Regresé a casa en un estado lamentable. ¡Maldita sea, pero qué miseria acabar en este estado a mi edad! A los dieciocho años, el culto a la borrachera todavía se puede aguantar; a los treinta, resulta patético. Pillé medio éxtasis para poder morrear a desconocidas. Sin eso, habría sido demasiado tímido para intentarlo. El número de chicas a las que nunca he besado por miedo a llevarme un chasco es incalculable. Mi encanto se basa en que ignoro si tengo encanto. En el Queen, las dos hermosas rubias borrachas que metían sus respectivas lenguas en mis orejas, creando un efecto de cloqueo estereofónico, me preguntaron:
—¿En tu casa o en la nuestra?
Después de haberles pegado un morreo colectivo a las dos (y mordisqueado sus cuatro pechos), respondí con orgullo:
—Vosotras a la vuestra y yo a la mía. No tengo condones, y además esta noche estoy celebrando mi divorcio, tendría demasiado miedo de que no se me empinara.
Al final del scooter, encontré mi desértico apartamento. El puño de la angustia me golpeó en el estómago: bajón de éxtasis. No lo necesito: ¿de qué sirve pasarse toda la noche huyendo de ti mismo si, al final, consigues darte alcance en tu propio domicilio? En los bolsillos de mi abrigo, recuperé unos restos de cocaína en una papelina. Incluso esnifé el papel. Esto amortiguará el spleen. Me queda polvillo blanco en la punta de la nariz. Ahora ya no tengo sueño. Ha amanecido, Francia se dispone a iniciar una nueva jornada de trabajo. Y, mientras tanto, un adolescente retrasado no se moverá durante horas. Demasiado colgado para dormir, leer o escribir, me quedaré mirando fijamente el techo apretando los dientes. Con este rostro colorado y esta napia blanquecina, observo en este espejo la imagen de un payaso en negativo.
Hoy no iré a trabajar. Orgulloso de haber rechazado una orgía bisexual el día de mi divorcio. Harto de esas chicas con las que te acuestas y junto a las que odias despertar.
Salvo un cazo con la leche rebosando, no existen demasiadas cosas más siniestras que yo.