15. EL MURO DE LAS LAMENTACIONES (CONTINUACIÓN)

Por más que sepa que el amor es imposible, estoy convencido de que dentro de unos años me sentiré orgulloso de haber creído en él. Nadie podrá quitarnos eso a Anne y a mí: creímos en el amor con toda sinceridad. Bajando la cabeza, embestimos de lleno y con todas nuestras fuerzas una muleta que resultó ser de hormigón. No os riáis. Nadie se burla de don Quijote, y, sin embargo, la emprendía contra molinos de viento.

Durante mucho tiempo, mi único objetivo en la vida fue autodestruirme. Hasta que, en una ocasión, sentí deseos de ser feliz. Es terrible, me siento avergonzado, perdonadme: un día experimenté esa vulgar tentación de ser feliz. Lo que he aprendido desde entonces es que aquél era el mejor modo de destruirme. En el fondo, y sin habérmelo propuesto, soy un chico coherente.

No sé por qué acepté cenar en casa de Jean-Georges. Sigo sin tener hambre. Siempre he considerado una cuestión de honor esperar a tener hambre para comer. En eso consiste la elegancia: comer cuando uno tiene hambre, beber cuando uno tiene sed, follar cuando a uno se le pone dura. Pero, bueno, no voy a esperar a haber muerto de inanición para ver a mis amigos. Seguramente Jean-Georges habrá vuelto a invitar a la misma banda de enfermos sublimes, mis mejores amigos. Nadie hablará de sus problemas porque cada uno será consciente de que los demás también tienen los suyos. Cambiaremos de tema para engañar a la desesperación.

Me equivocaba. Jean-Georges está solo en casa. Parece dispuesto a escucharme. Me agarra por la solapa y me zarandea como un parquímetro que no imprime el tíquet después de haberse tragado la moneda de diez machacantes.

—Anoche te pregunté por qué vas por el mundo arrastrando esa jeta y me contestaste que porque el amor dura tres años. ¿Te estás cachondeando de mí o qué? ¿Crees que estás en uno de tus libros? ¡Me doy perfecta cuenta de que tu divorcio no tiene nada que ver con eso! Así que basta ya de gilipolleces, ¿vas a contarme lo que ocurre de una puta vez? Si no, ¿para qué coño estoy?

Bajo la mirada para que no vea que se me está empañando. Finjo estar resfriado para poder sorberme los mocos. Farfullo:

—Eh… No, verás, no sé lo que quieres decir…

—Basta ya. ¿Quién es? ¿La conozco?

Entonces, en voz baja, hecho polvo, atrapado, acabo confesando:

—Se llama Alice.