40. CONVERSACIÓN EN UN PALACIO

Jean-Georges nunca me había visto en este estado. Intenta desesperadamente animar la conversación, como quien le tiende la mano a un náufrago. Estamos en el bar de un gran hotel pero ya no sé de cuál se trata porque los hemos arrasado todos. Le pregunto:

—Escucha, ¿crees que el amor dura tres años?

Me mira con una expresión compasiva.

—¿Tres años? ¡Eso es mucho! ¡Qué horror! ¡Con tres días hay más que suficiente! ¿Quién te ha metido esa estúpida idea en la cabeza, pequeño grumete?

—Al parecer se trata de una cuestión hormonal, quiero decir, bioquímica, o sea… Al cabo de tres años, se acabó, no hay nada que hacer. ¿No te parece triste?

—De eso nada, monada. El amor dura lo que tiene que durar, me da lo mismo. Pero si quieres que dure, creo que es necesario aprender a aburrirse. Hay que encontrar a la persona con la que tengas ganas de aburrirte. Ya que la pasión eterna no existe, busquemos por lo menos un tedio agradable.

—Sí, quizás tengas razón… ¿Crees que un día acabaré corriendo detrás de apariciones?

—Sí, pequeñín. Te tomas el problema al revés. Cuanto más buscas sentirte apasionado, más decepcionado te sientes cuando la cosa termina. Lo que hay que hacer es buscar el aburrimiento, así siempre te sorprenderá no estar muriendo te de asco. La pasión no puede ser «institucional», el aburrimiento debe ser lo normal, y la pasión la guinda del pastel. Ya sabes, el miedo al aburrimiento…

—Ya, se convierte en odio hacia uno mismo… Lo sé, me lo has repetido miles de veces… Pfff… Cuando veo a todas esas parejas de amigos que se odian, se aburren, se engañan, se pelean y permanecen juntos para que su matrimonio dure, no lamento haberme divorciado… Por lo menos, yo conservaré un buen recuerdo de mi historia.

—Mi pequeño granuja, no te estoy hablando de Anne sino de Alice. Fantaseas con ella cuando ni siquiera la conoces. Esa es tu enfermedad: amas a alguien a quien no conoces. ¿Crees que la soportarías si tuvieras que vivir con ella? No estés tan seguro: lo que os excita es no poder estar juntos. Yo, en tu lugar, volvería a llamar a Anne.

—¿Jean-Georges?

—¿Dime, cariñín?

—No digas tonterías. ¿Nos tomamos otro par de copas?

—OK, tú pagas.

—Jean-Georges, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Adelante.

—¿Tú nunca has sufrido mal de amores?

—No, ya lo sabes. Nunca he estado enamorado. Ésa es mi gran desgracia.

—A veces me das envidia. Yo nunca he conseguido PERMANECER enamorado, que es peor.

Su silencio me ha hecho lamentar haberle hecho esta pregunta. Una nube vela su desviada mirada. Su voz se vuelve más grave:

—Deja de intercambiar los papeles, cabroncete. Yo soy el que te envidia, lo sabes perfectamente. Yo sufro desde que nací. Tú descubres ahora un dolor que me encantaría conocer. Cambiemos de tema, si no te molesta.

Ya está, mi desgracia es contagiosa. Ahora somos dos los que estamos tristes, menudo negocio.

—¿Crees que soy un cabrón?

—No, claro que no. Estás pasando por tu fase de aprendizaje, sólo eres un pequeño aficionado, bizcochito mío. Aún tienes que progresar. En cambio…

—¿En cambio qué?

—En cambio, eres un auténtico mariconazo y ahora mismo te voy a dar por el pequeño orificio.

En ese momento, el muy cabrón me agarra y rodamos por el suelo volcando la mesa, las copas y los sillones entre una gran carcajada, mientras el camarero busca frenéticamente en el listín telefónico las urgencias psiquiátricas del Hospital Sainte-Anne.