Estoy aquí, como cada noche, en el último rincón del mismo café, buscando una solución. Por más que me repita que estoy muerto, sigo estando vivo. He estado a punto de morir muchas veces: atropellado por un coche (pero lo esquivé por los pelos), tirándome al vacío de un edificio (pero logré agarrarme a las ramas de un árbol), contaminado por un virus (pero me puse un preservativo). Lástima. Morir me habría venido la mar de bien. Antes de mi descenso a los infiernos, la muerte me asustaba. Hoy me liberaría. Es más: no consigo comprender por qué a la gente la entristece tanto morir. La muerte nos depara más sorpresas que la vida. En adelante, espero el día de mi muerte con impaciencia. Me encantaría abandonar este mundo y saber finalmente qué hay más allá. Los que temen a la muerte no son serios.
Mi problema es que tú eres la solución. Son las personas más cínicas y las más pesimistas las que se enamoran más violentamente, ya que eso les conviene. Mi cinismo tenía prisa en ser desmentido. Los que critican el amor son sobre todo aquellos que más lo necesitan: en el fondo de todo Valmont hay un incorregible romántico que está pidiendo a gritos sacar su mandolina.
Y no hay vuelta de hoja, ya está, vuelta a empezar, la trampa vuelve a cerrarse, la maquinación se pone en marcha. Vuelvo a desear una casa grande con un soleado jardín, o la melodía de la lluvia sobre el tejado al final de la jornada, ganas de recoger un ramo de violetas, soledad junto a ella, lejos de la ciudad para hacer el amor una y otra vez, hasta reventar de alegría, hasta llorar de placer, caricias para consolarse de estar tan bien juntos, melón helado y jamón de Parma, Florencia, Milán, mientras haya tiempo…