Bueno, vale, cuando Alice abandonó a Antoine, y cuando nos fuimos a vivir juntos a la rue Mazarine (la calle en la que Antoine Blondin murió), no os negaré que a veces sufría crisis de angustia. La felicidad es mucho más espantosa que la infelicidad. Haber logrado lo que más deseaba en este mundo me colmó de alegría, y, al mismo tiempo, me hundió en un mar de dudas. ¿Volvería a cometer los mismos errores? ¿Acaso sólo era un romántico cíclico? Ahora que ella estaba conmigo, ¿la deseaba realmente? ¿Me volvería demasiado tierno? ¿Llegaría a aburrirme con ella? ¿Cuándo iba a dejar de comerme el coco de una vez por todas, joder?
Antoine quería matarme, matarla, matarse. Nuestra pareja se levantaba sobre las cenizas de un doble divorcio, como si fuera necesario encarnizarse en dos sacrificios humanos para construir un nuevo amor. Schumpeter lo llamaba la «destrucción creadora», pero Schumpeter era economista, y los economistas raramente son sentimentales. Destruimos dos matrimonios para permanecer juntos, igual que el virus informático absorbe la energía de sus víctimas para poder crecer. La felicidad es algo tan monstruoso que, si no te mata, exigirá que por lo menos cometas algunos asesinatos.
Jean-Georges se ha reunido conmigo en Formentera. Juntos, arreglamos el mundo y visitamos a los peces debajo del mar. Está escribiendo una obra de teatro, así que bebe tanto como yo.
Poema para leer en estado de embriaguez:
En Formentera
fermentarás.
Nos cruzamos con viejas parejas de hippies colgados, que siguen juntos, aquí, desde los años sesenta. ¿Cómo consiguen aguantar tanto tiempo? Me conmueven. Les compro hierba. Con Jean-Georges, empinamos el codo mientras jugamos al billar. Me cuenta sus amores. Acaba de conocer a la mujer de su vida, es feliz, por primera vez.
—Amar: no vivimos para nada más —dice.
—¿Y tener hijos?
—¡Ni hablar! ¿Dar a luz a alguien en semejante mundo? ¡Criminal! ¡Egoísta! ¡Narcisista!
—Yo, a las mujeres, les hago algo mejor que un hijo: les hago un libro —proclamo, levantando el dedo.
Miramos de reojo a la camarera. Está para comérsela, lleva un bolero, su piel mate es ligeramente vellosa, grandes ojos oscuros, cuerpo arqueado, salvaje como una squaw.
—Se parece a Alice —digo—. Si me acostara con ella, sería como serle fiel.
Alice se ha quedado en París, y se reunirá con nosotros dentro de una semana.
Dentro de seis días hará tres años que vivo con ella.