18. ALTOS Y BAJOS

La vida es una sitcom: una sucesión de escenas que se desarrollan siempre en los mismos decorados, con más o menos los mismos personajes, y de la que uno espera los siguientes capítulos con una impaciencia teñida de embrutecimiento. La aparición en escena de Alice en todo esto me sorprendió, un poco como si una de las protagonistas de Los Ángeles de Charlie aterrizara en el plato de Al salir de clase.

Para describir a Alice, no me andaré con rodeos: es un avestruz. Al igual que esa ave corredora, es alta, salvaje, y se esconde muy bien cuando huele el peligro. Sus interminables y delgadas piernas (en número par) soportan un busto sensual dotado de frutos arrogantes (de idéntico número). Pelo largo, negro y liso, corona un rostro intenso aunque suave. El cuerpo de Alice parece haber sido concebido exclusivamente para desestabilizar a los pobres hombres casados que no deseaban meterse en ningún lío, no deseaban otra cosa. Es lo que la diferencia del avestruz (sumado al hecho de que Alice no pone huevos de 1 kg, como más adelante tuve la ocasión de comprobar).

Recuerdo perfectamente la primera vez que nos vimos, en el entierro de mi abuela, ceremonia a la que acudí sin mi esposa, a quien las obligaciones familiares molestaban, con toda la razón. La familia ya es de por sí algo penoso cuando es tuya, así que no digamos la de los demás… Por otro lado, fui yo quien intentó convencerla de que, allí donde se encontraba, la Querida Abuelita no se daría cuenta de su ausencia. No lo sé, quizás sentí que iba a ocurrirme algo.

Toda la iglesia estaba pendiente de mi abuelo, a ver si lloraba. «DIOS MÍO, HAZ QUE AGUANTE», recé. Pero el cura tenía una carta secreta: evocó los cincuenta años de matrimonio del Abuelito con la Abuelita. El ojo de mi abuelo, pese a ser el de un coronel jubilado, empezó a enrojecer. Cuando derramó una lágrima, fue como el pistoletazo de salida: la familia entera abrió las compuertas, sollozó, se derramó mirando el féretro. Resulta inimaginable pensar que la Abuelita estaba allí dentro. Tuvo que morirse para que me diera cuenta de hasta qué punto la quería. Hay que joderse. Cuando no dejo a la gente que ama, son ellos los que se mueren. Me puse a llorar sin ningún recato, ya que soy un chico influenciable.

Cuando dejé de ver borroso, me fijé en una hermosa morena que me miraba. Alice me había convertida en una fuente. No sé si fue la emoción, o el contraste con el lugar, pero sentí una inmensa atracción hacia aquella misteriosa aparición en jersey ceñido negro. Más tarde, Alice me confesó que le había parecido muy guapo: atribuyamos este error de apreciación al instinto maternal. Lo esencial es que la atracción era recíproca: sentía deseos de consolarme, eso saltaba a la vista. Aquel encuentro me enseñó que lo mejor que uno puede hacer en un entierro es enamorarse.

Era la amiga de una prima. Me presentó a su marido, Antoine, muy simpático, demasiado, quizás. Mientras besaba mis empapadas mejillas, comprendió que yo había comprendido que ella había visto que yo había visto que me había mirado como me había mirado. Siempre recordaré lo primero que le dije:

—Me encanta la estructura ósea de tu rostro.

Tuve la oportunidad de analizarla en detalle. Una mujer joven de veintisiete años, simplemente hermosa. Leve temblor de pestañas. Risa picante que hace rebotar tu corazón en su caja torácica de repente demasiado estrecha. Maravilla de miradas huidizas, de pelo suelto, de parte inferior de la espalda arqueada, de dentadura resplandeciente. Mowgli Cardinale en El libro del gatopardo. Betty Page estirada a lo largo de un metro setenta. Una loca tranquilizadora. Una calientapollas tranquila, de una reserva impúdica. Una amiga, una enemiga.

¿Cómo era posible que no la hubiera conocido antes? ¿De qué me servía conocer a tanta gente si ella no estaba?

Hacía frío delante de la iglesia. Sabéis perfectamente adónde quiero ir a parar: exacto, sus pezones se marcaban bajo su ceñido jersey negro. Tenía unos pechos erigidos en sistema. Su rostro era de una pureza que desmentía su cuerpo sensual. Exactamente mi tipo: nada me gusta tanto como la contradicción entre un rostro angelical y un cuerpo de zorra. Tengo criterios dicotómicos.

En aquel preciso instante, supe que daría cualquier cosa por meterme en su vida, en su cerebro, en su cama, véase en el resto. Más que un avestruz, aquella chica era un pararrayos: atraía los relámpagos.

—¿Conoces el País Vasco? —le pregunté.

—No, pero parece bonito.

—No es bonito, es hermoso. Lástima que tú estés casada y que yo también lo esté, porque, de no ser así, podríamos haber fundado una familia en una granja de la región.

—¿Con corderitos?

—Por supuesto, con corderos. Y con patos para el foie gras, vacas para la leche, gallinas para los huevos, un viejo elefante miope, una docena de jirafas, y un montón de avestruces como tú.

—No soy un avestruz, soy un pararrayos.

—¡Eh, cuidado! Si además me lees el pensamiento, ¿adónde iremos a parar?

Cuando se marchó, erré, encantado y despreocupado, por Guéthary, el pueblo de Paul-Jean Toulet y el paraíso de mi infancia. Paseé, fresco y ligero, cuando en realidad detesto los paseos (pero no le importó a nadie: la gente siempre hace cosas absurdas después de un entierro), deambulé delante del mar, fijándome en cada roca, cada ola, cada grano de arena. Sentía cómo mi alma se desbordaba. Todo el cielo era mío. La costa vasca me traía mejor suerte que la bahía de Río. Sonreí a las nubes adormecidas en el cielo y a la abuelita, que no me lo tenía en cuenta.