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20 DE MARZO DE 842

La cámara del rey olía a muerte familiar y doméstica, a vida que se va entre suspiros y ayes resignados, a luto que llega porque Dios así lo ha dispuesto y nada puede torcer su voluntad. Alfonso II de Asturias, el rey Casto, ochenta y dos años, se extinguía. Había llegado el final.

—Gomelo, ¿estás ahí?

—Aquí estoy, mi señor —contestó el obispo de Oviedo con toda la dulzura que le permitían su boca seca y su garganta acongojada.

—Gracias, amigo mío —susurró el rey moribundo—. Seguid cantando. No dejéis de cantar.

Nadie cantaba, pero, en realidad, ¿quién sabe? Quizá, pensaba Gomelo, los ángeles del cielo estaban ya entonando los himnos para recibir a su esforzado hijo, al campeón de la cristiandad, y solo él podía escuchar la música de los coros celestiales.

Gomelo, encogido sobre sí, como envuelto en el secreto de sus barbas blancas, musitaba oraciones en la penumbra de la cámara del rey. Atardecía, y la luz incendiada del ocaso entraba también moribunda, degollada por el parteluz que separaba los dos arcos del ventanal. En la pared frontal se desplegaba el gran estandarte de la cruz roja sobre fondo blanco, la bandera que el rey Casto había enarbolado mil veces en la batalla. Sobre una repisa se erguía la Cruz de los Ángeles, aquella joya creada por orfebres lombardos —o quizá fueran ángeles, sí— con la que Alfonso había querido dejar su mensaje de fe a las generaciones futuras y que ahora había hecho llevar a su cámara para que le acompañara en el trance de la muerte. Al lado de la cruz, una elaborada lámpara votiva de cuño visigodo arrojaba brillos tímidos, miedosa de iluminar tan triste estampa.

El anciano arquitecto Tioda, en pie como Gomelo junto al lecho del monarca, reflexionaba en silencio. Él había levantado ese palacio donde ahora se hallaban, piedra sobre piedra. Un cómodo palacete fuera de las murallas de la ciudad, distante casi un estadio de la iglesia de San Julián, y donde el rey gustaba de recluirse cuando no le agobiaban las obligaciones del trono. Tioda miraba al rey con el amor que un artista profesa a su mecenas. En Tioda había depositado Alfonso la misión de convertir Oviedo en una capital digna de un reino. ¡Cuántas horas no habrían gastado ambos, durante tantos años, debatiendo planos, recorriendo terrenos, discutiendo precios, soñando alcázares y templos a la altura de Roma, Constantinopla o Aquisgrán! Ahora el motor de aquella empresa grandiosa se extinguía. Quedaba la piedra: el esplendoroso conjunto de iglesias, las dos catedrales con su porte majuestuoso, la muralla de la ciudad episcopal abierta en puertas de imponente presencia, el fulgor rojo de la puerta Rutilante, con ese arco que nada tenía que envidiar a las obras de Bizancio, bajo el poderoso emblema de la cruz, el signo de la salvación. Quedaba, sí, la piedra.

Otros hombres —y solo hombres— completaban la nómina de testigos de la larga agonía de Alfonso el Casto. Allí estaba, con Gomelo y Tioda, el también anciano Teudano, en su día general victorioso de los ejércitos de Asturias, ahora encorvado y seco, como una lanza en astillero, sentado en un arcón a los pies de su señor. Y solo un caballero más joven: Hernán de Mena, el hijo del difunto Zonio, que fue otro de los más fieles guerreros del rey. «Todos ancianos», pensaba Hernán. Era, en efecto, la imagen de una época que terminaba.

Cincuenta y dos años con la corona sobre las sienes. Ningún rey de Asturias había ocupado durante tanto tiempo el trono. Cuando él empuñó el cetro, el reino del norte era un caos de banderías, una cárcel encajonada entre montes, un infierno sin otro horizonte que servir de botín a los poderosos musulmanes del sur. Ahora, medio siglo después, el trono de Oviedo era una fuerza que se extendía desde el Atlántico hasta los montes vascos, que había recuperado la memoria de la España goda, que había saltado a los llanos del sur para sembrar mares de cereal y que incluso había golpeado vigorosamente a los ejércitos de Córdoba. Sobre todo, ahora, año de Nuestro Señor 842, año 880 de la Era Hispánica, el reino sabía por qué debía luchar.

Una jaculatoria a Santiago salió espontáneamente de los labios del rey. El hallazgo de la tumba del apóstol lo había cambiado todo. Aquel sepulcro perdido en un bosque gallego devolvió a los cristianos del norte la fe en su propia misión. Quiso la Providencia que el milagroso descubrimiento aconteciera bajo el cetro de Alfonso. «El Señor revela a las naciones su salvación», decía aquel salmo que tanto gustaba al abad Juan de Valpuesta y a Beato de Liébana. ¡El sepulcro de Santiago! Toda la cristiandad contuvo el aliento aquel día. El mismísimo Carlomagno se apresuró a establecer lazos con Oviedo. Nunca el reino de Asturias fue tan orgulloso y fuerte. Ese era su legado; el legado de Alfonso el Casto.

En su lecho de muerte, entre las sombras de aquel frío atardecer de finales de marzo, la vista nublada, los pulmones vacíos, la cabeza fugitiva, el rey moribundo se esforzaba por recordar. Palabras inaudibles manaban ahora de su boca como una letanía. ¿Rezaba? ¿Buscaba pausa o consuelo en su dolor? El obispo Gomelo acercó el oído. No. Lo que los labios resecos del rey estaban desgranando era su propio linaje, como quien busca una cuerda a la que asirse para afrontar la travesía final.

