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LA ÚLTIMA JUGADA DEL REY

–Gomelo, viejo amigo…

—Dime, mi señor.

—Confesión. Necesito una última confesión —imploró el rey en un susurro.

—Confesaste ayer, mi señor —objetó el obispo.

—No —repuso Alfonso—. Es algo que no forma parte de mis pecados, pero que alguien debe saber. Un último secreto que nadie más conoce y que no deseo llevarme a la tumba. Se trata de…

—¿De qué? Habla, mi señor.

—De Jimena. Mi prima. Ven. Acércate.

El obispo inclinó una vez más el oído hacia los labios trémulos del moribundo. En un silbido delgado como el hilo de una araña, el rey Alfonso liberó su alma del último lastre que la ataba a esta tierra. El rostro de Gomelo, imperturbable, acogió aquel peso para hacerlo suyo. Pero al monarca le quedaba aún algo por hacer.

—¿Están mis guerreros? ¿Están los fieles del rey?

—Están aquí todos, rey Alfonso. Al otro lado de la puerta. Y también están los condes Escipio y Sonna. Y el joven obispo Serrano, el mozárabe. Se turnan aguardando tu voluntad.

—La voluntad de Dios, querrás decir…

—Tú nunca has hecho otra cosa que la voluntad de Dios, rey Alfonso.

Medio siglo de reinado. Medio siglo de combates. Medio siglo venciendo traiciones y tormentas. Desde aquel lejano día en que unos guerreros desamparados fueron a buscarle en su exilio. Pero ahora, en el lecho de muerte, las imágenes que venían a la mente huidiza del rey no eran las de las grandes victorias, sino precisamente las de aquellos años de exilio en los montes vascongados. Cuando se refugió allí, abrazaba la esperanza de reencontrarse con su madre. No hubo ocasión. Doña Munia —le dijeron— había muerto enclaustrada en un convento. Había querido proteger a su hijo hasta el final, y el mejor modo de hacerlo era desaparecer, borrarse del mundo. Allí, entre los muros de un monasterio en el recóndito valle de Trucios, su vida se extinguió. Alfonso tardó años en localizar su tumba, y aún habría de pasar más tiempo antes de que la mujer pudiera reposar junto a su esposo don Fruela en aquella Oviedo que tanto amaron. Pero pronto otras cosas calmaron el dolor del joven príncipe desterrado. La vida agreste, la caza a caballo, el cuidado de los campos, las marchas a través de bosques empapados de niebla, los baños en las aguas heladas de ríos de montaña, las serenas lecciones del abad Juan, los largos atardeceres del verano en la Tierra de Ayala, la compañía dulcísima de su prima Argilo…

¡Argilo! La mano de aquella mujer extraordinaria debía haber sido para él, pero la corona se cruzó en su camino. «Venís a mí para que os guíe en la defensa de la cruz —había dicho Alfonso a los guerreros que le ofrecían el trono—. Empeñaré toda mi vida en ello. Y hago voto de castidad en prenda de mi determinación». ¿Por qué hizo aquello? Muchas veces se lo había preguntado en los últimos cincuenta años, sobre todo cada vez que veía crecer a los niños del reino, esa juventud que llenaba todos los rincones desde el Finisterre hasta los llanos de Álava, en la montaña de Palencia o en el valle de Mena. El reino bullía de vida, de hijos que perpetuaban linajes que a su vez serían prolongados por linajes nuevos. Él, sin embargo, había renunciado a eso. Su matrimonio con la princesa franca Bertinalda no fue más que una formalidad política para estrechar lazos con Carlomagno. Todos sabían, cuando se firmó el contrato de esponsales, que Alfonso había hecho voto de castidad. Bertinalda solo pisó Oviedo dos veces: una, para casarse, y enseguida volvió a la corte de Aquisgrán; la siguiente, ya cadáver, para ser enterrada en el panteón de la catedral de San Salvador. Al rey nunca se le pasó por la cabeza la idea de variar su voto. Era rey, podía hacerlo invocando razones de estado, pero su conciencia no se lo hubiera perdonado jamás. Aquella castidad militar era su ofrenda a Dios. Y de este modo —pensaba el rey— todos los hijos del reino eran en cierto modo sus propios hijos.

Después llegaron las grandes campañas, el acoso sin tregua de Córdoba, la doble destrucción de Oviedo, la resurrección del reino bajo la firme resolución de no ceder jamás, de resistir a ultranza, a pesar de los muchos cobardes que deseaban un pacto ventajoso. El Señor había compensado con creces la ofrenda de su castidad. Mientras su brazo fue fuerte, él mismo pudo dirigir campañas tan asombrosas como el saqueo de Lisboa o batallas tan cruentas como la del río Orón. Y luego, en la vejez, Dios le había dado discernimiento para mover las piezas adecuadas en aquel despiadado tablero de ajedrez que era el mundo.

El ajedrez del rey reposaba sobre una mesilla, junto a la ventana. Se lo trajeron de Córdoba un lejano día del año… ¿Qué año? Imposible recordar. Fue al principio de su reinado, cuando envió a dos de sus fieles guerreros para recabar información en la misma boca del lobo. Retornaron con valiosísimas noticias y con aquel ajedrez que desde entonces se había convertido en una especie de obsesión para él. ¿Cómo se llamaban aquellos muchachos? Sí, Teudano y Zonio de Mena. Dos de los mejores guerreros de la capa roja, dos de los más esforzados fieles del rey. Teudano estaba allí, pero el rey no podía verlo. ¡Aquel anciano encogido y apergaminado era tan distinto del bravo Teudano que afloraba ahora a su memoria agonizante! En cuanto al otro… ¿Quién era el otro?

Hundido en el lecho, pero tieso como un madero, los dedos abiertos como sarmientos, el rey fijó su vista en el caballero más joven de los que velaban en la estancia. «Acércate», susurró. Hernán de Mena dudó. ¿Era a él a quien se dirigía? El obispo Gomelo le dio un codazo. Hernán se aproximó. Con una voz que parecía salir del fondo de la tierra, más allá de las edades, el rey preguntó:

—¿Quién eres?

—Hernán de Mena, mi señor.

—De Mena… ¡Sí! —exclamó Alfonso, como súbitamente iluminado—. Ya te recuerdo. Tú eres Zonio de Mena. Tú estuviste conmigo en Lisboa y en la batalla del río Orón. Me reconforta verte junto a mí. —Hernán iba a sacarle de su error, pero el rey seguía hablando con un hilo de voz que parecía a punto de quebrarse—: Tenías un hijo, ¿verdad? —preguntó paternalmente—. Eso lo recuerdo con claridad. ¿Está bien? ¿Necesitáis algo?

