En invierno, en París, hay lugares en los que hace más frío que en otros. Por más alcoholes de alta graduación que bebas, es como si una ventisca soplara hasta los rincones más recónditos de los bares. La era glaciar ha llegado antes de tiempo. Incluso la gente produce escalofríos.
Hice lo que debía: nací en el seno de una familia bien, hice la primaria en el instituto Montaigne para luego ingresar en el instituto Louis-le-Grand, cursé mis estudios superiores en centros donde coincidí con personas inteligentes, las invité a bailar y algunas incluso llegaron a darme trabajo, me casé con la chica más guapa que conocía. ¿Por qué hace tanto frío aquí? ¿En qué momento me extravié de mi camino? Yo sólo aspiraba a complaceros; ser como se debe ser no me molestaba en absoluto. ¿Por qué no tengo derecho a ser así? ¿Por qué, en lugar del señuelo de la simple felicidad con el que me habían deslumbrado, sólo encontré unas complejas ruinas?
Estoy muerto. Cada mañana me despierto con un insoportable deseo de dormir. Visto de negro porque llevo luto por mí mismo. Llevo luto por el hombre que podría haber sido. Deambulo con paso firme por la calle des Beaux-Arts, la calle en la que murió Oscar Wilde, igual que yo. Voy a restaurantes para no probar bocado. A los maîtres les ofende que ni siquiera pruebe sus platos. Pero ¿conocéis a muchos muertos que acaben el plato fuerte chupándose los dedos? Todo lo que bebo, lo bebo en ayunas. Ventaja: la rapidez con que te emborrachas. Inconveniente: úlcera de estómago.
Ya no sonrío. No tengo las fuerzas suficientes para hacerlo. Estoy muerto y enterrado. No tendré hijos. Los muertos no se reproducen. Soy un muerto que estrecha la mano de la gente en los cafés. Soy un muerto más bien sociable, y muy friolero. Creo que soy la persona más triste que jamás he conocido.
En invierno, en París, cuando el termómetro llega a bajo cero, el ser humano necesita salones interiores iluminados por la noche. Allí, escondido entre el rebaño, puede finalmente ponerse a temblar.