13. FLIRTING WITH DISASTER

Aquella noche, en el transcurso de mi fiesta particular, un amiguete se me acercó para charlar conmigo (no recuerdo quién era, ni cuándo, ni mucho menos dónde).

—¿A qué viene esa cara? —me preguntó.

Recuerdo haberle respondido:

—A que el amor dura tres años.

Aparentemente, aquello tuvo su efecto: el tipo se esfumó. Desde entonces, recurro a esta réplica allí donde voy. En cuanto pongo cara triste y me preguntan por qué, replico de buenas a primeras:

—Porque el amor dura tres años.

A la larga, empiezo a pensar que podría ser un buen título para un libro.

El amor dura tres años. Aunque lleves cuarenta años casado, en el fondo, confiésalo, sabes perfectamente que es verdad. Te das perfecta cuenta de aquello a lo que has renunciado; en qué momento abdicaste. El día fatídico en que dejaste de tener miedo.

Escuchar que el amor dura tres años no es agradable; es como un truco de magia fallido, o como cuando el despertador suena a mitad de un sueño erótico. Pero hay que acabar con la mentira del amor eterno, sobre el que se fundamenta nuestra sociedad, artesano de la infelicidad de la gente.

Después de tres años, una pareja debe separarse, suicidarse, o tener hijos, que son las tres maneras de confirmar su final.

A menudo nos dicen que, al cabo de cierto tiempo, la pasión se convierte en «otra cosa», más sólida y más hermosa. Pero esa «otra cosa» es el Amor con A mayúscula, un sentimiento menos excitante, es cierto, pero también menos inmaduro. Me gustaría ser absolutamente claro: esa «otra cosa» me toca los cojones, y si el Amor es eso, entonces dejo el Amor en manos de los gandules, de los descorazonados, de la gente «madura» que vive varada en su comodidad sentimental. Mi amor, el mío, lleva una «a» minúscula pero tiene amplitud de miras; no dura demasiado pero, por lo menos, cuando está allí lo notas. Su «otra cosa» en la que les gustaría convertir el amor parece una teoría inventada para poder conformarse con poco, y sentirse más seguros proclamando que no hay nada mejor. Me recuerdan a los envidiosos que rayan las puertas de los coches de lujo porque no tienen medios para comprarse uno igual.

Final de fiesta apocalíptico. Ganas de acabar con todo con un nudo en el estómago. Hacia las cinco de la madrugada, telefoneo a Adeline H., lo cual significa que estoy mal. Tengo su número personal. Descuelga ella: «¿Dígame? ¿Sí? ¿Quién es?» Voz ronca. La he despertado. ¿Por qué no conectó el contestador? No sé qué decirle. «Eh…, perdona que te haya despertado…, sólo quería desearte buenas noches…» «¡¿QUIÉN ES? ¿ESTÁS LOCO O QUÉ, JODER?!» Cuelgo. Sentado, inmóvil, con la cabeza entre las manos, dudo entre la caja de Lexomil y colgarme: ¿y por qué no ambas cosas? No tengo cuerda, pero bastarán varias corbatas Paul Smith. Los sastres ingleses siempre eligen materiales muy resistentes. Pego un post-it sobre la pantalla del televisor: «TODO HOMBRE QUE SIGA VIVO PASADOS LOS TREINTA ES UN IDIOTA». Hice bien en alquilar un apartamento con vigas a la vista. Basta subirse a esta silla, así, tomarse el vaso de Coca-Cola que contiene los ansiolíticos triturados. Después, uno pasa la cabeza por el nudo corredizo, y en el momento de dormirse, lógicamente, es para no despertarse nunca más.