—¿Cuánto tiempo hacía que no nos veíamos? —le pregunté a Anne, moviendo un poco la mesa del restaurante para que pudiera sentarse. Antes, nos gustaba cenar el uno al lado del otro en esta misma brasserie, pero antes era antes, y esta noche cenamos el uno frente al otro.
Ella me mira con curiosidad antes de responder:
—Cuatro meses, una semana, tres días, ocho horas y —lo dice comprobando su reloj— dieciséis minutos.
—Y cuarenta y tres segundos, cuarenta y cuatro, cuarenta y cinco…
Empezamos llenando la conversación con todas esas cosas que permiten evitar lo esencial: nuestro trabajo, nuestros amigos, nuestros recuerdos. Como si todo lo que ha pasado no hubiera ocurrido. Pero Anne se da perfecta cuenta de que no soy feliz, y la hace infeliz comprobar que ella no es la causa de dicha infelicidad. Cuando llega el postre, nerviosa, se muestra un poco agresiva conmigo:
—Bueno, no creo que me hayas invitado a cenar para contarme historias de viejos amigos. ¿Qué querías decirme?
—Bueno… Quedan algunas cosas tuyas en casa y me preguntaba si querrías pasar a recogerlas. Y, al mismo tiempo, bueno, podríamos aprovechar para pasar el fin de semana juntos y ver si…
—¿Cómo? ¿Estás mal de la cabeza o qué? ¡Estamos divorciados, querido! ¡Me doy perfecta cuenta de que no es de mí de quien estás enamorado, y además, mierda, no soy un juguete del que puedas disponer cuando quieras!
—¡Shhh! No hables tan fuerte…
Me dirijo a nuestros vecinos de mesa.
—Estamos divorciados, acabo de proponerle pasar un fin de semana juntos y se ha negado. Ya está, ya lo saben todo. ¿Pueden dejar de escuchar, ahora? ¿O es que su vida con ese petardo que tiene delante es tan sumamente birriosa que necesita escuchar las vidas de los demás?
El vecino se levanta, yo también, nuestras mujeres intervienen para separarnos, en resumen: que este libro tiene acción. Luego pago la cuenta y salimos del restaurante. Fuera, todavía es más de noche que hace un rato. En la calle, damos algunos pasos riéndonos. Le pido perdón. Me dice que vale. Parece aceptar esta ruptura mejor que yo.
—Marc, es demasiado tarde. Hemos llegado a un punto de no retorno. Estoy enamorada de otra persona, y tú también: no tenemos nada más que hacer juntos.
—Lo sé, lo sé, soy ridículo… Pensé que podríamos volver a intentarlo… ¿Seguro que no quieres que te acompañe?
—No, gracias, tomaré un taxi… Marc, te daré un consejo para tus relaciones con tus próximas mujeres. Tienes que aprender a ponerte en su lugar.
Y de repente, en el momento de separarnos, la emoción va en aumento. Nos aguantamos las lágrimas, pero las derramamos en el interior de nuestros rostros. No volveré a escuchar su risa de niña. Mi sucesor podrá gozar de ella en mi lugar, si es que la hace reír. Anne se ha convertido en una extraña. Nos despedimos para seguir nuestro camino, cada uno por su lado. Ella sube al taxi, cierro suavemente la puerta, ella me sonríe desde el otro lado de la ventanilla, y el coche se aleja… En una hermosa película, yo me pondría a correr detrás del taxi bajo la lluvia, y nos fundiríamos el uno en los brazos del otro en el siguiente semáforo. O sería ella la que cambiaría de opinión, de repente, y le suplicaría al taxista que detuviera el coche, como Audrey Hepburn/Holly Golighty al final de Desayuno con diamantes. Pero no estamos en una película. Estamos en la vida, donde los taxis siguen circulando.
Dejas la casa de tus padres, y luego, a veces, la casa de tu primer matrimonio, y siempre experimentas la misma pena, la de sentirte, de una vez por todas, huérfano.