación con Yahya el alfaquí —reportó el eunuco—. Está con nosotros. O mejor dicho, jugará a nuestro favor, aunque él no lo sabe.
—¡Explícate! —rogó la mujer con una risa que sonaba a las cascadas de aguas perfumadas con jengibre que el fiel encontrará en la Yanna, el paraíso que predicó el profeta.
—Se trata de Mohamed —aclaró Nasr—. El viejo Yahya ha entendido que hay muy altas probabilidades de que el heredero se revuelva contra su padre. O mucho me equivoco, o ese potro malcriado que tenemos por príncipe se preguntará pronto por qué el emir le ha arrebatado la gloria de una incursión contra los cristianos en un momento como este, con el rey de Oviedo agonizante. Como es una bestia sin seso, pedirá explicaciones a su padre. Y a poco que forcemos las cosas, un abismo empezará a abrirse entre los dos.
—¡Buena jugada, amigo mío! —palmoteó la bella.
—Es solo el principio, mi dulce flor —sonrió Nasr, fingiendo modestia en la mirada—. Poco a poco se irá abriendo el camino del trono para tu hijo Abdalá.
—¿Cómo podré agradecértelo? —gimió Tarub con su sonrisa hechicera.
No hacía falta agradecerlo, y Tarub lo sabía. La suerte de ambos, el eunuco y la favorita, había quedado trenzada por las circunstancias desde mucho tiempo atrás. El día que Tarub intercedió por Nasr cuando este fue maltratado por el salvaje de Mohamed no hizo sino agradecer a su vez las atenciones que el eunuco le había dispensado desde el primer día en que la muchacha pisó el harén. La una y el otro, esclavos ambos, cautivos sin esperanza, ambiciosos los dos, soldaron una sociedad secreta en cuanto se pusieron la vista encima. Una sociedad en la que no era preciso siquiera enunciar el objeto de la alianza, porque allí, en el alcázar de Córdoba, no había más que una meta posible: sobrevivir y vencer.
—Haremos que Abderramán cambie sus prioridades —aseveró el eunuco con una sonrisa hecha al mismo tiempo de dulzura y determinación.
La favorita se pasó una mano lánguida por el largo cuello tatuado de alheña.
—Mi pobre Nasr, solo ante ti puedo abrir mi corazón. Habrás de cargar con ese peso.
—No es un peso, amiga mía —inclinó Nasr la calva cabeza—. Es una dádiva de Alá.
Y Tarub, grácil cual hurí de cejas negras y cuerpo de ámbar e incienso, sirvió al eunuco un vaso de refrescante agua perfumada con aroma de rosas. La misma agua que cotidianamente servía en los labios del emir Abderramán.
Tarub había llegado a la vida de Abderramán como tantas otras: muchacha esclava de singular belleza incorporada al harén del emir en calidad de concubina. Había muchas en su misma situación. También las había muy bellas. Pero ninguna con su talento.
Apenas recordaba ya de dónde venía ni cuál era su verdadero nombre. Una familia de mozárabes en algún rincón de Al Ándalus, cerca del mar. Una huerta, una madre llorosa, un amo despiadado. Un incendio en un granero, unas deudas, unos hombres armados arrasándolo todo. Y ella, que apenas unas semanas antes había sangrado por vez primera, se vio conducida a un mercado donde se vendía a la gente como a reses. Quiso la suerte que ese día pasara por allí un eunuco del harén del emir; no siempre ocurría. El tipo se fijó en ella y la compró. Después fue conducida a una especie de cuadra donde gruesas mujeres vestidas de negro seleccionaban y clasificaban a las muchachas como ella. Un ulema de rostro siniestro la declaró conversa al islam. Y en pocos días apareció en el alcázar de Córdoba, muerta de miedo y de hambre, donde otras mujeres, estas bellas y lujosamente ataviadas, la bañaron y alimentaron. Tarub entendió de inmediato que para sobrevivir en esta nueva vida tendría que emplear recursos muy distintos a los que su madre le había enseñado. Se propuso olvidar todo cuanto ella era —nombre, padres, religión— y aceptó bañarse en esta nueva identidad. Así empezó todo.
