35. SUAVE ES LA NOCHE

Desde que decidí acabar con la noche, salgo cada noche; bien tengo que despedirme. Empieza a saberse que estoy solo. Un soltero omnisexual de mi edad, en París, en 1995, resulta tan difícil de encontrar como un indigente en el Palace Hotel de Gstaad. La gente no es consciente de que me estoy muriendo de pena porque siempre he sido bastante flaco, incluso cuando las cosas me iban bien. Me dejo ver un poco por todas partes, luciendo mi desesperación. Esta noche, una vez más, Alice me ha comunicado que ya no podía mentirle más a su marido y que me abandonaba. Por regla general, suele abandonarme el viernes por la noche para no sentirse culpable durante el fin de semana, y luego me vuelve a llamar el lunes por la tarde. Así que telefoneé a Jean-Georges para preguntarle si quería que llevase vino para la cena o algo de postre.

Decidí engañar a Alice con su mejor amiga. Julie no se hizo de rogar para acompañarme a la cena: le conté que estaba fatal y comprobé que ninguna mujer se resiste cuando el hombre de su mejor amiga le dice que está fatal. Eso debe de reavivar en su fuero interno el sentido del deber, la sacrificada enfermera, la Hermanita de los Pobres latente que llevan dentro.

Julie es muy sexy, ése es su mayor problema. Se queja a todas horas de que los chicos no se enamoran de ella. Es cierto que tienen una desagradable tendencia a querer acorralarla para efectuar sobre ella una palpación mamaria, incluso global. No la respetan demasiado pero también es culpa suya: ninguna ley la obliga a llevar siempre camisetas talla de niña de ocho años que terminan a ras de su ombligo decorado con un dorado piercing.

—Si no cedieras enseguida, quizás se enamorarían. Los tíos son como los pimientos. Hay que dejarlos macerar.

—¿Me estás diciendo que me recomiendas tratar a los tíos como Alice te trata a ti?

Y parecía tonta, Julie.

—Bueno… Bien mirado, no. Pórtate bien con los chicos, mejor compadecerse de ellos, son criaturas frágiles.

Jean-Georges se lo ha montado bien. En su casa, las almas serenas charlan en un ambiente armónico. La agresividad es desterrada de su domicilio, pese a que rebosa de artistas famosos. Actores, cineastas, modistos, pintores, e incluso artistas que todavía no saben que lo son. He comprobado que cuanto más talento tienen las personas, más amables son. Este es un principio infalible. Con Julie, nos sentamos en un sofá a comer canapés.

—¿Hace mucho que lo conoces, a Jean-Georges? —me pregunta.

—Desde siempre. No te fíes de las apariencias: esta noche apenas si me dirige la palabra, pero es mi mejor amigo, en fin, una de las únicas personas de mi sexo cuya compañía soporto. Somos como maricones que no se acuestan juntos.

—Entonces —susurra, enderezando la espalda, lo cual le permite exhibir ante mis narices sus dos globos de carne—, ¿me cuentas qué te pasa?

—Alice me ha dejado, mi mujer también, y mi abuela ha muerto. No sabía que uno pudiera llegar a sentirse tan solo.

Mientras me lamento, voy avanzando en el sofá. En una fiesta, seducir consiste básicamente en reducir distancias. Hay que conseguir ganar terreno, centímetro a centímetro, sin que se note demasiado. Si ves a una chica que te gusta, hay que acercarse (a dos metros). Si a esa distancia te sigue gustando, te pones a hablar con ella (a 1 metro). Si tus chorradas la hacen sonreír, la invitas a bailar o a tomar una copa (a 50 centímetros). Luego, te sientas a su lado (a 30 centímetros). Cuando sus ojos empiecen a brillar, deberás colocar cuidadosamente un mechón de pelo rebelde detrás de su oreja (a 15 centímetros). Si permite que le toques el pelo, háblale acercándote un poco más (a 8 centímetros). Si notas que su respiración se acelera, pega tus labios a los suyos (a 0 centímetros). Evidentemente, el objetivo de toda esta estrategia consiste en lograr una distancia negativa producida por la penetración de un cuerpo extraño en el interior de la persona en cuestión (aproximadamente 12 centímetros según la media nacional).

