El hombre solo tiende a la prehistoria: al cabo de unos días deja de afeitarse, de lavarse, emite gruñidos. Para llevar al ser humano hacia la civilización, fueron necesarios millones de años, mientras que el regreso al Neandertal cuesta menos de una semana. Mis andares son cada vez más simiescos. Me rasco los testículos, me sorbo los mocos, me desplazo a base de pequeños saltos. A la hora de comer, me abalanzo sobre la comida y la devoro con los dedos, mezclando el salchichón con los chicles, las patatas fritas con el queso y el chocolate con leche, la Coca-Cola con el vino. Luego eructo, me tiro pedos y ronco. Aquí tenéis a un joven escritor francés de vanguardia.
Alice desembarcó por sorpresa. Me tapó los ojos con las manos, en el mercado de la Mola, tres días antes de la fecha prevista para su llegada.
—¿Quién soy?
—No sé. ¿Matilda?
—¡Cabrón!
—¡Alice!
Nos fundimos en un abrazo.
—¡Esto sí que es una sorpresa!
¿Estaba obligado a decir eso?
—Confiesa que no te lo esperabas. Por cierto, ¿quién es la tal Matilda?
—Oh, nadie… Una chica de aquí que Jean-Georges se ligó anoche.
Si esto no es felicidad, en cualquier caso se le parece bastante: comiscamos jamón serrano en la playa, el agua está tibia, Alice está bronceada, y eso hace que sus ojos sean verdes. Por la tarde dormimos la siesta. Lamo la sal del mar sobre su espalda. Mientras hacemos el amor, Alice me enumera la lista de chicos que le han suplicado que me abandonara en París. Le cuento con todo detalle mi sueño erótico de la víspera. ¿Por qué todas las mujeres que amo tienen los pies tan fríos?
Jean-Georges y Matilda se unen a nosotros para cenar. Parecen muy prendados el uno del otro. Han descubierto que ambos han perdido a su padre este año.
—En mi caso no es grave porque soy una chica —dice Matilda.
—Odio a las mujeres enamoradas de su padre, sobre todo cuando está muerto —dice Jean-Georges.
—Las mujeres que nunca han estado enamoradas de su padre son frígidas o lesbianas —preciso.
Alice y Matilda bailan juntas, parecen dos hermanas un poco incestuosas. Nos pegamos a ellas. Estamos bien, la cosa podría haber degenerado, nos separamos lamentándolo, pero nos reencontramos en nuestras habitaciones.
Antes de dormirme, cometo por fin un acto revolucionario: me quito el reloj. Para que el amor dure para siempre, basta vivir fuera del tiempo. Es el mundo moderno el que mata el amor. ¿Y si nos instaláramos aquí? Aquí todo es barato. Mandaría por fax mis papeles a París, pediría anticipos a diversos editores, de vez en cuando mandaría una campaña de publicidad por DHL…
Y nos aburriríamos mortalmente.
Maldita sea, la angustia ha vuelto. Siento cómo se acerca el peligro. Estoy hasta las narices de ser yo. Me gustaría que alguien me dijera qué es lo que deseo. Es cierto que, de vez en cuando, nuestra pasión se convierte en ternura. ¿Acaso la maquinación ha vuelto a ponerse en marcha? Hay que empujar las endorfinas. La quiero y sin embargo me asusta que nos aburramos. A veces, jugamos a ser aburridos expresamente. Me dice:
—Bueno… Me voy a comprar… Hasta luego.
Le respondo:
—Y luego iremos a dar un paseo…
—A recoger un poco de romero…
—Comer en la playa…
—Comprar los periódicos…
—No hacer nada…
—O suicidarnos…
—La muerte más bonita en Formentera es caerse de la bicicleta, como la cantante Nico.
Pienso que si bromeamos sobre esta cuestión, significa que no es tan grave.
El suspense aumenta. Dentro de cuatro días hará tres años que vivo con Alice.