La primera vez que vio a Abderramán, ella supo lo que iba a pasar. El emir llevaba ya muchos años en el poder. Era un tipo todavía vigoroso, aunque no joven. Acudió cierta tarde a revisar la mercancía. «Las nuevas florecillas», como decía el eunuco que las presentó. Abderramán tenía una presencia imponente. A Tarub le llamaron la atención su piel tan morena, su enorme estatura, la nariz aguileña y agresiva, los grandes ojos negros, los bigotes tan separados, la larga barba teñida de color. Pero sobre todo percibió la insistencia con que el emir miraba sus ojos. «Llevas dentro un hechizo —le dijo—. Te llamaré Tarub». Y con ese nombre, Tarub, hechizo, se quedó.
«Le has gustado. Aprovecha tu oportunidad», le susurró la veterana Buhayr, una concubina más mayor y ya desplazada, que esperaba así vengarse de la que había tomado su lugar. Tarub no lo dudó. Un eunuco de fuste le había mostrado cierta simpatía. Ese eunuco era Nasr Abu el-Fath. Él fue quien se encargó de que Tarub aprendiera rápidamente las nociones básicas de poesía y música que tanto confortaba a los emires encontrar en sus concubinas. Cultivó igualmente el arte del perfume, experimentando aromas en su propio cuerpo hasta encontrar aquellos que más hacían vibrar la sensibilidad de su amo. Después, en un paso más, Tarub pudo acercarse a Ziryab, el árbitro de la elegancia, aquel músico de Bagdad al que Abderramán había concedido mansión y renta vitalicia a cambio de que implantara en Córdoba las más refinadas costumbres de Oriente. Ziryab enseñó a la muchacha las destrezas precisas para tocar el laúd y cantar nubas. Incluso aprendió a cocinar el reputado ziriabí a base de judías blancas. Muy pronto las noches con Abderramán fueron cosa muy distinta al burdo consumo sexual. El emir empezó a sentir una atracción irresistible por su nueva concubina. Llegaron los primeros regalos; cada vez más caros. Llegaron los ricos vestidos de colores bordados en hilos de oro y de plata. Y al cabo de unos pocos meses, en fin, Tarub se dio cuenta de que era ella la que había ganado aquella partida desesperada de amor y poder.
Tarub parió una vez; una niña. Parió una segunda vez; otra niña. Y al tercer parto sucedió lo que tanto había deseado: un varón. Concebir un varón del emir significaba verse catapultada a lo más alto de la jerarquía en el harén. Dejaba de ser una concubina más —incluso si era la preferida— para convertirse propiamente en una princesa madre. Cuando a Abderramán le presentaron a aquel niño, el emir no pudo evitar un estremecimiento de emoción. Al niño lo llamaron Abdalá, que quiere decir «siervo de Alá». El emir, en agradecimiento, regaló a la mujer el mítico collar de Zobeida, la esposa de Harún al-Raschid. Llamaban a esa joya el Dragón por el valor fabuloso de sus perlas. A Tarub no le importó que aquel collar hubiera adornado antes el cuello de otra concubina: al contrario, el cambio de dueña significaba que, ahora, ella era la primera. Y se propuso seguir siéndolo en lo sucesivo.
Nadie sabía cantar al oído de Abderramán como lo hacía Tarub. Nadie sabía encontrar como ella las palabras precisas para endulzar los frecuentes raptos de melancolía que se adueñaban del emir. Nadie conocía como ella los resortes secretos del cuerpo del soberano de Córdoba. Pasaron los años. Hubo otras esposas. Hubo otras concubinas. Todas más jóvenes. Algunas, más bellas. Pero ninguna había sido capaz de igualar nunca el hechizo de Tarub. Hasta el punto de que Abderramán, para enojo de visires y alfaquíes, la sentó a su lado en los asuntos del gobierno. Y Tarub pudo empezar a sentirse casi, casi, como una reina.
