29. DIETA DEPRESIVA

Estar solo se ha convertido en una enfermedad vergonzosa. ¿Por qué todo el mundo huye de la soledad? Porque obliga a pensar. En nuestros días, Descartes ya no escribiría «Pienso, luego existo». Diría: «Estoy solo, luego pienso.» Nadie desea la soledad porque te deja demasiado tiempo para pensar. No obstante, cuanto más piensa uno, más inteligente es, o sea, más triste.

Pienso que nada existe. Ya no creo en nada. No me sirvo a mí mismo para nada. Mi vida no tiene ninguna utilidad. ¿Qué dan esta noche en la tele por cable?

La única buena noticia: la infelicidad adelgaza. Nadie habla de este tipo de dieta, que, sin embargo, es la más eficaz. La dieta depresiva. ¿Te sobran unos kilos? Divórciate, enamórate de alguien que no te corresponde, vive solo y recréate en tu tristeza durante todo el día. Tu sobrecarga ponderal pronto desaparecerá, como la nieve bajo el sol. Recuperarás un cuerpo esbelto, y podrás disfrutar de él, siempre y cuando sobrevivas.

Lástima que esté enamorado, ni siquiera puedo disfrutar de mi recién estrenado celibato. Cuando era estudiante, me encantaba estar solo. Todas las mujeres me parecían hermosas. «No existen mujeres feas, sólo vasos de vodka demasiado pequeños», solía repetir. No se trataba sólo de las opiniones de un alcohólico en cierne sino que lo pensaba de verdad. «Todas las mujeres tienen algo, aunque sólo sea un silencio divertido, un suspiro distraído, el movimiento de un tobillo, un mechón de pelo rebelde. Incluso el peor de los cardos encierra un tesoro oculto. ¡Hasta la humorista Mimie Mathy, si me apuras, tienes su punto!» Entonces estallaba en una sonora carcajada, la que utilizo para subrayar mis propios chistes, la de antes de que descubriera la auténtica soledad.

Desde entonces, en cuanto me tomo unas copas de alcoholes destilados, refunfuño solo, como un vagabundo. Me hago una paja en una cabina de proyecciones vídeo, en el número 88 de la rue Saint-Denis. Zapeo entre 124 películas porno. Un tío se la chupa a un negro de 30 cm. Zap. Una chica atada recibe cera sobre la lengua y descargas eléctricas sobre su coño rasurado. Zap. Una rubia de bote y con tetas de silicona se traga un buen chorro de esperma. Zap. Un tío encapuchado le perfora los pezones a una holandesa que grita «Yes, Master». Zap. Una joven e inexperta amante deja que le metan un enorme vibrador en el ano y otro en la vagina. Zap. Triple eyaculación facial sobre dos lesbianas con pinzas de tender la ropa en los pechos y el clítoris. Zap. Una obesa preñada. Zap. Doble penetración. Zap. Pipí en la boca de una tailandesa atada con cuerda. Zap. Mierda, ya no me quedan monedas de 10 francos y todavía no me he corrido, demasiado borracho para conseguirlo. Hablo solo en el sex-shop mientras agito los brazos. Me compro un pequeño frasco de poppers. Me gustaría ser amigo de esos borrachos de la rue Saint-Denis que, tambaleándose, gritan que, en otros tiempos, las mujeres más hermosas del mundo se rendían a sus pies. Pero no me aceptan en su cofradía: más bien tienen ganas de romperme la cara, quizás para enseñarme en qué consiste tener auténticas razones para sufrir. Así que, arrastrándome, regreso a casa, con el rostro inundado de poppers derramado, apestando de pies y boca, hacía años que no estaba tan borracho, con unas ganas terribles de vomitar y de cagar al mismo tiempo, imposible hacer las dos cosas a la vez, hay que elegir. Elijo evacuar primero mi diarrea, sentado en el retrete, una salsa infecta y pestilente salpica la loza, pero, de repente, el deseo de arrojar es demasiado intenso, me doy la vuelta para vomitar una bilis ácida que me arranca la garganta en la taza, a cuatro patas y con el culo desnudo entre olor a desinfectante, y he aquí que la cagalera vuelve con fuerzas renovadas y acabo proyectando un litro de mierda líquida y apestosa sobre la puerta mientras lloro y llamo a mi madre.