Álava, verano de 838. Los buitres llenan el cielo vacío de nubes, solo sol sobre la muerte. Desde Solacueva hasta Estavillo y desde los Langrares hasta Henayo, la gran llanada alavesa es un anticipo del infierno. Las tierras, arrasadas. Los bosques, quemados. Los prados, esquilmados. Las cabañas de los paisanos, reducidas a ceniza y escombro. Salpicando el paisaje negro de fuego, manchas rojas proclaman el triunfo de la sangre. Aquí y allá, dispersos por el suelo humillado, yacen centenares de cadáveres. Hombres, mujeres, ancianos, niños. Son cadáveres sin cabeza: les ha sido arrancada como expresión absoluta de su derrota. Apenas unas horas antes, todas esas cabezas habían sido amontonadas en un sanguinolento túmulo y un hombre había subido a ellas para entonar una oración de acentos lejanos. Ahora las cabezas marchan en un carro hacia Córdoba: son la prueba del vencedor. Y en la llanada de Álava, castigada una vez más, solo quedan los cadáveres bajo los buitres y el sol.
Los vieron venir. Vieron avanzar a un ejército sarraceno. Las gentes de las campiñas corrieron a buscar refugio en los castillos cercanos. Allí, tras los rudimentarios muros de piedra y madera de aquellas fortalezas, podrían al menos salvar la vida. Pero no todos llegaron a tiempo. Los que corrían desesperados hacia las grandes puertas de los castillos sabían que nadie iría a socorrerles; ninguno de aquellos pequeños puestos avanzados guardaba suficientes hombres como para salir y frenar al invasor. En aquel momento no había sino una obsesión: llegar como fuera, a cualquier precio, ante los muros salvadores. Y una vez dentro, esperar, sin esperanza, hasta que pasara la tormenta, hasta que el enemigo se retirara ahíto de botín. Luego, como siempre, habría que volver al terruño, encontrar la casa desmantelada y el prado calcinado, e intentar empezar de nuevo, como tantas otras veces. La alternativa era la muerte o la miseria. Se escogía la miseria. Porque la tercera opción, que era la esclavitud, ni siquiera se planteaba. Aunque si todo salía mal, si no se llegaba a tiempo, si los cazadores de hombres atrapaban a su presa en la fuga, entonces lo más probable era que la aventura terminara en muerte o esclavitud. Y la segunda era peor que la primera.
Como siempre, como todos los años, como en todas las aceifas moras, los castillos de la frontera de Álava habían cursado aviso a las tierras cercanas. Un mensaje angustioso que pedía hombres y lanzas para defenderse de lo inevitable. La llamada agónica de la frontera recorría los valles de Mena y Losa, el paraje de Villarcayo, las tierras de Ayala y Carranza, incluso las aldeas del Campoo. En todos estos lugares el grito de socorro era recibido por gentes hechas a la lucha a vida o muerte, gentes que habían sufrido en sus mismos campos, en sus mismas familias, el azote de los cazadores de hombres. Gentes que a veces podrían salir en auxilio de los condenados, pero otras veces no. Gentes que, al recibir aquel mensaje, miraban en primer lugar si acaso su propia tierra no iba a verse sacudida por la tempestad de sangre y fuego que asolaba la llanura oriental. Habían vivido muchos años así. Este ejército moro había pasado cerca de Villarcayo; vistas las defensas, los sarracenos eludieron el obstáculo y siguieron camino, como una manada de lobos que deliberadamente busca a la presa más débil. Sabían bien dónde golpear. Y golpearon. Les había tocado a los alaveses, pero podía haberles tocado a los de Mena o a los del río Nela. La defensa en la frontera estaba cada vez mejor organizada, con castillos mejor provistos y hombres mejor armados, pero la vida seguía siendo así, implacable, en aquella región que antes se llamó Bardulia y ahora se llamaba Castilla.
Esta vez sí hubo socorro; esta vez sí hubo mesnadas de la tierra de Ayala y el paraje de Villarcayo y el castillo de Tedeja dispuestas a acudir en auxilio de los labriegos alaveses. Tres, cuatro centenares de hombres: colonos de la frontera, campesinos armados, guerreros de casa señorial o caballería villana sin otra diferencia entre ellos que la de quién había llegado antes a hacer presuras en el gran espacio vacío de la Bardulia. Allí está Nuño de Cigüenza con su hijo Rodrigo y su yerno Eneco de Carranza, y allí está también Olmundo de Erice.
Pero cuando llegan los refuerzos ya no hay nada que hacer. Las aceifas moras siguen una pauta muy regular: ataques rápidos de saqueo y destrucción, campos arrasados, decenas de cautivos… No perderán tiempo en asediar un castillo, menos aún en entablar batalla campal. Todo el objetivo de Córdoba es que aquí no nazca nada. Borrar cualquier vestigio de vida nueva como antes se borró cualquier vestigio de la España visigoda. Pero esta vez los moros se han ensañado de manera especialmente sangrienta, como si hubiera orden expresa de no hacer prisioneros. Lo que los castellanos encuentran es un paisaje desolador. Los guerreros de los castillos, apenas un par de cientos, junto a los labriegos del lugar, campesinos-soldados con más de lo primero que de lo segundo, no pueden hacer otra cosa que espantar a los buitres y enterrar a los muertos.
—Han sido los moros —explica tontamente un guerrero a don Nuño mientras trata de encontrar a qué cuerpo pertenece un brazo segado.
—¿Banu Qasi? —pregunta el castellano.