—Soy más desgraciado que una piedra —retomo, reduciendo la distancia que me separa de lo irreparable—. No, mucho más desgraciado que una piedra, porque nadie abandona a una piedra y porque las piedras no mueren.

—Sí…, es duro… O sea, estás flipando.

Empiezo a preguntarme qué le habrá visto Alice a esta encantadora idiota. Me habrán informado mal. No puede ser su mejor amiga. Sin embargo, prosigo con mi numerito.

—En fin… No hay escritores felices… Sólo tengo lo que me merezco.

—¿Ah, sí? ¿Por qué lo dices? ¿Escribes libros? ¿Creía que organizabas fiestas?

—Bueno… Sí, es cierto, pero publiqué, bueno, hace un tiempo, algunos textos aquí y allá, a trompicones —digo, mirándome las uñas—. Viaje al fin de Cualquier Cosa, quizás te suena.

—Eh…

—Pues lo escribí yo. También soy el autor de La insoportable Inutilidad del Ser, y en estos momentos estoy preparando Las desventuras del joven Marronier

—¿Y cuándo será tu próxima fiesta? Me enviarás una invitación, ¿verdad?

Algunas chicas tienen una mirada tan vacuna que, de pronto, tienes la sensación de ser un tren cruzando la pradera. Pero tengo que hacer un esfuerzo, si me lío con ella, Alice se morirá, hay que resistir, cueste lo que cueste.

—Sabes, Julie, el principal interés del divorcio es que te permite lavarte las manos sin que el dedo se te enganche en la pastilla de jabón…

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Sí, a causa del anillo.

—Ah… ya entiendo… Eres muy gracioso.

—¿Tienes novio en este momento?

—No. Bueno, sí, varios. Pero ninguno serio.

—Sí, igual que yo.

—No, tú estás enamorado de Alice.

—Sí, sí, pero no es tan sencillo. Creo que mi problema es que me enamoro pero no consigo permanecer enamorado.

En ese preciso instante, me sitúo a una distancia milimétrica de su boca, que parece una orla. Me pregunto si no habrá un poco de colágeno en su labio superior. Estoy a punto de llegar a una conclusión cuando ella se da la vuelta y me ofrece su mejilla. Mi gozo en un pozo.

Se acabó. Basta de historias. Me levanto y la dejo en el sofá. Pobre criatura, comprendo por qué los tíos la tratan como una maquinilla de afeitar desechable. De todos modos, aunque me tirara a esta tía delante de ti, Alice, te importaría un comino (es más: probablemente te excitaría). Sólo te quiero a ti, alguna vez tendrás que admitirlo, aunque no quieras cambiar nada de tu vida. En esta ciudad hay un tío que te quiere y que sufre, te guste o no. Repetírtelo será mi mejor modo de hacerte ceder. Seré tu amante paciente, persistente tortura, inmóvil tentación. Llámame Tántalo.

Unas horas más tarde, mientras hojeaba una vieja edición de bolsillo de Suave es la noche sentado en el suelo de la cocina, Julie flirteaba con un padre y su hijo, desencadenando una hermosa batalla familiar. Aquel fin de semana pillé una borrachera del copón. No salimos de casa de Jean-Georges en tres días. Nos alimentamos exclusivamente a base de Chipsters y de Four Roses. Sólo escuchamos un disco: Rubber Soul, de los Beatles. En un momento dado, creo recordar que Julie compuso una canción al piano. Yo me levantaba cada tres horas para volver a beber, ya que, por más que se diga, la mejor manera de no echar de menos algo es olvidarlo.