—Mi señor… —musitó Hernán, confuso, sin saber exactamente qué podía decir.

—Has sido un buen caballero, Zonio —prosiguió Alfonso, repentinamente animado—. Has servido a la corona y a la cristiandad. Yo ahora entrego mi alma a Dios, pero el reino ha de sobrevivir. Zonio, protege a Ramiro. Proteged todos a Ramiro. Él será ahora el rey. Así la sangre de Fruela Pérez volverá al trono de Oviedo.

¿Ramiro? ¿El hijo del viejo rey Bermudo? Los hombres se miraron sorprendidos. Hernán interrogó a Gomelo:

—¿Delira el rey?

—No —respondió el obispo de Oviedo—. En su mente el tiempo ha dejado de existir, y por eso te habla a ti, Hernán, como si fueras Zonio, tu padre. Pero Ramiro es, en efecto, el elegido. El consejo más íntimo del rey así lo ha decidido. Escrito está. Ha de hacerse.

—Id a buscarle —ordenó el rey, la vista perdida en algún lugar más allá de este mundo—. Que lo sepa antes de que yo muera. Es más, intentad traerle aquí mientras yo aún viva, si es la voluntad de Dios.

—Así se hará, mi señor —acató Hernán.

El caballero salió de la cámara. Tras la puerta vestida con gruesos cortinajes aguardaban los condes Sonna y Escipio, consejeros de palacio, y el obispo Serrano. Los tres acogieron a Hernán con expectación.

—¿Qué te ha dicho Alfonso? —preguntó Sonna.

Hernán titubeó. No sabía si podía confiar en aquellos tres hombres. Sonna era un guerrero de antiguo linaje ennoblecido por sus hechos de armas en la frontera del alto Pisuerga y tenía fama de fiel y cabal, pero ¿estaba en el secreto? Escipio, rico terrateniente de Pravia, había sido nombrado conde de palacio por el propio Alfonso, pero había algo en su mirada que complacía poco a Hernán. En cuanto al otro, el joven obispo Serrano, era un mozárabe recién emigrado de Segovia que había llegado al reino del norte huyendo, como tantos otros, de la sede herética de Toledo. No era el auditorio más adecuado para entregarse a confidencias. Hernán de Mena, veterano, había aprendido a callar. Optó por la prudencia.

—Con tu permiso, conde Sonna, nada que yo pueda revelar. —Y el de Mena marchó a cumplir su destino.

Luego el rey entró en un gran silencio. Gomelo le administró la extremaunción. La noche cayó lentamente sobre Oviedo.

—¿Ramiro? ¿Ramiro Bermúdez? ¡No puede ser!

Nepociano no salía de su asombro. El caballero Piniolo había llegado con la noticia desde palacio. Plantado en jarras, la boca crispada en una mueca feroz sobre las barbas de carbón, la capa negra terciada sobre la túnica verde, el terrateniente había soltado la sorprendente nueva sobre la mesa de Nepociano como quien desencadena un terremoto.

—¡Delirios de viejo demente! —exclamó Piniolo—. No otra cosa puede ser. ¿Cómo va a hacerse rey a un hombre alejado de la corte durante tantos años? ¡Delirios! ¡Son delirios!

Nepociano arrojó un leño al fuego, atusó sus largos cabellos grises y se acomodó ante la chimenea; el frío de la mañana le estaba perforando los huesos. Arrebujado en un grueso manto, acariciándose reflexivo las barbas, perdió la vista en las llamas. Sus serpientes rojas trazaban vivas ondas que evocaban los cabellos de su dama.

—¿Delirios? No, no os engañéis. —Jimena había irrumpido en la estancia y, amorosa, abrigaba los pies de su esposo con un manto de piel. La luz del fuego despertaba destellos dorados en su rostro y un brillo singular en el zafiro que descansaba sobre el pecho—. Al contrario, creo que es una jugada magistral. La última gran jugada de ese zorro astuto.

Nepociano miró largamente a su amada. Piniolo, tras ellos, solo sabía repetir una palabra: «Delirios». Pero el magnate desterrado había cazado al vuelo la insinuación de la mujer.

—No, Piniolo, Jimena tiene razón —explicó doctoralmente Nepociano—. Es una jugada magistral. Escucha. Dos linajes se han sucedido hasta hoy en el trono: el de Pelayo y el de Fruela Pérez. Los de Pelayo han optado siempre por la guerra con el moro. Los otros, mal que bien, han intentado entenderse con Córdoba; yo mismo he militado en sus filas. Muerto ahora sin hijos el último descendiente directo de Pelayo, ¿cómo impedir que el otro linaje se haga con el poder y renueve los pactos con Córdoba? Yo te lo diré: escogiendo como heredero a un descendiente de Fruela Pérez y colocándole en una situación en la que no tenga más remedio que continuar la política de Alfonso. Ramiro ha sido educado en la corte; Alfonso le trató como a un hijo y le confió importantes responsabilidades. Es hijo de Bermudo, pero es hechura de Alfonso. De esta manera se cierra la guerra entre los dos linajes. Y además, se obliga a los descendientes de Fruela Pérez a aceptar y proseguir la política de los de Pelayo.

—Sobre todo si el elegido es un bruto sin altura de rey como este Ramiro —completó Jimena—, un simple granjero de la sierra del Édramo, que no tendrá otra opción que seguir los pasos que le marque la corte.

—Una corte que asimismo es hechura de Alfonso el Casto —concluyó Nepociano—. ¿Lo entiendes ahora, Piniolo?

No, Piniolo no lo entendía. Las sutilezas del juego se le escapaban. El terrateniente hizo un visible esfuerzo por penetrar en el misterio, pero fue inútil. Se mesó la negra barba como si frotándola fuera a surgir la solución. Tras unos segundos de naufragio, escupió:

—¡Delirios de anciano!

El noble desterrado iba a decir algo, pero Jimena, dulce, llevó un dedo a los labios de su esposo, esbozó una sonrisa cómplice y muy lentamente, para que Piniolo lo entendiera, desgranó:

—Sin embargo, esposo mío, en algo tiene razón nuestro amigo Piniolo, y es que esta decisión, en efecto, solo puede ser fruto de un delirio. Más aún, sospecho que no ha sido la libre voluntad del rey Alfonso la que ha escogido a Ramiro, sino que el anciano ha sido forzado, en su agonía, a tomar este camino.