—No. Cordobeses —responde el guerrero, arrojando el brazo sobre un cadáver manco—. Los mandaba un tal Ubaid Allah ben al-Balesi. Debe de ser un príncipe o algo así, porque se preocupó de que conociéramos su nombre.
—Ubaid Allah ben al-Balesi —repite don Nuño, como si supiera de quién se trata. Pero no, no lo sabe. Lo mismo podía haber sido este que otro cualquiera, e incluso esos Banu Qasi de Arnedo y Tudela. Moros, al fin.
Don Nuño clava la vista en su hijo, que cabalga a su lado. Rodrigo tiene apenas dieciséis años. Es el segundo de su casa, después de su hermana Paterna, y el primer varón. Ayer mismo era un niño. Hoy ya tiene que hacerse hombre. El viejo colono ve que el muchacho empalidece, se tapa la nariz y aparta los ojos del montón de cadáveres que va creciendo sobre la tierra muerta. Nuño agarra a Rodrigo por la larga y revuelta cabellera y le obliga a volver la cabeza:
—¡Mira! —ordena el padre—. ¡Mira bien esto, hijo! —Rodrigo, obediente, vuelve la cabeza y vomita—. Mira. Míralo bien y aprende. Aprende quién es tu enemigo.
Rodrigo está horrorizado, pero la vergüenza de verse débil puede más que el hedor de la muerte. Intenta rehacerse.
—¿Por qué hacen esto? —pregunta el joven con la garganta aún rota de bilis.
—Para demostrar quién manda —contesta el padre.
—Pero… ¿para qué los matan? —repone Rodrigo—. Y si arrasan sus campos, ¿qué beneficio obtendrán?
—Los matan y destruyen todo para que otros aprendan la lección —contesta don Nuño en un bufido—. Para que la aprendamos nosotros. Primero destruyeron nuestros monasterios y nuestros libros; destruyeron nuestra memoria. Ahora destruyen nuestros campos y nuestros cuerpos. Estos de aquí no querían ser vasallos, no querían ser esclavos. Querían ser libres. Querían guardar su nombre y su fe y su memoria. Otros, en otros lugares, se han entregado, se han vendido: «protegidos» los llaman, dimíes en su lengua. ¡Valiente protección! Lámeme los pies, deja que mi dios prevalezca sobre el tuyo, cambia tu nombre, olvida quién eres y yo te protegeré, es decir, no te mataré. Si no lo haces, moriréis tú y tu familia y hasta el último recuerdo de ti. Eso es lo que ofrece el moro.
—¿Por eso se vendieron los Banu Qasi? —intenta el muchacho demostrar que conoce la situación.
—Por eso —confirma el viejo colono—. Por eso dejaron de ser los hijos de Casio para convertirse en Banu Qasi. Y por eso vienen también a saquear las tierras cristianas como sus hermanos cordobeses… cuando no pelean entre sí.
Rodrigo observa atentamente el trance de la recogida de cadáveres. Pasea la vista en derredor, los campos incendiados y los humildes chozos demolidos. Estudia también a esos guerreros de los castillos, esos pocos hombres que no han acudido a combatir, porque habría sido un suicidio, sino que se han limitado a cobijar a cuantos campesinos han podido escapar de la muerte, y que ahora cargan cadáveres bajo el sol poderoso de la llanada.
—¿Son invencibles, padre? —pregunta Rodrigo Núñez.
Don Nuño no mira a su hijo; mantiene la vista fija en los cuerpos sin vida de las víctimas. Suspira y esboza algo parecido a una sonrisa cansada.
—¿Los moros? No —contesta categórico—. Ellos tienen el oro y su caballería. Nosotros tenemos nuestras espadas, nuestras ermitas y los vientres de nuestras mujeres. Aprende bien esto, hijo. ¡Aprendedlo todos! —grita don Nuño a los hombres que tiene en torno a sí—. Nuestra vida consiste en empezar de nuevo todos los días. ¿No dijo Nuestro Señor que él hacía nuevas todas las cosas? Pues nosotros, que somos sus hijos, las haremos también.
Hay un largo silencio, espeso como la sangre que se coagula en las heridas irreparables de los muertos. Un hombre musita:
—Aquí ya solo han quedado mujeres de luto.
Don Nuño se vuelve al hombre que ha hablado. Los ojos del viejo colono tienen fuego.
—Mujeres de luto, sí —confirma—. Pero, al final, son esas mujerucas que cuentan historias junto al hogar las que sostienen el mundo. Ellas transmiten a sus hijos la fe y ellas nos recuerdan a todos quiénes somos y por qué estamos aquí. Nuestro deber es combatir y labrar; el de ellas, asegurar que todo eso sirva para las generaciones venideras. Tal vez llegue un día en que los hombres renuncien a pelear y a labrar, un día en que las mujeres renuncien a contar a sus hijos quién es Dios y que nosotros somos su pueblo. Ese día el mundo se acabará. Pero mientras nosotros estemos aquí, plantados en este pedazo de tierra, y nuestras mujeres aseguren el relevo, eso no pasará. Mira esos cuerpos, hijo —repite don Nuño, pasando un brazo férreo sobre los hombros aún frágiles de Rodrigo—, y grábate bien esto en la cabeza: podrán matarnos, pero no acabarán con nosotros. No acabarán con el santo reino del norte.
Al caer la noche, una gran pira iluminaba la llanada de Álava. Con las pavesas volaban hacia el cielo las almas de los difuntos. Y los colonos retornaron a sus casas con la determinación cotidiana de resistir.