—Primero fue Pelayo, mi bisabuelo, vencedor de Covadonga…

Primero fue Pelayo, sí. Después de este vino su hijo Favila, muerto en lucha con un oso. Más tarde…

—… Más tarde el primer Alfonso, mi abuelo, yerno de Pelayo…

Alfonso, su abuelo, casado con la hija de Pelayo, Ermesinda, supo ganarse a los señores que gobernaban las tierras desde el Finisterre hasta los montes de los vascones. En realidad, fue él quien construyó el reino y salvó a la cristiandad. Por eso le llamaron Alfonso el Católico. Cuando murió, a este Alfonso el Católico le heredó su primogénito Fruela, padre del rey que ahora agonizaba. Después… Después debería haber reinado él, el segundo Alfonso, e incluso llegó a ser coronado, pero el reino estaba herido de muerte por las querellas entre las grandes casas. Muchos querían mal al rey Fruela. Por eso le mataron.

—¡Padre! ¿Estás ahí? —gritó súbitamente Alfonso, y su voz clamaba con acentos de ultratumba que erizaron los escasos cabellos del obispo Gomelo.

El delirio del monarca agonizante buscaba en vano la sombra de su padre. Una espantosa mancha roja cubría el alma de Alfonso cada vez que invocaba la memoria del rey Fruela. Sus recuerdos apenas le traían otra cosa que un fragor de gritos y armas en la noche, el rostro pálido y aterrado de su madre, doña Munia; una precipitada huida fuera de palacio, una larga cabalgada bajo un cielo negro de lluvia y muerte, un beso a las puertas de un monasterio… Escenas que volvían vívidas a su mente, pero que no lograban materializar la tragedia sin rostro ni forma que en aquel lejano tiempo se abatió sobre toda la familia. El espíritu cansado del rey revivía la noche de la fuga, la vigilia del primer exilio, la huida en un burdo carromato rumbo a una improbable salvación. Y ahora el rey se veía a sí mismo como aquel niño asustado, setenta años atrás, interrogando a su madre con la perplejidad de quien ha visto cómo el mundo se desploma con estrépito.

—Madre, ¿por qué han matado a mi padre?

Madre… La imagen de su madre era una de las pocas cosas que Alfonso, en su agonía, recordaba con limpieza. Munia, aquella mujer entregada a Fruela como prenda de paz por los vascones sometidos, había terminado convirtiéndose en el único amor del duro rey. Por ella y para ella había levantado Fruela la ciudad de Oviedo sobre la primitiva fundación de San Vicente. Munia fue a la corte prácticamente como sierva y, en vez de la esclavitud, encontró la felicidad. Aquella lejana noche, en el carromato, fugitivos, los ojos del niño Alfonso, dos platos grises, la interrogaron con la misma urgencia con que uno busca la mano de Dios. La mujer tuvo que ahogar un sollozo para contar a su hijo la verdad. Munia habló lento, como el hielo que cae despacio sobre los campos y los quema con su gélido abrazo:

—Tu padre tenía un hermano. Vimarano, se llamaba. Un buen hombre, franco y cabal. Los enemigos de tu padre adularon a Vimarano y le hicieron creer que podría obtener el trono. Se aseguraron de que la traición llegara a oídos de tu padre. Fruela, loco de ira, dio crédito a las habladurías. Vimarano, valiente en el campo de batalla, pero inepto para intrigas y maquinaciones, fue una marioneta en manos de los conspiradores. Una noche tu padre y Vimarano discutieron. Fruela perdió el control. Sacó una daga y lo mató. Yo le vi llorar después, desconsolado, sobre el cadáver de su hermano. Tanto se arrepintió que acogió bajo su protección al niño que Vimarano dejaba huérfano. Pero ahora los conspiradores han terminado cobrándose la pieza. Han matado a tu padre para vengar la muerte de Vimarano; una muerte a la que ellos mismos, hipócritas, le empujaron.

—¿Quiénes son los conspiradores? —preguntó el niño Alfonso con la seriedad de un pequeño rey.

Munia, conmovida, no calló:

—Tus tíos. Los hijos del guerrero Fruela Pérez, el hermano del viejo rey Alfonso el Católico. Fruela Pérez fue todo nobleza, pero sus hijos son todo perfidia. Fruela Pérez, como tu padre el rey Fruela, dedicó su vida a combatir al moro. Pero los hijos de Fruela Pérez quieren pactar con Córdoba. Eso es todo. Ese Aurelio, un canalla redomado. Ese Bermudo, el diácono, con su hipócrita tonsura. También ese Mauregato, hermanastro de tu padre… Ellos lo han hecho. Ahora Aurelio reinará. Buscará matarte a ti como ha matado a tu padre. Por eso hemos de huir.

Un primario fanal, oscilando de un lado a otro con el traqueteo del camino, iluminaba el interior del carromato y dejaba ver en una esquina, envuelto en mil tocas, el cuerpo menudo de una niña de pocos años.

—¿Qué será de Jimena? —preguntó Alfonso.

Munia miró largamente a aquella niña antes de contestar. Jimena había llegado a la familia de una manera extravagante. La trajo una campesina en una cesta. La ofrendó al rey. Fruela la tomó en sus brazos y se la mostró a Munia: «Esta niña es hija póstuma de Vimarano. Ilegítima. Pero cuidaremos de ella como hemos cuidado de su hijo». Desde entonces la niña Jimena, que así la quiso llamar la propia Munia, vivía con la familia real.

—También a ella la pondré a salvo —contestó la mujer.

