De todos modos, debería explicaros cómo me morí. ¿Os acordáis de Rebelde sin causa, con James Dean? En aquella película, una pandilla de jóvenes cretinos se divierte circulando a toda pastilla, en coche, hacia un precipicio. Le llaman «chicken run» (la «carrera de los cobardes»). El juego consiste en frenar lo más tarde posible. El que frena más tarde es el más macho de la pandilla. Digamos que el tamaño de su kiki es proporcional al lapso que va a dejar transcurrir antes de frenar. Por supuesto, el invento no falla: uno de esos idiotas acaba su carrera en el fondo del acantilado, dentro de un Chevrolet convertido en un compacto amasijo de chatarra. Pues bien, cuanto más avanzábamos Alice y yo en nuestra aventura, más nos dábamos cuenta de que éramos como esos rebeldes sin causa. Acelerábamos hacia un precipicio, pisando el pedal. Entonces todavía no sabía que sería yo el cretino que iba a frenar demasiado tarde.
Cuando llevas una doble vida, la regla básica es no enamorarte. Te ves en secreto, por puro placer, para evadirte, para estremecerte. Te sientes como un héroe sin demasiado esfuerzo. ¡Pero los sentimientos no tienen nada que ver en el asunto! No hay que mezclar las cosas. Acabaríamos confundiendo el placer con el amor. Correríamos el riesgo de no saber dónde empieza lo uno y termina lo otro.
Si Alice y yo caímos en esa trampa fue por una razón muy sencilla: cuanto más enamorado estás, más agradable es hacer el amor. A las mujeres eso les hace sentir que los preliminares duran más, y a los hombres que transcurren más deprisa. Eso fue lo que nos perdió. Teníamos gustos caros. Interpretamos la comedia del romanticismo sólo para poder disfrutar más. Y acabamos por creérnosla. En amor, no existe mejor método que el de la autosugestión consciente: lástima que sólo funcione en una dirección. Una vez ha cristalizado, es demasiado tarde para volver atrás. Creíamos estar interpretando nuestro papel, y estábamos en lo cierto, pero estábamos jugando con fuego. Nos encontramos en el vacío del precipicio, como esos personajes de dibujos animados que miran al espectador, y luego el vacío debajo sus pies, y luego, de nuevo a los espectadores, antes de caer definitivamente. «¡Esto es todo, amigos!»
Recuerdo que cuando Anne y yo estábamos separados, fueran cuales fueran las fiestas a las que acudía, sólo me tropezaba con gente que me preguntaba con un rictus hipócrita dónde estaba Anne, qué era de Anne, por qué no había venido Anne, y cómo le iban las cosas a Anne. Tenía varias respuestas, a elegir:
—Trabaja hasta muy tarde.
—Ah, ¿no está aquí? Precisamente la estaba buscando, he quedado con mi mujer.
—Entre nosotros, ha hecho bien en no acudir a esta mierda de fiesta: debería haberle hecho caso, tiene un sexto sentido para detectar los planetes malos, ah, perdón, tú eres el anfitrión…
—¿Anne? ¡Estamos tramitando el divorcio! Ja, ja. Es broma.
—Trabaja demasiado.
—Todo va bien: tengo permiso hasta la medianoche.
—Está en un seminario de trabajo con la selección de fútbol del Congo.
—¿Anne? ¿Anne qué? ¿Marronier? ¡Qué coincidencia, tenemos el mismo apellido!
—Anne está en el hospital… Un accidente terrible… Entre gritos de dolor insoportable, me ha suplicado que me quedara a su lado, pero por nada del mundo me habría perdido esta simpática velada. ¿No te parece que estos huevos de salmón están exquisitos?
—Por otro lado, con lo que está trabajando, pronto estaré forrado.
—El matrimonio es una institución que no funciona como es debido.
—¿Dónde está Alice? ¿Conoces a Alice? ¿No habrás visto a Alice? ¿Crees que Alice vendrá?
En cambio, cada vez que oía el nombre de «Alice» pronunciado en alguna parte, me sentaba como una puñalada.
—Queridos amigos, ¿tendríais la bondad de no pronunciar ese nombre en mi presencia, por favor?
Gracias de antemano, Yo.
El paraíso son los demás, pero no hay que abusar de él. Oía cada vez más comentarios maledicientes que hacían referencia a Anne y a mí. Por supuesto, tachaba los que hablaban de mí: ya circulaban mucho antes de ser verdad. No era ningún ingenuo respecto a la envidia de la gente y a la superficialidad de los noctámbulos, pero de ahí a meterse con Anne, casi sentí asco. En mi caso, si salía de noche, era para que mi vida se ralentizara. Porque no soportaba que la existencia pudiera detenerse a las ocho de la noche. Quería robar horas de existencia a los que se acostaban temprano. Pero esta vez era demasiado. Ya no volvería a salir. Me daba cuenta de que odiaba a toda esa gente que se alimentaba de mi desgracia. Yo también había sido como ellos, un carroñero. Pero se había acabado: ya no me hacía gracia. Esta vez quería aprovechar mi oportunidad, siempre y cuando fuera posible. Tendrían que apañárselas sin mí. Me fui de las revistas en las que escribía crónicas de sociedad.
Adiós, falsos amigos del mundillo parisino, no os echaré de menos. Continuad sin mí vuestro lento proceso de putrefacción, no os lo reprocharé, al contrario, os compadezco. Aquí lo tenéis, el gran drama de nuestra sociedad: ni siquiera los ricos son dignos de envidia. Son gordos, feos, vulgares, sus mujeres son adictas a los liftings, van a la cárcel, sus hijos se drogan, tienen gustos horteras, posan para Gala. Los ricos de hoy han olvidado que el dinero es un medio, no un fin. Ya no saben qué hacer con él. Cuando eres pobre, por lo menos puedes pensar que todo podría arreglarse con dinero. Pero cuando eres rico, no puedes pensar que con una nueva casita en el Midi, otro coche deportivo, un par de zapatos de doce mil del ala o un maniquí suplementario, todo se arreglará. Cuando eres rico, ya no hay excusas. Esa es la razón por la cual todos los millonarios toman Prozac: porque ya no hacen soñar a nadie, ni siquiera a sí mismos.
Escribir sobre la vida nocturna era un círculo vicioso del cual me había convertido en prisionero. Pillaba una cogorza tras otra para contar la última vez que había pillado una cogorza. Se acabó, afrontemos finalmente la luz del día. Veamos, ¿qué artículos podría escribir un parásito en paro? Imaginad al conde Drácula en pleno día: ¿a qué podría dedicarse? ¿En qué se reciclan los chupasangres?
Y así fue como me convertí en crítico literario.