Primera carta a Alice:
«Querida Alice:
Eres maravillosa. No veo por qué, con el pretexto de que te llamas Alice, nadie puede decirte que eres una maravilla.
La cabeza me da vueltas. Deberían prohibir a las mujeres como tú acudir a los entierros de mis abuelas. Perdona estas breves palabras. Es la única oportunidad de permanecer a tu lado este fin de semana.
Marc.»
Ninguna respuesta.
Segunda carta a Alice:
«Alice:
Veamos, ¿acaso va a resultar que eres la mujer de mi vida?
Algo nos está ocurriendo, ¿verdad?
Dices que tienes miedo. Y yo, entonces, ¿qué debería decirte? Crees que estoy jugando cuando, en realidad, nunca he hablado más en serio.
No sé qué debo hacer. Me gustaría verte pero sé que no debo. Anoche cumplí el débito conyugal pensando en ti. Es indigno. Has trastocado mi vida, no quiero trastocar la tuya. Esta será mi última carta, pero pasará mucho tiempo antes de que te olvide.
Marc.»
Post scriptum: «Cuando mientes, cuando le dices a una mujer que la amas, puedes creer que estás mintiendo, pero algo te ha impulsado a decírselo, por consiguiente es verdad» (Raymond Radiguet).
Ninguna respuesta. No fue mi última carta.