Alfonso, agonizante en su lecho, veía ahora entre las sombras de su mente el cuerpo grande y hermoso de su madre, los cabellos claros, los ojos grises que él había heredado, el rostro bondadoso, la boca dulcísima que depositó en sus mejillas un beso antes de entregarlo al cuidado de los monjes en Samos, aquel monasterio recostado sobre la sierra del Édramo, a orillas del Sarria. Munia, solemne, se desprendió de sus sortijas, dos zafiros gemelos engastados en oro que su esposo le había obsequiado como prenda de amor. Una de las joyas la colgó en torno al cuello de Alfonso. La otra, sobre el pecho diminuto de Jimena. El niño Alfonso se quedó allí, en el pórtico del monasterio, solo en la noche, apabullado por la sombra maciza de la montaña preñada de luna, tomado de la mano por el abad Argerico. Una sensación de profundo desamparo le invadió mientras Munia, ocultando unas impertinentes lágrimas, partía con la pequeña. Alfonso nunca volvió a ver a su madre. Tampoco a Jimena.

La corona, como Munia predijo, fue a parar al felón Aurelio, dispuesto a entregar esclavos y botín a los musulmanes a cambio de una paz precaria. Pero paz, ¿para quién? Los astures, los cántabros y los gallegos no estaban acostumbrados a esa vida de esclavitud. Por eso se rebelaron los siervos. Cuentan que a Aurelio le envenenaron. No merecía otra cosa. Así la corona acabó en las sienes del magnate Silo, casado con una tía del entonces joven Alfonso, Adosinda, sangre de Pelayo. Fue la buena tía Adosinda la que sacó al muchacho de su encierro de Samos y le llevó a la corte, que entonces estaba en Pravia. Allí aprendió Alfonso el arte de gobernar. Allí incluso fue coronado, sí, cuando murió Silo y él contaba poco más de veinte años. Pero había demasiadas voluntades en el reino dispuestas a impedir que el linaje de Pelayo volviera al trono. Una revuelta de grandes señores llevó al poder a Mauregato, aquel bastardo de Alfonso el viejo. De nuevo los puñales y el olor de la sangre. De nuevo la sombra de la muerte detrás de cada esquina. Y el joven Alfonso tuvo que huir una vez más, ahora a tierras de los vascones, entre la rústica parentela de su madre, doña Munia. Murió Mauregato y llegó al trono Bermudo, otro hijo de Fruela Pérez. Pero tan graves fueron los descalabros de Bermudo que los guerreros del norte cruzaron el reino de punta a punta para buscar al joven Alfonso en su exilio vascón y ofrecerle el cetro. Y así Alfonso fue rey.

—¡Mi espada…! ¡Mi espada…! —suplicaba el anciano en su agonía.

Allí estaba su espada. Bajo la Cruz de los Ángeles. Lo primero que hizo Alfonso cuando ciñó la corona fue recuperar aquella joya que su madre le había entregado en prenda de despedida, el zafiro que durante años había colgado de su cuello, y ordenar que un buen orfebre la engastara en el pomo de su espada. De esta manera el aliento de doña Munia había acompañado a su hijo, perenne, durante todo su largo reinado. Medio siglo con la espada en la mano y la corona sobre las sienes.

Pelayo, Favila, Alfonso, Fruela, Aurelio, Silo, Mauregato, Bermudo, Alfonso II… Nueve reyes. El noveno era él. Desde aquel lejano día en que unos guerreros desesperados acudieron a redimirle de su destierro. Y todo eso, toda esa sangre de reyes, se fundía ahora con el sol rojo de la tarde, en la negrura de un ocaso triste y silencioso, solo adornado por los ocasionales cánticos de aquellos ángeles que, aunque el obispo Gomelo no los escuchara, seguían cantando sus himnos de bienvenida al campeón de la cristiandad.

El eunuco Nasr Abu el-Fath postró su corpachón de buey a los pies del emir Abderramán.

—Las bendiciones de Alá sean contigo, mi señor. Un emisario ha traído noticias del norte: el rey Alfonso, que Alá le dé suplicio eterno, agoniza.

El emir, calmo, sentado a la turca en un rico escaño, se acarició lentamente la barba. No terminaba de acostumbrarse a ese trono que el músico Ziryab, emigrado de Bagdad, había mandado confeccionar para estar a tono con las modas cortesanas del califato. A sus pies, el rostro oculto por un lujoso velo, la hermosa Tarub perforaba al recién llegado con su mirada hechicera. Abderramán se irguió y caminó hacia el eunuco.

—No es la primera vez que nos viene un emisario con nuevas de ese género. ¿Cómo puedo saber que ahora es verdad?

El eunuco Nasr levantó la mirada. Sabía bien cuándo podía hacerlo. Sus ojos claros, dos bolas en una cabeza redonda y calva, delataban su origen cristiano; criado desde niño como esclavo, castrado para hacer carrera en la corte, su cerebro había suplido con creces aquellas otras carencias de su cuerpo. Con voz atiplada y melodiosa, Nasr respondió:

—Porque esta vez, mi señor, las noticias vienen de nuestro principal amigo en el norte. Mirad…

Al decir esto esgrimió el eunuco un pergamino que, las palmas abiertas, sirvió al emir como si de una ofrenda litúrgica se tratara. Abderramán asió desganado el mensaje mientras, con ademán displicente, ordenaba a Nasr ponerse en pie. El emir leyó con esfuerzo. Le costaba orientarse en ese extraño latín que todavía hablaba la mayor parte de sus súbditos andalusíes. Sus largas barbas negras, encarnadas a base de abundante alheña, oscilaron de un lado a otro al tiempo que sus ojos de carbón deletreaban la firma del mensaje: Nepociano, el viejo confidente de la corte cordobesa en el norte.

