Cuando una chica joven te mira como me había mirado Alice, existen dos posibilidades: o se trata de una calientapollas y estás en peligro, o bien no se trata de una calientabraguetas y el peligro es doble.
Yo era una tranquila ostra que vivía cómodo y herméticamente encerrado, y de repente llega doña Alice, me recoge, me abre la jeta y me rocía con un chorro de limón.
—Dios mío —no dejaba de repetirme—, haz que esta mujer ame a su marido, porque, de no ser así, ¡estoy de mierda hasta el cuello!
No le di señales de vida a Alice. Esperaba que el tiempo borrase esta sensación de tener el corazón encogido. Estaba en lo cierto: el tiempo difuminó mis sentimientos, pero no aquellos que yo quería. Anne pagaba los platos rotos, para mi desgracia. Hay mucha tristeza en este mundo, pero es difícil superar la que invade a una mujer cuando siente que el amor que le profesaban se marcha, oh, muy lentamente, no de la noche a la mañana, no, pero irremediablemente, como la arena del reloj de arena. Una mujer necesita que un hombre la admire para resplandecer, por lo menos yo lo veo así. Una flor necesita del sol. Anne se marchitaba ante mis ojos ausentes. ¿Qué podía hacer? El matrimonio, el tiempo, Alice, el mundo, el movimiento de los planetas, los ceñidos jerseys negros, la Europa de Maastricht, todo parecía confabularse contra nuestra inocente pareja.
Abandonaba a mi mujer, y sin embargo era a mí a quien estaba abandonando. Lo más duro no sería abandonar a Anne, sino renunciar a la belleza de nuestra historia. Me sentía como alguien que abandona un proyecto en el que creía desde hacía mucho tiempo: a la vez decepcionado y aliviado.