—¡Ajá! —aulló triunfalmente Piniolo.

Nepociano miró a su esposa con jubilosa admiración. La inteligencia de Jimena nunca dejaba de sorprenderle. Fingiendo escándalo, exclamó:

—¿Quieres decir que la designación de Ramiro no es legítima?

—No, no lo es —confirmó Jimena, y una extraña luz se apoderó de sus ojos como un relámpago en el mar invernal.

—¡Lo que yo decía! —gritó Piniolo, exultante—. ¡Son delirios!

Jimena tomó a su marido de la mano y, juntos, caminaron hacia el terrateniente. Había en aquella pareja un fulgor fatalmente irresistible. Nepociano miró a Piniolo con afecto y determinación.

—Corre, Piniolo. Que lo sepa todo el reino. Cuéntaselo a Alvito, Aldroito y los demás. Que se sepa que el consejo del rey trama una atroz maniobra: manipular la voluntad del monarca agonizante y poner en el trono a un pelele. ¡Un delirio…!

Piniolo no necesitaba más. El terrateniente inclinó la cabeza, terció la capa negra sobre la túnica verde y con una ancha sonrisa, dos murallas de dientes sobre la barba de brea, salió a escape del caserón.

—El pobre diablo no ha entendido nada de nada —musitó Nepociano, melancólico, viéndole marchar.

—Ni falta que hace —rio Jimena—. Ha entendido lo más importante: lo que tiene que hacer. El resto es cosa tuya.

—Querrás decir nuestra.

—Nuestra, sí —volvió a reír la dama del cabello rojo.

Luego, tras unos segundos de denso silencio, Nepociano se atrevió a murmurar:

—Espero que no nos estemos equivocando. Esta jugada de designar rey a Ramiro es realmente diabólica. Puede arrojar al abismo todos nuestros planes. Habrá que atar muy bien nuestros contactos en palacio. Y quizá corra la sangre. Lo sabes, ¿verdad?

Jimena aguardó antes de contestar. Quería medir bien sus palabras.

—Ya no hay vuelta atrás, mi amor. Nos lo hemos jugado todo en esta apuesta. Y no habrá otra oportunidad. ¿Qué quieres? —preguntó retóricamente la dama—. ¿Volver a Aquitania? ¿Para qué? Has hecho una fortuna comerciando con los moros y los francos, con los sajones y hasta con esos monstruos normandos. Ahora nuestros días se acaban. Los tuyos y los míos. Es la hora de gastar todo eso en el proyecto de tu vida.

—No habrá piedad para nosotros si perdemos —suspiró Nepociano con un estremecimiento—. ¡Sálvate al menos tú, Jimena! —imploró—. ¡Regresa a Aquitania!

—¿Te estás volviendo débil a estas alturas, mi dulce amigo? —rio Jimena, y su risa sonaba como un torrente de agua fresca que cae sobre la piedra y… la hace añicos—. ¿Por quién me tomas? No, querido, hace muchos años que decidí compartir tu destino. Por lo demás, pierde cuidado. Sé que…

De repente, el cuerpo alto y delgado de Jimena se contrajo, como si por un instante se hubiera hecho vegetal. Un escalofrío recorrió su espalda y las puntas de los dedos le ardían.

—¿Qué te ocurre, amor mío? —se alarmó Nepociano.

Transcurrieron unos segundos que pasaron como siglos. La mujer parecía estar viajando fuera del espacio y del tiempo. Sus ojos permanecían fijos en la nada. Las manos, aquellas manos que dibujaban la faz del mundo, se crispaban ahora ante el rostro demudado.

—Lo he visto, mi amigo —cantó al fin Jimena con un hilo de voz—. He visto charcos de sangre y he visto a Ramiro desollando un jabalí. He visto a un genio maligno apoderándose de nuestras vidas, criaturas malévolas que se adueñaban de nuestros cuerpos derramando sobre nosotros baba y hiel. He oído voces normandas en la catedral de San Salvador. He visto también fragor de huestes musulmanas entre desfiladeros de roca y nieve. Y entre ellas, un jinete de luz. Y…

La dama calló tan súbitamente como había empezado a hablar. Trastabilló poseída por un vértigo pasajero. Nepociano sujetó su brazo.

—¿Huestes musulmanas? —inquirió el viejo noble desterrado—. Pero creo que no deberíamos contar a Córdoba lo de Ramiro, al menos por ahora. Pensarán que estamos en inferioridad y, quién sabe, el emir podría retirarnos su apoyo.

—No, no. Tienes razón —suspiró Jimena, como volviendo de un sueño; su boca aún se contraía en una mueca fatigada—. Córdoba todavía no debe enterarse de esto. Eran solo visiones. Sabes que esas cosas me pasan. Ahora…

—Ahora, salgamos al jardín —ordenó Nepociano—. El frescor de la mañana te hará bien.

La pareja caminó lentamente por entre los rosales silvestres que animaban la piedra gris de aquel caserón. Los campos de húmedo verde, solo manchados por las pallozas de los campesinos, se extendían hasta donde llegaba la vista. Olía a heno y a sal. Al norte, el mar; al sur, la montaña. Un buen sitio para escapar si las cosas se torcían. Pero no, no podían torcerse. Ya no había vuelta atrás. La gran partida estaba sobre el tablero. Lo decía Jimena. Y como siempre, era verdad.

«Id a buscar a Ramiro. Intentad traerle aquí mientras yo aún viva». La orden del rey Alfonso había sido taxativa. Hernán de Mena escogió a cuatro caballeros de la guardia, cuatro fieles del rey, y al alba partió con ellos hacia Galicia, donde el conde Ramiro Bermúdez, hijo del viejo rey Bermudo, mataba sus días como señor rural.

Hernán conocía bien a Ramiro. No le habría visto más de cuatro veces, pero siempre había sido en batalla, donde de verdad se penetra en el corazón de los hombres. Ambos habían peleado juntos en Anceo, casi veinte años atrás. ¡Cómo olvidar aquello!