—¿Esto significa lo que yo creo? —preguntó el emir al eunuco.

—Absolutamente, mi señor —respondió Nasr—. El rey Alfonso se muere. Su estado ya es irrecuperable. Y nuestro amigo Nepociano se apresta a hacerse con el poder en la corte de Oviedo.

A espaldas del emir, la mujer que aguardaba sentada al pie del trono se estremeció. Tarub, la hermosa concubina de Abderramán, la favorita de entre tantas otras mujeres, la madre del pequeño Abdalá, tenía algo que decir. Ella, sin embargo, también sabía cuándo callar.

—¿Quién le sucederá en el trono? —preguntó el emir, ajeno a las cavilaciones de su amada.

—Se ignora, mi señor. No deja herederos. Ya sabes que es célibe. Por otro lado, esta gente no suele transmitir la corona de padres a hijos; con frecuencia son los aristócratas los que eligen al rey. Y justamente aquí está lo que más nos interesa. Parece que el monarca agonizante, para eliminar el trámite de la elección, hará nombrar a alguien de la familia real, si bien son muchos los candidatos. Ahora bien, los señores de la tierra querrán hacer valer su peso. Y entre ellos…

—¡Nuestro amigo Nepociano! Sí, veo clara la jugada. Llamad a Yahya el alfaquí —ordenó el soberano de Córdoba—. Quiero que hablemos despacio de este asunto.

Abderramán hundió nuevamente su mirada en el pergamino de Nepociano. ¡La muerte de Alfonso el Casto! ¡Por fin! Hacía casi veinte años que el emir había subido al trono y ese cristiano ya estaba entonces ahí. Había amargado también el reinado de su padre, Alhakán, e incluso el de su abuelo, el viejo Hisham. En innumerables ocasiones trataron las huestes de Córdoba de acabar con aquel perro, pero Alfonso siempre se las arreglaba para salir con bien. Los mejores generales de Córdoba se habían estrellado una y otra vez con el muro de montañas y castillos que el reino de Asturias había elevado en el norte. Tampoco las intrigas palaciegas, financiadas con oro cordobés, fueron capaces de apartar a ese hombre de su trono. Con razón el viejo emir Alhakán decidió cambiar de estrategia: no más campañas masivas, no más ejércitos lanzados en busca de una batalla final, sino aceifas pertinaces y letales, incursiones de saqueo constantes, todas las primaveras, algunas veces hasta dos aceifas por año, para aplastar a sus gentes, arrasar sus campos, raptar a sus mujeres y a sus hijos, robar su ganado, doblegar su orgullo, privarles del aire que respiraban y obligar a esos impíos politeístas a una vida de miseria y dolor.

Abderramán había seguido el mismo camino que su padre. Después de una campaña masiva, inevitablemente frustrada, optó por golpear cada primavera sin tregua, devastar la frontera, borrar toda vida al norte del río Duero, con la constancia homicida de las tormentas de arena. Cada vez que los problemas internos del emirato se lo permitían, allá marchaban los ejércitos de Córdoba. Y aun así, aquel pequeño reino de montañas verdes y nieves tenaces seguía pariendo todos los años nuevas gentes que volvían a la frontera, que repoblaban las tierras, que sembraban los campos calcinados, que elevaban sus iglesias blasfemas en las puertas mismas de la muerte.

Hubo una vez que Abderramán se sintió victorioso. Solo hacía cuatro años de aquello. Encomendó a uno de sus hijos, Al-Hakam, propinar a los politeístas un castigo que no pudieran olvidar jamás. El oriente del reino de Asturias, aquellas tierras llanas de Álava, apenas tenían otra protección que unos pocos castillos mal guarnecidos. Los ejércitos de Córdoba entraron a saco. Miles de cristianos —hombres, niños, mujeres, ancianos— perecieron bajo las espadas musulmanas. Con las cabezas decapitadas de los muertos formaron túmulos tan altos como colinas; tanto que dos jinetes no podían verse de un lado al otro de aquellas siniestras masas sanguinolentas. Las cabezas de los blasfemos fueron llevadas a Córdoba para admiración de las gentes. Así lo escribió el cronista. Pero el escarmiento sirvió de bien poco, porque aquel mismo verano las hordas cristianas atacaron las campiñas de Guadalajara sembrándolo todo de ceniza y desolación. Lo que nadie podría negar al viejo Alfonso, ciertamente, era tenacidad.

Solo en una ocasión se habían cruzado personalmente los dos hombres, el emir de Córdoba y el rey de Oviedo. Fue poco después de la última aceifa. El propio Abderramán se había puesto en cabeza de sus huestes para flagelar al reino de los cristianos en Galicia. Sin duda el mismísimo diablo debió de prevenir a Alfonso, porque fue el hecho que, en un momento determinado del camino, la columna cordobesa se topó con el ejército cristiano al completo. Solo más tarde supo Abderramán que los cristianos se habían movilizado para dar caza a un rebelde de Mérida llamado Mahamud. Mal tipo, aquel Mahamud: primero traicionó a Córdoba y después traicionó a Oviedo. Y así se vieron frente a frente los dos ejércitos en marcha, sin preparación alguna para el combate, pero ambos temiendo que el otro aprovechara el desconcierto para atacar. No hubo tal. Abderramán recordaba con nitidez el aspecto del ya muy anciano Alfonso y sus fieles, bajo aquellas banderas blancas con una cruz roja, mirándole fijamente, desplegando huestes de jinetes para la defensa y al mismo tiempo tomando el camino de retirada.

