11. EL HOMBRE DE TREINTA AÑOS

En el medio en que vivo, no te haces ninguna pregunta antes de los treinta años, y cuando los cumples, ya es demasiado tarde para responderla, por supuesto.

La cosa funciona así: tienes veinte años, te diviertes un poco y, cuando te despiertas, ya tienes treinta. Se acabó: tu edad no empezará nunca más con el dígito 2. Debes resignarte a tener diez años más que hace diez años y diez kilos más que el año pasado. ¿Cuántos años te quedan? ¿Diez? ¿Veinte? ¿Treinta? La esperanza de vida media todavía te concede cuarenta y dos si eres hombre, cincuenta si eres mujer. Pero no tiene en cuenta las enfermedades, la caída del cabello, la chochez, las manchas en las manos. Nadie se plantea estas preguntas: ¿Hemos aprovechado la vida lo suficiente? ¿Deberíamos haber vivido de un modo distinto? ¿Estamos con la persona adecuada, en el lugar adecuado? ¿Qué nos ofrece este mundo? Desde el nacimiento hasta la muerte, conectamos nuestra existencia a un piloto automático, y hace falta una valentía sobrehumana para cambiar de rumbo.

A los veinte años, creía saberlo todo de la vida. A los treinta, me di cuenta de que no sabía nada. Acababa de dedicar diez años a aprender todo lo que, a partir de entonces, debería desaprender.

Todo era demasiado perfecto. Hay que desconfiar de los matrimonios ideales: les gusta demasiado ser guapos; se esfuerzan por sonreír, como si estuvieran promocionando una película nueva en el Festival de Cannes. Lo malo del matrimonio por amor es que arranca demasiado alto. Lo único sorprendente que le puede ocurrir a un matrimonio por amor es un cataclismo. ¿Qué, si no? La vida se acabó. Ya estábamos en el Paraíso antes de haber vivido. Uno tendrá que quedarse hasta la muerte en la misma película perfecta, con el mismo reparto impecable. Es insoportable. Cuando uno lo tiene todo demasiado pronto, acaba deseando un desastre que lo libere. Una catástrofe para sentirse aliviado.

Tardé mucho tiempo en admitir que me había casado sólo por los demás, que el matrimonio no es algo que hagas por ti mismo. Uno se casa para poner nervioso a los amigos o para hacer feliz a sus padres, a veces por ambas cosas, a veces a la inversa. En nuestros días, nueve de cada diez bodas pijas y convencionales sólo son trámites obligatorios, ceremonias mundanas en las que unos padres tensos cursan invitaciones. A veces, en algunos casos gravemente patológicos, la familia política comprueba que su futuro yerno figure en el listín de buenas familias, sopesa el anillo de compromiso para verificar el número de quilates y se desvive por conseguir un reportaje en la revista ¡Hola! de turno. Pero éstos, la verdad, son casos extremos.

Uno se casa exactamente igual que pasa el bachillerato o se saca el permiso de conducir: siempre procura adaptarse al mismo molde para ser normal, normal, NORMAL a cualquier precio. Al no poder estar por encima del resto del mundo, deseamos ser igual que todo el mundo por miedo a quedar por debajo. Y ésa es la mejor manera de arruinar un amor verdadero.

De hecho, el matrimonio no sólo es un modelo impuesto por la educación burguesa: también es objeto de un colosal lavado de cerebro publicitario, cinematográfico, periodístico e incluso literario, una inmensa intoxicación que acaba llevando a hermosas señoritas a desear llevar un anillo o un vestido blanco cuando, sin semejante despliegue, nunca se les habría ocurrido pensar en ello. El Gran Amor, eso sí, con sus luces y sus sombras, por supuesto que se les habría ocurrido imaginárselo, si no, ¿para qué vivir? Pero el Matrimonio, La Institución Que Convierte El Amor En Una Lata, «la cruz del amor a perpetuidad y del apareamiento de por vida» (Maupassant): nunca. En un mundo perfecto, las chicas de veinte años jamás se sentirían atraídas por un invento tan artificial. Soñarían con la sinceridad, la pasión, lo absoluto, no con un tío enfundado en un frac de alquiler. Desearían al Hombre que sabría sorprenderlas cada día creado por Dios, no al hombre que les va ofrecer unas estanterías de Ikea. Dejarían que la Naturaleza —es decir, el deseo— siguiera su curso. Por desgracia, sus frustradas mamás desean que pasen por una desgracia idéntica a la suya, y, por lo que respecta a ellas, también han visto demasiadas teleseries. Así que esperan al Príncipe Azul, ese concepto publicitario para retrasados, fábrica de frustrados, de futuras viejas chicas, de amargadas, mientras que un solo hombre imperfecto podría haberlas hecho felices.

Por supuesto, los burgueses os jurarán que estos esquemas están en desuso, que las costumbres han cambiado, pero haced caso a esta indignada víctima: jamás la opresión fue tan violenta como en nuestra época de falsa libertad. El totalitarismo conyugal sigue vigente cada día, perpetuando la infelicidad de generación en generación. Nos imponen esta patraña en función de principios artificiales y caducos, con el objetivo inconfesado de reproducir, ahora y siempre, una herencia de dolor y de hipocresía. Destrozar las vidas sigue siendo el deporte favorito de las viejas familias francesas, y son expertas en la materia. Están entrenadas. Sí, todavía hoy podemos escribir: familias, os odio.

Os odio tanto más por cuanto tardé demasiado en rebelarme. En el fondo de mí mismo, estaba la mar de satisfecho. Era un cateto medieval, descendiente de hidalgüelos bearneses, orgulloso como un pavo real de casarme con Anne, la aristogata de porcelana. Fui imprudente, fatuo, ingenuo y estúpido. Lo he pagado con creces y al contado. Me merezco la debacle que estoy viviendo. Estaba como todo el mundo, como tú, lector, convencido de ser la excepción que confirma la regla. Por supuesto, la infelicidad no iba a afectarme, conseguiría esquivarla. El fracaso es algo que sólo les ocurre a los demás. Un día, el amor se marchó y me desperté de un sobresalto. Hasta entonces, me había esforzado en interpretar el papel de marido satisfecho. Pero llevaba demasiado tiempo engañándome a mí mismo para, un día, empezar a engañar a otra persona.