Ramiro ya era entonces un veterano, porque fue de los que estuvieron en el río Orón, aquella terrible carnicería, pero, para Hernán, Anceo fue su primer gran combate. Los moros habían lanzado una feroz ofensiva en todos los frentes; la primera y, en realidad, última ofensiva del emir Abderramán, recién llegado al trono de Córdoba, pues ya nunca más buscaría una batalla de gran magnitud. Mientras un ejército musulmán flagelaba las tierras de Álava, otros dos cuerpos sarracenos marcharon sobre Galicia. El primero de estos atacó Lugo desde el Bierzo. El rey Alfonso esperó al enemigo en un estrecho valle cerca de Cruzul y lo destrozó. El segundo contingente moro venía de saquear Tuy y tomó dirección noreste, seguramente para encontrarse con su gemelo en el sur de Lugo. La tropa cristiana, dirigida por el veterano Teudano, se apostó en los cerros de Anceo. Hernán solo era entonces un caballero recién iniciado en las asperezas del combate. Y Teudano estaba ya viejo, pero sabía moverse entre los bosques y los montes como un lobo curtido. Los sarracenos no esperaban encontrar enemigos. Los guerreros de Asturias cayeron por sorpresa sobre el ejército moro y no dieron tregua. Fue una matanza. Los pocos supervivientes huyeron a escape dejando en el campo un cuantioso botín. Tal y como era costumbre, los vencedores devolvieron a las iglesias los objetos religiosos y liberaron a los cautivos, pero el resto —víveres, grano, telas, enseres de lo más variopinto— acabó en el zurrón de cada cual. Fue la primera vez que Hernán de Mena se sintió rico.

En Anceo demostró Ramiro fiereza y determinación. Alguna otra vez combatieron juntos Hernán y el heredero in péctore de la corona; no muchas más, porque Ramiro pronto se dedicó a gobernar sus anchas propiedades gallegas. Pero los dos hombres iban a coincidir años más tarde en Pedrafita, en aquella ocasión en que los ejércitos de Alfonso y Abderramán se encontraron de improviso en medio de ninguna parte. Ramiro y Hernán mandaban cada cual su propia hueste en persecución del traidor Mahamud. Ambos habían estado en el sitio del castillo de Santa Cristina, cerca de Incio, y donde el rebelde de Mérida, desesperado, había hallado refugio… a dos pasos de las tierras del propio Ramiro. Un episodio bastante lamentable, después de todo. La muerte del desdichado Mahamud fue tan triste como su vida: buscando un final glorioso, aquel hombre que había traicionado a Córdoba primero y a Oviedo después encabezó una última carga contra la tropa alfonsí, pero, a poco de salir del castillo, el caballo se le desbocó enloquecido y el jinete cayó a tierra con tan mala fortuna que se rompió la cabeza. No hubo más. Mientras la tropa de Mahamud huía despavorida, una cuadrilla de guerreros gallegos llegó hasta el cuerpo del rebelde. Lo vieron inerme, pero alguno que no se fiaba sacó un hacha y lo decapitó. Y volvía la tropa cristiana de aquella refriega cuando de súbito, a la altura de Pedrafita, apareció el ejército de Abderramán.

Muchos guerreros de Asturias, aún bajo los efectos euforizantes del combate de Santa Cristina, clamaron por atacar a la hueste de Córdoba. Hernán recordaba con transparencia que Ramiro fue uno de los pocos que, al escuchar las irreflexivas llamadas al combate, titubearon. Se quedó plantado en su caballo, mesándose calmoso la barba, moviendo lentamente la cabeza como si estuviera contando el número de la tropa enemiga. El propio rey Alfonso actuó de igual manera. Y también debió de hacerlo el emir, porque allí nadie se movió, ni moro ni cristiano. Durante unos minutos que se hicieron eternos, las piezas estuvieron sobre el tablero dispuestas a atacar y, al mismo tiempo, temiendo que el otro lo hiciera. Alfonso, prudente, ordenó disponer en arco a la caballería mientras los peones tomaban el camino de salida. Exactamente lo mismo ordenó Abderramán. No hubo batalla en Pedrafita.

Desde entonces Ramiro, criado en la corte de Oviedo, educado por el propio rey Alfonso en las tareas de gobierno, representante personal del monarca en tierras gallegas, no había vuelto a participar en ninguna campaña. Más aún, ni siquiera se le había visto por la capital. Un hombre valiente, sí —se decía Hernán—; lo había demostrado en Anceo. Un hombre prudente, también, como había manifestado en Pedrafita. Todas estas cosas se repetía Hernán para convencerse de que Alfonso había elegido bien, que Ramiro sería un buen rey. Sin embargo, algo en su interior le murmuraba que aquel hombre no era digno de ceñir la corona de Pelayo y Alfonso el Casto. Y ese recelo le causaba dolor, porque en la cabeza de Hernán no cabía la idea de que el rey se hubiera equivocado. Y porque, después de todo, aquel hombre, Ramiro, hijo de Bermudo y señor del Édramo, iba a ser su nuevo rey.

Ramiro Bermúdez extendía sus dominios sobre un amplio espacio más allá de Samos, una rica franja de tierra entre las sierras del Édramo, al norte, y del Courel al sur. Allí las aguas del Mao riegan un suelo grato y generoso, una aglomeración de verdes cerros que hacia el oeste se abre en grandes valles ricos en campos, arroyos, bosques y pastos. El clan gozaba de posesiones más al norte, en comarcas mejor protegidas de las aceifas musulmanas y más acordes con la dignidad de un conde del rey en Galicia, pero Ramiro, que tenía alma de colono, había preferido alejarse de las murallas de Lugo y sus intrigas palaciegas para asentarse allí, cerca de la frontera, donde el mundo nacía nuevo todos los días. Si los moros aparecían en lontananza, siempre cabía buscar refugio en las montañas que a levante cierran el paisaje, entre las faldas boscosas del monte Oribio. Un lugar seguro, en fin. Bajo esa convicción vivían las minúsculas comunidades campesinas que, dispersas aquí y allá, elevaban sus pobres chozas al cielo, en la misma tierra que antaño ocuparon lejanos pueblos de los que no quedaba otro vestigio que sus desmanteladas piedras. Y allí, en lo alto de uno de aquellos cerros, al abrigo de los desvencijados restos de una antiquísima muralla, en la cara sur del Édramo, como director mudo del destino de sus gentes, se erguía un masivo castillo de madera y pizarra: el castillo de Ramiro Bermúdez.