No, no hubo batalla. ¿Para qué correr riesgos inútiles? Con Abderramán marchaba aquel día su heredero, el pequeño Mohamed, cuya vida había que proteger a todo trance. Por otro lado, tan larga ausencia de Córdoba estaba haciéndose ya insoportable. Sí, debía reconocerlo: no podía vivir sin Tarub. Aquella mujer le había hechizado. Tarub significa precisamente «hechizo»; por eso el emir la había bautizado así. ¡Pero qué gozoso era aquel embrujo que vivificaba su cuerpo y elevaba su alma! Tan fuerte era la nostalgia de su vientre, de sus labios, de sus incandescentes ojos negros, que el emir ordenó al poeta Ibn Samar que le compusiera unos versos. Abderramán aún podía recitarlos con toda exactitud, porque hay cosas que no se olvidan:

Te he despreciado por visitar al enemigo y llevar contra él un gran ejército. ¡Qué desiertos he recorrido en mi camino y qué desfiladeros he atravesado uno tras otro! Quemado por el viento abrasador del mediodía, tan ardiente que parecía poder fundir las piedras, me he hecho con el polvo una coraza y mi bello rostro está transformado por el agotamiento.

La hermosa Tarub sacó al emir de su ensimismamiento.

—Mi señor —un largo dedo de mujer se deslizó por el cuello de Abderramán—, el alfaquí Yahya ha llegado.

El emir se giró. Vio al anciano Yahya ben Yahya, ese saco de huesos retorcidos, postrado como ordenaba el ritual cortesano. El alfaquí era uno de los hombres más influyentes en Córdoba desde mucho tiempo atrás; uno de los que más empeño había puesto en buscar, monasterio por monasterio, cualquier vestigio escrito del viejo reino godo para aniquilarlo y así destruir la memoria de la cristiandad. Sobre la frente lucía Yahya el característico callo de quien se ha inclinado muchas veces ante Alá, la «marca de la oración». A su lado, el eunuco Nasr mantenía su habitual actitud entre obsequiosa y expectante.

—Seguidme —ordenó el soberano de Córdoba—. Tú también, Tarub.

Abderramán cruzó el salón del trono y salió a un hermoso jardín de palmeras y limoneros; una prefiguración del que los fieles encontrarán en el paraíso. La primavera se anunciaba ya en los brotes de las ramas y en la calidez del sol. El emir no entendía por qué los alfaquíes más intransigentes, como el propio Yahya que ahora le acompañaba, se negaban a plantar árboles en los jardines de las mezquitas. ¿Acaso no eran manifestación de la gloria de Alá y anuncio de su recompensa eterna? ¿Acaso el propio nombre del paraíso de los fieles, yanna, no significaba exactamente «jardín»? Al emir le gustaba departir allí, en el secreto umbroso de los árboles, bajo el rumor cantarín de las fuentes, cuando los asuntos a tratar exigían cierta reserva. En medio de un seto, el músico Ziryab le había hecho construir un elevado sitial y, a sus pies, escalones para que se sentaran sus interlocutores. Allí se acomodó ahora Abderramán; a su derecha, Tarub. Frente a él, sumisos, Yahya el alfaquí y el eunuco Nasr.

—Habla, Yahya —ordenó el emir.

—Mi señor, Alá te guarde muchos años y derrame sobre ti mares de bendiciones —principió el alfaquí—. Hace largo tiempo que anhelamos exterminar a los impíos politeístas del norte, limpiar de blasfemos el territorio y extender la ley del islam hasta el límite de los mares. «Matadlos hasta que la idolatría no exista y esté en su lugar la religión de Alá», ordena el profeta. Ahora que muere Alfonso, ¡Alá escupa sobre él!, nuestros soldados arderán en deseos de asolar sus tierras y derruir sus templos blasfemos para elevar en su lugar las mezquitas de la fe verdadera y reducir a la esclavitud a esos asnos salvajes. Porque como dice el Libro santo, «las peores bestias, ante Alá, son los infieles». Poneos al frente del ejército, mi señor. Marchemos contra ellos. ¡Es el momento! —concluyó Yahya, inclinando su cabeza sobre el pecho estrecho y descarnado.

—Con tu permiso, mi señor —terció Tarub, bajando sumisa la mirada incandescente—. Yo comparto las sabias palabras del alfaquí. Es hora de desencadenar una tormenta de fuego sobre el norte. Pero creo que tú no debes arriesgar tu valiosa vida en esa apuesta —objetó amorosa la mujer—. Haces más falta aquí, en Córdoba, donde no carecemos de problemas. ¿Por qué no poner al frente de ese gran ejército a tu hijo y heredero, el noble Mohamed?

Abderramán pudo haber advertido algo inquietante en la mirada de la hermosa Tarub; algo incluso siniestro. Sí lo percibió, desde luego, el eunuco Nasr, que miraba a la favorita del emir con inusual fijeza. Pero el soberano de Córdoba era incapaz de ver nada inquietante, menos aún siniestro, en aquella mujer de ojos negros y boca de fresa a la que adoraba como a una diosa del amor.

—¿Y tú, Nasr? —preguntó Abderramán.

—Yo aprecio mucho lo que Yahya y Tarub defienden, mi señor —susurró el eunuco—; propósitos que sé guiados por la devoción a Alá y por las mejores intenciones —una vez más, apenas unos segundos, los ojos de Nasr se posaron fijamente sobre la concubina—, pero no puedo estar de acuerdo con esa idea. El verdadero poder no consiste en hacer la propia voluntad, sino en lograr que los demás la hagan por uno. ¿Para qué arriesgar fuerzas en un país hosco y convulso? Lo más probable es que ahora mismo las hordas de los distintos nobles estén ya matándose unas a otras. Por otro lado, tenemos al amigo Nepociano. Él siempre ha sido partidario de entenderse con Córdoba. De su mensaje se deduce que cree posible hacerse con el trono. ¿Por qué gastar fuerzas en una empresa que otro puede afrontar por nosotros?

