38. CORRESPONDENCIA (III)

Cuarta carta a Alice:

«Querida avestruz:

Pienso en ti a todas horas. Pienso en ti por la mañana, caminando entre el frío. Camino despacio a propósito para poder pensar en ti durante más tiempo. Pienso en ti por la noche, cuando te echo de menos en medio de las fiestas, en las que me emborracho para pensar en otra cosa que no seas tú, con el efecto contrario. Pienso en ti cuando te veo y también cuando no te veo. Me gustaría tanto hacer otra cosa que pensar en ti, pero no lo consigo. Si conoces algún truco para poder olvidarte, házmelo saber.

Acabo de pasar el peor fin de semana de mi vida. Nunca había echado de menos tanto a alguien. Sin ti, mi vida es una sala de espera. ¿Hay algo más horrible que una sala de espera de hospital, con sus luces de neón y el linóleo del suelo? ¿Es humano hacerme esto? Además, en mi sala de espera, estoy solo, no hay otros heridos graves con sangre derramándose para tranquilizarme, ni revistas sobre la mesita para entretenerme, ni distribuidores de tiques numerados para esperar que mi espera llegue a su fin. Me duele mucho el estómago y nadie me cura. Estar enamorado es eso: un dolor de estómago cuyo único remedio eres tú.

Alice. Ignoraba que este nombre tendría tanto protagonismo en mi vida. Había oído hablar de la infelicidad y no sabía que se llamaba Alice. Alice, te quiero. Dos sintagmas inseparables. No te llamas Alice, te llamas “Alice-te-quiero”.

Tu Marc muy desanimado.»

Como estaba previsto, Alice volvió a llamarme el lunes. Me confesó que estaba loca por mí, y me prometió que nunca más volveríamos a separarnos. La desnudé suavemente en un apartamento prestado por un amigo. Decir que nuestro reencuentro fue agradable es decir poco. Aquella tarde de placer podría servir de muestra en Sèvres en la sección «placer sexual de muy alto nivel entre dos seres humanos de sexos complementarios». Luego, contrariamente a su promesa, me dejó hacia las nueve de la noche, agotada, y volví a encontrarme solo, dispuesto a enfrentarme al paso de las horas.