Hernán y los suyos llegaron a aquel paraje después de una larga cabalgada por la vieja calzada que descendía hasta la casi desierta Astorga para ganar después, rumbo noroeste, las tierras gallegas. No era el camino menos peligroso, pero sí el más rápido, y en esta ocasión la premura era lo más importante. Durante dos jornadas, sin descanso, cambiando caballos en postas de lance, los enviados del rey cruzaron montes y páramos, nieblas y solanas, riscos nevados y ríos sin madre, bosques de magia inextricable y campos yermos que pedían a gritos el beso redentor del arado. Y en la tarde del tercer día, cuando el sol tibio de la primavera naciente tomaba el camino del sueño, divisaron su meta.

La breve mesnada de caballeros alcanzó la empalizada del castillo: apenas una cerca de troncos encastrada en muros de pizarra y erizada con un par de delgadas torres. Sobre ellas, unos pocos hombres en armas.

—¡Quién vive! —preguntó una voz expeditiva desde lo alto de la empalizada.

—¡Cristo! —respondieron los visitantes.

El portón de madera se abrió con un quejido holgazán. Ante los jinetes se mostró un patio más parecido a una granja que a una fortaleza. Unos cerdos dormitaban en un rincón y las ocas corrían de acá para allá asustadas por el trasiego de los campesinos. El caballero penetró en cabeza de la comitiva. Hernán de Mena descabalgó. Sus ojos azules, que un día debieron de ser fieros, se plegaban ahora bajo el peso sereno de la edad. Sus movimientos eran mecánicos, como si los músculos, ya cansados, se obcecaran inútilmente en repetir la elasticidad de la juventud. Sobre el peto de cuero lucía un blasón celeste y, en su campo, un jabalí blanco. Posó la mirada en el rústico caserón: una primera planta de piedra sustentaba un segundo piso de madera bajo una techumbre de planchas de pizarra. Inmóviles en un balcón, rodeadas por cuidadas macetas de flores, dos mujeres contemplaban a los recién llegados.

Ramiro salió de inmediato a recibir a los visitantes. Era un hombre grande y grueso, entrado ya en la cincuentena. Una barba feroz de tonos cobrizos nimbaba su rostro con acentos primitivos. Traía las manos ensangrentadas y, en su diestra, un cuchillo de desollar. Por toda vestimenta no lucía más que un peto de cuero negro y ajado sobre una túnica menesterosa. Ramiro clavó en los caballeros una mirada sorprendida. Sus ojos del color de las castañas brillaron un instante al descubrir a Hernán.

—¡Hernán de Mena! —exclamó asombrado—. ¡Vaya sorpresa! ¿Qué os trae por aquí?

Ramiro avanzó hacia Hernán con los brazos abiertos. El de Mena correspondió con un ceremonial abrazo, no sin aprensión por el sucio peto de su anfitrión —o quizá por el cuchillo que mantenía en su mano derecha.

—¡Disculpa mi aspecto! —se excusó el señor del Édramo, limpiándose las manos en el peto—. Estaba desollando… ¡Estaba desollando un jabalí!

Ramiro rompió en grandes risotadas señalando el jabalí que Hernán de Mena lucía en su pecho. El caballero trató de sobrevolar la broma. Con semblante grave, fue directamente al grano:

—Traigo un mensaje del rey Alfonso. Un mensaje para ti, Ramiro Bermúdez.

La sonrisa de Ramiro se congeló entre la barba enmarañada. Sus ojos de tierra interrogaron a los ojos de mar del caballero. Con la mano que sostenía el cuchillo trazó un gesto imperativo en dirección a la casa. Los dos hombres se perdieron en su interior. Mientras tanto, las damas del balcón intercambiaban incertidumbres.

—¿Quién es ese caballero? —preguntó la más joven de las mujeres, una lánguida belleza rubia de extraños ojos de cielo.

—Hernán de Mena y Pravia, señor de Pamporquero, en Brañosera, en la montaña de Palencia —respondió la otra, una matrona madura y entrada en carnes.

—Nunca he oído hablar de él.

—No es hombre muy dado al mundo —aclaró la mayor.

—¿Dices que es de Mena y de Pravia? —inquirió la joven.

—Su padre era de Mena. En las Bardulias, que ahora se llaman Castilla. Su madre, de Pravia. Es una historia un tanto agitada. Su madre era Creusa de Pravia, hija del rey Mauregato y de una dama también llamada Creusa. Esta dama, siendo viuda, se casó con el noble Nepociano, conde de palacio. Ni la vieja Creusa ni el conde sabían que la joven había entrado en amores con un caballero llamado Zonio de Mena. Sabrás que aquel Nepociano secuestró al rey Alfonso, hace ya muchos años. Le rescataron sus caballeros, y entre ellos Zonio de Mena. La ira regia cayó sobre toda la familia. Nepociano, Creusa madre y Creusa hija se vieron desterrados a Aquitania. Pero la joven Creusa llevaba en sus entrañas la semilla de Zonio: o sea, este Hernán de Mena y Pravia que ahora pisa nuestra casa. La mujer murió joven y los ancianos llevaron al niño a Mena, para que se criara con su padre. Desde entonces, Hernán ha formado parte del círculo más leal de los caballeros de la corona.

—¿Y tú cómo sabes todas esas cosas? —rio la joven.

—Has de saber, niña —protestó ofendida la mujer—, que yo serví en la corte antes de que tu padre nos trajera a todos a este rincón de salvajes, donde solo se habla de vacas y cerdos.

La muchacha ahogó su risa en una excusa poco convincente. Sus ojos seguían fijos en algún lugar del horizonte. Siempre en el mismo lugar, en realidad; porque hacía largos años que aquellos ojos no veían.

—¿Cómo es ese caballero? —preguntó la niña ciega.

—Ni joven ni viejo.

—¿Como padre?

—Tu padre ya va siendo viejo. Este es algo más joven.

—¿Y qué más?

—Ni alto ni bajo.

—¿Como padre?

—Más bajo. Y ni gordo ni flaco.

—¿Como padre?

—¡No! Mucho más flaco. Y fuerte. Pero seco.

—¿Cómo tiene los cabellos?

—Negros.

—¿Luce barba?

—Ya muy cana.

—¿Y los ojos?

—Azules.

—¿Cómo los míos?

El aya miró con tristeza los bellísimos ojos azules de Aldonza, grandes y redondos, pero opacos y sin luz.

—No, más oscuros —precisó la mujer—. Casi violetas.

—Tendrá la cara llena de arrugas de sol y cicatrices de lucha —aventuró Aldonza.

