Nueva York, 30 de abril de 1915
Con el corazón en un puño se dirigió hasta la salida del hotel. La multitud, que había huido al verle con el cuchillo en la mano, formó un pasillo y en unos segundos estuvo en la Cuarta Avenida. La gente caminaba indiferente por la calle, ajena al corazón caliente y palpitante que llevaba en la mano, como si cualquier cosa fuera posible en la Gran Manzana. Santiago Bocanegra se secó la sangre de la cara, aceleró el paso y se acercó al coche que lo esperaba junto a la acera. Allí, un hombre de bigote negro, con la piel color aceituna y los ojos oscuros, le hizo un gesto con la mano. El coche se puso en marcha con lentitud, pero en unos minutos estaba saliendo de la Gran Manzana y cruzando el túnel Holland hacia Nueva Jersey.
El coche comenzó a tomar velocidad y estuvo a punto de chocar con otro vehículo en dirección contraria. El conductor comenzó a gritar al resto de los coches con su fuerte acento mexicano.
—¡Güey, hijo de la gran chingada!
—Roberto, será mejor que no llamemos más la atención.
—¿Me lo dices tú? Acabas de andar con un corazón palpitante en la mano en medio de la Cuarta Avenida.
—Sabes que es para el ceremonial.
—¿Servirá?
—Todavía palpita —dijo Santiago levantando el corazón.
La masa de carne sanguinolenta se movía con lentitud. Los dos hombres miraron fascinados el corazón sangrante.
Al cruzar el túnel, los grandes rascacielos dejaron paso a las pequeñas casas del otro lado del río Hudson. El vehículo se adentró en uno de los grandes suburbios de Nueva Jersey y los dos hombres aparcaron el coche a la entrada de una casa de madera destartalada. Se apearon del coche y corrieron hacia la puerta. Un hombre les abrió antes de que llamaran y los tres se dirigieron al salón.
En mitad de la habitación no había una mesa de madera para que la familia típica americana degustara el pavo de Acción de Gracias; en su lugar, una gigantesca piedra tallada y cubierta de sangre reseca ocupaba el centro del salón.
—Déjalo sobre el altar —dijo el hombre.
Justo cuando Santiago Bocanegra depositó el corazón sobre la piedra gris, éste dejó de latir. Los tres pronunciaron un pequeño cántico en una lengua muerta quinientos años antes.
Después del ritual se dirigieron a la cocina y se lavaron las manos.
—¿Cuántas víctimas más son necesarias para completar el ritual? ¿Eso será suficiente para que el barco se hunda? —preguntó Santiago.
—Solo hacen falta dos —dijo el hombre. Después sacó un revólver de su bolsillo y disparó a sus compañeros. Unos minutos más tarde, el ritual comenzaba de nuevo.