—¡Nuestras vidas son tan parecidas, mi querido amigo…! —suspiraba Tarub ante el rostro arrobado del eunuco, esclavo como ella, inteligente como ella y que, como ella, había sabido elevarse desde la peor de las desgracias hasta las alturas de la gloria.
Nasr tomó una mano de la favorita. Ni siquiera el primer eunuco de la corte estaba autorizado a hacer una cosa así, pero a Tarub le resultaba tonificante el contacto de una mano amiga, sin lascivia, amistad pura en el vértigo del mundo.
—Nadie podrá destruirnos, mi bella Tarub —besó el eunuco la mano de la concubina—. Y ahora, me perdonarás, debo acudir a supervisar las obras de ampliación de la mezquita. Cuando tenga novedades, te las traeré con la celeridad de una paloma mensajera.
La oronda figura del eunuco, envuelta en su túnica blanca, despareció como había llegado. Y Tarub, en la soledad del harén, preparó su cuerpo para el baño antes del cotidiano encuentro con el emir. No le diría ni una palabra sobre su repulsivo heredero, el maldito Mohamed.
Llegó el obispo Serrano, sí. Y, para sorpresa de Sonna, no lo hizo solo: le acompañaban tres conocidos terratenientes, Piniolo, Alvito y Aldroito, y el asombro del conde se hizo aún más patente cuando vio entre la comitiva a Escipio, otro de los condes de palacio. La cohorte de notables penetró en la gran sala desnuda de Jimena y Nepociano. Este, en gesto de humildad, se precipitó a besar el anillo de Serrano. El cual, por su parte, regaló a los anfitriones una apresurada bendición.
—He aquí al obispo Serrano —se adelantó Piniolo—. Viene directamente de Oviedo. Me alegra verte entre nosotros, conde Sonna —dibujó Piniolo una breve reverencia—. Los demás ya nos conocemos: el noble Alvito, el noble Aldroito, el conde Escipio… Mi señora doña Jimena, prima del rey Alfonso… Noble Nepociano…
—¿Qué haces tú aquí? —espetó Sonna a Escipio—. Te hacía en Oviedo, guardando la puerta del rey.
—Otros cumplen ahora el turno —respondió Escipio, incómodo—. Pero escucha, el obispo Serrano trae noticias que nos conciernen a todos. Presta atención.
Los labios de Jimena dibujaron un fugaz rictus de alarma. ¿Serrano traía noticias? No era esa la razón de que se le hubiera invitado a la asamblea. A la dama no le gustaban los imprevistos. Se apresuró a tomar la iniciativa.
—Mi querido obispo Serrano, como sabrás, mi esposo y yo te hemos invitado a esta nuestra casa, que es la tuya, para consultarte un delicado problema relacionado con la sucesión…
Jimena hablaba agachando la cabeza en señal de recato y humildad; sabía que a las gentes de Iglesia les agradaba la sumisión y el pudor tanto en los hombres aguerridos como en las mujeres bellas, ¡y ella aún lo era!
—Los rumores acerca de la designación del noble Ramiro —continuó la dama— nos han llenado de desconcierto. Sobre todo por lo inusual del procedimiento: ¡nombrar a un heredero en consejo mínimo, en el secreto del gabinete, sin proclamación pública, sin contar con los grandes nombres del reino…! Convendrás con nosotros en que no es muy usual…
Serrano trató de perforar a Jimena con la mirada. Inútilmente: gruesas capas de misterio protegían a aquella mujer. El obispo llevaba relativamente poco tiempo en Oviedo; apenas si había podido trazar un adecuado mapa de las intrigas palaciegas. Pero le constaba la fidelidad de Sonna y de Escipio. Y sabía también de las riquezas de Piniolo, Alvito y Aldroito. Embajadores todos ellos de suficiente fuste como para que ahora, en presencia de aquella distinguida pareja, el mozárabe tratara de demostrar conocimiento de las cosas del poder.