—Pues mira, niña, la verdad es que no. No le veo cicatrices. Tiene dos arrugas profundas en las mejillas, como tajos, pero por lo demás parece un doncel.

—Será que las cicatrices las lleva en el resto del cuerpo —insinuó divertida la muchacha.

—Será —respondió el aya, circunspecta ante la equívoca alusión.

—Por lo que me cuentas, me gusta ese hombre. Y su voz suena bien. Suave. Como piedra pulida.

—¡Aldonza! —rio el aya fingiendo escándalo—. ¡Olvídate! Es muy mayor para ti. Y además, viudo, según me han contado.

—Tendrá hijos, claro…

—Me han dicho que tres. Una hija suya casó con un conde en la vega del Pas. Otro ha repoblado tierras en el Pisuerga…

—¿Dónde está eso?

—Muy al sur, al otro lado de las montañas, en la tierra de nadie. Y el tercero…

—Monje, seguro —interrumpió Aldonza.

—Sí. Novicio en un monasterio de Oviedo… o de algún otro lugar de muchas campanillas.

—Muy apropiado para tan noble caballero —rubricó la damisela ciega—. Me gustaría escuchar sus palabras.

—Pues tendrás que esperar un poco. El caballero Hernán acaba de entrar con tu padre en la casa y, por la cara que ambos traían, me parece que el negocio va para largo.

Aldonza respiró profundamente. La sierra del Édramo olía ya a primavera y el último sol de la tarde regalaba una caricia cálida en la piel tibia de la muchacha.

—¿Sabes? Siento que las nuevas que trae ese caballero nos van a cambiar la vida para siempre.

—¡Niña! ¡Tú siempre tan agorera! —protestó el aya.

Pero el aya no pudo evitar que su entrecejo se frunciera en una mueca preocupada y que su alma adquiriera un color gris como la pizarra que vestía las paredes del castillo del Édramo. Porque el aya sabía que Aldonza no se equivocaba jamás.

«Gordo buey, hijo de un cerdo cristiano». Eso le había escupido al eunuco Nasr el príncipe Mohamed, el heredero de Córdoba, irritado porque ya no quedaba en el tesoro más dinero para pagar sus juergas. «Gordo buey…». Nasr había descubierto que esas cosas ya no le causaban el menor dolor. Nada puede dañar a quien ya ha sido sometido a los más atroces sufrimientos. Pero que la afrenta resultara indolora no significaba que no mereciera ser vengada.

Al día siguiente del insulto, muy de mañana, Nasr se presentó en las habitaciones del príncipe Mohamed en el alcázar y humildemente le ofrendó un lujoso collar de gemas engastadas en oro.

—Mi príncipe, no tengo oro para ti hasta dentro de un mes, pero quizás esta pequeña bagatela te sea de utilidad hasta ese momento —recitó Nasr en una obsequiosa letanía.

Mohamed abrió desmesuradamente los ojos, sonrió con dos grandes hileras de dientes muy blancos, palmeó los hombros del eunuco y, sin dar las gracias, tomó el regalo y lo guardó en la faja de su túnica. El eunuco dibujó una sumisa reverencia y abandonó el lugar con la satisfacción del deber cumplido. Y con la firme determinación de aniquilar algún día al príncipe Mohamed.

Ciertamente, no era fácil destruir al heredero. Pero la bella Tarub, la favorita del emir, había abierto al eunuco una inesperada puerta. La concubina deseaba el trono para su hijo Abdalá. Eso implicaba acabar previamente con Mohamed. Luego Tarub sería su aliada. Ahora solo faltaba otra alianza en la corte; un refuerzo para la gran operación. Y Nasr creía saber dónde hallarlo: en el fanatismo de Yahya ben Yahya, el más influyente alfaquí de la capital.

El anciano Yahya, el alfaquí, pisó con prudencia el umbral de la lujosa almunia del eunuco Nasr. Muchos años de paciente intriga habían convertido al eunuco en uno de los hombres más ricos de todo el emirato. Primero fue el favor de las mujeres del harén. Después, la gestión de los lujosos obsequios que el emir Abderramán regalaba a sus esposas y concubinas. Más tarde, el control de la tesorería de palacio. En cada uno de estos peldaños se las ingeniaba Nasr para aparecer como el más fiel de los sirvientes y, al mismo tiempo, llenar su propia bolsa.

No fue más que el principio. Enseguida Nasr se hizo con las riendas de la información reservada, los mensajes que los espías traían a Córdoba tanto desde tierra enemiga como desde el propio emirato. Una sabia administración de aquellos secretos le permitió mostrarse ante el emir Abderramán como una pieza imprescindible. Tanto que el soberano de Córdoba le encargó personalmente su proyecto más ambicioso: la ampliación de la gran mezquita. Y también en las obras del templo mayor de Al Ándalus supo Nasr combinar una rígida gerencia con la obtención de ricos suplementos para su propia fortuna. Buena parte de esos ríos de oro habían acabado aquí, en la almunia del eunuco, elevada en la orilla del sur del Guadalquivir, entre mares de olivos que prometían aún mayores riquezas. Cada ladrillo de aquella mansión gritaba a voces el éxito de Nasr Abu el-Fath.

El eunuco Nasr, sí, conocía el secreto de la supervivencia en la corte. Tanto lo conocía que procuraba por todos los medios no trasmitírselo a nadie más. Desde aquel lejano día en que, aún niño, perdió la virilidad a manos de un cirujano judío, Nasr se había fijado una norma de conducta: «Saberlo todo de todos y que nadie sepa qué pasa por tu corazón». Y a ella se había atenido siempre.

La fórmula se la había confiado alguien que le conocía bien: su propio padre. El eunuco recordaba con una mezcla de lástima y repugnancia a aquel viejo, un derrotado artesano mozárabe reducido a la esclavitud por no poder pagar la yizia, uno de los varios impuestos que colgaban del cuello de los cristianos en el orden andalusí. Fueron tiempos convulsos, aquellos. Ocurrió en los años de la revuelta del Arrabal, bajo el reinado del emir Alhakán, ese loco. La población cristiana fenecía aplastada por los impuestos. Y la plebe musulmana, por su parte, hervía de indignación hacia un emir al que los alfaquíes acusaban de borracho e impío. Los descontentos de todos los pelajes convivían y malvivían en el barrio del Arrabal, un depósito de humanidad en expectativa de mejora que había ido acumulándose al sur de Córdoba, al otro lado del río. Un día saltó la chispa. Y el Arrabal explotó.