Abderramán perdió la mirada en los pliegues de la túnica de Tarub. Solo él sabía qué océanos de voluptuosidad se escondían bajo esas ropas. Por un momento el aroma íntimo de la concubina sepultó los efluvios del jardín. El emir reflexionó unos segundos. Entornó los ojos. Las profundas ojeras dibujaban surcos hondos como barrancos en las dunas del desierto.

—Gracias, amigos —dijo al fin—. Esto es lo que haremos. Nasr, envía un mensaje a Nepociano. Nada comprometedor. Simplemente, que sepa que Córdoba no desdeña a sus amigos. No habrá aceifa, Yahya. Aún están calientes las brasas en Toledo, Mérida y Zaragoza. Sabemos que también están inquietos los Banu Qasi en el Ebro…

—¡Que Alá confunda a esos perros Banu Qasi, solo musulmanes en el nombre! —exclamó Yahya el alfaquí, elevando un índice deformado por la artrosis.

—Así las cosas —prosiguió el emir—, temo que, si comprometo a mis ejércitos en una gran ofensiva en el norte, los rebeldes de esas ciudades vuelvan a levantarse. No, no —meneó la cabeza Abderramán—. No habrá campañas por el momento. Observemos atentamente los acontecimientos y esperemos a que Nepociano nos dé una alegría. Después, será coser y cantar. Y ahora, disculpadnos. Mi bella Tarub —canturreó, dirigiéndose a la mujer—, acompáñame a la alcoba. Deseo enseñarte otros versos que el bueno de Ibn Samar ha compuesto para ti. He ordenado a Ziryab que les ponga música. Te agradará.

La concubina respondió a la invitación con una profunda reverencia. Otro tanto hicieron el eunuco y el alfaquí. Pero cuando el grupo abandonaba el jardín con sus promesas de primavera, Nasr encontró el momento de deslizar unas sibilinas palabras al oído de Tarub:

—He visto tu juego, mi bella amiga. Descuida —agregó al notar la turbación de la concubina—, estoy contigo. Veremos la forma de que tu hijo Abdalá pase por delante del heredero, el noble Mohamed. Al que Alá guarde muchos años —sentenció el eunuco con una ambigua sonrisa.

Aquel modesto caserón no era su palacio de Aquitania, pero bien valía la pena soportar sus incomodidades si el premio iba a ser una corona. El noble Nepociano había instalado su cuartel general allí, en aquella casa más propia de un granjero, a una discreta distancia de Oviedo —un día de marcha, dirección oeste—, a unas pocas horas de las montañas y apenas a media jornada del mar, por si las cosas se torcían y era preciso poner pies en polvorosa. A cierta edad, y Nepociano pasaba ya de los setenta inviernos, uno aprende a ser precavido.

Algo le decía, sin embargo, que esta vez todo sería distinto. Bastaba ver la determinación de los nobles que venían a rendirle homenaje, como esos tres caballeros cuyas figuras se perdían ahora en lontananza: grandes señores de Asturias que habían servido bien a su rey don Alfonso pero que hoy, ante la muerte de su señor, no dudaban en acudir a él, al noble y rico Nepociano, para expresar libremente el designio de su corazón. Había hecho bien en venir a Asturias antes de que todo estuviera consumado, sí. Eso se lo tenía que agradecer, como tantas otras cosas, a Jimena, aquella mujer que le acompañaba desde hacía más de veinte años. «Ve. Es tu hora», le había dicho. Y allí estaba él —con ella, por supuesto— para recobrar lo que siempre debió haber sido suyo.

—No os pido vuestro apoyo para ser rey —había explicado Nepociano a los nobles que acababan de rendirle visita—, soy ya demasiado viejo para eso. Lo que os propongo es dar otro destino al reino. Hasta la fecha, vuestras haciendas y vuestras armas han estado al servicio de la guerra contra el moro y de la repoblación de nuevas tierras. Nuevas y pobres, añadiré. Bien, no seré yo quien llore las penas de años pasados. Lo que os digo es que podemos vivir de otro modo: paz con Córdoba, un vasallaje razonable, tributos poco onerosos y más riqueza para todos.

Aquellas palabras siempre surtían efectos estimulantes en una nutrida facción de la nobleza asturiana. Quien más y quien menos había perdido a un padre o a un hijo en las continuas refriegas contra los musulmanes. Por no hablar de lo que costaba proveer de hombres a los ejércitos, hombres que dejaban de trabajar los campos. Y todo eso, ¿para qué? Las nuevas tierras quedaban en manos de colonos de a pie, las grandes familias apenas obtenían beneficio alguno y, al contrario, su poder disminuía a ojos vistas… inversamente al poder del rey.

—No deseamos otra cosa —había respondido uno de los presentes, un tal Piniolo—. Pero te diré, noble amigo, que todo eso será imposible si la corona no reposa sobre sienes sabias. Como las tuyas, Nepociano.

—Mis queridos amigos —contestó el noble exiliado fingiendo timidez—, me honráis en exceso. Alvito, Aldroito, Piniolo…

Alvito, Aldroito, Piniolo… Tres de los más ricos señores de la tierra entre el castillo de Gauzón y las Asturias de Santillana. Alvito era un caballero de Gozón, joven y enérgico, de linaje intachable y, pese a su poca edad, larga experiencia en las intrigas de palacio, donde había sabido hacer valer el peso de su riqueza ganadera. Aldroito era un sujeto más maduro, de rostro arrugado bajo una pelambre que en otro tiempo fue rubia, y en la corte se le prestaba oído porque era versado en letras y poderoso en negocios. Piniolo, terrateniente en la comarca de Peñamellera, aun entrado en años parecía el más decidido de los tres, con su gesto vigoroso tras una barba muy negra y cerrada que al hablar se agitaba con la violencia de una manada de toros bravos.