—No tengo otra noticia de esa decisión que las palabras del propio Gomelo, santo varón —declaró engoladamente el obispo; todo lo que en Gomelo era dulzura apostólica, en Serrano era rigor hierático—. Y sí, en efecto, tal parece ser el designio del rey Alfonso: que le suceda en el trono Ramiro Bermúdez, con cuya amistad me precio, pues coincidí con él durante mi estancia en el monasterio de Samos. Y a propósito, esta misma mañana un mensajero suyo me ha entregado esta carta…
Todos los presentes se miraron con estupor. ¿Una carta de Ramiro? ¡Eso sí que era una sorpresa! Piniolo hizo un mohín cómplice a Nepociano. Esas eran las noticias de las que hablaba Escipio, el cual repitió el gesto de complicidad con destino a Sonna. Serrano, visiblemente satisfecho por levantar tanta expectación y poder mostrar su dominio sobre los acontecimientos ante gente tan principal, extendió el pergamino de becerro y leyó:
Recibo noticia de mi designación como sucesor en la corona. Parto de inmediato hacia Oviedo con mi hueste. Te agradeceré que estés a mi lado.
Serrano dobló el pergamino con aire solemne. Un denso silencio se adueñó de la sala. Aquellas noticias precipitaban las cosas. Nepociano trató de dominar su ansiedad. Jimena se adelantó:
—Sin duda el buen Ramiro te aprecia, amigo Serrano. Pero percibo algo extraño en esas líneas —añadió, sinuosa, la mujer—. Es como si el elegido se estuviera preparando para la lucha.
Un brillo en los ojos de Jimena advirtió a Nepociano de la trascendencia del momento. El magnate exiliado tomó el relevo de su esposa:
—Dices bien, querida. ¿Para qué acudir a la corte con una hueste? ¿Acaso no las tiene todas consigo y quiere entrar a viva fuerza?
Nepociano paseó la mirada por los circunstantes. Una mueca extraña cruzaba los grandes bigotes canos de Escipio. Sonna mantenía los ojos muy abiertos, como intentando que nada se le escapara.
—Y hay más —agregó Jimena—. ¿Por qué te pide que te pongas de su lado? ¿Tal vez teme que otros se hallen del lado contrario? Todo esto suena muy extraño. El buen Ramiro debería saber —mintió la dama— que todos estamos de su lado.
Serrano se rascó la cabeza justo en la tonsura. Sonna compartía su perplejidad.
—Yo no veo nada de todo eso que vosotros decís —objetó, ingenuo, el conde—. Simplemente leo el mensaje de un hombre que ha sido designado rey y anuncia su llegada a un buen amigo.
—¡Exactamente eso! —rubricó precipitadamente Serrano.
—Tal vez tengáis razón —concedió Jimena con una sonrisa letal—. Pero aun así, si Ramiro ha sido designado con arreglo a la ley, ¿para qué tantas precauciones?
—Hay todavía algo más —añadió Serrano, imprudente—. El mensajero me refirió que Ramiro, antes de acudir a Oviedo, piensa pasar por las Bardulias para encontrarse con la que será su esposa, una dama de los castillos de la frontera.
—¡Pero cómo…! ¿Es que no hay damas en Oviedo? —fingió protestar Jimena—. ¿A cuento de qué ha de casarse con una castellana? ¿O es que…? —La dama del cabello rojo dejó que la temperatura de la sala aumentara hasta lo insoportable. Solo entonces flageló—: ¿O es que tal vez pretende unir a castellanos y gallegos contra los señores de las Asturias?
Un murmullo de escándalo, desaprobación, sospecha e indignación, todo al mismo tiempo, se adueñó de la asamblea. Por un instante, Serrano tuvo el sentimiento de haber desencadenado involuntariamente una tormenta. Nepociano intercambió un rápido guiño con su esposa.
