Los cuentos de hadas sólo existen en los cuentos de hadas. La verdad resulta más decepcionante. La verdad siempre es decepcionante, ésa es la razón por la cual todo el mundo miente.
La verdad es la fotografía de otra mujer hallada por descuido en mi bolsa de viaje, en Río de Janeiro (Brasil), la Nochevieja. La verdad es que el amor empieza en agua de rosas y acaba en agua de borrajas. Anne buscaba su cepillo para el pelo y se le pusieron los pelos de punta por culpa de la Polaroid de una mujer a juego con algunas cartas de amor que no había escrito ella.
En el aeropuerto de Río, Anne me abandonó. Quería regresar a París sin mí. Yo no estaba en situación de llevarle la contraria. Ella lloraba, sorprendida. El espanto de quien acaba de perderlo todo en veinte segundos. Era una chiquilla adorable que, de golpe, descubría que la vida es terrible y que su matrimonio se venía abajo. Ya no veía nada, ya no había aeropuerto, ni cola, ni panel de información de vuelos, todo había desaparecido, todo menos yo, su verdugo. ¡Cómo me arrepiento ahora de no haberla abrazado! Pero me incomodaba que sus lágrimas siguieran derramándose, y todo el mundo me estaba mirando. Siempre resulta bastante embarazoso quedar como un cabrón en público.
En lugar de pedirle perdón, le dije: «Vete, perderás el avión.» No dije nada para salvarla. Hoy, sólo con recordarlo, mi barbilla todavía se pone a temblar. Ella tenía una mirada suplicante, triste, empañada, odiosa, apaleada, inquieta, decepcionada, inocente, orgullosa, despreciativa, que sin embargo seguía siendo azul. Nunca la olvidaré: aquella mirada estaba descubriendo el dolor. Tendré que aprender a vivir con esa mierda sobre las espaldas. Nos apiadamos de los que sufren, pero no de los que dañan a los demás. Apáñate, que ya eres mayorcito, viejo. Eres el tío que no cumplió sus promesas. Recuerda el final de Adolphe: «En la vida, la gran cuestión es el dolor que causamos, y la más ingeniosa metafísica no justifica al hombre que ha desgarrado el corazón que lo amaba.»
Luego, anduve solo por Copacabana, con el corazón roto, bebí, abandonado como nunca nadie lo fue, veinte caipiriñas, sintiéndome como un montón de mierda, injusto y monstruoso. Iba a convertirme en una especie de gélida piedra. Por primera vez desde hacía decenios, llovía la noche de fin de año en Río. Castigo divino. Arrodillado sobre la arena, entre los ensordecedores tambores de la samba, yo también empecé a llover.
Hay noches en las que dormir sería un lujo. Dormir para poder despertar de esa pesadilla. A uno le gustaría que todo eso no hubiera ocurrido. A uno le gustaría pulsar la tecla «Suprimir» sobre su vida. Ya que, cuando uno hace sufrir a otra persona, el más perjudicado es uno mismo.
Sí, es cierto, recuerdo perfectamente la noche en la que dejé de dormir. Un millón de brasileños vestidos de blanco, bajo la lluvia, en la playa. Gigantescos fuegos artificiales frente a Le Méridien. Había que lanzar flores blancas en las olas y pedir un deseo que las divinidades concederían durante el año. Lancé un ramo sobre las olas deseando con todas mis fuerzas que todo se resolviera. Ignoro qué ocurrió: mis flores debían de ser feas, o los dioses debían de estar ausentes. En todo caso, mis deseos nunca se cumplieron.