Tres tipos muy diferentes en edad y condición, Alvito, Aldroito y Piniolo, pero con un interés común: guardar su riqueza y, si era posible, aumentarla. ¿Qué había representado para ellos la política de resistencia a ultranza del rey Alfonso? Nada. Solo cargas y zozobras. Ni una yugada del suelo reconquistado había sido para ellos. Las tierras del oriente estaban en manos de pequeños colonos orgullosos y primitivos o de monasterios a cuya sombra se acogían comunidades de campesinos libres. La frontera, con sus inhóspitos castillos, había sido confiada a los guerreros del círculo íntimo de Alfonso, los «fieles del rey», como se hacían llamar, tan altaneros bajo sus capas rojas. Los páramos entregados al cultivo en Campoo habían pasado a engrosar el patrimonio regio. Y en cuanto a las tierras ganadas en Galicia y el Bierzo, la mayor parte era propiedad de los hijos del difunto rey Bermudo, con el conde Ramiro y toda su parentela. ¿Qué habían sacado en limpio ellos, los nobles del viejo reino? Nada. «Todo sea por la gloria de la cruz», decía el obispo de Oviedo, Gomelo. ¿Cruz? Para cruz —pensaban Piniolo, Alvito y Aldroito— la que ellos tenían que cargar.

—No hay mejor candidato al trono, Nepociano —insistía Piniolo—. ¿No estás casado con una prima del rey? ¿Quién con más mérito que tú?

«¿Quién con más mérito que tú?», le interpelaba también Jimena en los largos años del exilio de Aquitania. Y sí, en efecto, ¿quién con más mérito? Toda su vida había luchado Nepociano por el gobierno de las tierras de Asturias. Primero, muy joven, con el rey Mauregato, cuando gracias a sus dotes diplomáticas trabó buenos acuerdos con Córdoba. Después con Bermudo, el heredero de Mauregato. Y por fin con Alfonso. No era difícil comprenderlo: botín y esclavos cristianos a cambio de paz. Algunos lo juzgaron una traición. Pero ¿qué había de malo en ello? ¿Acaso los moros no iban a hacerse con eso mismo, botín y esclavos, y además llenando de sangre el solar de Asturias? ¿No era más sensato pactar unos tributos justos, como habían hecho tantos otros? ¿Acaso los Banu Qasi del Ebro no lo entendieron así? Su conversión al islam y su vasallaje hacia Córdoba no era en realidad otra cosa que una deferencia formal; a cambio, Casio y sus hijos mantuvieron el poder sobre sus tierras. Cientos de señores en el reino habrían estado dispuestos a firmar aquello. Pero el fanatismo de Alfonso y su facción lo echó todo por tierra.

¡Alfonso…! Nepociano había hecho todo lo posible por llevarle al camino de la sensatez. Sus pruebas de fidelidad fueron incontables. Incluso se había jugado su prestigio en Córdoba alimentando levantamientos aquí y allá, en Mérida o Toledo. Pero no, Alfonso nunca se fio de él. Cuando le hizo conde de palacio, tantos años atrás, fue a regañadientes, bien lo sabía él, y no lo hizo por gratitud, sino para ganarse a la facción de los que, como Nepociano, suspiraban por un arreglo con Córdoba, hartos de guerra y de dolor. Luego vino aquel penoso episodio del golpe de mano. Fue un mal paso secuestrar al rey, es verdad. Pero Dios sabe que él jamás había querido hacerle ningún daño; se trataba simplemente de forzarle a negociar. Lástima que todo se torciera por culpa de aquellos caballeros, los fideles regis. ¿Cómo se llamaban? Sí. Teudano y Zonio. En particular recordaba a este último, Zonio de Mena, con su escudo del jabalí blanco. Por su culpa aquel negocio terminó de la peor manera posible: con Nepociano en el exilio, en Aquitania. Y con él, aquellas dos mujeres…

El recuerdo de esos lejanos días siempre despertaba en Nepociano una sensación incómoda. No un dolor, no; más bien un pinchazo. Sobre todo desde que una nueva mujer compartía su existencia. ¡Una vida tan larga da para tantas cosas! Ocurrió que en los primeros años del reinado de Alfonso, Nepociano, para medrar en la corte, había contraído matrimonio con la viuda del rey Mauregato. Creusa, se llamaba. La dama tenía una hija: Creusa era igualmente su nombre. Para desdicha de todos, en los turbulentos días del golpe de Oviedo la joven Creusa quedó preñada del tal Zonio de Mena, fiel del rey. Nepociano, descubierto, hubo de partir al destierro, y con él marcharon las dos mujeres. El niño nació ya en el exilio. Se le bautizó como Hernán. Después la joven Creusa murió y el niño Hernán —diez años tendría, no más— fue llevado con su padre a esas tierras que llaman Castilla. La vieja Creusa hizo la entrega. Y pronto murió también ella, seguramente herida de amargura. Nepociano quedó solo, una vez más. Fueron años de hiel. Pero entonces apareció la mujer más extraordinaria que jamás había conocido: Jimena.

