24. BELLEZA DE LOS PRINCIPIOS

En el transcurso de una de nuestras citas clandestinas, después de haber hecho el amor tres veces seguidas gritando de placer en el Hotel Henri-IV (plaza Dauphine), invité a Alice al Café Beaubourg. Ignoro el motivo, ya que odio ese lugar lúgubre, como todos los cafés de diseño. El café de diseño es un invento de los parisinos para aparcar a los provincianos y almorzar tranquilamente en el Café de Flore. Al salir a la plaza, delante de la fábrica Georges Pompidou, nos detuvimos debajo del Genitron, ese reloj que va descontando los segundos que nos separan del año 2000.

—¿Te das cuenta, Alice? Este reloj simboliza nuestro amor.

—¿Qué estás diciendo?

—La cuenta atrás ha comenzado… Un día, te aburrirás, te hartarás de mí, me reprocharás que no haya bajado la tapa del retrete, me pasaré la noche delante de la tele hasta que termine la programación, y tú me engañarás como estás engañando a Antoine en estos momentos.

—Ya estamos otra vez… ¿Por qué te resistes a disfrutar del momento presente en lugar de angustiarte por nuestro futuro?

—Porque no tenemos futuro. Mira cómo caen los segundos, nos aproximan a la infelicidad… Sólo tenemos tres años para amarnos… Hoy todo parece maravilloso, pero, según mis cuentas, todo habrá terminado entre nosotros el… 15 de marzo de 1997.

—¿Y si te dejara ahora mismo para ganar tiempo?

—No, espera, no he dicho nada…

Fue en aquel momento cuando me di cuenta de que habría estado más guapo calladito en lugar de soltar mis teorías de pacotilla.

—Eh… —continué—, ¿y no te parecería mejor abandonar a Antoine? Así podríamos instalarnos en la Casa de la Pradera, y ver crecer a nuestros hijos en el Jardín Encantado…

—Sí, eso es, encima, ¡tómame el pelo! Muy amable, ¿pero por qué siempre tienes que estropear nuestros buenos momentos con tus ataques de melancolía?

—Amor mío, si un día me engañas, te prometo dos cosas: en primer lugar, me suicidaré, y luego te montaré una escena que no olvidarás fácilmente.

Así avanzábamos, pareja ilegítima, paseantes escondidos, juntos, mirándonos a los ojos, pero nunca cogidos de la mano, por si nos tropezábamos con amigos de nuestros respectivos.

Con ella descubrí la dulzura. Tomé lecciones de naturalidad, lecciones de vida. Creo que eso fue lo que me sedujo de Alice. Con el primer matrimonio, buscas la perfección; con el segundo, buscas la verdad.

Lo más hermoso de una mujer es que sea sana. Me gusta que respire Salud, ¡esa cárcel de placer! ¡Quiero que tenga ganas de correr, de reír a carcajadas, de hartarse de comer! Dientes tan blancos como el blanco de los ojos, una boca fresca como una cama grande, labios cereza en los que cada beso es una joya, una piel tersa como la de un tam-tam, senos redondos como bolas de petanca, clavículas delgadas como alas de pollo, piernas doradas como la Toscana, un culo respingón como una mejilla de bebé, y sobre todo, sobre todo, NADA DE MAQUILLAJE. Debe oler a leche y a sudor más que a perfume o a cigarrillo.

La prueba definitiva es la piscina. Las personas se delatan junto a una piscina: una intelectual leerá debajo de su sombrero, una deportista organizará un partido de waterpolo, las narcisistas cuidarán su bronceado, las hipocondríacas se embadurnarán con protección total… Si, junto a una piscina, encuentras a una mujer que se niega a mojarse el pelo para no despeinarse, huye. Si se lanza de cabeza entre risas, lánzate de cabeza tú también.

Creedme: lo intenté todo para no enamorarme. Poneos en mi lugar: gato escaldado del agua huye. Pero no podía dejar de pensar en Alice. A ratos la odiaba de verdad, me parecía ridícula, un adefesio, cobarde, vulgar, un enorme ganso falsamente romántico que quería conservar su confortable vida de mierda, una cobardica miserable y egoísta, una Olivia (la mujer de Popeye) antipática, estúpida, de voz chillona y gustos de fashion victim. Y, al cabo de un minuto, miraba su fotografía o escuchaba su adorable y tierna voz por teléfono, o bien ella se me aparecía y me sonreía, y caía rendido a sus pies, deslumbrado por tanta belleza elegante, de ojos vertiginosos, de piel suave, de largos e ingrávidos cabellos, era una planta silvestre, una morenaza indomable, una ardiente india, una Esmeralda (la mujer de Quasimodo) y, Dios mío, cómo le daba gracias al cielo por haberme concedido la suerte de conocer a semejante criatura.

He aquí una prueba muy sencilla para saber si estás enamorado: si al cabo de cuatro o cinco horas sin tu amante empiezas a echarla de menos, es que no estás enamorado, si lo estuvieras, diez minutos de separación habrían sido suficientes para convertir tu vida en algo rigurosamente insoportable.