Nunca se supo qué pasó exactamente. Decían las gentes que todo fue por un mameluco, uno de aquellos mercenarios egipcios que servían en los ejércitos del emir. El mameluco había llevado su espada a un bruñidor del Arrabal, un niño. El niño hizo mal el trabajo. El mameluco, despiadado, golpeó al pequeño con la espada hasta matarlo. El gentío, alarmado por los gritos, corrió al lugar. El padre del niño clamaba venganza. La chusma ardió contra el mercenario. Alguien degolló al mameluco. Y acto seguido la muchedumbre, excitada por la sangre, fuera de sí, tomó azadas, varas, piedras, palos, espadas, cualquier cosa que pudiera hacer daño, y marchó contra el palacio del emir dispuesta a borrar del mapa al déspota Alhakán. Entre los que marchaban estaba Samuel, el padre de Nasr.

Samuel era cristiano. No mucho, a decir verdad, pues odiaba a sus hermanos de fe, pero eso, en aquel Arrabal donde varaban los restos de mil naufragios, era lo de menos. Todos, mozárabes y muladíes confundidos, clamaban venganza por el niño bruñidor… y por los impuestos insoportables, y por la impiedad del emir, y por la prepotencia de los mamelucos, y por… El emir se topó con aquella multitud enardecida a la vuelta de una partida de caza. Actuó según su costumbre: ordenó a su guardia que cabalgara sobre el Arrabal y lo incendiara todo. La muchedumbre, al ver el humo en sus hogares, dejó el palacio del emir y corrió al barrio. Pero allí aguardaban los sicarios de Alhakán, que no tuvieron piedad. Todo fue arrasado. Los muertos en el acto se contaron por miles. Trescientos notables del Arrabal fueron crucificados cabeza abajo. Otros varios millares de vecinos, lo mismo moros que cristianos, se vieron desterrados a África. Y a un cierto número de niños se le reservó una suerte peor: la castración.

Toda la familia fue vendida como esclava. De nada le sirvieron a Samuel sus protestas de fidelidad al islam. El padre, la madre, una hermana mayor, un hermano… Todos acabaron en el mercado. Y él, el pequeño, que entonces aún se llamaba Lope, fue añadido al grupo de los que iban a ser castrados. El emir hizo traer a unos doctos judíos de Lucena que se ocupaban de estas cosas, pues el Corán prohíbe a los musulmanes alterar las creaciones de Dios, pero no comprar lo que otros han alterado. Ellos hicieron el trabajo. Los muchachos fueron pasando, uno a uno, por la cuchilla del cirujano. Muchos no sobrevivieron. Los demás se convirtieron en los «varones fríos» de los que habla el Corán.

Nasr, que todavía era Lope, fue confiado a un cadí de Córdoba. Allí aprendió muchas cosas. Aprendió, sobre todo, a odiar a aquel sujeto que lo violó repetidas veces durante la convalecencia de su brutal mutilación. Pero aprendió también a cuadrar cuentas, a entender las leyes, a hablar al modo cortesano… Aprendió a no confiar en nadie y a encontrar en todos y cada uno lo más mezquino, sórdido y bajo de la condición humana. Fue también el cadí quien le convirtió al islam. Desde entonces se llamaba Nasr; más exactamente, Nasr Abu el-Fath, que quiere decir «el padre de la victoria». Victoria del emir, por supuesto. Cuando el emir reclamó a su trofeo, el cadí se lo devolvió; no sobraban los eunucos en Córdoba, y uno como él era pieza valiosa. Entró en el alcázar como guardián del harén. Enseguida murió el emir Alhakán y le sucedió su hijo Abderramán. Y para entonces Nasr ya sabía cómo convertirse en uno de los hombres más poderosos de Córdoba: «Saberlo todo de todos y que nadie sepa qué pasa por tu corazón». Esa era, sí, la fórmula. Y hacía tiempo que el corazón de Nasr no era otra cosa que una áspera cicatriz encallecida.

Ahora el eunuco miraba alrededor y saboreaba las mieles de su victoria. En el viejo Arrabal, donde un día empezó a escribirse su tragedia, se alzaba su propia mansión. El escenario de la derrota era ahora la prueba de su triunfo. Nasr Abu el-Fath: victoria sobre victoria. Y ya no era la victoria del emir, sino la del eunuco.

Yahya el alfaquí conocía todo eso. Lo conocía muy bien, pues él mismo se había beneficiado de las intrigas del eunuco. Yahya odiaba a los cristianos tanto como Nasr, pero había una diferencia: el eunuco odiaba también a los musulmanes y a todo el género humano sin distinción. Era el de Nasr Abu el-Fath un odio frío, seco, sin emociones. Un odio perenne y tranquilo que se abatía sobre sus enemigos con la infalibilidad de un fenómeno meteorológico. El viejo cadí, su mentor, su violador, fue de los primeros en comprobarlo. Un día su cuerpo sin cabeza apareció flotando en el Guadalquivir. Dos sicarios hicieron el trabajo. La cabeza se la llevaron al propio Nasr. El eunuco orinó sobre ella y la arrojó personalmente a las cloacas para que la devoraran las ratas. Nadie hizo nunca ninguna pregunta sobre el cadí.

—Debo agradecerte efusivamente, querido Yahya, que hayas accedido a mi invitación —declamó el eunuco con su voz engolada. Una corte de efebos desplegaba a su alrededor bandejas con viandas y tocaba músicas de acento oriental.

—Nadie puede rechazar nunca una invitación del poderoso Nasr Abu el-Fath —croó el alfaquí—. Siempre es un honor pisar esta casa. Por otra parte, yo también deseaba verte.

—Me alegro. Ante todo, quiero elogiarte por la sabiduría con la que hablaste la otra tarde en el jardín del emir.

Yahya zozobró:

—¿Sabiduría? —exclamó el anciano doctor de la ley—. ¡Pero si tú sostuviste la posición exactamente contraria!

—Cada uno habla en función del lugar que ocupa, querido amigo —contemporizó el eunuco—. Tú debías hablar como alfaquí. Yo, como consejero. Por otro lado, coincido contigo en que el emir, al que Alá guarde muchos años, debería prodigar más los gestos de defensa de la fe.

—En eso coincidimos, sí —aceptó Yahya.