Halló a Jimena por puro azar —pero no, tuvo que ser la Providencia— en Toulouse, durante una negociación de rutina en la corte carolingia del emperador Ludovico Pío. «Hay aquí una prima del rey don Alfonso de Asturias», le dijeron. ¡Alfonso! ¡Su enemigo! Una indefinible impresión de peligro erizó todo su cuerpo. Pero tan desagradable sentimiento dio paso a una fascinación sin límites cuando apareció ella ante sus ojos: una dama de edad, pero aún hermosa, de rojos cabellos y ojos como el mar en invierno, un cuerpo alargado como huso de rueca y unas manos que dibujaban la faz del mundo con gracia infinita. «¿Así que tú eres Nepociano? —le espetó ella nada más presentárselo—. ¡He oído hablar tanto de ti…!». «¿Para bien o para mal, mi señora?», preguntó Nepociano temiéndose lo peor. Y creyó oír música celestial cuando ella repuso: «Todo el que ha luchado por sembrar paz en el reino es grato a mi corazón, incluso si ha sido a pesar del propio rey». Jamás hubiera imaginado Nepociano que hallaría a una prima del rey Alfonso en la facción de los disidentes. Y sin embargo…

—¿Se sumarán a tu coronación esos nobles amigos que acaban de dejar nuestra casa?

La voz de Jimena, siempre templada, siempre metálica, sonó a sus espaldas sumergiendo al viejo Nepociano en un mar de felicidad. La prima olvidada de Alfonso el Casto vestía con la dignidad propia de una reina, en el mejor estilo de la corte carolingia: sobre una túnica de vivo color rojo bordada en hilo de oro, un manto ligero de tonos rosados abrochado al cuello con fíbula de plata; en los pies, unos cómodos zapatos verdes de piel. Los dedos de la mujer jugueteaban con el hermoso zafiro que colgaba sobre su pecho, la herencia de la reina doña Munia; una sortija que anunciaba su parentesco regio.

—¿Me creerás si te digo que en este momento estaba pensando en ti, mi dulce señora? —vibró el magnate.

Nepociano corrió a besar las manos de su dueña, esas manos que dibujaban la faz del mundo. «Tú me has dado la vida», le decía con frecuencia. Y era verdad. Nepociano ya era viejo cuando conoció a Jimena. Ella aún no llegaría a los cuarenta, si bien la edad de esta mujer permanecía indefinida, como si un halo mágico la hubiera congelado en el tiempo. «Me has reverdecido como Abigail la sunamita al rey David», le musitaba Nepociano en improbables noches de amor. Muchas veces se había preguntado qué habría visto ella en él; por qué una prima del rey de Asturias, mujer rica y con influencias, había abandonado su mundo para detenerse al lado de un exiliado, un réprobo, un traidor desterrado a un país extranjero. Hubo un tiempo en que esas preguntas le torturaron el alma. Pero el paso de los años y una convivencia dichosa habían borrado toda tribulación.

De Jimena decían, cierto, que era un poco bruja. Que cultivaba artes secretas y veía cosas que los demás mortales no podían ver. Que su salida de Asturias se debía, precisamente, a los insistentes rumores que atribuían potencias oscuras a una prima del rey. Por eso tuvo que buscar acomodo en tierras extrañas, primero en la corte carolingia y después junto a ese hombre, Nepociano, un terrateniente de Aquitania con un buen pasar. A oídos del propio Nepociano había llegado la especie de que Jimena era una mujer serpiente, como la legendaria Melusina, y que un día a la semana se convertía en reptil. Él no ignoraba, por supuesto, las extrañas aficiones de su esposa, su gusto por los misterios y su capacidad para descubrir cosas más allá de lo sensible, pero jamás la había visto transformarse en nada. Por otra parte, ¿no decía la tradición que el hombre agraciado con el amor de Melusina sería feliz mientras no descubriera el secreto de su amada? Bien, pues no sería él quien violara la norma. Con el amor que Jimena le regalaba era más que suficiente. Sin preguntas ni exigencias.

—Es tu momento, mi amado Nepociano —susurraba la voz de Jimena al oído del viejo noble desterrado—. Tantos años aguardando…

—A veces dudo, amor mío —gemía él—. Mi edad… Soy casi tan viejo como el propio Alfonso. Si él está muriendo ahora… ¿cuánto más podré vivir yo? Y entonces, ¿para qué tanto afán?

—No, no, mi querido amigo —protestaba Jimena—. Olvida todas esas cosas. Bien sabes que para ti y para mí el tiempo no corre como para los demás mortales. Tú me hiciste un hueco a tu lado cuando los demás me rechazaban. Mi gratitud es infinita y yo emplearé mis conocimientos para cuidar de ti. Ahora solo hay que pensar en nuestra misión. Esa corona ha de ser tuya.

—Nuestra —corregía Nepociano, fijando la vista en el zafiro que pendía del cuello de su dama—. Tú eres la que lleva sangre real.

—Nuestra, sí —aceptaba la mujer—, para después legarla a quien juzguemos digno de ella. Y cuando llegue el momento, la herencia que Nepociano y Jimena dejarán a este reino será un orden distinto, un mundo diferente, armónico y en paz y…

Nepociano la abrazó. Le emocionaba hasta las lágrimas escuchar a aquella mujer que no le había dado hijos, pero que, a cambio de eso, había otorgado un sentido a su larga existencia.

—Gracias, mi dulce amiga —ronroneaba Nepociano, acariciando los cabellos rojos de Jimena—. Ahora acompáñame; nuevos invitados acuden a nuestra casa y es menester atenderlos como merecen. También ellos desean prestar su brazo a la gran obra.

Y así, uno tras otro, los nombres más notables del reino, los grandes señores de la tierra, fueron pasando por el caserón de Nepociano y Jimena. Como Alvito, Aldroito y Piniolo.