—No saquemos conclusiones apresuradas —moderó el caballero desterrado—. Ramiro es un buen hombre y seguro que alberga las más sanas intenciones. Lo mejor que podemos hacer es aguardar. Obispo Serrano, amigo mío, ¿cuándo crees que llegará el nuevo rey?
—En dos semanas, a lo sumo.
—Bien. Quiero que sepas, buen amigo, pues desde ahora lo eres, que mi casa te tiene en la mayor consideración —proclamó Nepociano con una reverencia— y que estamos seguros de que desempeñarás un gran papel junto al rey Ramiro. Transmítele, te lo ruego, nuestra fidelidad anticipada en espera de poder hacerlo personalmente en el palacio real. En cuanto a ese asunto de las huestes…
Serrano respiró aliviado, pero notó con claridad cómo una repentina fosa se abría entre él y el resto de los presentes. Pese a las tranquilizadoras palabras de Nepociano, estaban jugando a juegos distintos.
—… En cuanto a ese asunto de las huestes —prosiguió el magnate—, lo más sensato sería estar prevenidos. Cuando uno levanta un ejército en un sitio, nada impide que otro se levante en otro lugar y, a la postre, las armas terminan hablando. Sonna, querido amigo…
—Te escucho —respondió el conde, expectante.
—Puesto que tú tienes autoridad —subrayó Nepociano, adulador—, ¿por qué no escoges a algunos hombres de la guardia de palacio y acudes al encuentro de esa hueste de Ramiro que viene desde Castilla? La presencia de las tropas del rey será la mejor garantía de que la paz se mantendrá en el reino. Y por otro lado, yo puedo auxiliarte con algunos de los hombres que he traído desde Aquitania.
Sonna se sintió atrapado en una ratonera. A Nepociano podía decirle que no, pero ¿qué pensarían los otros? ¿Que tenía miedo? Por otra parte, más valía comprobar en primera persona los detalles de aquel enredo:
—¿De verdad lo consideráis preciso, Nepociano, Escipio, amigos…? —inquirió el conde.
Todos asintieron.
—Sin duda alguna, Sonna —aseveró Escipio—. Todos estaremos más tranquilos si la hueste de Ramiro entra en Oviedo escoltada por las propias banderas del rey y bajo la autoridad de uno de sus condes.
—Así se hará —aceptó Sonna—. Reuniré a unos cuantos hombres y marcharé hacia el sureste. Me encontraré con la hueste de Ramiro y le daré escolta hasta Oviedo.
—¡Bravo, amigo! —aplaudió Jimena—. Contigo el reino estará seguro.
La dama obsequió al conde de palacio con una de aquellas sonrisas que trasladaban a los hombres al paraíso de lo indecible.
Nepociano, anfitrión exquisito, acompañó a sus invitados al exterior del caserón como si se hallara en los mismísimos jardines del alcázar de Córdoba. Sonna, con el alivio de quien ha subordinado su voluntad a una fuerza mayor, abandonó la casa persuadido de que resolvería aquel enredo. Escipio lo hizo convencido de que se había ganado la alianza de Sonna. Serrano, de que sería el próximo obispo de Oviedo. Piniolo, Alvito y Aldroito, de que habían apostado a caballo ganador.
Cuando los vieron marcharse en la lejanía, bajo la luz del atardecer, Nepociano susurró a su esposa:
—Ese bruto de Ramiro, con sus ínfulas de gran señor, nos ha dado la oportunidad que estábamos esperando. ¿Crees que Sonna se nos unirá finalmente?
Una emoción secreta afloró a los labios de la dama.
—Lo ignoro —confesó Jimena—. Pero al menos le hemos quitado de en medio. A él y a una buena porción de las tropas de Oviedo. El resto lo hará Escipio. Ahora solo queda esperar.
Nepociano besó la mano de su esposa. El sol empezaba a acostarse, perezoso, envuelto en un fastuoso rompimiento de gloria. Ahora, sí, solo quedaba esperar.