—Y también coincidimos, lo sé, en las esperanzas que todos depositamos en el heredero Mohamed, ese valiente muchacho…

Nasr hizo una estudiada pausa en su discurso. Divertido, contempló cómo las cejas velludas de Yahya se abrían en un arco que casi ocultó el callo de la frente. «Saberlo todo de todos y que nadie sepa qué pasa por tu corazón», pensó una vez más el eunuco.

—Mohamed es un joven prometedor, sí —titubeó el alfaquí—. Pero…

—¿Pero…? —inquirió Nasr.

—Pero aún le queda mucho camino por recorrer. Y además…

El eunuco disfrutaba viendo cómo Yahya cerdeaba, temeroso de dar el paso.

—¿Y además…?

—Oh, bueno, tú lo sabes bien. —El anciano alfaquí meneaba la cabeza y se rascaba la barba buscando una escapatoria—. Necesita mucho consejo, mucho auxilio. En particular en cuestiones de piedad.

—Yo no podría decirlo mejor —palmoteó Nasr, componiendo una beatífica sonrisa—. Y es una evidencia que un hombre así, si algo malo le ocurriera a nuestro emir, que Alá no lo quiera, no sería el mejor sucesor en el alcázar de Córdoba. ¿No es eso lo que querías decir, mi buen amigo?

Yahya ben Yahya, anciano alfaquí de Córdoba, dio un respingo como si le hubieran arrancado el vello del pecho.

—¡Yo no he dicho eso! —denegó con energía—. ¡Eso lo has dicho tú!

—Yo solo he puesto voz a tus pensamientos, mi querido amigo —rio Nasr—. Los tuyos y los de otros muchos dentro y fuera del alcázar. Todos sabemos que Mohamed sería un problema. Y lo que necesitamos es más bien una solución.

Yahya hundió la mirada en la mullida alfombra que vestía el suelo. Sí, Mohamed sería un problema: un jovenzuelo arrogante y pretencioso, despótico y violento con todo aquel que no le siguiera en sus caprichos de niño mimado, irreflexivo e inepto, y particularmente desagradable, por qué no aceptarlo, con los ancianos alfaquíes y los sirvientes de palacio. Sí, ese era Mohamed. ¿Pero quién podía osar declararlo a los cuatro vientos? Yahya no se atrevió a cruzar sus ojos con los del eunuco. Sin levantar la vista, fija en sus humildes babuchas, trató de esbozar una vía de salida.

—Pero también todos sabemos —objetó— que la decisión del emir, al que Alá guarde muchos años, es firme: su sucesor será Mohamed.

—Decisión firme, sin duda —aceptó Nasr—, pero no definitiva ni irrevocable. Nuestro emir, por la misericordia de Alá, goza de buena salud y aún ha de gobernar largo tiempo. No sé si Mohamed estará en condiciones de soportar tan larga espera —aguijoneó el eunuco—. Conociendo su carácter inmaduro, es perfectamente capaz de cualquier cosa.

—¿Qué quieres decir? —se sobresaltó alarmado el alfaquí.

—Quiero decir, mi querido amigo, que cualquiera podría acercarse a Mohamed y excitar sus ansias de poder moviéndole a actuar contra su padre. No sería la primera vez que en Córdoba vemos tales cosas. Y si eso ocurriera…

—¡Rebelarse contra su padre! ¡Es terrible eso que dices!

—Lo es —asintió el eunuco—, y por eso hemos de prevenirlo. Imagina por un instante que, por poner un ejemplo, alguien cuenta a Mohamed que su padre le ha privado de una victoriosa campaña contra los cristianos…

Yahya sintió vértigo. Eso era exactamente lo que todos habían hecho la otra tarde en los jardines del emir.

—¿Crees acaso —continuó Nasr— que Mohamed aceptará de buen grado saber que se le ha vetado la gloria de atacar Oviedo ahora, con el trono de los infieles vacío?

—¡Me escandalizas, amigo Nasr! —protestó Yahya fingiendo enojo—. Claro que si eso ocurriera…

—Hemos de estar preparados para ofrecer la solución que mejor convenga a Córdoba —completó el eunuco—. Cualquier cosa menos una guerra entre parientes, como la que precedió al ascenso al trono de nuestro amado emir Abderramán.

—Al que Alá guarde muchos años —murmuró Yahya.

—Que así sea —ratificó Nasr.

Un espeso y agrio silencio se adueñó de la estancia. Yahya sentía cómo el mundo giraba en torno a su estómago. Nasr, inmóvil, hierático, clavaba sus ojos en la frente del alfaquí, aquella frente hollada por la marca de la oración. El eunuco dejó pasar los segundos. Quería que Yahya quedara totalmente desarmado. Y así fue.

—¿Tienes un candidato? —preguntó el alfaquí, cuando ya no pudo sostener el silencio.

—Nunca lo había pensado —mintió el eunuco—. Pero ya que tú me lo preguntas, y precisamente por el hecho de ser tú —enfatizó, señalando al alfaquí con un índice acusador—, te diré que creo tener a la persona idónea. Un varón joven, de hecho casi un niño todavía, pero vigoroso y valiente y, lo que es más importante, abierto a las enseñanzas del profeta. Y por supuesto, carne de la carne del emir Abderramán.

—¿Quién es él?

—El joven Abdalá, el hijo de la favorita Tarub.

Yahya sintió un sudor frío. Mecánicamente apuró un vaso de agua con esencias de frutas. Trató de no perder perspectiva.

—¿Qué estás pensando hacer exactamente, Nasr, querido amigo?

—¿Hacer? —preguntó el eunuco riendo—. ¡Oh, nada! No hay que hacer nada. Pero las gentes como tú y como yo, en las que Alá ha depositado responsabilidades de gobierno, deben estar preparadas para cualquier contingencia. Simplemente, se trata de evitar que las tormentas nos hagan naufragar, por así decirlo. Me entiendes, ¿verdad?

El anciano alfaquí asintió en silencio. El eunuco aspiró el aroma del aire, ya rico en matices en este comienzo de primavera. Su mente voló hacia aquel día, no muy lejano, en que el príncipe Mohamed se permitió mofarse de su condición. La bella Tarub, testigo del insulto, fue entonces la única que tuvo para el eunuco una mirada de consuelo. Ella vería, sí, a su hijo Abdalá en el trono. Y a Mohamed no le esperaba mejor suerte que a la cabeza del cadí, sucia de orines y devorada por las ratas de las cloacas del Guadalquivir.