10. PALACIO DE JUSTICIA DE PARÍS

El divorcio nunca es fácil. ¿En qué clase de basura nos hemos convertido para creer que se trata de un acto sin gravedad? Anne creyó en mí. Me confió su vida ante Dios (y, más impresionante todavía, ante la República Francesa). Firmé un pacto según el cual le prometía cuidar siempre de ella y educar a nuestros hijos. La estafé. Fue ella quien pidió el divorcio: en justa compensación, ya que fui yo quien la había pedido en matrimonio. No tendremos hijos y mejor para ellos. Soy un traidor y un cobarde, lo cual, sumado, hubiera sido demasiado para un padre de familia. Me declaro culpable, para dejar de sentirme culpable.

¿Por qué nunca hay nadie en los divorcios? El día de mi boda, estuve rodeado de todos mis amigos. Pero el día de mi divorcio estoy increíblemente solo. Ningún testigo, ninguna dama de honor, nada de familia, ni amigos borrachos para darme palmaditas en la espalda. Ni flores, ni coronas. Me habría gustado que me lanzaran algo, a falta de arroz, no sé, tomates podridos, por ejemplo. A la salida del Palacio de Justicia, este tipo de proyectil suele ser moneda corriente. ¿Dónde están todos aquellos conocidos que el día de mi boda se atiborraban de pastas y que hoy me boicotean, cuando debería ser precisamente al revés: uno siempre debería casarse solo y divorciarse con el apoyo de todos sus amigos?

Parece ser que algunos pastores anglicanos organizan ceremonias religiosas de divorcio amistoso, con bendición de los separados y solemne devolución de las alianzas al oficiante. «Padre, le devuelvo este anillo como signo de que mi matrimonio ha terminado.» Me parece que el asunto mola. El Papa debería estudiar la cuestión, eso contribuiría a que la gente volviera a las iglesias, y la reventa de alianzas recaudaría más fondos que el cepillo, ¿no? Una idea digna de estudio, pensé mientras el juez del divorcio intenta la reconciliación. Nos pregunta, a Anne y a mí, si estamos seguros de desear divorciarnos. Se dirige a nosotros como si fuéramos niños de cuatro años. Tengo ganas de contestarle que no, que hemos venido aquí a jugar un partidito de tenis. Y luego reflexiono, y me doy cuenta de que nos ha calado enseguida: tiene razón, somos niños de cuatro años.

El divorcio es una pérdida de la virginidad mental. A falta de esa «buena guerra» que nos mereceríamos, este tipo de desastres (como perder a tu madre o a tu padre, quedar paralítico a causa de un accidente de tráfico, perder tu casa por culpa de un despido abusivo) son los únicos acontecimientos que nos enseñan a convertirnos en hombres.

… ¿Y si el adulterio me hubiera convertido en adulto?

Fingimos ser indiferentes al divorcio, pero pronto llega el terrible momento en que comprendemos haber pasado de «La bella durmiente» a «No envejeceremos juntos». Adiós, encantadores recuerdos, hay que renunciar a los apodos adorables por los que nos llamábamos, quemar las fotografías de la luna de miel, apagar la radio cuando suena una canción que tarareábamos juntos. Algunas frases te sacan de tus casillas: «¿Qué me pongo?» «¿Qué hacemos esta noche?», porque te traen malos recuerdos. Inexplicablemente, te pones a llorar cada vez que asistes a un reencuentro en un aeropuerto. E incluso el Cantar de los Cantares se convierte en una tortura: «Graciosas son tus mejillas, entre los zarcillos, y tu cuello entre los collares… Me robaste el corazón, hermana mía, novia, me robaste el corazón con una mirada tuya, con una vuelta de tu collar.»

Las únicas veces que, de ahora en adelante, coincidiréis, será en presencia de una sonriente abogada que, para más inri, tendrá el mal gusto de estar embarazada hasta las cejas. Nos daremos un beso en la mejilla como viejos amigos. Iremos a tomar un café juntos como si el mundo no acabara de venirse abajo. A nuestro alrededor, la gente seguirá viviendo. Charlaremos en un tono jocoso, y cuando nos despidamos como si nada, será para siempre. «Hasta la próxima» será la última mentira.