Hubo muchas citas clandestinas en la place Dauphine. Muchas cenas a escondidas en Chez Paul o el Delfino. Incontables horas robadas a la tarde en el Hotel Henri-IV. Al final, el recepcionista nos conocía tanto que nos ahorraba su sonrisa y la pregunta fatídica: «¿El señor y la señora no llevan equipaje?», ya que reservábamos nuestra habitación por meses. La habitación 32. Cuando la abandonábamos, olía a amor.
Entre orgasmo y orgasmo, no podía evitar preguntarte:
—Maldita sea, Alice, te amo desde la punta de los pies hasta el último cabello. ¿Dónde vamos a ir a parar?
—No lo sé.
—¿Crees que vas a abandonar a Antoine?
—No lo sé.
—¿Quieres que vivamos juntos?
—No lo sé.
—¿Prefieres que sigamos como amantes?
—No lo sé.
—¿Pero cómo vamos a terminar, maldita sea?
—No lo sé.
—¿Por qué no dejas de decir «No lo sé»?
—No lo sé.
Era demasiado racional. «No lo sé» era una frase que iba a escuchar a menudo, intuía que valía más que me fuera acostumbrando a ella.
Sin embargo, a veces ocurría que perdía toda mi sangre fría.
—¡Déjalo! ¡DÉJALO!
—¡Para! ¡DEJA DE PEDÍRMELO!
—¡Haz como yo y divórciate! ¡MIERDA!
—Eso nunca. Me asustas demasiado, siempre te lo he dicho. Nuestro amor es hermoso porque es imposible, lo sabes muy bien. El día en que esté disponible, dejarás de estar enamorado de mí.
—¡FALSO! ¡FALSO! ¡ES ABSOLUTAMENTE FALSO!
Pero, en mi fuero interno, yo temía que estuviera diciendo la verdad. Los sordos dialogaban mejor que nosotros.