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México D. F., 13 de junio de 1915

El profesor Gamio terminó la conferencia sobre Aztlán y volvió a su mesa. Junto a él estaban Hércules, Alicia, Diego, Alma y Lincoln. Cuando los aplausos cesaron, todos se volvieron a sentar.

—Ha estado magistral —dijo Diego Rivera.

—He tomado nota de todo y le pediré a mi periódico que lo publique en la sección de cultura —dijo Alma. —¿Cuándo regresa a Europa, Diego? —preguntó Alicia.

—Espero volver cuanto antes. No quiero interrumpir mis estudios por más tiempo. Espero tener una vida tranquila y larga, no estoy hecho para las aventuras —dijo.

—Nosotros regresamos la semana que viene —comentó Lincoln—. He pedido la mano de Alicia a mi amigo Hércules, él es el mentor de la joven.

—Felicidades —dijo el profesor Gamio.

—Una boda, es magnífico —dijo Alma—. Brindemos.

Todos alzaron sus copas y bebieron celebrando el compromiso.

—¿Regresan a España? —preguntó Diego.

—No, viajaremos hasta Suiza, queremos casarnos en el viejo balneario de Leukerbad, en el cantón del Valais —dijo Alicia emocionada—. Creo que es el mejor lugar del mundo para casarse.

Hércules se mantenía pensativo, hasta que Alma le preguntó:

—¿No le va a conceder la mano?

—¿Qué…? No, perdonen, es que hay una cosa que no deja de rondarme la cabeza.

—¿En qué piensas, Hércules?

—Profesor, el general Buendía dijo algo a lo que todavía sigo dándole vueltas. Algo de la última profecía de Aztlán.

—«Cuando las garzas esparzan su muerte, nadie detendrá a los hijos de Aztlán. Morirán mil y diez mil, pero los escogidos heredarán la Tierra».

—No entiendo nada —dijo Lincoln.

—¡Maldición! Ya sé que lo fue a buscar ese viejo diablo a Aztlán: la misma enfermedad que diezmó a los mexicas ante los españoles —dijo Hércules.

—¿Quieres decir que hemos desatado una plaga de proporciones incalculables? —preguntó Alma.

—Eso me temo, Alma, eso me temo.