Nuestra generación es demasiado superficial para el matrimonio. Casarnos es como ir al McDonald’s. Luego, hacemos zapping. ¿Cómo íbamos a permanecer toda la vida con la misma persona en la sociedad del zapping generalizado? ¿En una época en que las estrellas, los políticos, las artes, los sexos, las religiones son intercambiables como nunca lo habían sido? ¿Por qué el sentimiento amoroso iba a ser la excepción a esta generalizada esquizofrenia?
Y, en primer lugar, ¿de dónde nos viene esta curiosa obsesión: empeñarse a cualquier precio en ser feliz con una sola persona? De 558 tipos de sociedades humanas, sólo el 24% son monógamas. La mayoría de las especies animales son polígamas. En cuanto a los extraterrestres, ya no digamos: hace tiempo que el Mapa Galáctico X23 ha prohibido la monogamia en todos los planetas del tipo B#871.
El matrimonio es caviar en todas las comidas: una indigestión de lo que adoráis hasta provocaros náuseas. «Venga, toma un poco más, ¿verdad que sí? ¿No? ¿No quieres más? Pero si hasta hace poco te encantaba, ¿qué te ocurre? No seas malo, ¡venga!»
La potencia del amor, su increíble poder, debía de aterrorizar a la sociedad occidental para que haya acabado creando este sistema destinado a que aborrezcas aquello que amas.
Un investigador americano acaba de demostrar que la infidelidad es biológica. Según este prestigioso sabio, la infidelidad es una estrategia genética para favorecer la supervivencia de la especie. Imaginad la escena doméstica: «Amor mío, no te he engañado por placer: era para asegurar la supervivencia de la especie, ¡figúrate! Quizás a ti te importe un bledo, ¡pero alguien tiene que preocuparse de la supervivencia de la especie! ¡Si crees que me resulta divertido!…»
Yo nunca tengo suficiente: cuando una chica me gusta, quiero enamorarme de ella: cuando me enamoro, quiero besarla; una vez que la he besado, quiero acostarme con ella; cuando me he acostado con ella, quiero vivir con ella en un apartamento; cuando vivo con ella en un apartamento, quiero casarme con ella; cuando me he casado con ella, conozco a otra chica que me gusta. El hombre es un animal insatisfecho que se debate entre varias frustraciones. Si las mujeres quisieran actuar con putería, se negarían a estar con ellos para que les fueran detrás toda la vida.
Lo único importante en el amor es: ¿a partir de cuándo empiezas a mentir? ¿Sigues estando igual de contento al regresar a casa para reencontrarte con la misma persona que te está esperando? Cuando le dices «Te quiero», ¿lo piensas de verdad? Llegará —fatídico— el momento en que tendrás que esforzarte. En que tus «te quiero» ya no tendrán el mismo sabor. A mí, la voz de alarma me pilló en la fase de afeitado. Me afeitaba todas las noches para no pinchar a Anne al besarla por la noche. Y, una noche —ella ya estaba durmiendo (había salido sin ella hasta el amanecer, el típico comportamiento lamentable que uno se permite con la excusa del matrimonio)—, no me afeité. Pensé que no era grave, ya que ella no iba a darse cuenta. En cambio, aquello significaba simplemente que ya no la quería.
Cuando uno se divorcia siempre compra La separación de Dan Franck. La primera escena es conmovedora: durante una obra de teatro, el hombre se da cuenta de que su mujer ya no le quiere porque retira su mano de la suya. El intenta cogerla de nuevo pero ella vuelve a apartarla. Yo pensaba: ¡Menuda furcia! ¿Por qué tanta crueldad? Al fin y al cabo, tampoco le costaba tanto dejar su mano en la de su marido, ¡joder! Hasta el día en que me ocurrió lo mismo. Empecé a rechazar la mano de Anne a todas horas. Me cogía suavemente de la mano o del brazo, o dejaba su mano sobre mi muslo cuando estábamos viendo la tele, ¿y qué veía yo? Una mano blanda, blancuzca, con la consistencia de un guante de goma. Me producía escalofríos de asco. Era como si acabara de ponerme un pulpo encima. Me sentía culpable: ¿Dios mío, cómo he podido llegar a esto? Me había convertido en la furcia del libro de Dan Franck. Ella insistía en entrelazar nuestros dedos. Yo me esforzaba, sin lograr reprimir una mueca. Me levantaba de un salto, digamos que para ir a mear, en realidad sólo para huir de aquella mano. Luego volvía sobre mis pasos, carcomido por los remordimientos, y miraba su mano, que tanto había amado. Aquella misma mano que le había pedido ante Dios. La misma mano por la que, tres años antes, habría dado la vida para tenerla así. Y sólo sentía odio hacia mí mismo, vergüenza por ella, indiferencia, deseos de ponerme a llorar. Y apretaba contra mi corazón aquel pulpo blandengue, y le hacía un besamanos empapado de tristeza y de despecho.
El amor se acaba cuando es imposible volver atrás. Así es como uno se da cuenta: el agua no volverá a pasar por debajo del puente, reina la incomprensión; uno ha roto sin siquiera darse cuenta.