30. CORRESPONDENCIA (II)

A la tercera fue la vencida. Gracias al servicio de Correos: el teléfono, el fax o Internet no superarán jamás en belleza novelesca el viejo y entrañable peligro de la relación epistolar.

«Querida Alice:

Te esperaré todas las tardes a las siete, en un banco de la place Dauphine. Vengas o no vengas, yo estaré allí, siempre, a partir de esta tarde.

Marc.»

El lunes te esperé bajo la lluvia. El martes te esperé bajo la lluvia. El miércoles no llovió, y viniste. (Parece una canción de Yves Duteil.)

—¿Has venido?

—Sí, eso parece.

—¿Por qué no viniste el lunes o el martes?

—Llovía…

—No sé lo que me impide… regalarte un paraguas.

Sonreíste. Fantasmilla escondida detrás de una melena anunciadora de placeres abstrusos. Manga de rostro claro con labios que me sonreían sin sopesar los pros y los contras. Te cogí de la mano como quien toma un objeto precioso. Y luego se produjo un silencio incómodo, de circunstancias, que quise romper:

—Alice, creo que es grave…

Pero no me dejaste:

—Cállate…

Y luego te inclinaste para besarme en los labios. No era posible, ¿estaba soñando? ¿Todavía podía ocurrirme algo tan delicado?

Quise volver a hablar:

—Alice, todavía estamos a tiempo de echarnos atrás, rápido, porque después será demasiado tarde y yo voy a amarte con una fuerza tremenda, y tú no me conoces, en estos casos me convierto en una persona lamentable…

Pero esta vez es tu lengua la que me interrumpe y todos los violines de todas las más hermosas películas de amor sólo son un escupitajo de miserables chirridos comparados con la sinfonía que suena en mi cabeza.

Y si os parezco ridículo, que os den por el saco.