A los treinta años, sigo siendo incapaz de mirar a los ojos a una chica hermosa sin ruborizarme. Ser tan emotivo resulta angustioso. Demasiado hastiado para enamorarme de verdad, y, no obstante, demasiado sensible para permanecer indiferente. En definitiva, demasiado débil para estar casado. Pero ¿qué mosca me ha picado? Por supuesto, siento la intensa tentación de remitiros a los dos volúmenes anteriores, pero eso no sería demasiado noble, ya que ambas obras maestras del romanticismo fueron guillotinadas poco tiempo después de ser premiadas con un éxito de prestigio.
Así que resumamos los episodios anteriores: yo era un vividor impenitente, un producto típico de nuestra sociedad de lujo inútil. Nacido el 21 de septiembre de 1965, veinte años después de Auschwitz, el primer día de otoño. Llegué al mundo el día en que las hojas de los árboles empiezan a caer, el día en que los días empiezan a hacerse más cortos. De ahí, quizás, un temperamento desencantado. Me ganaba la vida poniendo una palabra detrás de otra, en periódicos o en agencias de publicidad —estas últimas tienen la ventaja de pagar más por menos palabras—. Conseguí abrirme paso organizando fiestas en París en un momento en el que en París ya no se celebraban fiestas. Esto no tiene nada que ver con las palabras, y, no obstante, así fue como me hice un nombre, probablemente porque, en nuestra época, a los que viven de poner una palabra detrás de otra se les da menos importancia que a los que salen en las fotos de los actos noctámbulos de algunas revistas.
Sorprendí a los que se interesaban por mi biografía cuando me casé por amor. Un día, en una mirada azul, creí entrever la eternidad. Yo, que me pasaba la vida corriendo de fiesta en fiesta y de oficio en oficio para no tener tiempo de deprimirme, me imaginé feliz a mí mismo.
Anne, mi mujer, era un ser irreal, de una luminosa belleza, casi imposible. Demasiado hermosa para ser feliz, pero eso lo supe cuando ya era demasiado tarde. Me pasaba horas mirándola. A veces ella se daba cuenta y me lo reprochaba: «Deja ya de mirarme», exclamaba, «me molestas.» Pero observarla vivir se había convertido en mi espectáculo favorito. En general, a los chicos como yo, que se consideraban feos cuando eran niños, les parece tan increíble el hecho de seducir a una chica guapa que las piden en matrimonio con cierta premura.
Lo que sucede después no es muy original: para no entrar en detalles, digamos que nos fuimos a vivir juntos a un apartamento demasiado pequeño para un amor tan grande. A causa de eso, salíamos demasiado a menudo de nuestra casa, y nos vimos arrastrados por un remolino bastante corrompido. La gente decía de nosotros:
—Estos dos salen mucho.
—Sí, pobrecitos… ¡Qué mal les debe de ir!
Y no estaban del todo equivocados, aunque estuvieran encantados de, por una vez, contar con una hermosa mujer en sus desangeladas veladas.
La vida funciona de tal manera que, justo cuando empiezas a ser un poquitín feliz, te llama al orden.
Nos fuimos infieles por turnos.
Nos separamos igual que nos habíamos casado: sin saber por qué.
El matrimonio es una gigantesca maquinación, una estafa infernal, una mentira organizada en la que naufragamos como dos niños. ¿Por qué? ¿Cómo? Muy sencillo. Un joven pide la mano de la mujer a la que ama. Está muerto de miedo, resulta entrañable, se ruboriza, suda, tartamudea y a ella le brillan los ojos, ríe nerviosamente y le hace repetir lo que acaba de proponerle. De repente, justo después de que ella haya respondido que sí, una interminable lista de obligaciones caerá sobre sus espaldas, cenas y comidas familiares, distribución de mesas, ensayos de vestuario, broncas, prohibido tirarse pedos o eructar delante de los suegros, ponte derecho, sonreíd, sonreíd, es una pesadilla sin fin y sólo es el principio: después, ya lo veréis, todo está organizado para que acaben odiándose.