22. REENCUENTRO

La segunda vez que vi a Alice fue en un aniversario cualquiera cuya descripción sólo nos haría perder el tiempo. En resumen, una amiga de Anne acababa de envejecer un año y consideró necesario celebrar el acontecimiento. Cuando reconocí la ágil silueta de Alice (su piel frágil aunque elástica), estaba sirviéndole una copa de champán a Anne. Seguí sirviendo hasta llenar su copa más allá del límite, inundando así la alfombra. Alice brindaba con su marido. Mi rostro se puso de color granate. Me soplé mi whisky de un trago. Tuve que mirarme los pies para poder andar sin tropezar. Eso me permitió esconder mi rubor detrás del flequillo. Huyendo de mi esposa, me abalancé hacia los servicios para comprobar mi peinado, mi afeitado, quitarme las gafas, sacudirme la caspa de los hombros, arrancarme un pelo que sobresalía de mi aleta nasal izquierda. ¿Qué hacer? ¿Ignorar a Alice? Para ligarse a las chicas guapas es necesario no dirigirles la palabra. Hay que actuar como si no existieran. Pero ¿y si se marcha? No volver a ver a Alice ya suponía bastante suplicio para mí. Era necesario, pues, hablarle sin hablarle. Regresé al salón y volví a pasar delante de Alice fingiendo no haberla visto.

—¡Marc! ¿Ya no saludas?

—¡Oh, Alice, qué casualidad! ¡Perdóname, no te había reconocido! Yo… estoy… contento… de… volver… a verte.

—¡Yo también! ¿Qué tal te va?

Se mostraba superficial, indiferente, y parecía salir de una pesadilla, mirando hacia otra parte.

—¿Te acuerdas de Antoine, mi marido?

Apretón de manos congelado.

—¿No piensas presentarnos a tu mujer?

—Bueno… Creo que está en la cocina ayudando a poner las velas del pastel…

Justo cuando terminaba la frase, las luces se apagaron y el cumpleaños feliz fue entonado, y Alice desapareció en medio de la adversidad.

Vi cómo cogía la mano de Antoine y se alejaron como si se desplazaran sobre una plataforma mecánica, mientras la anfitriona se reía de su propio envejecimiento entre los aplausos de amigas de, más o menos, su misma edad.

Tú que me lees, seguro que habrás visto por la tele voladuras controladas de edificios: ya sabes a lo que me refiero, cuando se destruye un edificio con dinamita. Tras unos segundos de cuenta atrás, vemos cómo el edificio se tambalea y luego se viene abajo como un hojaldre entre una nube de polvo y cascotes. Eso fue exactamente lo que sentí.

Alice y Antoine se dirigían hacia la salida. Era necesario hacer algo. Veo de nuevo toda la escena a cámara lenta como si fuera ayer. Les seguí hasta el recibidor. Allí, mientras Antoine hurgaba entre los atestados colgadores, Alice volvió hacia mí sus desbordantes ojos negros. Susurré:

—No es posible, Alice, no te reconozco… ¿Acaso no ocurrió nada, el mes pasado, en Guéthary? ¿Y mi granja de avestruces, qué voy a hacer con ella?

Su rostro su endulzó. Bajando la mirada, muy suavemente, en voz baja —tan baja que me pregunté si no lo estaba soñando—, dejó caer estas dos palabras rozándome discretamente la mano antes de desaparecer junto a su marido:

—Tengo miedo…

Mi destino estaba sellado. Por más que Anne me preguntara: «¿Pero quién era esa chica?», el edificio se reconstruía de un modo acelerado. La cinta de vídeo, como la implosión, se rebobinaba. Varias fanfarrias celebraban la inauguración. ¡Parecía la celebración de la fiesta nacional, con bailes y farolillos! ¡Discurso del alcalde de Parly 2! ¡Reportaje en directo para el circuito local de France 3! ¡La multitud se suicida de alegría! ¡Pan! ¡Pan! ¡La plebe rebosa de alboroto! ¡Muerte colectiva! ¡Fiesta Mayor de la Guyana! ¡Verbena del Templo del Sol! ¡La gente tocando palmas ahíta de felicidad! ¡El delirio, me cago en la puta!

Las fiestas más hermosas son aquellas que se celebran en nuestro interior.