A la tercera fue la vencida. Gracias al servicio de Correos: el teléfono, el fax o Internet no superarán jamás en belleza novelesca el viejo y entrañable peligro de la relación epistolar.
«Querida Alice:
Te esperaré todas las tardes a las siete, en un banco de la place Dauphine. Vengas o no vengas, yo estaré allí, siempre, a partir de esta tarde.
Marc.»
El lunes te esperé bajo la lluvia. El martes te esperé bajo la lluvia. El miércoles no llovió, y viniste. (Parece una canción de Yves Duteil.)
—¿Has venido?
—Sí, eso parece.
—¿Por qué no viniste el lunes o el martes?
—Llovía…
—No sé lo que me impide… regalarte un paraguas.
Sonreíste. Fantasmilla escondida detrás de una melena anunciadora de placeres abstrusos. Manga de rostro claro con labios que me sonreían sin sopesar los pros y los contras. Te cogí de la mano como quien toma un objeto precioso. Y luego se produjo un silencio incómodo, de circunstancias, que quise romper:
—Alice, creo que es grave…
Pero no me dejaste:
—Cállate…
Y luego te inclinaste para besarme en los labios. No era posible, ¿estaba soñando? ¿Todavía podía ocurrirme algo tan delicado?
Quise volver a hablar:
—Alice, todavía estamos a tiempo de echarnos atrás, rápido, porque después será demasiado tarde y yo voy a amarte con una fuerza tremenda, y tú no me conoces, en estos casos me convierto en una persona lamentable…
Pero esta vez es tu lengua la que me interrumpe y todos los violines de todas las más hermosas películas de amor sólo son un escupitajo de miserables chirridos comparados con la sinfonía que suena en mi cabeza.
Y si os parezco ridículo, que os den por el saco.